Estoy en Guayaquil (sé
que, más bien, debería decir ‘en Samborondón’ o, incluso, ‘en la isla Mocolí’ (tan
diferentes parecen estos sectores comparados con gran parte de esta
bullente e industriosa urbe). Es la hora del crepúsculo; salgo al balcón de un
séptimo piso y observo, hacia el lado de levante, el privilegiado paisaje que brinda el
pródigo Babahoyo. Estoy enfrente del más postrero meandro que tiene el río,
poco antes de que recoja las aguas del Daule y pase a llamarse Guayas. Admiro
este espejo de agua perfecto que reproduce los últimos fulgores del cielo; cirros
y altoestratos difuminan el rutilante resplandor que surge del agua, mientras
atrás el inquieto Sol, en su cotidiano e incesante periplo, ya transige en sus
dóciles empeños.
Hay un vaivén engañoso que propone la corriente: son las ramas y más residuos que el río, siempre travieso y obcecado, ha ido empujando en su impetuoso recorrido: parecen sargazos que se rinden al brío victorioso de la marea. Comparo el gratuito panorama con los primeros asentamientos que tuvo la urbe, esos tercos intentos de fundación que ensayaron los europeos para eregir esta altiva y corajuda ciudad, la siempre aguerrida Guayaquil.
Cae la noche y regreso a mirar hacia mi izquierda; observo las luminarias de Ciudad Celeste y El cortijo, recorro con la mirada esa soberbia perspectiva. Continúo mi asombrada trayectoria, siguiendo el sentido del reloj; intuyo que ahí –escondidos detrás del penúltimo recodo–, se asientan Yaguachi y Milagro. No muy lejos, aunque bastante más al sur, sorprende otro nuevo y luminoso reflejo: es la populosa Durán… Se me hace imposible no recordar mis primeros viajes a Guayaquil en compañía de mi padre, llegando a la especular ribera del Guayas antes del amanecer. Era así como concluía aquel insufrible periplo, en una lenta gabarra que silenciosa cruzaba la ría; antes, mucho antes, de que la necesidad de integrarnos idearía la construcción de un puente que llamarían “de la Unidad Nacional”.
Pero, hay algo que interrumpe mi inesperada evaluación; y es que de repente, y de rato en rato, un ligero avioncito va haciendo su metódica aproximación al aeropuerto que conocí como Simón Bolívar, hoy rebautizado para rendir homenaje al apelativo de un patriota, presidente y poeta, recordado por sus proclamas independentistas, en un tiempo en que para los porteños no estaba muy claro que resultaría más pertinente, si depender de Quito (y de la Gran Colombia), ser autonómicos, o ser puerta de entrada al próspero y consentido Virreinato de Lima…
En medio de aquel escrutinio, sobresale hacia oriente un generoso espacio: es plano como una llanura costanera y lo he soslayado con intención… Parece una enorme y bien provista estancia (más tarde, el eco de una música alegre –emitida por parlantes de ignota ubicación– anunciará, con rítmica percusión, su intempestiva convocatoria a una festiva como súbita celebración: es el crepúsculo vespertino del 2 de mayo, primer día del feriado). El lugar se me antoja como el más adecuado e idóneo para ubicar y construir el nuevo aeropuerto internacional.
Es una repentina percepción. Por cincuenta años he escuchado innumerables planes, contradictorios y postergados, relacionados con la construcción del ansiado nuevo aeropuerto guayaquileño: primero, Chongón (tal vez descartado por su ubicación, muy cerca del Cerro Azul); luego, Daular (considerado probable alternativa, a pesar de su distancia con la ciudad). Este otro sector (lo llamaré, por ahora, ‘Ribera de Durán’) estaría más cerca y mejor ubicado (avecinado al lecho fluvial), se implantaría en un lugar totalmente plano, sin cerros u obstrucciones en su entorno, e incorporaría una serie impensada de ventajas que pudieran serle consecuentes.
Esta opción pudiera constituirse en una interesante alternativa para el propósito; satisfaría el concepto de convertir Guayaquil en aeropuerto regional (integrando no solo al Austro sino, eventualmente, al norte del Perú). Quizá, dado el incremento estimado de tráfico, pudiera requerir de un nuevo puente para cruzar el río (o un túnel; ¿por qué no?); aunque, temporalmente, el inicio de la vía a Yaguachi bien pudiera convertirse en corta y ágil autopista.
Reflexiono en el probable motivo que pudo haber para que no se considerara válido al sector oriental del río; y me resulta inevitable reconocer que quizá se debió a la ubicación de la Base de Taura. Esto, sin embargo, no constituiría tampoco un impedimento: sería cuestión de optimizar el cuadrante hoy restringido para la navegación aérea: solo haría falta rediseñar nuevos procedimientos para las maniobras de llegada y salida. Esta elección hasta permitiría reservar el actual aeropuerto para uso de la aviación general (avionetas y aviones ejecutivos).

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