27 abril 2016

Semblanza de una impostura

Mientras exploro distraídamente El País digital, encuentro un entretenido blog titulado "Jot down" (algo así como "Tomando nota"); así, mientras continuo con mi breve exploración, la búsqueda me conduce a un interesante artículo relacionado con esa no tan rara cofradía que constituyen los idiotas. La cereza del pastel es que hacia el final de la relación, aparece un individuo portando un cartel en el que se lee una leyenda incoherente por lo mal escrita: "Death to all juice" ("Que mueran todos los jugos"). Es evidente que lo que quiso escribir el mal informado personaje era algo así como "Death to all Jews" ("Muerte a todos los judíos")... No hay derecho -pienso y coincido con el autor- para ser tan cretino!

La nota me ha hecho recordar a un díscolo y necio personaje que alguna vez fungió como uno de mis colaboradores (creo que nunca se destacó precisamente por aquello de ser un "colaborador", de modo que dejémoslo así); digamos, más bien, que era uno de mis directos subordinados. Era este un individuo un tanto desequilibrado. Vaya, digámoslo de una vez: era un individuo inseguro y acomplejado, lo que los españoles llamarían con el malsonante y poco distinguido término de "gilipollas". Poco a poco fui descubriendo su real natural, pues a más de ser un tipo testarudo, parecía ostentar unas credenciales que no tenían un verdadero sustento. Sus títulos eran falsos, sus credenciales no eran más que una ridícula impostura.
 
Pablo Cebolla era un espécimen obstinado. Es que era eso: un vulgar y perfecto gilipollas. Lo intolerable de su patológica psicología era que siempre creía tener la razón, sepa o no sepa de lo que se estaba discutiendo o se estaba tratando. Para colmo, sus criterios y posturas se probaban la mayoría de las veces equivocadas y, como resultas de su empecinada posición, casi siempre terminaban produciendo costos adicionales o agravando la situación que al principio se había tratado de corregir o solventar. Era el epítome mismo de la necedad; su tipo siempre me hizo recordar la sentencia de Anatole France, aquella de que "el tonto hace más daño que el malvado, porque el malo descansa a veces, en tanto que el necio jamás".

Era el tal Pablo un mozo pertinaz; su porfía lo llevaba a actuar siempre como un imbécil; palabra, esta última, que nos viene del latín con el sentido de enfermo, pusilánime o débil. Para colmo, y como todo estúpido, este conspicuo personaje pecaba siempre de presumido. Ya se sabe el conocido adagio: "Dime de qué presumes y te diré de qué careces". Cuando en ocasiones yo analizaba su personalidad y me preguntaba que por qué era que mentía, recordaba que la gente muchas veces miente por miedo o por temor; que miente para ocultar su inseguridad o para disimular su vulnerabilidad. El suyo era el empaque de un ser bipolar, de aquél que se muestra como lo que no es, y que quiere presentarse como lo que cree ser.

Cebolla tenía un serio conflicto con el debido respeto a la autoridad; siempre barrunté que su problema con las jerarquías se debía a sus probables carencias afectivas… Con frecuencia notaba que presumía de lo que presuntamente había realizado, para no tener que hablar de lo que nunca había sido. Eso parecía subrayar su desequilibrio emocional, eso quizá le hacía pensar que sabía todo y que, por lo mismo, era indispensable e irreemplazable; además estaba convencido de que el mundo giraba a su alrededor; y para ello se había creado un mundo ficticio, uno en el que existía solo lo que su mente quería que existiera… Parecía tener una perentoria urgencia: obtener de aquellos a quienes impresionaba la reafirmación de lo que carecía; por ello “quería ser en las bodas la novia y en los entierros el muerto”.

Claro que nadie está en la obligación de ser más inteligente que los demás, eso nos viene de fábrica, como el tamaño de la nariz. Mas, si alguien no ha sido favorecido en el sorteo, no debe pecar de pedante o de altanero, ni tampoco hacer alarde o presumir de lo que no tiene. Lo malo es que cuando alguien se siente inseguro de sus credenciales, o sabe que se ha fabricado un falso currículum, busca en la apariencia un medio para tratar de no quedar en ridículo frente a otras personas que están mejor preparadas; su temor lo lleva a forzar su estrecha visión del mundo, para no verse obligado a tener que justificarse o dar explicaciones...

