18 marzo 2018

La “cultura” del transporte pesado

Transito, por motivos de mi trabajo, casi todos los días por la E35, en el tramo que une la rotonda de El Colibrí, junto a Sangolquí, en el Valle de los Chillos, y el redondel de Palugo, junto a Pifo, en el ingreso al camino de Papallacta, que continúa hacia la Región Oriental, o donde se inicia el “by-pass” de la misma E35 que conecta con el Colector de Alpachaca, en el camino al aeropuerto Mariscal Sucre. Soy, por lo mismo, testigo de privilegio de una serie de lamentables actitudes y costumbres (una “descaminada” cultura) que obedecen al quehacer cotidiano de los conductores de transporte pesado, especialmente de recolectores de basura y volquetes que, con renovada frecuencia, vienen realizando en estos últimos días tareas de movimiento de tierras, en un sector ubicado frente a El Inga, donde el Municipio Metropolitano tiene instalada una planta de tratamiento de desperdicios.

Para empezar, resulta realmente inaudito que no exista, en esa zona, ningún tipo de control policial, frente a la malhadada costumbre de los mencionados señores conductores, de transitar en esta vía, por el carril y a la velocidad que les viene en gana. Si, como se establece, el límite de velocidad para los camiones es de 70 kilómetros por hora, causa alarma y preocupación el comprobar que esas unidades transitan a velocidades que fácilmente superan los 100 kilómetros por hora. Ya lo he mencionado en una entrada anterior: al parecer, esos conductores utilizan el límite establecido para vehículos livianos, en la probable consideración de que a veces se encuentran livianos, es decir: sin peso (!)...

Pero, lo que francamente produce una mezcla de coraje y lástima, es el estado en que todos esos vehículos pesados, principalmente volquetes, dejan la carretera, luego de su trasiego permanente desde una cantera aledaña hacia la planta de tratamiento de basura municipal y viceversa. Estos traslados han convertido, poco a poco, a la mencionada vía en un perfecto basural, debido a que con sus traslados de tierra y otros materiales de construcción, no tienen cuidado, y poco parece importarles, que difuminan residuos de aquel material transportado en forma continua y permanente sobre la calzada de la mencionada vía. Si bien es cierto que estos camiones cubren el material transportado con una lona incipiente, la verdad es que la misma es tan precaria, que el referido cobertor actúa más bien como difusor y esparce su contenido por acción del viento y la velocidad a la que estos vehículos se movilizan.

Con lo previamente descrito, la antes impecable y mejor cuidada ruta, presenta ahora una imagen calamitosa, y produce, con el viento estacional, una muy desagradable y polvorienta apariencia. Esta situación, cuando adviene un nuevo aguacero, se convierte de pronto en peligrosa, porque el polvo se transforma en lodo y este material resbaloso se convierte, a su vez, en un peligroso elemento para los demás vehículos, de todos los tamaños, que transitan a buena velocidad en la antes limpia y bien atendida ruta. En este sentido, es inaceptable que, tanto el Municipio como sus díscolos contratistas, no se hayan puesto de acuerdo para convenir en un estricto protocolo de cuidado y de protección de la importante vía.

En países más desarrollados que el nuestro (sí lo sé... pero por algo tenemos que empezar), existe un control muy restrictivo e intransigente, además de verdaderas sanciones, para los propietarios y conductores de los equipos pesados que ensucian en forma indiscriminada las diferentes vías. En este aspecto, lo que se acostumbra es que las unidades que salen desde una zona de trabajos, donde se producen residuos o posibilidad de polvo, tienen que cruzar una trampa líquida obligatoria, para de esta manera eliminar cualquier residuo acumulado en los neumáticos y evitar así el contaminar las calles y caminos con residuos de cualquier tipo, especialmente de los mencionados materiales de construcción: ripio, material triturado, etc. Las unidades no solo tienen que cruzar una zanja con agua, para asegurar su limpieza, sino que reciben un baño con agua a presión para iniciar su tránsito en condiciones aceptables.

