30 julio 2017

Detectives de desastres

He revisado una entrevista publicada en la revista AeroTime. Ella hace referencia al trabajo de ciertos periodistas que fungen como investigadores de accidentes aéreos. La publicación los identifica como "detectives de desastres". Es importante considerar que, aunque dichos comunicadores se hayan interesado en la investigación de accidentes, son solo periodistas. Ellos no cuentan con conocimientos aeronáuticos, no conocen por qué suceden los accidentes de aviación, o cómo son las relaciones y qué pasa en una cabina de mando.

Aunque en lo personal aprecio el entusiasmo de esos informadores, debo reconocer que si hay algo que los medios informan en forma inexacta, o por lo menos incompleta, es justamente aquello relativo a esos lamentables accidentes. Y esto se debe principalmente a dos motivos específicos: primero, la escasa y poco prolija información que ofrecen las aerolíneas o las entidades aeronáuticas; y, segundo, la ausente participación de personal técnico especializado en la preparación cuidadosa de muchos de aquellos informes. Para remarcar la idea, quiero expresar que más que los informadores sigan interesándose en asuntos relacionados con las desgracias aéreas, hace falta, y es necesario, que sea personal técnico aeronáutico, y en especial los pilotos de aeronave, quienes se interesen y participen en la investigación, así como en la edición de información relacionada con los accidentes aéreos.

Sin embargo, y a pesar de lo subrayado, es preciso reconocer que si bien el personal técnico aeronáutico cuenta con el respaldo que le aporta su conocimiento y experiencia; carece, por otra parte, de los recursos de investigación, acceso a la información y curiosidad con que cuentan los profesionales de la comunicación. Lo importante, por lo mismo, sería promover una mutua colaboración, en el interés de sumar esfuerzos para fortalecer las metas de ambas iniciativas: informar en mejor forma y coadyuvar a la prevención de accidentes.

En la crónica en referencia, AeroTime entrevista a la escritora Christine Negroni, quien colabora con distintas publicaciones y ha escrito un par de libros en referencia a los desastres aéreos. En su último trabajo aborda la metodología de la investigación. Es interesante considerar ciertos conceptos que la señora Negroni comenta, referentes a temas que no siempre son tomados en cuenta a la hora de analizar la aviación como lo que es: un complejo sistema como actividad. Expresa que "cuando sabemos demasiado de algo especializado, es difícil comunicarse con facilidad y darnos a entender en forma adecuada". Se tiende a creer que aquellos accidentes suceden por un solo motivo, pero la aviación es algo mucho más intricado y complicado.

Quiero destacar una serie de ideas que merecen relevancia en la referida entrevista. Dice entre sus respuestas la dama consultada que se ha puesto mucha tecnología entre el avión y el piloto. En lo personal, pienso que el verdadero problema no es que se está enseñando a volar usando excesiva tecnología, sino que no se está poniendo énfasis en enseñar la arquitectura del sistema o el diseño que lo respalda; y, especialmente, en qué hacer cuando sucede algo imprevisto con esa tecnología o cuando ella falla y se comporta en forma inesperada.

Hubo un tiempo en que los pilotos eran considerados "aces", gente que estaba sobre la media, que era -o se suponía que era- superior a lo normal (ese fue por mucho tiempo el criterio de enseñanza en aviación que se prefirió en Europa); pero no, el aviador está ahí por su pasión al vuelo, por la casualidad o sus circunstancias, por similares razones a las que otros se hacen médicos, abogados, albañiles o carpinteros; no se puede olvidar que es un ser con virtudes y defectos, con habilidades y limitaciones. En suma: también falla, y se equivoca, y hay que prepararlo para la posibilidad de que sepa qué hacer cuando algo no funciona o comete un error.

Otro punto del que habla la entrevistada es el de la complacencia. Como la tarea del trabajador aeronáutico se hace rutinaria, se pierde la prolijidad o el cuidado para hacerla perfectamente. Esto incide para que no se creen buenos hábitos, porque no se ha desarrollado una cultura corporativa de búsqueda de la excelencia. Entre otras cosas, no valoramos el orden y el respeto que se debe a los protocolos como una herramienta esencial en la búsqueda de dicha excelencia. Por ello no estamos alertas, ni damos atención al detalle. Un punto adicional es el de la comunicación: tendemos a creer que "dijeron lo que entendimos o que entendieron lo que dijimos". Basamos la comunicación, en definitiva, en sobreentendidos y, como sabemos, aquello de suponer es la peor forma de comunicación que puede existir en el mundo de la aeronáutica.

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26 julio 2017

Substancia y apariencia

Siempre espoleó mi curiosidad aquella curiosa mezcla de histrionismo y mitomanía que empuja a la gente (quizá debería decir: que nos empuja a todos) a tratar de mostrar como real lo que solo es aparente, que impele a esforzarse por esconder la realidad y hacer creer a los demás que lo que realmente existe es lo que ven; y que, aquello no es una simple máscara o vana apariencia. Nada existe más paradigmático que aquella vertiente cultural, tan poco reflexiva, que nos anima a hacer creer a los demás que somos lo que no somos, o que tenemos más de lo que realmente tenemos.