Dice un conocido adagio: "sospecha (piensa mal) y acertarás". Sé muy bien que esta es una frase negativa, aunque muchas veces nos protege, sobre todo de los que son miembros de aquella inaguantable fraternidad. Nos guste o no, nadie está exento de cometer desatinos o de haber nacido, en cuanto a perspicacia, desfavorecido por los insospechados caprichos que tiene la fortuna. Pero de ahí a darnos de astutos e ingeniosos… solo nos exhibe como lo que realmente somos: como unos personajes impresentables. Y como cretinos irredentos.

Muchas veces pensé en convertir a Cebolla en el principal personaje de la novela que jamás yo habría escrito, pero… si ya abunda ese vicario espécimen en el mundo adulterado de la realidad, para qué saturar de gana aquel otro mundo paralelo, el maravilloso de la fantasía!

Share/Bookmark

25 abril 2016

“Unsolicited advice”

Es curioso, y no sé si tiene alguna explicación lógica, pero creo que a nadie le gusta recibir consejos (me refiero a aquellos que no han siso solicitados); y, claro, yo no soy la excepción, reconozco que no soy uno de esos pocos que salen del montón. Siempre he creído que hay ocasiones que recibir un consejo o una recomendación es una especie de regalo, una suerte de privilegio, pero prefiero que cuando me den una sugerencia sea porque antes yo la había solicitado. Estoy persuadido que la gente que se propone dar consejos muchas veces no está debidamente enterada, no sabe la realidad individual de las demás personas y supone situaciones sin tener los suficientes elementos de juicio. Es por eso que resulta inevitable preguntarnos si aquellos que ofrecen un nunca solicitado consejo pueden saber de nuestras complicadas, contradictorias y tan diferentes vidas algo más que nosotros mismos…

Como creo que ya conocen, me gusta jugar al golf durante los fines de semana. Hay en este deporte un cierto protocolo, un tipo de etiqueta que no se puede, que no se debe violar: se trata de la regla 8-1 que se refiere justamente a dar o recibir consejos de alguien a quien no se ha solicitado una muestra de su conocimiento o sabiduría (o, como lo llaman ahora, de su “experticia”). En el golf no se puede pedir ni otorgar consejos, punto. Hacerlo sería una forma injusta y desigual de hacer intervenir un elemento de apoyo o de ventaja en la ecuación; los golfistas lo saben, conocen que están expuestos a una penalidad, aunque no estuvieran jugando un torneo oficial, saben a qué se arriesgan; y sobre todo, saben lo fastidioso que es para el destinatario y para los demás jugadores que alguien se ponga a darse de profesor.

Ahora… la vida es algo un poco más serio que un simple juego de golf, y como dicen en mi tierra “cada uno es cada uno”, lo que en buen romance quiere decir “nadie sabe lo de nadie” o, como se dice en inglés “mind your own business”, que se traduciría como “preocúpate de tus propios asuntos”. Así que, si no quiero que me salgan con una frasecita destemplada, mejor me preocupo de lo que es mío y me compete. Por lo que creo que en la vida también debería aplicarse algo como la norma 8-1 a que hago referencia; no estoy seguro si con uno o dos puntos de penalidad, pero creo que ya tuviera suficiente castigo si a mi eventual consejo no solicitado me responderían con una admonición o advertencia que me obligaría a guardarme mis consejos y tratar de ahí para siempre en ni siquiera volverlo a intentar.

Hasta hace pocos años me tocó en suerte vivir en un tipo de sociedad donde inclusive opinar era a veces interpretado como una forma de dar consejos y, lo que es peor, como una forma desafortunada e indiscreta de querer juzgar a los demás. Reconozco que muchas veces eso de aportar con una recomendación o sugerencia puede ser un gesto conveniente y además desinteresado, pero muchas veces es interpretado como una impertinente invasión en la privacidad ajena. De hecho, cualquiera que sea la intención del voluntarioso consejero, sus aportes están basados en un criterio subjetivo y a menudo parcializado; sus proposiciones o meras sugestiones están inevitablemente inspiradas en sus propios valores y prejuicios, o en su particular experiencia. No siempre esos valores y experiencias tienen aplicación general.

