05 julio 2024

La arrogancia del simplismo

Hay situaciones que provocan repulsión (tirria habría dicho, con castiza propiedad, mi recordada abuela). Sucede en ocasiones, cuando un impertinente –carente de razón–, se empeña en alegar que estamos equivocados; y, lo que es peor (y provoca mayor inquina), es que lo hace en forma descomedida, olvidando que es huésped en nuestra propia casa… Algo así me he sentido al revisar una entrevista que recoge la reflexión de una catedrática universitaria, quien compara la importancia que pudiéramos reconocer a Lucila Godoy (Gabriela Mistral) con la trascendencia que tiene el mismísimo libertador Simón Bolívar.

“Mistral es para América Latina tan importante como Bolívar, Martí o Mariátegui”, ha dicho Elizabeth Horan al referirse a la escritora galardonada en 1945 con el premio Nobel de literatura. La declaración es de tal irreverencia, y tan profana, que ni siquiera merece que indaguemos sus eventuales argumentos. Tamaño despropósito solo puede emitirlo quien no conoce la Historia; dichas comparaciones, ya que en ello estamos, ni siquiera otorgan sustento para considerar a los otros dos insignes personajes. La señora Horan puede decir esa y muchas otras cosas, pero o no sabe quién fue Bolívar o no sabe de qué está hablando.

 

Escuché por primera vez de José Martí a mi profesor de colegio, Luis Campos Martínez. Y, más tarde, mientras asistía a un breve curso en Caracas, en el verano del 68, volví a escuchar su nombre. Entonces hablaban del “mártir de la independencia y la revolución cubana”; pero, claro, se referían a las luchas de los patriotas cubanos con el Imperio español (1895-1898) y no habría que confundir esas escaramuzas con la revolución castrista… Martí fue un joven ideólogo; había estado exilado desde 1879 y murió a poco de volver a la isla en una torpe emboscada. Eran los meses iniciales de la contienda (solo tenía 42 años).

 

De Carlos Mariátegui (1894-1930) sé incluso algo menos: fue un prolífico escritor, y también murió joven (35 años): lo conocían como “el amauta” (maestro o sabio, en quechua). Había nacido en el sur del Perú y lo habrían dizque “becado” a Europa para quizá no tenerlo cerca... Estudió el marxismo y sus errores que, según él, conducen al fascismo. Se lo considera “el pensador marxista más original de América Latina”. Su ideario subraya el influjo del gamonal y el abuso de los recursos naturales (guano y salitre). Escribió “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, obra de referencia para la izquierda latinoamericana.

 

En cuanto a la poetisa chilena, Mistral (1889-1957) fue maestra y diplomática. De raigambre humilde, su mérito, según Horan, fue identificarse como mestiza… Aunque, como ella misma reconoce: “apenas se refiere a su identidad racial”… “lo hace, pero en lengua cifrada y metafórica, del mismo modo en que se refiere a su masculinidad femenina” (¿vergüenza?). Si de veras lo hizo (o apenas), tampoco representa nada especial (todos mismo somos mestizos); mérito habría sido declarar su identidad con un pueblo originario, o escoger un nombre autóctono como seudónimo, pero prefirió decantarse por uno italiano (el del vate Gabriele D’Annunzio, un aristócrata) y, además, por un apellido francés (el de su admirado Federico Mistral)…

 

Fuera lo que fuere, Mistral fue un personaje fascinante. Y no es que –ya mirado con la mentalidad de nuestros días– eso de tener una preferencia distinta esté mal o sea criticable. Aquello nadie juzga, y en ello es mejor no meterse... cada cual es cada cual. Pero lo que si crea un poquito de confusión (o no se entiende) es cómo es que aquello de defender una opción atípica, pueda ser considerado como una bandera de lucha del feminismo. Suena, si no absurdo, al menos contradictorio y carente de sindéresis.

 

Hoy existe un simplismo dualista en el mundo moderno: es el prurito de ciertos sectores de convertir en icono todo aquello que les conviene. Eso de defender a las minorías es exclusividad de la izquierda; no importa si se trata de etnias ancestrales, del abuso de la mujer o del propio feminismo. Lucila Godoy no tenía una preferencia sexual binaria; aquello no solo es hoy conocido sino que ha sido debidamente documentado (y no es parte del debate). Sus propios poemas constituyen testimonio de sus relaciones con varias de sus secretarias, quienes no solo compartieron su vida, sino como su nombre lo indica, también sus “secretos”.

 

Es entendible que, para quienes han auspiciado la entrevista, la literatura pueda ser tanto o más importante que ese sentimiento único que es el que expresamos cuando hablamos de nuestra Independencia (así con mayúscula); y que es similar a otro muy español, uno que los peninsulares conocen como Reconquista…


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