Tengo la impresión, y la sospecha, que esta actitud no es solo un defectuoso rasgo de nuestra propia personalidad, o de nuestra impronta familiar; muchas veces esa forma de manifestación o comportamiento invade también lo social y se expresa como una huella de identidad, como una manera de presentarnos como nación hacia el mundo, de identificarnos como pueblo.

Recién nomás revisaba una información periodística que ponderaba que dos de nuestros centros académicos habían sido catalogados entre los mejores de América Latina. Si se puede estimar que existen tal vez entre trescientas y quinientas universidades en Suramérica, sería justo esperar que en esa objetiva clasificación nuestras más destacadas universidades cuenten entre las veinticinco mejores; pero no, esos centros educativos se ubican entre los puestos cuarenta y uno y setenta.

A manera de digresión: advierto que hay una serie de palabras del siempre omnipresente idioma inglés que con frecuencia son mal traducidas a nuestro idioma y que, sin siquiera darnos cuenta, insistimos en usarlas en forma recurrente. Una de ellas, y lo menciono sólo con el carácter de ejemplo, es el verbo "to realize" (considerar, darse cuenta), que a menudo es innecesariamente utilizado en español como realizar, como si tuviese idéntico sentido, solo porque en apariencia tiene un sonido parecido. Lo mismo sucede con otras dos voces que están relacionadas con el tema que nos ocupa, como es el caso de los verbos "to assume" (asumir, pero también hacerse cargo, imaginar o sospechar), que en español significa aceptar o hacerse cargo de algo, pero que lo queremos utilizar con el sentido de suponer; o "to pretend" (aparentar o fingir) que se quiere usar con el sentido de hacer creer y no con el de aspirar a algo. ¡Extraños anglicismos!

Efectivamente, cuando aparentamos, invitamos a los demás a suponer, a hacer creer algo que no es exacto o que quizá no sea cierto. Y cuando fingimos, nos disfrazamos de algo que no somos, tratamos de dar una apariencia irreal (“nos hacemos los que”); creamos una imagen falsa que al final solo nos cuesta más, y nos perjudica porque nos obliga a insistir en la falsedad. La urgencia de aparentar nos lleva al alarde y este a la persistente necesidad de volver a aparentar.

A veces me pregunto si, en política, esta condición no será un ingrediente principal del llamado "gatopardismo", palabra que se puso de moda en la ciencia política por una frase contenida en una novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, conocida como “El gatopardo” (realmente “El leopardo”), que consiste en hacer creer que se cambia algo para que al final no se cambie nada, en aparentar que se hacen cambios por todas partes con tal de mantener el status quo…

Estas desordenadas reflexiones me hacía el otro día, mientras esperaba la llegada de un familiar frente al arribo nacional del aeropuerto capitalino. Ahí mismo existe, desde su inauguración, un pequeño quiosco donde se expenden bebidas, sándwiches y otras golosinas. Para mi sorpresa, y asombro de cada prospecto de cliente que a sus mostradores se acercaba, los precios de los artículos eran tan abusivos y exagerados que rayaban en el ridículo. Cuando se ha marcado cuatro dólares por una barra de chocolate (tres o cuatro veces su valor) o siete por una botella pequeña de cerveza, uno intuye que no sólo se ha perdido un elemental sentido de la proporción, sino que existen estrategias comerciales que pueden tener efectos contraproducentes.

Hoy que tanto se habla de "hacer juicios de valor" (valorar o analizar las características de un bien o de una determinada situación), o de "poner en valor" (término usado para valorizar o destacar la importancia de una condición o circunstancia específica), se hacen pertinentes estas reflexiones, necesarias para discriminar entre disimulo y substancia, entre realidad y apariencia.

Nota: con título similar he efectuado una breve entrada en marzo de 2012 relacionada con una voz manoseada, una que algún día fue considerada “el otro nombre de la paz”, la palabra revolución.

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23 julio 2017

Las abuelitas voladoras

Siguiendo con el mismo tema, tal parece que las declaraciones efectuadas por Akbar al Baker, CEO de Qatar Airlines, han causado gran revuelo y controversia. En medio de la posibilidad de que Qatar se haga de un diez por ciento de las acciones de American Airlines, el ejecutivo, muy suelto de huesos, ha comentado que las aerolíneas norteamericanas están servidas por "abuelitas". La crítica ha generado un monumental rechazo por parte de los gremios involucrados y también, nunca falta, por las organizaciones que defienden a las minorías.

De mi experiencia, puedo dar porfiado testimonio de que algo ha pasado, en los últimos veinticinco años, con el servicio aéreo en los Estados Unidos. Advierto que lo mío puede ser interpretado como una forma de prejuicio; esto, porque en mis casi veinte años de experiencia volando para aerolíneas asiáticas, pude apreciar el sorprendente e inigualable sentido de dedicación y excelencia de tales aerolíneas, superior inclusive al estándar europeo, tanto que año tras año son distinguidas invariablemente como las mejores por sus servicios.