Recomendar, en ese sentido, equivale a invitar a otros a buscar sus objetivos con nuestros métodos y con nuestros valores; equivale a insinuar a otros que pueden alcanzar sus metas con los valores que son los nuestros. Nunca se debe olvidar que es imposible propiciar la felicidad ajena con los valores que nos son propios, así como sería inaceptable y utópico que queramos alcanzar nuestras metas y realizaciones con los valores de los demás.

Hay algo de psicológico involucrado en esto de dar y recibir consejos; simplemente, a nadie le gusta que le digan qué es lo que tiene que hacer. Así y todo, siempre hay gente que está dispuesta a escuchar una sugerencia, a intentar nuevas formas de hacer y de actuar, gente que inclusive está esperando -especialmente en áreas de lo laboral y profesional- que alguien les sugiera cómo mejorar lo que les ha sido asignado y cómo hacerlo mejor a efecto de efectuar un trabajo más apegado a la excelencia, reconocido como más profesional. A pesar de ello, existe una realidad incontrovertible: muchas relaciones se empeoran o se dañan en forma irrevocable porque las partes involucradas optan por decir siempre al otro lo que tiene que hacer. Este prurito mina la confianza mutua y erosiona el sentido de aprecio que requiere quien percibe que tiene el suficiente buen criterio o el necesario sentido de iniciativa.

Es inexcusable: quien insiste en dar consejos, mira con el prisma de sus propias creencias y de sus íntimos convencimientos, acertados o no, erróneos o no. Por eso pudiera insinuarse que quien proporciona consejos sin haber sido invitado, refleja con su actitud las urgencias, necesidades y problemas de quien funge como consejero, más que los de la persona para quien están destinados esos consejos. No hay duda: mejor cada cual a lo suyo, ya que “cada uno es cada uno”...

Share/Bookmark

19 abril 2016

Fin de fiesta

Afuera escucho el reclamo madrugador del búho mañanero. Es su chucheo, un canto ocasional pero incesante, un sonido onomatopéyico que sugiere un mensaje agorero; es el ruido puntual que advierto en forma insistente en cada alborada. Mas nunca encuentro a su esquivo autor, nunca sé de donde procede su incierto chirrido, jamás sé dónde se ubica, en qué árbol se esconde o disimula, nunca sé dónde está el plumífero personaje.

Abandono el ventanal y regreso a mi sillón de lectura para iniciar mi exploración de prensa cotidiana; percibo las trágicas huellas que ha dejado por doquier el movimiento telúrico que sorprendió al país durante el fin de semana y resuelvo que nunca esperamos lo peor, que jamás estamos preparados para las desgracias… Así y todo, es inaudito e inaceptable el que los gobiernos no anticipen una elemental reserva para este tipo de situaciones. Nunca es bueno que la tragedia nos pille “sin que estemos confesados”, sin un fondo emergente del que se pueda echar mano, que nos permita paliar las secuelas del revés y de la adversidad. Es esta una verdad de Perogrullo, pero sí hay algo cierto (¿ley de Murphy?) y es que los ramalazos de la fortuna siempre nos machacan cuando estamos menos preparados…

Pienso entonces en la más triste de las alegorías, en aquella del final de fiesta. Me veo yo mismo como en aquella cláusula postrera cuando ya se ha terminado la música y se han retirado los invitados. Nada aparece ya como lo que con esmero y prolijidad se ordenó al principio; todo es desconcierto y anarquía, alboroto y laberinto. En esa barahúnda, asoman vasos y copas por doquier, unos vacíos, otros a medio consumir, otros como que nunca hubiesen sido empezados a saborear por sus descuidados dueños… Los improvisados ceniceros exhiben el fárrago de sus restos como si fueran el símbolo de lo que dejó la fiesta; ya nada es igual, algo ha quedado como rezago en el ambiente. Lo denuncia cierto olor…

