02 julio 2024

De Patmos al más allá

A veces siento que hay temas que deberían revisarse, de entre las creencias que mantiene la Iglesia; hay materias cuyo exiguo tratamiento nos produce no solo desilusión sino franca inconformidad. Asuntos como mantener la creencia de que existe un lugar abrigado al que llamamos infierno; o el forzado celibato de los clérigos, son aspectos que no coinciden con la elevada idea con la que quisiéramos identificar a nuestra religión de la bondad. El celibato es contrario a la naturaleza, expone a irregularidades, desestimula las vocaciones y restringe al clero, tanto para una probable paternidad como para el compromiso familiar.

Nada tan incoherente como auspiciar la confusa alegoría del Apocalipsis, extraña iconografía que luce más como un cúmulo de nociones paganas que como una manifestación de la revelación divina. Ese extravagante documento no solo que parece expresar las obsesiones de un iluminado, sino que no justifica su inclusión canónica ni representa el sentir auténtico del espíritu cristiano. Toda esa solemnidad portentosa de luchas, destrucciones y cataclismos, solo alimenta la superstición más descarnada y no aporta, por todo el pavor que provoca, una devoción sincera, basada en el temor de Dios, el sentido moral y el amor al prójimo.

 

Es probable que el texto responda a su comprensible contexto histórico. Así, solo reflejaría las desnortadas concepciones o los excesivos temores de su tiempo. Esa fue una etapa germinal para una nueva religión que surgió como una derivación del credo hebreo, circunstancia de la que habría de distanciarse para alcanzar una más efectiva difusión. Fueron días laboriosos para una religión acosada y perseguida; sus miembros ya profesaban una fe pero todavía no habían estructurado su precaria organización como naciente iglesia, y tampoco habían definido los fundamentos doctrinarios en que debían basar su filosofía.

 

También fueron años de sectas y herejías; surgió una gran variedad de creencias relacionadas con el fin del mundo, así como la posibilidad de un “juicio final” y la amenaza de inminentes cataclismos. Conceptos como la parusía (la creencia en una segunda venida del Mesías) o el milenarismo, que consistía en la convicción de una renovada y prolongada presencia de Cristo en la tierra (que vendría a reinar por un período de mil años), no solo que habrían alimentado la rica imaginación de un anciano exilado en Patmos, sino que habrían incentivado, con tan peculiar iconografía, la promoción de un ya secular y propagado mito.

 

El Apocalipsis contiene una temática demasiado alambicada como para que sirva de patrocinio a una exégesis o interpretación literal, no se diga para que sea convertido –a cuenta de su rica simbología– en válido respaldo para afianzar la doctrina católica. El texto incorpora un mito que pudo ayudar a promover la nueva religión: la existencia del paraíso o la de un recinto subterráneo que aviva el fuego del infierno. Pero, tan simplona como insulsa dicotomía, la del premio y el castigo, no satisface el mínimo sustento filosófico y espiritual que quisieran encontrar los estamentos más cultos o mejor preparados de la Iglesia católica.

 

No se tiene muy claro quién mismo fue Juan de Patmos (el Apokaleta), supuesto autor de un texto al que se le atribuye estar basado en la inspiración divina. Se sabe que estuvo desterrado por orden de Domiciano hacia finales del siglo I y que su exilio ocurrió en esa isla ubicada frente a las costas de Anatolia. No hay total seguridad de que se trate del “discípulo amado” (un hermano menor de Santiago de Zebedeo), quien fuera otro de los discípulos de Jesús (a quienes luego se los llamó “los doce apóstoles”); Juan es a quien el Señor habría encargado el cuidado de su madre, la Virgen María. Pero también hay quienes lo confunden con otro Juan, uno de los cuatro evangelistas; pero aquél debe tratarse de un personaje distinto, pues el evangelio de Juan es como un compendio de los anteriores, se publicó tan tarde como en el año 175…

 

Juan de Patmos jamás se identificó como un apóstol (un enviado) ni como un evangelista (el portador de la buena nueva). Su texto tiene un carácter escatológico (no con el sentido de pornográfico o sucio sino como relacionado con las creencias en el más allá, en el fin de los tiempos)… El libro escrito por este esforzado idealista o visionario, y como quiera que lo queramos llamar, anunciaba la inminencia de un juicio signado por inenarrables castigos: un convulso y espeluznante escenario atiborrado de prodigiosos cataclismos… Juan resultó todo un acertijo; y quién sabe si fue para cumplir con los requisitos del canon, y haya sido o no con intención, pero se lo terminó convirtiendo en “tres personas distintas en un solo santo verdadero”…


Share/Bookmark