Por lo demás, y como resultado de la desaprensiva y peligrosa velocidad a la que transitan estas enormes unidades, sucede que las mismas no toman precaución en los redondeles de retorno que se han implementado en este muy transitado sector. No solo que no disminuyen adecuadamente su velocidad, como el sentido común sugeriría, sino que, al efectuar esta maniobra, no se mantienen en el carril que se ha diseñado, e invaden a gran velocidad los otros andariveles ya ocupados por los demás vehículos que utilizan la carretera en mención. Esta situación, como se ha comentado más arriba, no merece ningún tipo de monitoreo, y menos aún de sanción, por parte de las autoridades de tránsito que, al parecer, no se interesan ya por regular lo que está ocurriendo en esta cada vez más frecuentada ruta.

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14 marzo 2018

Qué mismo pasó con Amelia *

* Escrito por Sibile Simkeviciute, para AeroTime, con mi traducción y edición

Uno de los misterios más cautivantes de la historia de la aviación, la desaparición de Amelia Earhart, ha tenido una nueva revelación. Un estudio publicado por Richard Jantz, en el Jornal de Antropología Forense, sostiene que los huesos encontrados en la isla desértica de Nikumaroro en 1940, pudieran pertenecer a Earhart, sugiriendo que falleció como resultado de un naufragio en compañía de su navegante Fred Noonan.

El misterio habría desatado muchas hipótesis y teorías. Quizá la más factible era la de que se acabó el combustible y que el aparato cayó en el océano. Pero otra, más interesante, parece ser la correcta. El estudio sostiene que luego de no haber podido localizar la isla de Howland, donde debían abastecerse y viendo que se les acababa el combustible, la famosa pionera habría efectuado un aterrizaje de emergencia en la playa de Nikumaroro, 350 millas al suroeste de Howland, aprovechando de la marea baja.

Tres años después de que el avión se esfumó en el aire, un oficial británico encontró restos de un esqueleto; y un total de otros doce huesos, incluyendo un húmero, una tibia y un radio; restos de un campamento improvisado; la caja de un sextante; y un zapato de mujer en esa isla. Los huesos fueron examinados en Fiji y se concluyó que pertenecían a un hombre pequeño de ascendencia europea, descartando la teoría. Con esto, los restos fueron desechados impidiendo futuras evaluaciones. Sin embargo, las mediciones hechas por el forense sobrevivieron y han sido nuevamente examinadas por el antropólogo Richard Jantz. Este analizó los estudios efectuados en Fiji y comparó con las medidas óseas de la aviadora ayudado de fotografías y de algunas prendas de vestir. Su evaluación determinó que la conclusión previa era incorrecta y que aquellos huesos encontrados en la isla muy probablemente pertenecían a Amelia Earhart.

“Los restsos son consistentes con los de la heroína, en lo que respecta a lo que podemos inferir. La estatura es consistente con esos restos. El cráneo parece el de una mujer; pero lo más convincente es el tamaño de la osamenta”, concluyó el estudio. Por casi un siglo se han emprendido diversas expediciones para hallar la respuesta. Un grupo se ha propuesto investigar, ya por algún tiempo, la hipótesis de Nikumaroro, para explicar la razón para que sólo doce huesos hayan sido encontrados; y esto se debe al sinnúmero de cangrejos que habitan en la isla, que pudieron haber consumido los restos de Earhart y Noonan.

El director del grupo también argumenta que una foto tomada desde un barco expedicionario británico en 1937, cerca de la isla, contiene lo que parece un tren de aterrizaje qué tal vez pertenezca al avión que Amelia pilotaba. Es también probable que la aviadora haya estado llamando desde la isla, usando la radio de su avión, antes de que este se sumergiera en el agua. Algunos, radioaficionados reportaron, los días siguientes, varios mensajes de Earhart pidiendo ayuda. El reporte incluyó el testimonio de una adolescente, Betty Klenck, que declaraba haber escuchado discusiones de la aviadora con un hombre que parecía haberse vuelto loco.

La teoría, no obstante, no tiene explicación para una pregunta interesante: si Amelia aterrizó en Nikumaroro, por qué es que los aviones de la marina, que sobrevolaron la isla una semana después, no avistaron señales de vida. A pesar de ello, luego de algunas preguntas sin respuesta, la teoría del naufragio es la más convincente.