Ese concepto, que hoy pondero, trasciende lo superficial; no sólo tiene que ver con la comida que se ofrece, o con todos esos implementos ("gadgets" los llaman) que crean la impresión de que el viaje es más corto y que lo vuelven placentero. Lo suyo es una formidable dedicación al detalle; en suma, se trata de una verdadera filosofía que empieza con el diseño de la página web, la forma de trato y comunicación, los servicios de chequeo y conexión, el cuidado que se pone en las necesidades y características del pasajero. Las principales operadoras asiáticas (excluyo a las de la China continental) han transformado en un arte el recurso comercial de convertir la experiencia de viajar en una oportunidad por satisfacer la expectativa del pasajero.

Conforme a cómo yo lo veo, no es que las azafatas americanas estén viejas, es simplemente que han perdido su motivación, han perdido su "drive"; no importa la edad que tengan, lo que cuenta es que no han desarrollado ese convencimiento de su razón de ser: mitad servicio y mitad celo por la seguridad. Esas auxiliares piensan que no hay razón para salir de su rutina y esforzarse. No se les ha ocurrido meditar que si están ahí es gracias a que existe alguien que paga su sueldo y ese alguien no es otro que su ocasional pasajero. Yo mismo he sido objeto de muestras de desdén y hostilidad. Un día volando en clase especial, y siendo el único pasajero en esa cabina, fui servido una bebida con una servilleta que no sólo había sido usada en forma previa, sino que tenía impregnado el lamentable residuo de una pegajosa goma de mascar...

De otra parte, es lógico que existan actividades en las que deban existir, si no restricciones, por lo menos condiciones para ejercitarlas si se ha cumplido una determinada edad. Es conocido que los propios tripulantes de cabina de mando, los pilotos, no pueden exceder el límite impuesto. Además, es importante que, aun sin haber llegado a ese límite de edad, cuiden de su salud y consecuente estado físico, para garantizar el satisfactorio cumplimiento de sus privilegios de vuelo. Se trata de un factor de aptitud física, más que de mera cronología. Hay, por lo mismo, que averiguar cuán aptos están esos sobrecargos para desempeñar complejas tareas en los casos inesperados que requieren de su agilidad y competencia para cumplir con lo esperado.

¿Son las declaraciones del ejecutivo qatarí sexistas o discriminatorias? ¿Son manifestaciones misóginas o de algún modo peyorativas? No necesariamente. Las principales empresas internacionales, en forma particular las que compiten con un extraordinario servicio, dedican enormes recursos para presentar una acicalada imagen, para seducir con tal recurso a sus exigentes pasajeros. Nada contradice dicho esfuerzo como una impronta de descuido, o la ausencia de un sentido de alerta, ágil profesionalismo y asertivo espíritu de responsabilidad.

Existen empresas asiáticas y europeas en las que los auxiliares de vuelo están conscientes de su temporalidad. De hecho, aquellos sobrecargos que no han sido promovidos a funciones de supervisión, o de mayor responsabilidad, duran menos de una decena de años en sus funciones. Esto lo saben con anterioridad. Del mismo modo, esta es una política laboral promovida por la empresa para asegurar el compromiso, esfuerzo indeclinable y dedicación de los auxiliares de vuelo a sus encomendadas funciones. No hay estigma en aquello del servicio; hay la persuasión y convencimiento de que para eso están, esa debe ser su razón de ser. Un tema muy delicado es este de la aviación; aquí, es impensable que se considere para las tareas de vuelo, a gente con características especiales, aquello equivaldría a amplificar otras formas de discapacidad.

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19 julio 2017

Del glamour a la tercera edad

Fueron otros tiempos. Aquella fue la época del "glamour". Hasta la palabra sonaba extraña, evocaba viajes a sitios lejanos, desfiles de modas, fiestas fastuosas, ostentación. Eran los albores de la aviación comercial como se la conoce hoy: era una industria dedicada a crear una atmósfera donde la gente se sintiera en un mundo distinto; una suerte de club, en el que el pasajero se convertía por tiempo limitado en el centro de atención.

Y claro, las aeromozas o azafatas, como se las conocía, eran guapísimas chicas que habían sido escogidas en los mejores colegios, en círculos sociales exclusivos; ellas estaban ahí por su apariencia, por sus caras bonitas y por uno que otro cuerpo esbelto y estupendo. Caminaban con garbo y con gracia, tenían clase, sabían sonreír. De ese temporal oficio, casi una entretención, habría solo un paso para los certámenes de belleza.

Y a ellas les gustaba: no tenían que hacerlo todos los días; viajaban fuera y no siempre pernoctaban en su casa; no ganaban mal y podían conocer lugares, hacer compras, recibir "encargos" y ser el centro de la envidia todo el tiempo. Respecto al nombre de azafata, no siempre se usó ese vocablo para quien estaba asignado a atender a otros o dar información; inicialmente se utilizaba esa palabra para designar a la asistenta de la reina o de algún miembro de la realeza que se encargada de vestidos, joyas y más ornamentos. No deja de ser curioso, por otra parte, que en español tengamos una voz muy similar, proveniente del árabe, la palabra azafate, que significa jofaina o bandeja, el charol de nuestros abuelos.