Pero no es este contradictorio fin de fiesta el que nos obliga a meditar; es, más bien, el largo e interminable festejo, esa prolongada celebración lo que nos invita a reflexionar. Ahí está lo triste: en el derroche y en el despilfarro, en ese desenfrenado convite como que la verbena nunca hubiera tenido que terminar… Y eso es lo que nos duele y nos rebela, la percepción que deja eso que parecía un agasajo interminable, ese irrisorio convencimiento de que la feria sería inacabable, de que la farra sería interminable. Que no se diga que no existieron voces de exhortación y de advertencia, recomendaciones y sugerencias; las voces más ponderadas que existen en el país siempre salieron a proponer, de tarde en tarde, que se establezca un fondo de protección, una reserva para enfrentar las contingencias. Por ello que el aporte que ha asignado el gobierno se aprecia no solo como exiguo, sino también como ridículo.

Hay algo que insulta y ofende en el desenfreno de los festejos: es esa sensación de alarde y apariencia, de pompa y circunstancia, que viene a menudo acompañada de esa parafernalia indolente de confeti y fuegos artificiales. Es con esa omnipotencia que viene el irreflexivo e irresponsable derroche, como un acto maquinal que nunca parece que no fuera deliberado, como un gesto de desdén y desprecio ante lo que puede suceder, ante lo posible. ¿Qué nos hace actuar así?, ¿qué tipo de soberbia, o ignorancia, nos impele a provocar en forma tan altanera los caprichos del destino? Es más grave e irresponsable todavía cuando quienes dependen de nuestra prudencia y previsión son los otros, son los demás, nuestro prójimo, nuestros vecinos. En esto creo que consiste la política: en una celosa atención al presente de la gente, pero además -y por sobre todo- en una sabia y ponderada previsión por su bienestar a futuro, por su “porvenir”, por un destino auspicioso que esperamos que vendrá.

Es triste regresar a ver y comprobar que la fiesta terminó y que ya no es posible continuar con el derroche. No basta ya con el arrepentimiento, tenemos que estar dispuestos a reconocer que nos equivocamos y estar muy seguros de que aprendimos nuestra lección. La Biblia comenta el episodio de quienes no debían regresar a mirar hacia atrás, bajo condena de convertirse en estatuas de sal. Si no aprendemos como individuos y como comunidad, nunca obtendremos un provecho ni aprenderemos de nuestros insensatos errores, porque -como termina G. García Márquez sus Cien Años de Soledad- “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”… Es importante aprender nuestra lección, aunque tengamos que regresar la vista y mirar atrás, aunque nos convirtamos en estatuas de sal, o -como creo que lo leí algún día- aunque nos convirtamos en estatuas de lágrimas! Sí, esto si queremos tener una segunda oportunidad…

Share/Bookmark

18 abril 2016

Temblores y sacudones

No recuerdo con precisión cuál fue el primer temblor (¿terremoto?) que experimenté en mi vida. En casa se hablaba en forma ocasional de un gran movimiento sísmico que había asolado a la provincia de Tungurahua poco antes de que terminara la primera mitad del siglo pasado, sucedido meses antes de que yo naciera. En esas mismas tertulias, que dieron paso a esos comentarios, y que tanta curiosidad despertaron en quienes todavía éramos chicos, se hablaba de un pavoroso sacudón telúrico que se había producido entre Ambato y Latacunga (con algo menos de diez mil víctimas hacia finales del siglo XVII); y de otro, mucho más fuerte, que habría destruido Riobamba, cien años después (1797) con el inimaginable saldo de treinta mil muertos.

Pero los temblores que yo sentí en mi niñez y juventud fueron más bien leves e inofensivos. Creo que estos fueron de tal duración -y de fuerza tan exigua- que hizo falta siempre comprobar el consecuente movimiento pendular de los focos o de las lámparas de las habitaciones (si las había) para confirmar la respectiva sospecha. Entonces, alguien iniciaba la alarma acostumbrada, y al susurro inicial, o al grito convencido de "temblor, temblor", nos preparábamos para pronto ponernos a buen recaudo o para salir a las calles a compartir nuestras impresiones o a dar rienda suelta a nuestra contagiosa aprehensión.

