30 abril 2018

“It defeats the purpose”...

Esta es una frase que la escuché con frecuencia en el tiempo que viví y trabajé fuera del país. Bien sé que significa literalmente: “(eso) destruye, anula o derrota la intención o el propósito”, pero quizá sea una de las pocas expresiones o frases adverbiales que existen en el inglés donde se usa más palabras que en nuestro idioma para expresar lo mismo. Equivale a decir en castellano que algo es contraproducente, aunque en cierto modo complementa el significado, añadiéndole un sentido que quizá no está incluido en el español; implica que algo termina ocasionando lo contrario de lo que se propuso lograr; justo lo que se habría querido evitar.

Esto es lo que está pasando en nuestro medio con los llamados “foto radares”, artilugios un tanto imprecisos (e intermitentes en su funcionamiento) que las autoridades de tránsito se han dado por instalar en las vías de alta velocidad a efecto de disuadir a los automovilistas para que conduzcan a más baja velocidad. La intención, que en sí misma es plausible, no produce lamentablemente el objetivo que se ha intentado, puesto que no hace sino advertir al usuario, que conoce su ubicación, dónde es posible que se le pille contraviniendo, en forma previsible, el límite de velocidad que se había establecido. Algo parecido al juego del gato y el ratón.

Y ahí esta justamente lo contraproducente, que este implemento en lugar de servir como un gentil recuerdo se convierte en invitación para que los conductores que conocen su ubicación, reduzcan la velocidad de sus autos solo por unas pocas cuadras y emprendan en veloces desplazamientos hasta un sitio ubicado en un lugar anterior al de la localización del próximo foto radar, lugar que de antemano ya se lo conoce.

Visto así, el inútil dispositivo viene, más bien, a acicatear una cultura de aviesa indisciplina y estimula una contradictoria propensión a violar el límite establecido en los lugares intermedios, donde no existe cobertura de los infames radares. El mensaje es de tan evidente permisividad que no es de difícil interpretación: “rebaje ahora su velocidad porque es posible que tengamos que sancionarlo”. Con tan insulsa advertencia, el conductor no hace otra cosa que postergar su mala conducta, hasta cuando sea previsible que pudieran sancionarlo.

Se me ocurre que, más que instalar espantapájaros, la entidad responsable debería buscar la forma de racionalizar la instalación de estos elementos de disuasión o de control (como quiera que los interpretemos). Es incomprensible, por ejemplo, cómo en una autopista de seis carriles (la que une a Carapungo con la Mitad de Mundo, en la práctica la prolongación de la Avenida Simón Bolívar) se ha establecido un límite de velocidad de sólo sesenta kilómetros por hora. Para añadir insulto a la herida, han saturado la vía con unos “rompe-velocidades” que han sido instalados sin ton ni son, aquí y allá, como si fuera negocio, por todas partes.

Entonces, pregunto, para qué la dotaron de tantos carriles. ¿Cuál fue el propósito?, o ¿con que criterio se estableció tan ridícula restricción? Si bien se ve, y esto sólo demanda un breve y sencilla reflexión, el inconsulto límite produce más bien lo que en el fondo parece haber querido evitar: que se multipliquen los accidentes como consecuencia de que ciertos vehículos transitan a una velocidad que no es acostumbrada en este tipo de vía. Las autoridades deben caer en cuenta que la gente usa estas vías para movilizarse con agilidad para satisfacer sus actividades, no las utiliza para disfrutar del paisaje o salir con su familia por puro afán de paseo.

Desconozco si los foto-radares que en esa vía se han instalado, tienen asimismo carácter puramente disuasivo, pues resultaría ridículo que, constituyendo el camino una prolongación de una vía que permite un mayor límite de velocidad (y que no está tan bien construida), sus sistemas de control, antes señalados, propicien la aplicación de sanciones por velocidades que están enteramente dentro de márgenes, no solo prudentes, sino también muy similares a los sugeridos para transitar en calles secundarias de pueblos y ciudades.