Con el tiempo, esa su exótica forma de vida generaba comentarios ahítos de conjetura, de mezquina imaginación; pero... qué podían hacer? Creo que fue Gore Vidal quien dijo que solo existe una cosa peor que aquella de que la gente hable mal de uno: la de que nos ignoren, no nos tomen en cuenta y nadie diga nada...

Pero ese tiempo pasó. Los aviones se hicieron cada vez más grandes y fueron cada vez más lejos. Ese concepto de la atención como privilegio, la de las chicas de caminar garboso y esa especial sonrisa, dio paso a un concepto nuevo de transportación y, sobre todo, a un concepto de seguridad que se había venido soslayando en aviación por mucho tiempo. Llegaron luego las tragedias, los cada vez más preocupantes accidentes de aviación; y así, poco a poco, fue fortaleciéndose la idea de la prevención, de la regulación aeronáutica, la de la especialización técnica de todos los miembros de la tripulación, o los tiempos de descanso y de servicio.

Había existido un cambio de paradigma. Ahora, ellas y ellos (al principio solo había "ellas") debían cumplir con un muy exigente entrenamiento, luego de haber satisfecho un estricto proceso de selección. Ya no era una actividad temporal y tampoco asignada a alguien que disfrutaba del pico de su curiosidad y juventud. La nueva profesión de "auxiliar de vuelo" era una actividad regulada, requería de la preparación y licencia pertinentes.

De pronto todo cambió. Los vuelos se hicieron frecuentes e irregulares; había secuencias que duraban muchas horas, vuelos nocturnos, cambios de hora, se descubrió el efecto del "jet lag". No siempre los auxiliares se sintieron cómodos y felices. Las chicas que se casaban o se quedaban embarazadas perdían sus trabajos. Se presentaron otras situaciones, inéditas en muchos casos, que amenazaban la estabilidad de la profesión. Aparecieron los sindicatos y los litigios se hicieron más frecuentes. Con los nuevos convenios, surgieron nuevas normas de protección y entonces ya nadie quiso dejar de volar. Los auxiliares se hicieron cada vez más viejos. Todo cambió, ahora se trataba de un derecho al trabajo, era un asunto de mantener la actividad.

Por lástima, la filosofía también cambió. Aquel concepto de que los auxiliares de vuelo eran un instrumento, quizá el más importante, para la seguridad del avión (piénsese en una inesperada evacuación, el manejo de una amenaza de bomba o en una descompresión explosiva) parece que ha sido descuidado por algunas operadoras. Resulta evidente que existen casos en que los profesionales que deben atender esas probables y eventuales emergencias, no siempre están físicamente preparados para el efecto. A veces están muy viejos o lucen muy obesos. Aquí no se trata de discriminación; en todo trabajo hay una preferencia por la condición física. Existen actividades en que, por su especialidad, debe existir
incluso una edad obligatoria de retiro...

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16 julio 2017

Personajes y nomenclaturas

Lo hemos conversado. Existe en inglés un término que tiene una forma de doble sentido; o, mejor, que tiene un sentido ambiguo. Se trata del adjetivo "infamous". Ya he dicho antes que equivale a ser famoso, pero por equivocados motivos. Cuando busco la traducción del vocablo, los diccionarios me indican que quiere decir infame, vil, odioso o abominable; en suma, alguien de quien es mejor no hablar, una persona nada gloriosa o, como dicen ahora, alguien impresentable...

Un personaje un tanto "infamoso" fue el último presidente de la Real Audiencia de Quito, y que obedeció al nombre de Melchor de Aymerich y Villajuana, a quien la casualidad y la fuerza de las circunstancias quisieron que le tocara en suerte capitanear las tropas realistas cuando la histórica Batalla de Pichincha. Fue Aymerich quien habría de enfrentar a Antonio José de Sucre en la contienda que habría de sellar nuestra libertad. La historia lo recuerda como a un pudonoroso militar que no hizo sino cumplir con la misión que le estuvo encomendada; pero, ante todo, como el último mandatario de Quito en el período final de la Colonia.

Aymerich había estado a cargo de la Gobernación de Cuenca cuando se produjo el episodio liderado por Juan Pío Montúfar. Entonces, ejercía la presidencia de la Real Audiencia de Quito Manuel Ruiz Urríes, un anciano aristócrata mejor conocido como Conde Ruiz de Castilla, quien fuera arrestado por los patriotas luego de la proclama de agosto. A Aymerich le habría correspondido dedicar sus esfuerzos para recuperar el control perdido por los españoles. Estos serían méritos suficientes para que se le encargara de la presidencia en forma interina, en dos ocasiones distintas (1816 y 1819), mientras se designaba un reemplazo.