El más lejano episodio que recuerdo sucedió en un viaje que hice con mis padres cuando con probabilidad no había aún cumplido los cinco años. Es posible que haya sido un movimiento de carácter más bien inocuo, porque no hay registros de que por esos años se hubiese producido un acontecimiento sísmico importante. Sin embargo, debe haber tenido la fuerza suficiente como para producir un importante deslave en la carretera que transitábamos, razón para que aquel viaje se hubiera tenido que suspender ante la imposibilidad de continuar por el mismo camino que esa noche se había interrumpido.

He sentido el efecto de dos sismos (seísmos, llaman en España a los terremotos) en el último cuarto de siglo; en ambas ocasiones me he encontrado en un edificio de vivienda de entre doce y catorce pisos. En el primer caso, me encontraba en uno de los niveles inferiores y pude apreciar, a la par que el inquietante movimiento, el ruido especial que parecían producir los cimientos del edificio con el roce y tensión que provocaban sus elementos. En el segundo caso, sucedió en un país inesperado, considerado como un lugar no caracterizado por ser proclive a la inestabilidad telúrica; sucedió, esta vez, en el piso duodécimo y nos tomó bastante tiempo llegar al nivel de la calle por la recomendación de que no debía utilizarse el elevador.

El temblor del último sábado 16 de abril, sin embargo, fue una experiencia totalmente distinta. Lo que más me sorprendió fue la duración de lo que pareció un solo movimiento (en la realidad parece que fueron algunos que se juntaron en un lapso continuo de tiempo). Este habría tomado una duración tal que hay quienes calculan que pudo haber llegado a tres minutos. Puedo comentar, sin temor a exagerar, que el movimiento de las lámparas se podía apreciar que no había cesado a pesar de que ya había pasado un buen cuarto de hora, lo cual bien pudo obedecer a que se produjeron réplicas posteriores que no fueron fáciles de detectar o discriminar.

Cuando salí al jardín, fuera de mi casa, pude comprobar cómo los árboles parecían moverse también al vaivén del temblor, a pesar de que no existía, en ese mismo instante, ninguna manifestación de viento. Contrario a lo que pude esperar, los perros no se sumaron al concierto de ladridos de barrio que es acostumbrado, sea porque parecían participar de la sorpresa y temor de quienes nos habíamos agrupado; o sea porque ellos, a su vez, se habían juntado a quienes compartían el recelo y la incertidumbre para ofrecernos un insospechado gesto de solidaridad. Qué diferente saber que hubo gente que, frente a la tragedia, asaltó supermercados, y aprovechó el dolor y angustia de los afectados para dar rienda suelta a sus nada solidarios instintos...

Share/Bookmark

14 abril 2016

Paz y salvo

Han pasado dos semanas desde que decidí dar un paso al costado y retirarme del que había sido mi último trabajo. He pasado, por tanto, en estos mismos días, cumpliendo con el proceso de entrega de mis responsabilidades administrativas. Más que eso, he debido cumplir con una serie de pasos para devolver lo que se me había confiado, para comprobar que no debía nada, que me voy con las manos limpias; igual como cuando ingresé a trabajar para la institución a la que serví con dedicación por un año y medio. Esto ha implicado una confirmación de que me encuentro "in good standing". Es lo que llaman "paz y salvo".

Cuando inicié esta última experiencia, me propuse devolverle a la aviación parte de las satisfacciones que me había regalado tan generosamente durante mi vida profesional. Fueron tantas, tan felices y divertidas mis vivencias como piloto, que siempre pensé que sería muy difícil retribuirle a esa actividad lo que me había regalado con tanta prodigalidad. Han sido tantos y tan interesantes los episodios vividos, tan sorprendentes e inolvidables las oportunidades compartidas, tan variados los periplos realizados; tan lejanos y sorprendentes los países visitados, tan entrañables los amigos... que siempre pensé que no sabría cómo agradecerle a la vida la maravillosa experiencia que fue para mí aquello de "saber volar".

¿Quiero decir, con estas reflexiones, que ya he cancelado parte de aquella deuda? No, de ninguna manera! Pero, puedo decir, sin ningún rescoldo de falsa modestia, que siempre me quedaré corto para cumplir con el nada romántico propósito de retribuir algo de lo que la aviación me supo regalar. Es más, creo que nunca he de poder cumplir con esa deuda que a los aviadores se nos convierte en asignatura.