Un caso similar, y que merece ser atendido por los organismos que controlan el tránsito vehicular en las distintas carreteras del país, es el de estos mismos artilugios, que han sido instalados en la vecindad de las zonas escolares. Si bien estoy de acuerdo con la protección de la seguridad de los docentes, creo que debe existir un mecanismo que desactive esas unidades electrónicas durante las horas que esos aparatos no necesitan estar funcionando; amén de los días de fin de semana y días feriados o festivos. De nuevo, ¿que hacen esos animalitos lanzando flashes a la hora del crepúsculo o a cualquier hora de la noche?...

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25 abril 2018

¡Taxi! Versus ¿Taxi?

Cuando era niño, no todas las familias contaban con uno de aquellos aparatos enormes que fueron los primeros teléfonos (esos de dial circular, que tanto ruido hacían cuando uno se proponía marcar). Debo haber estado en mis primeros años de escuela cuando, si hacía falta tomar un vehículo de alquiler, se nos pedía en casa que fuéramos, calle abajo, a la Plazoleta de San Blas – junto al icónico edificio de la antigua Biblioteca Nacional - a “negociar” (léase regatear) el precio de una “carrera” a otro barrio, como por ejemplo a La Floresta. Aquellos eran unos autos enormes, casi siempre de fabricación norteamericana (Ford, Chevrolet, Dodge o Studebaker). Esos eran, entonces, los carros de alquiler, que a la sazón eran conocidos como “carros de plaza”.

Pasado el tiempo, los “taxis” no solo se ponían a hacer fila y a esperar su turno en algún lugar estratégico, o en alguna plaza o esquina; pronto, se los empezó a ver por todas partes, como si deambularan ofreciendo sus servicios. Esto solo pasó cuando decidieron ponerse de acuerdo, o fueron obligados por la autoridad, a adoptar un color claramente distintivo, que más tarde ya fue su color de identidad, ese amarillo característico. Todo auto de alquiler que se movilizaba en la ciudad pertenecía, además, a una “cooperativa” que no era sino una organización de tipo sindical, debidamente registrada, que permitía a sus propietarios hacer uso de ciertos privilegios. Nadie podía poner a circular un taxi en la ciudad si previamente no había adquirido un “puesto”.

Pero los tiempos cambiaron y, como sucede con todo, la modernidad y la tecnología – que todo lo invade – empezaron a conquistar un mercado que antes les era ajeno. Así, apareció un día el internet, las redes sociales, los portales o páginas web, y - con el advenimiento de los celulares inteligentes - las aplicaciones móviles (los voraces y prolíficos “Apps”). Entonces, ya no hizo falta “correr a traer un carro de plaza”, ni siquiera llamar a un “control” ubicado en el barrio, con el objeto de pedir un taxi por teléfono. Surgieron de la nada compañías bien organizadas, y mejor estructuradas, que ya no funcionaban como parte de sindicatos o cooperativas; ahora solo hacía falta utilizar aquella aplicación, indicar dónde se estaba y hacia dónde pensaba uno dirigirse, y zas, como por arte de magia, el “sistema” le enviaba al cliente un muy decente vehículo.

Y aquí está el quid del asunto, y quizá la clave del éxito de los taxis “independientes” (y, por lo mismo, el centro del problema); y es que ellos descubrieron que sus clientes podían tener distintas opciones, y se dieron cuenta, además, que muchos vehículos de alquiler eran viejos e inseguros, de hecho traqueteaban tanto que algunos parecían que ya se desbarataban; algunos de sus conductores eran groseros, descorteses y abusivos; y que, desde un inesperado y arbitrario día, se empezaron a inventar tarifas “especiales”, o se les dio por desconocer la tarifa que se había regulado por medio del uso de un aparato llamado taxímetro. Como siempre pasa, había gente honesta y decente a cargo de esos vehículos, pero había muchos también que solo operaban según su ley, y la gente se cansó de quienes querían transportarla a su antojo y capricho.

Así es como han surgido servicios de traslado inmediato como “Uber” o “Cabify”, empresas internacionales que contratan conductores que poseen su propio vehículo. Sus unidades son relativamente nuevas, son autos siempre limpios y bien atendidos; los conductores son solícitos y corteses; los precios están regulados de acuerdo con un control satelital y, en la mayoría de los casos, son más económicos y se cargan a la tarjeta de crédito de sus satisfechos usuarios que encuentran más agradables sus traslados y recorridos. Cuando he utilizado una de estas compañías desde mi domicilio al sitio de mi trabajo, he podido comprobar que la tarifa es un veinticinco por ciento más barata, y todo por un traslado más agradable y tranquilo.