El rey había nombrado como nuevo sucesor a Juan de la Cruz Mourgeon, quien había desembarcado en Atacames en abril de 1821 y llegado a Quito, luego de un viaje interminable lleno de dificultades, en diciembre de ese año (según lo menciona Ángel Alberto Dávalos en su documento referente a la nomenclatura de las calles de Quito). Parece que el trajín del viaje y, quizá, el efecto de alguna enfermedad contraída en el trayecto, hicieron que Mourgeon enfermara de gravedad y falleciera poco antes del histórico suceso de mayo de 1822.

Pasado el tiempo, los habitantes de Quito no recordaron a Aymerich con rencor o con resentimiento. Generosamente bautizaron con su nombre a una de las calles que suben a ese cerro emblemático que los indígenas llamaban Ñahuirá (que en su idioma quería decir lunar o grano acentuado), palabra que los españoles entendieron como "Yavirac", y al que prefirieron apellidar de Panecillo.

He recordado al último presidente que tuvo la Real Audiencia de Quito (luego de Sebastián de Benalcázar, le correspondería el número treinta y tres), porque en días pasados estuve tratando de completar una lista de las primeras líneas de buses urbanos que tuvimos en Quito. Ha sido, consultando esas viejas rutas, que he ubicado aquella calle que testimonia al recuerdo de Melchor de Aymerich y Villajuana, el estratega derrotado por el Mariscal Antonio José de Sucre en las laderas ubicadas hacia arriba de San Diego.

Así, he recordado los barrios, o destinos, que identificaban el recorrido de las primeras líneas que hubo en Quito: Iñaquito-Villa Flora, Colón-Camal, San Diego-Batán, Loma-Floresta, Huáscar-Belisario (forma abreviada para recordar a un barrio bautizado en honor al intelectual latacungueño Belisario Quevedo), Tola-Pintado, Vergel-Cotocollao, Dorado-Placer, Tejar-El Inca, Ermita-Las Casas, San Bartolo-Miraflores, San Juan-Puente del Señor y Chahuarquingo-Hotel Quito... El orden no es necesariamente el correcto; pero, no recuerdo ni la exacta designación de las líneas ni tampoco la numeración correspondiente.

Tengo un difuminado recuerdo de aquel "Puente del Señor" que crucé alguna vez en los días de mi infancia. Me parece que se trataba de un puente angosto, metálico y oscurecido por la herrumbre; este se hallaba cubierto por una estructura cóncava y estaba ubicado sobre la "Quebrada del Censo" hacia su lado sur-occidental. Este puente y algún otro adicional habrían dado nombre a un pequeño barrio, ubicado a su vez hacia el sur del Panecillo, que es conocido en la actualidad como de "Los dos puentes".

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12 julio 2017

Ensayo de la hipocresía

Hay pequeños, inocuos -y quizá ingenuos- episodios infantiles que, casi sin querer, uno los deja acumulados en ese armario de cientos de cajones que constituye la memoria. Y ahí se quedan, aun en el caso de que hagamos un ejercicio de catarsis para hacer el intento de olvidar, imposibilitados como estamos para usar una tecla signada con esa función de "delete" que pueda ser útil artilugio para obliterar para siempre esos recuerdos.

Así viene a mi memoria una pequeña discusión que devino en infantil pendencia. Eran mis tiempos de principios de escuela. Solo recuerdo el infame desenlace; habíamos discutido acremente con el otro contumaz protagonista, cuando de la nada este se infligió a sí mismo una inusitada mordedura en el canto de su mano y culpó de su autoría a su sorprendido y ocasional adversario, quien hoy esta nota escribe... Desde entonces, siempre que escucho el vocablo "hipocresía" o el ofensivo calificativo de "hipócrita" me es ineludible recordar esa inesperada acción, caracterizada por un gesto de tan astuta como inexplicable bellaquería.

No es que términos relativos a hipocresía se hubieran usado en los días de mi infancia con alguna frecuencia; más bien, dada nuestra forma de candidez, creo que se preferían otros que significaban doblez, como fingimiento o simulación, o a lo sumo mojigatería, pero nunca los referidos. Fue un fraile oblato, que fungía como capellán en el colegio en que me eduqué, quien usaba el adjetivo de "hipócrita" en su cotidianas y admonitorias homilías. Supongo que debido a sus referencias evangélicas a los llamados fariseos, esos "sepulcros blanqueados", epítome emblemática del personaje artero y del falso moralista.

A pesar de lo dicho, y ya que estamos en espíritu bíblico, pienso que nada hay en nuestras imperfecciones que no esté impregnado, de alguna manera, con alguna forma de disimulada hipocresía. Todos, de alguna u otra forma, hemos caído alguna vez, con nuestras concupiscencias, en alguna acción que roce en forma tangencial con el cenagoso terreno de la hipocresía. Para ello, y no como un recurso para la excusa, sino para que no miremos "la aguja en el ojo ajeno, sino más bien la viga en el propio", es que existe una sentencia bíblica, aquella de que "quien esté libre de pecado que tire la primera piedra". Todos hemos tropezado alguna vez en ese escalón, con nuestros disimulos, apariencias o mojigatería.