Las teorías de lo que pudo pasarle a Amelia van desde su caída en el océano, o de su vida en los EEUU con un nombre falso, a haber sido secuestrada por extraterrestres. La teoría de que era una espía tuvo entonces mucho peso. Un coronel retirado de la Fuerza Aérea Americana aducía que como Earhart tenía que aterrizar en las Marshall, en ese tiempo ocupadas por Japón, la desaparición era un pretexto para las misiones de reconocimiento de EEUU. Se dice que algunos isleños creyeron haber visto caer el avión cerca de las islas.

Otro oficial del ejército apoyaba estas especulaciones, y dijo que había visto a un grupo de soldados que cuidaban un hangar que contenía, supuestamente, el avión de Amelia. De acuerdo a su denuncia, el avión habría sido posteriormente incendiado. La teoría de que Earhart habría sobrevivido se respaldaba en una fotografía encontrada en los archivos nacionales que se suponía eran de la aviadora y de su navegante. Luego se descubrió que había sido tomada de un libro que se había publicado antes del probable accidente…

La legendaria “aviatriz” y su navegante desaparecieron
un 2 de julio de 1937, cuando intentaban dar la vuelta al mundo. En el penúltimo tramo partieron de Nueva Guinea en un muy cargado Lockheed Electra 10E, con la intención de parar en Howland para abastecimiento. El tramo iba a tomar cerca de 18 horas. El guardacostas de la isla de Howland estaba encargado de atender las comunicaciones. Earhart pudo haber estado bastante cerca porque había comunicado que no podía encontrar la isla y que se estaba quedando sin combustible.

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09 marzo 2018

Entre la maldad y la estulticia

“El necio es más funesto que el malvado, porque el malvado descansa a veces, en tanto que el necio jamás”. Anatole France.

Yo recordaba casi textualmente la frase, pero no podía precisar ni dónde la había leído, ni tampoco quién era su autor. Lo más probable, conjeturaba, era que la hubiera leído en uno de esos compendios de adagios, refranes o aforismos; más precisamente, en un ya casi olvidado “Diccionario de citas y frases célebres”, que corrió la lamentable suerte de las cosas prestadas... Lo único que tenía por aproximado era que la frase pertenecía a Anatole France (a quien jamás había leído) o a ese autor incorregible, amigo de crear frases y dichos de antología, ese maestro de la diatriba y la ironía que fuera el escritor irlandés Oscar Wilde.

Fue hace pocos días, cuando la volví a repetir, porque alguien mencionó algo parecido. Probablemente aquello de que “un tonto causa más estragos que un terremoto”; pero un buen amigo, que quería saber quién era el autor original de la frase, me obligó a la inevitable tarea de ponerme a investigar. De pronto, caí en cuenta de en dónde la había leído: habría llegado a mi conocimiento, de la lectura de uno de los libros que había llegado a mis manos del maestro y filósofo español José Ortega y Gasset (“La rebelión de las masas”). La frase no era de su pertenencia, pero era parte de una cita suya en la que la mencionaba como perteneciente a Anatole France (¡sí, mi frágil memoria tenía por fin la razón!)...

No fue hasta ayer que volví a encontrar, por coincidencia, una frase parecida. Diría yo que sospechosamente parecida; y, en lugar de comentar la validez o inexactitud del aforismo, generaba una discusión en las redes en términos de si el autor era Arturo Pérez-Reverte o si, más bien, el filósofo que antes fuera mencionado, el (como dicen ahora) “imprescindible” Ortega y Gasset. Pérez-Reverte es quien habría sentenciado, en una entrevista, una frase harto parecida (“Los estúpidos causan más daños que los malvados”), justificándolo con el argumento de que “la estupidez nos deja indefensos ante la realidad”, y siendo corregido más tarde por un contertulio con un “pero los estúpidos mueren primero”...