Pero, todo ello ha traído un problema… la inconformidad y desacuerdo de los señores chóferes de los automóviles “no tan nuevos”, quienes acusan a los “informales” de desleales y de incumplir con la normativa que desde siempre los protegió, pero que jamás supervisó que se respeten también los derechos y expectativas de los usuarios de aquellos servicios. ¿Qué debe contar, al final del día?: ¿la estabilidad laboral de un grupo de descontentos transportistas, o la comodidad, seguridad y preferencia de quienes tienen derecho a utilizar cualquier vehículo? Es, según se ve, un asunto de preferencia. Y, en esto también, el cliente debe tener el derecho a escoger, saber qué le conviene y preferir lo que le parece un más conveniente servicio.

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22 abril 2018

De Hipócrates e hipocresías

Tengo un amigo cercano que está persuadido de que existen defectos que identifican a las personas según su nacionalidad; él cree, por ejemplo, que los chilenos se caracterizan por su arrogancia, los peruanos por su tendencia a la discriminación social, los venezolanos por cierta superficialidad, y así por ese orden. Yo no me suscribo a esa impresión, sobre todo porque no soy partidario de generalizar; además, estoy convencido de que en todas partes hay arrogantes y humildes, o gente que integra y también que excluye… Pienso que no se puede agrupar a las personas, sea por sus virtudes o por sus más comunes o frecuentes defectos.

En cuanto a los ecuatorianos, asimismo él está convencido de que si hay un defecto que nos identifica, como marca de fábrica, es aquel horrible pecado que se conoce como envidia. Pero no estoy muy de acuerdo con mi buen amigo, creo que si algo nos invade, si es que no nos caracteriza, es algo con lo que me enfrento minuto a minuto y día a día, algo con lo que choco en forma permanente y en todas partes: me refiero a la mezquindad, a la falta de generosidad, a la ausencia de nobleza de espíritu. Somos incapaces de ceder el paso a los demás, o de tener un gesto de magnanimidad o cortesía; estamos persuadidos de que siempre debemos ir primero y que los demás están en la obligación de esperar su turno.

Al reconocer esta perniciosa forma de ser y de actuar, que creo que nos identifica, a menudo me pregunto por qué no sería posible proponernos, como ciudadanos, algo parecido a lo que los médicos conocen como “juramento hipocrático” que es una especie de promesa o de compromiso que, supuestamente, identifica a la muy noble tarea que relaciona a los galenos: la de cuidar no solo por la salud sino ante todo la vida de sus pacientes. Imaginen ustedes un propósito o empeño tan solidario y noble como el que he descrito, que comprometa a la gente a preocuparse por la comodidad ajena, a poner cuidado en su seguridad, tratando siempre de anteponer el interés de los otros… ¡Cómo avanzaríamos como sociedad!

Pero claro, estoy siendo utópico. Buscar en efecto, la comodidad y preferencia ajena, sobre todo en nuestro medio, es simplemente imposible. Tan pronto como tratásemos de implementar una cultura de preferir el bienestar ajeno, enseguida vendrían los “sapos vivos” y se aprovecharían del espíritu civilizado y de la generosidad ajena; los bien intencionados se convertirían en unos pobres ingenuos que pasarían por simplones e ilusos…

Había empezado hablando de aquel maravilloso juramento que, en teoría, es la impronta que caracteriza a quienes comparten el oficio médico; mas, sucede, que el mismo ni siquiera identifica a muchos de ellos. El ejercicio de la medicina no es, para muchos de quienes la practican, aquel supuesto apostolado, ese celo preponderante por cuidar la salud y la vida de sus semejantes; para aquellos el dolor ajeno es solo un medio para obtener comodidad material, una forma ágil de hacerse ricos en corto tiempo. En casos así, ya no importa la curación, la mejoría o recuperación del paciente; lo que interesa y predomina es el honorario del facultativo, convertido ya en prioritario, abusivo y exagerado emolumento.