El diccionario define hipocresía como el "fingimiento de cualidades o sentimientos como contrarios a los que verdaderamente se experimentan". En suma, a tener distintas convicciones o sentimientos a los que en la práctica se ostentan. Cuando damos una limosna para crear una impresión, dejamos una propina para no "dar qué pensar", o decimos a otro que no debe hacer lo que nosotros en privado sí solemos hacer, estamos cayendo en esa patria impresentable de la doble moral, la del cinismo y el disimulo: la ramplona hipocresía.

Hay una sabrosa frase en nuestro idioma para castigar la "doble moral", muletilla que utilizan con insistencia justamente quienes más la practican; se trata de la expresión "el burro hablando de orejas", que se refiere a alguien caracterizado por cierto defecto, pero con la insolencia y desfachatez de endilgarlo a otra gente. He notado que no existe en el inglés una traducción literal (no se dice "the donkey talking about ears"); sin embargo, se utiliza en esa lengua una expresión parecida ("the pot calling the kettle black") para insinuar que una sucia cacerola quiere culpar de su lamentable negritud a su espejo: una resplandeciente cafetera.

En estos días, cuando se han evidenciado tantas denuncias de corrupción, cuando se ha hecho imperativo aquello de "hacer pública la vida pública", se ha puesto de moda otra forma peculiar de hipocresía: la del uso taimado del testaferro. Pero ¿quién es más hipócrita, el funcionario que para aparentar integridad ese testaferro utiliza? ¿O lo es el ladino personaje que no teme el escarnio público y decide ofrecerse como máscara con tal de obtener las sobras del banquete que se oferta? Difícil no reflexionar en que el vocablo proviene de una voz que significa "cabeza de fierro" o, lo que es lo mismo, "cara de piedra"...

Octavio Paz recoge en "Posdata", la revisión de "El laberinto de la soledad", una incisiva reflexión de Nietzsche: "El valor del espíritu se mide por su capacidad para soportar la verdad". Disimular nuestra convicción, exagerar nuestros escrúpulos, aparentar sentimientos en el ánimo de lograr ciertos propósitos, solo son formas distintas de hipocresía. "La crítica del otro comienza con la crítica de uno mismo", concluye el escritor mexicano.

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09 julio 2017

Una forma de enseñanza *

* Tomado del artículo “El más importante maestro de mi vida no fue un profesor de Harvard”. Por Spencer Rascoff, para Linkedin. Con mi traducción.

Hace pocas semanas me entristeció conocer del fallecimiento de mi maestro de infancia Mr. Svetozar Jovanovic. Si bien nuestras relaciones terminaron hace treinta años, sus enseñanzas influyeron en mi éxito más que las de ningún otro profesor que jamás tuve (incluso en Harvard). Sus lecciones no fueron de filosofía, negocios o economía: fueron de ajedrez. Yo tenía nueve años.

El ajedrez es un juego de estrategia. Y aunque hay milagrosas excepciones, no todos nacemos conociendo cómo usar nuestro cerebro de cierta manera. El ajedrez enseña a pensar en forma estratégica, y ese es el motivo por el cual, si tengo que enfrentar un asunto complejo en los negocios, enseguida se me presenta la imagen de Mr. J parado frente al pizarrón con sus enormes piezas magnéticas de ajedrez sacudiendo un largo puntero como si fuera un conductor de orquesta, mientras analiza movimientos y contra-movimientos con la precisión de un general de cinco estrellas. Mr. J me enseñó a pensar diez pasos por delante, a discernir patrones y probabilidades matemáticas, a evaluar las consecuencias de nuestras acciones y a reconsiderar nuestras presunciones cuando cambian las circunstancias.

El ajedrez es, además, un juego para competidores. Yo era un jugador con escalafón a nivel nacional, uno de los mejores chicos en el país, era capitán del equipo que ganó el campeonato nacional de escuelas primarias. Cuando empecé a estudiar con Mr. J, a mis ocho años, él atizó el fuego competitivo que había en mí y que sigue ardiendo décadas más tarde. Soy intensamente competitivo y las raíces de esa característica de mi personalidad pueden rastrearse hacia la huella que dejó mi maestro. Por ello, no es sorpresa que cuando una vez escogimos seis valores claves para emprendedores, me propuse que uno de ellos sea “Ganar es divertido”.

No solo eso me enseño Mr. J, sino también que perder es odioso. Perder una partida humilla y duele porque se da en un campo de batalla totalmente justo. En otros deportes se puede culpar al mal tiempo o al árbitro. Aquí solo se puede culpar uno mismo. Y Mr. J siempre estuvo ahí para recordarme esto luego de una derrota. El era amigo de esa franqueza “de amor duro” que se despreciaba en otros tiempos, una era en que había ganadores y perdedores y no había trofeos por participar. De vuelta al aula, él analizaba mis jugadas y en su pesado acento europeo oriental, con cara de palo me decía: “Si tú querer ganar, trabajar más fuerte”. Y tenía razón.