A veces que hago un repaso de mi carrera, me pregunto cuál pudo haber sido mi más grande realización como piloto de aeronaves. Es probable que si reviso mis consecuciones y las enmarco en el espejo de la vanidad, ceda a los susurros de la fatuidad y me sienta tentado a comentar que podría haber sido que quizá tuve la infrecuente oportunidad de empezar a volar demasiado temprano. Aquello de haber comandado un pequeño avión de veinte pasajeros cuando tan solo contaba con diecinueve años de edad o un turborreactor de aerolínea cuando recién contaba con veintisiete, fueron situaciones especiales que no se dan con mucha frecuencia en el mundo competitivo y complejo que me tocó en suerte vivir.

Pero no va por ahí... Todos esos hitos, por muy honrosos que parezcan, no los puedo considerar como los mayores logros que pude haber conquistado como aviador. Y si estos no fueron los más importantes, entonces ¿cuáles lo fueron?

Estoy persuadido que la mayor realización de la que puedo sentirme orgulloso, es la de haber podido transmitir a otros pilotos lo que mis primeros instructores me enseñaron y supieron inculcarme; haber estado consciente que lo que había aprendido, no era sino un tesoro temporal que yo lo tenía que pasar a los que vendrían después. Transmitir todo eso que me enseñaron, sintiendo que ello no era ningún secreto, vino desde siempre con un mensaje que me comprometió para el futuro: pasar lo que había aprendido con el mismo celo que los médicos cumplen con su juramento hipocrático: con la misma mística, responsabilidad y afán de servicio.

Dejar de hacer las cosas que uno quiere no es necesariamente parar lo que se hace y así ponerle a ello un punto final. A veces el decidir un giro drástico en nuestras actividades solo implica abrir nuevas puertas para otras oportunidades que nos quiere ofrecer la vida, o que ella nos tiene reservadas para el futuro.

He leído por ahí la historia de un hombre que no pudo aprovechar una oferta de empleo como mensajero de la empresa Microsoft, todo porque carecía de un correo electrónico… Al ver que la oportunidad no se materializaba, él decidió hacer minúsculas inversiones que lo fueron convirtiendo poco a poco en un importante magnate de la distribución de alimentos. Cuando un cierto día quiso asegurar sus incalculables inversiones, le pidieron una vez más que proporcione su correo electrónico, asunto que confesó que nunca lo había poseído... Entonces le comentaron de lo aún más poderoso que pudo haber llegado a ser su imperio si se hubiese preocupado de disponer de aquel elemento. ¿Se imagina lo que hubiera logrado si lo hubiera tenido?, le preguntaron. "Claro, contestó -sin ánimo alguno de ironía-, sería el chico de los mandados en las oficinas de Microsoft"...

Nunca hay un plazo para devolverle a la vida lo que nos ha regalado. Y mantener esa actitud hasta el final será siempre nuestro más importante "paz y salvo".

Share/Bookmark

08 abril 2016

Como pez fuera del agua

No me gusta el verbo “renunciar”. Renunciar es transigir, retirarse, rendirse, ceder ante las dificultades. Es una manera conformista y negativa de aceptar que no se quiere seguir, que no se quiere continuar. Es dejarse llevar, desistir, abandonar, claudicar. Prefiero -me gusta más- decir que dimito y, si no fuera por la connotación regia que implica el verbo abdicar, usarlo me gustaría todavía mucho más. Hay algo de más digno y noble en dimitir; es una forma de rechazo, de salir por los propios fueros, de reaccionar por honor, de decir que se quiere dejar de hacer algo por un sentido de coherencia, por desacuerdo e integridad.

Algo parecido sucede en el inglés, no es lo mismo decir "I quit" que "I resign".

Muy distinto es “abdicar”, que viene del prefijo “ab” y del verbo latino "dicare" que quiere decir consagrar, destinar, dedicar. Quien abdica es alguien que reniega, que ya no acepta algo que le había estado dedicado y consagrado, y que le pertenecía, pues ya no lo quiere nunca más. Quien abdica proclama o declara que ya no le interesa algo que siente que le pertenece. De este modo, abdicar se convierte en una forma de reivindicación, en un gesto íntimo de voluntad.