Hipócrates había sido un sabio griego que vivió en el llamado “Siglo de Pericles” (quinientos años antes de Cristo). Se dice que había aprendido el arte de la medicina de su padre y de su abuelo; muchos de los conocimientos relacionados con la sanación y diagnóstico se los debemos a sus investigaciones y metódicos experimentos. Pero su nombre ha quedado como referente para la posteridad por la invocación de aquel tan desinteresado juramento. Es una lástima que el mundo se haya materializado en forma tal que aquel espíritu noble, altruista y generoso haya dejado de manifestarse en buena parte de los actuales galenos.

Una noche de la pasada semana, siendo ya tarde y mientras conducía de bajada por la autopista, fui embestido desde atrás por un vehículo grande de uso privado, que transitando a exceso de velocidad se movilizaba sin haber encendido las luces nocturnas correspondientes. La dama que manejaba parecía operar bajo los efectos del alcohol (lo deduje debido al desplazamiento raudo y zigzagueante que caracterizaba a aquel deambular). Se me ocurrió lo tranquilo y ordenado, armónico y seguro que sería el tránsito motorizado, si nosotros, todos los que de uno u otro modo participamos en esa forma demencial de caos organizado que es este tipo de “acuerdo social”, nos haríamos una ya necesaria promesa…

El juramento de Hipócrates y sus discípulos fue una promesa votiva que se efectuó en la antigüedad a Apolo, Hygia, Esculapio y Panacea (divinidades de la salud, los remedios y la vida) y a todos los demás dioses. El compromiso que insinúo sería un cotidiana forma de ofrecimiento que los conductores deberíamos hacer cada día, al salir de nuestras casas, en ofrenda a la armonía y al bienestar ajeno; un juramento de cuidar por la tranquilidad y la vida de nuestros semejantes, de los demás conductores, de todos los otros hombres.

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11 abril 2018

¿Importan las horas de los pilotos? *

* Escrito por Erika Amstrong en el 2015. Con mi traducción y edición.

La tormenta en Minnesota hacía contraste con el cielo de Cancún que habíamos dejado atrás. Como yo había volado la primera pierna, le tocaba al copiloto llevar el avión de regreso. El pronóstico indicaba que el tiempo estaba justo sobre mínimos, pero que el frenado seguía bueno. Algunos habían abortado el aterrizaje, así que sabíamos que tendríamos un desafío. Para colmo, había un viento cruzado con ráfagas que iba a probar nuestra destreza. Como se trataba de un vuelo largo para un Boeing 727, no teníamos tampoco mucha reserva.

Mientras nos daban vectores en la aproximación, me volteé hacia mi copiloto y le averigüé si se sentía bien para llevar la aproximación. Quería estar seguro de que se sentía cómodo para enfrentar los retos que vendrían más tarde, y que estaba concentrado, en caso de que nos volviéramos arriba. Tenía una mirada seria en su rostro, pero cuando le pregunté si se sentía bien para el aterrizaje, se regresó y me dijo: “Sí, me parece fantástico, nunca he volado hasta mínimos en la vida real...” Mi primera reacción fue de incredulidad; fue cuando quise decir “Yo tengo” y hacerme cargo, pero los copilotos son los futuros comandantes y, en vista de que habíamos volado juntos por casi un mes, sabía que este piloto tenía buenas dotes de aviador.

Parte del trabajo del capitán es ayudar a los pilotos a acumular experiencia. Él llevaba una aproximación bien estabilizada, llevaba la actitud y la potencia en perfecto orden, así que continuamos el descenso - solo que yo puse un poco más de cuidado. Hizo una maniobra bien conducida y salimos visual justo a los mínimos, con la velocidad en su punto, en la correcta senda de planeo, y logró un buen aterrizaje. “Lo hiciste muy bien. ¡Buen trabajo!” Le dije. Me regresó a ver con su cara sonrosada y dijo: ¡Qué maravilla!. Sí, lo fue. No importó que fuera su primera aproximación hasta mínimos. Ya tenía los atributos profesionales para hacerlo hace mil horas. Simplemente no había tenido todavía la oportunidad.