Recuerdo las revisiones luego de mis partidas, cuando analizaba mi desempeño, movida tras movida. Una buena movida me calificaba con un signo de admiración; una muy buena con dos; una mala representaba un signo de interrogación; una jugada tonta eran dos de aquellos signos. Uno no quería ver esa clase de calificaciones. A veces hoy me encuentro jugando al rol de Mr. J en mi cabeza, con estos mismos signos, durante las revisiones de productos, las juntas directivas o los análisis gananciales.

Sus enseñanzas produjeron tal impacto en mi vida que las he pasado a mis hijos; ellos han llegado a ser buenos jugadores a pesar de mis escasas habilidades con el puntero. He querido que se beneficien con las mismas ventajas que el ajedrez desarrolló en mí: pensamiento estratégico, sentido de competencia intenso y búsqueda de la excelencia. Y aunque su interés por el ajedrez hoy ha disminuido, he procurado que siempre apliquen lo que el juego nos enseña. Lo mismo que Mr. J me enseñó a mí.

Cuando somos jóvenes no nos damos cuenta cómo nuestros maestros pueden influenciar en nuestro futuro. Estamos embebidos en el aprendizaje y para nuestra tierna percepción, el maestro es solo un vehículo para nuestro conocimiento. Solo cuando crecemos nos damos cuenta cómo estos formidables individuos moldean nuestra identidad, nuestros valores y las opciones para nuestras carreras. Mr. J plantó semillas de criterios estratégicos, sentido de competencia y de esfuerzo: sin ellos no estaría donde estoy. Gracias, Mr. Jovanovic!

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05 julio 2017

El nombre de nuestro Metro

Tengo el pálpito, a manera de sospecha (sí, porque lo que hoy voy a comentar tendría el carácter de conjetura), que el nombre que se le ha puesto al sistema de transporte subterráneo de Quito ha surgido de manera inopinada. Y uso este último vocablo con intención, no porque no se haya invitado a la opinión de la ciudadanía, sino porque el nombre parece haber aparecido en forma inesperada.

O, ¿quién sabe? A lo mejor, dado el escaso grado de imaginación que nos caracteriza; y, debido a esa extraña tendencia que nos distingue: la de imitar, sin discriminación, todo aquello que suena a ajeno, más bien habría que imaginar que eso de llamar a ese medio de transportación como Metro, habría sido lo que pudo haberse esperado. Al principio, se empezó utilizando el nombre solo como un rumor, como el proyecto que todavía era, así, con un nombre genérico; pero de ahí en adelante, se siguió usando la voz como una marca de fábrica, como algo convenido, como algo que ya había sido puesto a consideración de los habitantes de la urbe, a sus dueños, a quienes serían sus futuros usuarios.

Pero Metro no viene de “metro” como se pudiera suponer. El metro, el “otro metro”, aquella unidad  o medida de longitud viene de una palabra francesa, aunque parecida ("metre"), la misma que a su vez proviene de un vocablo griego, la palabra "metron". Ese otro metro, no es todavía una medida con un reconocimiento universal; esto, a pesar de que existe una tendencia, ya general en el mundo, de aplicar lo que se conoce como Sistema Métrico Decimal. En efecto, el uso de la milla, que no del kilómetro; y de las pulgadas, que no de los centímetros, es todavía base en muchos países, no sólo de una manera de medir, sino parte integrante de una forma de vida, de un modo de entender el espacio, de una forma de información y comunicación.

Uno de los diccionarios que he consultado, define "metro" (sustantivo) como una unidad de medida de longitud que equivale a 39,37 pulgadas y que es igual al espacio que tarda en cruzar la luz al vacío durante 1/299,792,458 de segundo (parece confundir al significado con el significante); lo que equivale a casi trescientas millonésimas de segundo, si no me confunde el guarismo... Dice el DRAE que representa la diez millonésima parte de un cuadrante de meridiano terrestre. Los diccionarios proponen también otras acepciones: una para el instrumento de medición, otra para un tipo de versificación, y aun una adicional como apócope del subterráneo metropolitano o como el prefijo de metrópoli.

Al sistema de transporte deprimido, que hoy nos ocupa, se le conoce con diversos nombres en los distintos lugares; a veces se lo hace con un nombre específico, otras veces utilizando siglas o un acrónimo. Subte, Subway, MTR, MRT, Tube, son algunos de los nombres que me vienen a la mente; pero debo reconocer que el que se destaca como más popular es el de Metro. Así, con esta forma coloquial, se lo conoce en muchos lugares, aunque en algunos casos así se lo haga a pesar de que obedece a una distinta y oficial denominación.

Al Metro de Quito, se lo va a medir en kilómetros. Se estima que, utilizando esta medida, va a tener veintidós kilómetros de extensión. Se espera que la obra esté lista para el 2019, de no presentarse dificultades en los trabajos o problemas con su financiación. El Metro va a tener inicialmente una sola línea y se conjetura que tan pronto como se reconozcan sus evidentes bondades, ya se empezará a hablar de nuevas líneas y de nuevas estaciones para transbordo y conexión.