Según la Wikipedia, antes se utilizaba abdicar con un sentido distinto. El derecho romano usaba este término para desposeer, para desheredar. Hoy, por el contrario, se utiliza este verbo para indicar que se renuncia al poder supremo de un estado, como cuando lo hicieron el rey Juan Carlos I de España, hace pocos años, o el papa emérito (que quiere decir que se ha jubilado pero que mantiene sus honores) Benedicto XVI, que abdicó en 2013 y que precedió al papa Francisco.

Los primeros soberanos que decidieron abdicar habrían sido el dictador Lucio Cornelio Sila, casi un siglo a.c. y, más tarde, el emperador Diocleciano, casi cuatro siglos después. Existen famosas abdicaciones en la historia, como la de Baldassare Cossa, un antipapa que fue el primero en ostentar el título que escogió más tarde Giuseppe Roncalli, el venerable y bondadoso papa Juan XXIII. No obstante, uno de los más famosos "abdicadores" debe haber sido nada menos que el emperador francés Napoleón Bonaparte, el primer soberano en abdicar más de una vez: la primera en 1814 y la segunda, un año después, luego de la derrota de Waterloo. Napoleón fue un genio militar; cuando abdicó tenía sólo cuarenta y cinco años, seis antes de su muerte. No parece, pero han pasado exactamente doscientos años desde su abdicación definitiva.

Hay quien abdicó nada menos que por amor. Sucedió pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial; es lo que hizo el soberano británico Eduardo VIII quien renunció al trono de Inglaterra para casarse con una mujer proscrita, la divorciada Wallis Simpson. Este hombre de talante bonachón y sencillo prefirió desdeñar el trono que renunciar a la mujer que podía hacerlo feliz.

Nada vergonzante existe en dimitir. Nada de malo tiene optar por esa alternativa. Muchas veces es la única manera de poner en alto unos valores, de renovar una declaración de fe, de proclamar un sentido de honor y dignidad. Así, renunciar se convierte en un testimonio que reafirma nuestras ideas y creencias, en un acto de fe en uno mismo, en un mensaje de rebeldía y de valoración de la propia identidad. Por eso, una cosa es dimitir como un soberano; y otra, transigir ante el gesto  subrepticio y mezquino, dejarse doblegar por cualquier acto cicatero que no reconoce el propio valor personal. Así y todo, hay algo de catártico, una dulce sensación de alivio en el hecho de renunciar.

Claro que toda dimisión provoca una sensación agridulce, porque involucra un acto de alejamiento y despedida, pero es mejor distanciarse cuando se empieza a perder un indispensable sentido de identidad y pertenencia. Ello es mejor que empezar a sentirse ajeno, que empezar a sentirse como un pez fuera del agua.

Share/Bookmark

02 abril 2016

El “guañugtazo”

Es increíble todo lo que uno puede encontrar hoy en día en el internet (algunos prefieren darle género femenino y decir “la internet”… yo no sé por qué será). Con respecto a nuestras exploraciones cibernéticas, me animo a pensar que, como todo en la vida, solo se trata de saber cómo preguntar. Busca usted quién dijo tal cosa, pum ahí está; que el año de un determinado descubrimiento, pum también; que los nombres completos de un personaje famoso, pues lo mismo; que la letra de una canción que uno no se acordaba en forma completa; lo mismo otra vez; que la palabra rara que parece tomada del quichua, pues toma ahí también está…

Por eso, y con la intención de encontrar algo que mi asistente dijo hoy en forma casual, me puse a buscar por el significado de la voz quichua “guañugtazo” y por el de la que puede ser su raíz: “guañugta”, ya sin el aumentativo castellano “azo”. Frente a la primera indagación, me topé con una muy sabrosa relación de lo que en los días de mi infancia se llamaba darse de “quiños” (voz ya aceptada por la Real Academia) y que no quiere decir sino darse de trompones o puñetazos; asunto para el cual nos congregábamos los pugnaces protagonistas en algún rincón alejado de las premisas escolares y dábamos pábulo a la morbosa entretención de nuestros condiscípulos que, lejos de animarnos a la búsqueda de una honrosa conciliación, hacían un bullicioso círculo en la expectativa de que nos “sacáramos la madre”.