Cuando íbamos llegando a la puerta, me di vuelta y le pregunté: “OK, cómo es que tienes un par de miles de horas, eres primer oficial en una aerolínea y nunca has realizado una aproximación real hasta los mínimos (todas habían sido simuladas)”. “Bueno, crecí en California. Siempre volé en esa parte de los EEUU, así que nunca tuve el chance, especialmente en la nieve...” Siempre ha habido, y siempre habrá, debate acerca del número mágico de horas que se requieren para ciertos tipos de vuelo y de habilitación. En el centro está la cuestión de ¿cómo relacionar la habilidad con el número de horas en la bitácora? La respuesta es: no hace falta. Solo porque uno tiene 1500 horas en el libro, no significa que uno ya es de golpe un gran piloto. Hay tantas variables en cuanto al carácter, habilidad y experiencia, como personas existen. Sin embargo, la línea se ha tenido que poner en algún lugar y está ahí por una razón y motivo.

La industria de la aviación aprende de su experiencia y de sus tragedias. Hay cierta expectativa que mientras se acumulan esas horas, antes de alcanzar la meta, el piloto estará expuesto a una variedad de experiencias creando las bases para sus destrezas profesionales, pero siempre habrá algo que todavía no lo ha hecho. Sentarse en un simulador dinámico no es lo mismo que enfrentar la realidad. Tampoco lo es mirar cómo el piloto automático hace todo el trabajo; aun así las horas voladas cuentan igual. Hay muchos pilotos de vuelos internacionales, por ejemplo, que no hacen mucho tiempo a los controles, pero esto se balancea con una enorme base de datos llena de conocimientos, entrenamiento y experiencias. Es un balance constante.

Si uno tiene pocas horas, el balance implica inexperiencia. Mientras más se vuela, y se anota más experiencias en la bitácora, mejor balanceado es el perfil del piloto. Si un piloto es contratado por una aerolínea con pocas horas, y gasta la mayoría del tiempo en simuladores, o en ruta con el piloto automático conectado, no hay oportunidad para alcanzar ese balance. No significa que esos no sean buenos pilotos, es solo que no tienen la variedad de experiencias para apoyarse en caso de que una situación inusual pudiera presentarse.

La tragedia de Germanwings fue algo anormal, pero reveló que el copiloto había sido primariamente un piloto de planeador, antes de ser seleccionado por Lufthansa en septiembre de 2013. Trece meses luego de haber sido contratado, tenía solo 630 horas al momento del accidente. Esto despertó una discusión, en el sentido de cómo pudo estar ese piloto en ese asiento, cuando los pilotos en los EEUU no pueden conseguir un trabajo en las aerolíneas mayores antes de alcanzar al menos 1500 horas de vuelo - y muchos tienen miles más que eso. ¿Podían esas horas haber hecho la diferencia? No. No hubiesen importado las horas que tenía, si su intención era matar a todo un avión repleto de gente. Pero, si este copiloto hubiera seguido el mismo proceso que siguen los pilotos americanos, hubiera sido descartado del rebaño de los pilotos mucho antes de estar en control de 150 vidas. El punto es que con esas horas, no hubiese estado a los controles de un avión de transporte de aerolínea, sea que lo merezca o no, haya sido o no un excelente piloto. Ahí, eso nunca hubiera pasado.

Los pilotos americanos, en su mayoría, han aplicado y se han entrevistado para una variedad de puestos, antes de siquiera imaginarse en aplicar para las líneas aéreas comerciales. Deben estar mentalmente fuertes y tener una profunda pasión, y estar enfocados, para conseguir esos trabajos. Este proceso ayuda a preparar buenos aviadores a través de aprender a volar en diferentes y desafiantes condiciones, presentándose a distintas entrevistas, y estando expuestos a diferentes ambientes operacionales. Esto no quiere decir que los pilotos extranjeros estén peor o menos preparados; pero, ser contratados por una aerolínea sin tener buenas habilidades profesionales básicas, no les da a estos pilotos la experiencia para sacar provecho de aquello.