Pero... ¿quién causa realmente más daño, el tonto o el malvado? Nótese, por un momento, que estas no son “cualidades” (o, hablando con más propiedad, defectos) que sean excluyentes. Ya alguna vez hice una reflexión similar (“Allegro ma non troppo”, Itinerario Náutico, 2 de enero de 2016), al comentar acerca de un pequeño ensayo escrito por Carlo María Cipolla, que trata de la relación entre beneficio propio y beneficio ajeno para, de ese modo, clasificar la inteligencia de los hombres, o su carencia. O su ingenuidad o perversidad, en cuanto al resultado de las acciones humanas cuando buscan el propio beneficio.

Solía decir un buen amigo: “No es tontito porque es chiquito”, refiriéndose a la situación de inocencia de quienes, por su escasa edad, no habrían entrado todavía en una fase de su vida en la que pudieran gozar de los beneficios del buen criterio o la capacidad de razonar. En efecto, el ser ignorante o inocente (en el sentido de ser incapaz de maldad o de mala intención) puede liberar de responsabilidad a quienes “no saben lo que están haciendo”. Ello nos recuerda el adagio evangélico, aquél de: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. Pues, sin intención, no siempre existe culpa ni merecimiento de castigo.

El tonto peligroso no es el caracterizado por la estulticia. Es el que se sabe limitado y quiere aparentar genialidad con sus frases aprendidas o disimulando su indigencia intelectual; es aquel que esconde sus prejuicios y complejos, y trata de aparecer como dechado de virtudes y sabiduría porque tiene pavor a enfrentar el escrutinio ajeno. A ese, el miedo lo empuja y hace perder el equilibrio y, en el ánimo de que no se lo descubra o exponga, actúa como un tonto impulsado por una cuota de maldad. Para ello, usa a los otros porque le faltan recursos para defender sus deleznables como prejuiciados argumentos.

Pero el tonto más tonto, el tonto por antonomasia o excelencia, es aquel que la vanidad le impulsa a creer que sabe de todo, que es el más atractivo y perspicaz. Ese parece que jamás se habría mirado en el espejo, y por ello se cree ejemplo y envidia de todos, el que nunca se equivoca, el que siempre tiene la razón, el que es el centro del comentario y atención de quienes él cree que seduce, convencido cómo está que causa admiración y que todos lo quieren emular... Como habría dicho el director Claude Chabrol, “La tontería es infinitamente más fascinante que la inteligencia; puesto que la inteligencia tiene sus límites, en tanto que la tontería no”.

Einstein habría dicho también una frase que cierra la controversia: “Solo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera”...

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02 marzo 2018

Geometría de la seguridad

Sospecho que desde niño experimenté, si no una inquieta fascinación, por lo menos una secreta debilidad por la geometría. Hacia el final del colegio, había la alternativa de escoger, para acceder a lo que se llamaba la “especialidad”, en el último año de Humanidades, a la posibilidad de registrarse en una de tres opciones disponibles: físico-matemáticos; químico-biólogos o filosófico-sociales. A esas alturas de nuestro postrer año pre-universitario, se suponía que buena parte de nosotros “ya sabía qué quería ser en la vida”, si médico o ingeniero, si artista o arquitecto, si bogado o contador. Ese escogimiento, por lo mismo, ya había sido decidido por lo que parecía más cercano a nuestra vocación individual o, quizá, al oficio de nuestra inclinación.

En mi caso particular, pocos meses atrás había declinado mi interés por la arquitectura y había empezado a considerar una carrera en el mundo de la jurisprudencia o en el de la diplomacia; fue por ello que me incorporé al grupo que había escogido la alternativa de sociales. Lejos estaba de imaginar que una propuesta posterior a mis exámenes de grado de bachiller, me habría de inclinar, casi a deshora, por el mundo insospechado de la aviación. Ya en la academia de vuelo, a menudo me preguntaba si no hubiese sido mejor que para el destino que había escogido, no hubiere sido preferible que optase por una especialidad de distinto tenor.

