No existe mayor privilegio para el aviador, que poder observar el Universo desde la cabina de mando. No solo que incrédulo disfruta contemplando tan vasta inmensidad, sino que aquella se convierte en oportunidad para indagar la posición de los planetas o reconocer las constelaciones. Disfrutar de la tarea indagatoria de identificar a Orión, o ubicar en ella a Rigel o Betelgeuse, reconocer el cinturón del Cazador (las tres Marías), es sorprenderse ante la aparente quietud, esplendor y armonía del cielo, aquel tan enigmático espacio cósmico…
“Cielo” es palabra de controvertida etimología: para unos significa vacío o concavidad (vendría de la voz latina caelum); para otros provendría del verbo caedere (cortar, cincelar, seccionar) en alusión al corte de las esferas celestiales en las que creían los augures. La voz significa un doble concepto en idiomas del romance: bóveda celeste y morada de los dioses –esa asombrosa entelequia en la que creen los hombres–. Es curioso, pero en los idiomas germanos se utilizan vocablos distintos para las dos nociones (un ejemplo: sky y heaven).
En la antigüedad los hombres estaban convencidos no solo de que el Sol, la Luna y los planetas giraban alrededor de la Tierra, sino eventualmente de que esta era el centro del Universo. Los hombres veían a las estrellas como fijas en el espacio y era su persuasión la de que los cuerpos móviles giraban alrededor de la Tierra, esto se llamó sistema geocéntrico. Aristóteles, el mayor de los sabios (384 a.C. - 322 a.C.), que había sido maestro de Alejandro Magno, era defensor de esa creencia, y estaba persuadido de que el espacio estaba constituido por círculos perfectos. Pero… algo parecía no calzar con tal opinión y era que Venus y Marte tenían un desplazamiento errático y errante; a veces iban para adelante y otras para atrás…
Fue Heráclides de Ponto (385 a.C. - 322 a.C.) un discípulo de Aristóteles y Demócrito, quien prefiguró un sistema intermedio: Marte y Venus giraban alrededor del Sol, pero este giraba alrededor de la Tierra. Casi un siglo más tarde, haría su aparición Aristarco de Samos (310 a.C. – 230 a.C.) quien, contra toda “obvia” creencia y a riesgo de que se lo acuse de impiedad, sustentó la idea de que era realmente la Tierra la que giraba alrededor del Sol; él fue el primer defensor del sistema heliocéntrico y sostuvo que así debía ser pues “el Sol era mucho más grande”. Calculó que el Sol estaba 20 veces más lejos que la Luna (pero está realmente a unas 400 veces).
Los romanos, mientras tanto, conocían que había siete objetos más brillantes y conspicuos en el cielo: el Sol, la Luna, y los cinco planetas conocidos; les pusieron los nombres de sus dioses principales. Júpiter, el más grande, fue conocido por el nombre del dios más importante. Siglos más tarde, Claudio Ptolomeo (100 d.C. – 170 d.C.); un griego que vivió en Alejandría, escribió un libro llamado Almagesta, con el que trató de explicar la aparente retrogradación de los planetas y se proclamó firme defensor del sistema geocéntrico. El suyo era un forzado modelo geométrico que procuraba explicar el movimiento de los cuerpos celestes.
La Iglesia Católica también tuvo algo que decir. En base a unos versículos dispersos en la Biblia, trató de sustentar la creencia de que era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra. Ese parecía haber sido el designio divino; lo sustentaban algunos pasajes del sagrado documento (Josué 10:12-13, Salmos 19:5-6 y Eclesiastés 1:4-8). Habrían de pasar algo más de 16 siglos para que la iglesia aceptara el veredicto científico (1822). En el transcurso, sabios como Galileo Galilei y Giordano Bruno respaldaron el sistema heliocéntrico y hasta arriesgaron sus vidas.
Sería Nicolás Copérnico, en 1543, quien finalmente postularía que son los planetas los que giran alrededor del Sol; y fue Johannes Kepler (1571-1630), con apoyo en observaciones hechas por Tycho Brahe, quien daría –con sus tres leyes fundamentales– la explicación definitiva. Pero sería William Herschel (1738-1822), quien descubriría Urano por accidente; y que el Sol no es el centro del Universo. Urano fue el primer planeta descubierto desde la antigüedad. Herschel dio también su aporte a la ciencia forense al reconocer la huella digital.
Urano (conocido como Uranus en latín), hace
referencia al dios de los cielos en la antigua Grecia, Caelus en la mitología romana. Caelus (Cielo) es el padre del Cronos
griego (el Saturno romano); abuelo del Zeus griego (el Júpiter romano); y
bisabuelo del Ares griego (Marte para los romanos). En cuanto a
Neptuno, el octavo y oscuro planeta, fue descubierto en 1846; el suyo es el
nombre romano de Poseidón, el dios griego de los mares. Plutón, hoy es solo uno de los cinco planetas enanos reconocidos en nuestro sistema, junto a Ceres, Haumea, Makemake y Eris.

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