La mayoría de los pilotos americanos empiezan desde abajo y luego suben en el escalafón. Hacen vuelos de instrucción, en fuerzas armadas, vuelos charter, corporativos, ambulancia aérea, arrastrando propaganda, fumigación, remolque de planeadores, etc. Uno debe querer realmente hacerse piloto para llegar arriba, a pesar del largo e intenso proceso. Ese primer oficial que nunca había volado hasta los mínimos había sido piloto de vuelos charter. Había conseguido muy buenas destrezas con su experiencia. No importaba que esa había sido su primera aproximación en la vida real, su base de experiencia le aseguró que pudiera hacer un buen trabajo - sin importar que esta primera oportunidad “real” sucediera con 173 pasajeros a bordo. Sus horas no querían decir que no tuviera experiencia del todo, solo significaban que tenía una buena fuente para poder aprovechar mejor su vuelo. Su bitácora estaba balanceada.

Conozco pilotos militares que no tienen muchas horas, pero esas horas son intensas y respaldadas por cursos de tierra que aseguran que estos pilotos son los mejores de su clase. Sus horas no son como las de todos los demás, pero cuentan al igual que las otras en una bitácora. Si usted tiene la oportunidad de volar en jets más temprano en su carrera, recorrerá más millas, pero tendrá menos horas que alguien volando un multimotor de pistón. Así que, ¿quién es más competente? Siempre dependerá del individuo y la variedad de su experiencia.

Hay pilotos con solo unos cientos de horas que tienen más presencia y competencia que otros con miles de horas. Hay muchos ejemplos y variables; y ese es el punto. Así como no hay una relación entre horas de vuelo y destreza, debemos tener una referencia y un valor mínimo, teniendo en mente que aunque importan las horas, lo que cuenta es el tipo de experiencia que se supone que uno ha conseguido hasta que cumple con el mínimo de horas. Es parte de un proceso de selección, hasta refinar al individuo hacia el pico de su desempeño.

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08 abril 2018

De bubas y naufragios

“Toda historia, aunque no sea bien escrita, deleita”. Así comienza Francisco López de Gómara su “Historia General de las Indias”. Toda historia, completaría o revisaría yo, resulta apasionante cuando está bien contada o bien escrita, aún en el improbable caso de que no fuese auténtica, y aun en el inaceptable de que, en todo o en parte, no fuera cierta. Qué, sino eso, fueron los cuentos que escuchamos alguna vez en nuestra infancia, historias falsas o deformadas que, por bien contadas, nos crearon la ilusión de que eran verdaderas, como si se compusiesen de episodios que de veras habrían sucedido en la vida real.

López (natural de Gómara, una localidad avecinada a Soria) fue probablemente el único de los llamados cronistas de Indias que escribió acerca de los primeros años de la conquista sin embargo de que nunca había estado en América. Él se esforzó, según su propio decir, y así lo expresa en el mensaje de advertencia a sus “leyentes” (lectores), en contar las cosas tal como habrían sucedido. Descuidando quizá que, esa pretendida objetividad, está siempre relacionada con la impresión que uno tiene cuando observa las cosas, deformándolas a través de la opinión o el prejuicio. Sabido es que es casi imposible mantenerse neutral.

López de Gómara había conocido personalmente a Hernán Cortés, luego de que él mismo tuvo una larga estadía en Italia; se sabe que estableció una profunda amistad con el controvertido conquistador y se convirtió en su secretario y capellán. Imposible que al estructurar su crónica americana no hubiese estado influido por su admiración por el extremeño, o con el afán de validar su propia versión. Improbable, también, que no hubiese distorsionado algunos de los episodios que relató, influenciado como estaba por la simpatía.

La cosmovisión del fraile contrastó con “la otra historia”, la presentada más tarde como “verdadera”, la narrada por Bernal Díaz del Castillo, con su impresión de lo que habría sido la conquista española de México, conocido entonces como Nueva España. Resulta fascinante leer a Gómara y no caer en cuenta del uso de una serie de expresiones y términos que se usaban con similar sentido hace cinco siglos, algunos de los cuales todavía usaron nuestros abuelos y quedaron en la lengua coloquial como un rezago del habla de provincia.