La relación a que me refiero está contenida en el blog de un señor Bolo Bautista (Narración, teatro y más) que, con el título de “A quiño limpio” proporciona amena información de los tipos de golpes que se empleaban en esas riñas colegiales. Ahí entre ciertos métodos o golpes de estrategia (como el estilo de enfrentamiento “a puñete limpio” o el aplicado directo “en la jeta”) se menciona al antes ya nombrado “guañugtazo”, o “guañuctazo”. Transmito en forma literal el conocimiento que nos proporciona el autor en referencia: “golpe circular que nacía medio metro atrás y en forma circular se encaminaba a la oreja, a la nariz o al ojo. Había expertos en este tipo de golpes; parecían molinos de viento azotados por un huracán”. En este último extracto me he tomado la libertad de solo añadir un punto y coma.

Tal pareciera entonces que esto del guañugtazo se trata realmente de todo un golpe especializado que requiere de un sentido de impulso o viada, y además una precisión tan certera que requiere alcanzar un predeterminado objetivo con una fuerza especial. El ameno relato de don Bolo está escrito con gracia y no está exento de picardía; bien pudiera decirse que constituye un decálogo (aunque no sean diez) de astutas y especializadas formas de saber pelear. Este decálogo o manual del peliarín, pelión o peliaringo (palabras todas que son usadas con cierta frecuencia en nuestro medio coloquial) es interesante referencia para todo aquel individuo caracterizado por querer arreglar todo a golpes, de natural pugnaz.

Para el otro término, para “guañugta” o “guañucta" (o acaso “huañugta”) me he topado con un número más generoso de referencias; esto, a pesar de que parece que en los diccionarios quichuas no se contempla -para mi sorpresa- la presencia de la letra castellana “g”; esto puede deberse a que ese fonema es representado por la hache o la doble uve, que en mi infancia llamábamos doble ve. Así es como encuentro lo que me hubiera parecido la raíz de la voz equivalente a trompada en una serie de obras y documentos con el sentido de mucho, bastante o fuerte. Así es como se refleja en los escritos de Jorge Icaza, por ejemplo. El conocido escritor usa la palabra especialmente en el sentido de bastante, en obras como “Huasipungo” y la menos conocida “Huairapamushcas” (“Hijos del viento”). Como indico, encuentro la palabra en diferentes textos, pero no puedo comprobar que se la utilice en el sentido de puñetazo o de nuestro autóctono guaracazo.

En mi entretenida -aunque un tanto baladí- búsqueda, encuentro un pequeño resumen de palabras ecuatorianas que estoy seguro ya deben estar recogidas en el sin par “Diccionario de ecuatorianismos” de C. J. Córdova. Es un brevísimo catálogo (alrededor de cien términos) entre los que encuentro voces como rabadilla, con el sentido de parte baja del espinazo; y maltón o maltoncito, con el sentido de joven, muchacho o de mediano tamaño. Sentido, de ambas palabras, que es idéntico al que sabía darles mi recordada abuela. Ahí aparecen palabras que las encuentro muy sabrosas de pronunciar, a la vez que entretenidas, como: patucho (de baja estatura); siquichupa (un poco más abajo de la rabadilla); carishina (mujer que parece hombre); quierde (dónde); ricurishca (cosa agradable); chaguarmishqui (bebida fermentada del cogollo del penco); quishca (que presume de abogado).

Me he topado también con otra página, la de un tal “Negro Llorca” en la que aparece una muy interesante acotación: “El problema con el mundo es que los inteligentes están llenos de dudas, en tanto que los imbéciles están llenos de confianza”. Por eso, digo yo, no hay “guañugtazo” mejor propinado, más oportuno y sabroso que el de dejar “quietecitos” con nuestras razones a quienes quieren presumir, ante nosotros, de su cicatero poder, con fatua y necia arrogancia. ¡Toma!

Share/Bookmark