Pensar que cuando éramos niños, allá a inicios de la segunda mitad del siglo pasado, cuando ya no había tranvía, y existían los buses ordinarios y especiales, los "micros" y los colectivos, no había en Quito más de una docena de líneas de buses de transporte. Sospecho que las primeras fueron también diseñadas con el sentido longitudinal que tiene la ciudad. Las dos primeras fueron la Iñaquito-Villa Flora (1) y la Colón-Camal (2); las demás se fueron acomodando poco a poco al complejo plano de la urbe y a las posteriores necesidades de transporte que, asimismo, fueron de la mano con el diseño y el crecimiento de la ciudad.

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02 julio 2017

Los cuernos de la luna

"Era ya tarde la otra tarde" cuando alguien me dirigió una pregunta con visos de insidiosa. Bien pensado, pudo haberse tratado de una simple curiosidad, o pudo haber sido también una forma de calibrar mis conocimientos en referencia a un asunto elemental en materia aeronáutica. En efecto, los cuernos de la luna empezaban a destellar hacia poniente, cuando ese alguien, así como si nada, me inquirió acerca de si la luna servía para orientarse y navegar por la noche.

Sabido es que quienes navegan utilizan el firmamento, y más concretamente la posición de las estrellas, para determinar sus rumbos y establecer su singladura. Pero la luna, al igual que los planetas, no sirve por lástima para aquellos náuticos propósitos. Y esto se debe, en esencia, a que una y otros se pasean por el firmamento, no son fijos, son vagabundos -como lo son los pordioseros-; y por ello, justamente, se conoce a los planetas como errabundos o trotamundos en otros idiomas (por ejemplo, se los llama "wanderers" en inglés).

Y es que los inquietos planetas, que no titilan sino que destellan, aparecen en sitios distintos a la misma hora de la noche; y no como las estrellas, cuya posición no varía si se las observa a la misma hora en días diferentes. Con la luna sucede algo parecido: que asoma en distintos sitios, y con distintas formas, de acuerdo a su propio calendario que dura algo más de veinte y nueve días (veinte y nueve días, doce horas y algo más de cuarenta y cuatro minutos), que es lo que se conoce como mes sinódico que equivale a una lunación.

Así, de la inutilidad del satélite terrestre para fines náuticos, pasamos en la referida tertulia a otros asuntos relacionados con cómo identificar las fases de la luna. Dos curiosidades afloraron: una relacionada al porqué de llamar "nueva" a una luna que nunca se la ve; y otra, más sugestiva, relacionada con cómo identificar, a simple vista, si aquel cuerno o media luna -como se presenta el satélite durante la mitad del tiempo- se encuentra en una fase reconocible como menguante o creciente.

Una noche, caminando con unos colegas por las calles de Buenos Aires, aprendí por casualidad una sencilla regla: si la luna parecía una C, estábamos en cuarto creciente; pero, si parecía tener la forma de una D, estábamos en cuarto menguante. Me pareció desde entonces una fórmula sencilla; el problema era que el método se complicaba cuando se veía la luna desde el hemisferio norte, ya que el cuarto de luna cambiaba de forma y a veces se la veía como a una U y otras veces como a una U invertida. La fórmula solo funcionaba cuando observábamos el satélite cuando estábamos apostados en el hemisferio austral.

Por ventaja, y gracias a mi porfiada curiosidad, he aprendido con el tiempo que la manera más sencilla de diferenciar el fenómeno es orientarse con respecto a si aquella parte convexa del cuarto de luna mira hacia levante o poniente. Si esa parte convexa (su barriga) mira hacia poniente, estamos en cuarto creciente; si, por el contrario, la curvatura mira hacia levante, estamos en cuarto menguante. Además, y esto funciona en forma axiomática, el cuarto creciente sólo puede observarse en horas de la tarde y hacia el principio de la noche; en tanto que el menguante aparece en horas de la madrugada o temprano en la mañana. Es oportuno mencionar que la luna llena o plenilunio aparece por primera vez hacia el este en el crepúsculo vespertino.

Lo que sí desconozco es por qué usamos en lenguaje coloquial frases como "mandar al cuerno", "poner los cuernos"
(cachos), o "muchacho de un cuerno"... Para lo primero, conjeturo que significa mandar a alguien a un sitio miserable y poco deseado; el DRAE dice que significa "mandar de paseo", pero no explica el porqué del uso del sustantivo. Para lo segundo, también me parece que se trata de una forma subrepticia -o consentida- de infligir una clandestina cornada; pero, de nuevo, no sé de dónde sale esa figurativa fórmula de asociación, la de que engañar al consorte signifique adornar su testuz con aquellos cuernos... Las explicaciones que he encontrado, todas, tienen un origen muy controvertido.

Más equívoco parece el último uso, aquel de reprender a alguien (a un hijo, por ejemplo) tratándolo de "muchachito de un cuerno". Si los cuernos serían sinónimo de infidelidad, o acaso representarían una forma de impropia asociación, su sola mención pudiera significar algo así como "hijo de espuria relación". Qué confuso...

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