Así descubro el uso del adjetivo “tiriciado”, por ejemplo, que en nuestra infancia escuchamos alguna vez a nuestros mayores con el sentido de enclenque, contrahecho o escuálido. Como cuando se tildaba a una chica enjuta de “flaca tiriciada”, descuidando la raíz etimológica y la intención del uso original de la palabra, que habría sido la descripción de una persona como afectada por la tericia, condición de apariencia amarillenta, o afectada por ictericia (nótese aquí la deformación semántica).

Según el cronista, Cristóbal Colón, el almirante de la Mar Océano y descubridor de lo que llamamos América, habría conocido de la existencia del Nuevo Mundo mucho antes de la epopeya de Guanahaní, la isla avistada por Rodrigo de Triana aquella madrugada de octubre de 1492. Sugiere el fraile que Colón (“hombre de buena estatura y membrudo, cariluengo, bermejoso, pecoso y enojadizo”) habría atendido los estertores de ciertos marineros moribundos, desafortunados sobrevivientes de una carabela que habría llegado hasta el nuevo continente, y que habrían naufragado cerca de Madeira, poco antes de concluir su ansiado viaje de regreso, debido a los trágicos estragos de una devastadora tormenta.

López de Gómara nos describe también los perniciosos efectos de las llamadas “bubas”, ampollas o inflamaciones linfáticas inguinales ocasionadas por la relación carnal con las mujeres aborígenes. Esos síntomas estarían relacionados con lo que más tarde se dio por llamar “mal napolitano” o “mal francés”, e incluso, y aun con mayor razón, como “sarna española”... eufemismos, todos, para designar a una enfermedad que desde siempre se relacionó con la promiscuidad y la degeneración erótica: la temida y abominable sífilis.

También relata el clérigo el efecto aniquilador que tuvo en los indígenas un mal para el que no estuvieron genéticamente preparados: la viruela, que según los cálculos del cronista: de “quince veces cien mil y más personas”, solo quedaron quinientas... Su historia describe el encuentro entre dos diferentes cosmovisiones y el choque entre dos disímiles culturas. La historia que le correspondió narrar al fraile, es en parte la relación de dicho encuentro, el mismo que por siempre significó más bien un mal disimulado desencuentro. Pero, eso mismo es el mestizaje, un inmemorial e interminable proceso, camino intermedio entre la invasión y la sumisión, entre la dominación y la transigencia, entre la admonición y la sorpresa.

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05 abril 2018

Un toque de genialidad *

* Por Nick Miller para ESPN. Con mi traducción y edición.

No se trataba solo de unos pocos hinchas descontentos del Juventus que se habían parado. A veces, cuando los hinchas del equipo opuesto aplauden ruidosamente a un oponente, puede tratarse de una forma de protesta contra su equipo por bajo rendimiento; no tanto celebrando al genio, pero demandando porqué uno de los propios jugadores no puede hacer lo mismo. Pero no está vez. Ahora, todos se habían levantado. A lo ancho del Allianz Stadium, los hinchas de la Juve se habían puesto de pie y aplaudido, muchos por al menos un minuto. Fue como si no tuviesen otra opción y se les obligara contra su voluntad a reconocer lo que acababan de ver.

No era un aplauso distraído ni gentil. Era uno potente, golpeando fuerte con las manos, era un palmoteo entusiasta. Era difícil saber si gritaban “bravo” o era que pedían más, pero uno no podía sorprenderse. Tan majestuoso fue lo que Cristiano Ronaldo hizo en el minuto 64 del triunfo del Madrid sobre la Juve, en el partido de cuartos de final del martes por la Champions League.

Empecemos por el proceso mental. El pase cruzado de Dani Carvajal desde la derecha estuvo bien calculado y apuntaba a Lucas Vásquez en el otro lado del arco. El reemplazante podía, presumiblemente, tratar de acolchonar hacia abajo un cabezazo para acomodar un chance de tiro al arco para un compañero. Era la jugada más probable, la movida sensible. Era lo que la mayoría de los humanos haríamos.