Y así, a pesar de que no me había registrado en una especialización que me relacionara con la matemática, meses más tarde habría de comprobar que los números, las ecuaciones y las figuras no eran realmente indispensables para iniciarse en ese mundo que hasta entonces me había parecido tan misterioso y esquivo, el mismo que más tarde se me tornaría en indispensable y fascinante. En eso pensé por un par de ocasiones por lo menos, cuando, de pronto, la física o la geometría se hicieron presentes en mis estudios, aunque en forma tenue y muy sutil. Habría de escuchar las leyes de Newton, por ejemplo, y especialmente aquella que hablaba de la acción y su igual y opuesta reacción. Y aunque también aparecieron términos como diedro o cantiléver, los mismos me hicieron persuadir, que de las especialidades que pude haber escogido, cualquiera pudo haber aportado bases suficientes para apuntalar el inicio en mi ya definitiva profesión.

Hablemos del ángulo diedro, por ejemplo. El diccionario dice que es masculino y que significa, en geometría, “cada una de las dos porciones del especio limitadas por dos semiplanos que parten de una misma recta”. En la escuela de aviación aprendí el concepto de una forma más simple: si las alas del avión salían del fuselaje y se inclinaban hacia arriba, quería decir que tenían un diseño en ángulo diedro (positivo); si se inclinaban hacia abajo, el diseño era en anti-diedro o, si se prefiere, de ángulo diedro negativo. Fueron aviones con diedro positivo, casi  todos los primeros aviones que yo conocí; y habrían de pasar algunos años hasta que empecé a reconocer una serie de turbo-reactores, con dos o cuatro motores, identificados por esa característica, la de tener sus alas con diseño en anti-diedro, con el propósito de “evitar una excesiva estabilidad espiral”. El B-52, un bombardero conocido como “la Fortaleza Volante” era un clásico ejemplo del diedro negativo.

Los rusos, que por un tiempo diseñaban y construían en colaboración algunos de sus aviones en una fábrica ubicada en Ucrania (Antonov), fueron haciendo continuas modificaciones a un tipo de avión STOL que desde sus inicios tuvo un desempeño muy interesante. Asi nacería el An-148 (nótese la similitud con el cuadri-reactor británico BAe 146, incluso en el nombre); el 148 fue un desarrollo del Antonov An-74 (llamado así, probablemente, porque 148 es igual a dos veces 74), este era, a su vez, una variante de otro jet similar de características STOL, el An-72. Todos estos aviones, mencionados en este párrafo, tienen una característica común: la de tener un ala anclada en la parte superior del fuselaje e inclinada hacia abajo, con diedro negativo.

Hace un año el An-148 estuvo en los titulares de prensa por equivocados motivos (es el mismo modelo que se estrelló cerca de Medellín, con el equipo del Chapecoense); y hace pocos días estuvo involucrado en un nuevo accidente en Rusia. Era una aeronave de la aerolínea Saratov. En efecto, este último avión acaba de estrellarse en las cercanías de Moscú, luego del despegue, debido probablemente a acumulación de hielo en los sensores del sistema estático (tubo “pitot”). Este accidente, aunque producido a baja altura, tiene enorme parecido con el sucedido hace pocos años, en ruta desde Río de Janeiro a París, un Airbus A-330 de la compañía Air France, que se precipitó a tierra sobre el Atlántico (en las cercanías de las islas de Fernando de Noroña) cuando sus pilotos no pudieron controlar el avión con uno (¿o, dos?) de sus indicadores de velocidad en condición no confiable y, probablemente desestimaron la indicación del instrumento auxiliar.

Es sumamente triste, y desde luego inconcebible e insólito, que esta trágica situación siga ocurriendo en la aviación comercial moderna, debido principalmente a tres factores: la falta de experiencia en vuelo manual por parte de muchos aviadores jóvenes; la escasa comprensión de algunos profesionales aéreos de la “arquitectura” del diseño de algunos componentes modernos (el “fly by-wire” o los modos de protección contra el stall, por ejemplo); y, ante todo, la ausencia de métodos adecuados de entrenamiento para solventar en vuelo estas confusas, pero manejables, indicaciones contradictorias en los instrumentos básicos. Si en algo podemos coincidir es precisamente en ello: la falla de un solo instrumento no debería sino producir una momentánea confusión, pero nunca terminar en la dolorosa tragedia que significa un nuevo accidente.

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