Pero, qué es más aburrido que ser sensible? Ronaldo a menudo ha enseñado qué hay algo en su cabeza que funciona diferente; esto, de manera curiosa, alimenta sus actos cuando desperdicia una oportunidad. Con una mueca, parece decir “Ese tiro sobre el travesaño no fue mi culpa. Cómo podría ser mi culpa? Si soy Cristiano Ronaldo”. Es una forma de alta confianza mezclada con un sentido de negación total. Cuando uno opera a ese nivel, y bajo ese escrutinio, debe haber un sentido de irrealidad: si uno piensa que las fallas no son su culpa, el siguiente chance es más fácil de anotar. Por lo tanto, uno mantiene la confianza en lograr lo que parece imposible; incluso, habiendo procesado toda la información disponible en una fracción de segundo, uno sigue intentando lo menos probable porque sabe que quizá pudiera hacerlo.

Mire las fotos y verá un hombre de 33 años -treinta y tres- colgado, horizontalmente en el aire. Incluso antes de girar su zapato, alcanza algo con lo que muchos atletas en el mundo soñarían. La altura clasificatoria para el salto alto de varones en los Juegos Olímpicos de 2016 fue de 2.29 metros; Ronaldo no estuvo lejos, pues básicamente lo consiguió antes de patear la pelota. Pero eso fue meramente el preludio. Habiendo conseguido esa postura, su pierna derecha giró violentamente en el aire lluvioso, adelante de la izquierda, sobre su cabeza y hacia el punto de intersección con la bola. Entonces vino el cálculo preciso, de fracción de segundo para asegurarse que el contacto fuera perfecto. La próxima vez que alguien pregunte por qué la gente usa la palabra “genio” para describir a ciertos futbolistas, este puede ser el mejor ejemplo.

Dibuje usted un diagrama de Venn de aquellos que pudieron pensar en intentarlo y de aquellos otros, suficientemente buenos para salirse con la suya, y en el medio usted se va a encontrar con Ronaldo. Ese gol fue una mezcla imposible de atletismo y audacia, del tipo de guion de una mala película deportiva ante la cual todos negamos con la cabeza. Nunca sucede. No es posible. Nadie podría hacerlo en la vida real.

Uno puede juzgar cuán bueno es un gol por la reacción de los otros jugadores. Cuando el cohete de Ronaldo se dio contra la red, el arquero de la Juve, Gigi Buffon, se quedó plantado en el piso, con los hombros caídos, comprendiendo de pronto que uno de los más grandes goles de la Champions League había terminado con su magnífica carrera (había dicho que se retiraría si la Juve no ganaba el trofeo). En otra parte, Isco, compañero de Ronaldo, se llevaba las manos a la cabeza. Andrea Barzagli, que al igual que Buffon había ganado la Copa del Mundo, solamente abrió los brazos, como diciendo: “Bueno, que puede uno hacer ante eso?”

El gol fue tan bueno que Zinedine Zidane se frotó la cabeza con gesto incrédulo, imitando una versión parecida a la reacción de Bobby Robson ante el gol del tocayo brasileño de Ronaldo, en el partido del Barcelona frente al Compostela, hace algunos años. Imagine a Zinedine Zidane preguntándose: “Cómo hizo eso?”. Ahora tú sabes cómo el resto de nosotros se sentía, Zizou! En cuanto al hombre mismo, bueno... Ronaldo reaccionó como muchos se hubieran esperado. Al principio como un pavo real -un Mick Jagger con músculos más grandes-, con un dedo se golpeaba el pecho, mientras insistía a sus fanáticos que él era en realidad el Número Uno.

Ronaldo ha recibido merecidas alabanzas por su reinvención como cazador de goles en la última parte de su carrera, pero aquí hubo un aviso de que él seguía siendo capaz de producir algo extraordinario. Cuando se dio cuenta que los hinchas así lo habían entendido, se paró de pronto, entonces hubo humildad en sus gestos, mientras juntaba sus manos y se paraba, haciendo la venia, cual si fuera un pianista en un concierto a quien le inundaban de rosas en La Escala. En el 2003 los hinchas del Manchester United se pusieron de pie cuando el “otro” Ronaldo, jugando para el Real Madrid, anotó un magnífico trío de goles en Old Trafford. Quince años más tarde, fue Cristiano Ronaldo el que se ganó el aplauso de los fanáticos contrarios, que supieron reconocer que habían presenciado varios segundos del fútbol más extraordinario que ellos, ustedes, yo, y todos los demás, serán capaces de presenciar en toda su vida.

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