27 septiembre 2024

La anarquía perfecta

Una buena mañana esos misteriosos trazos asomaron pintados en la calzada; si un escolar los hubiese advertido, tal vez hubiera imaginado que un hacedor intempestivo habría pergeñado esos rectangulares dibujos con un lúdico propósito. Las marcas de pintura (a más de números y letras), que alguien había dibujado, tal vez habrían dado un indicio a los más apercibidos. Además, aquellos eran demasiados rastros como para que fueran solo unas incipientes rayuelas; no cabía duda: aquellos estigmas, cual tatuajes en el pavimento, eran señales que indicaban áreas que debían ser atendidas por los encargados de un aleatorio trabajo de bacheo.

Pero lo que nadie hubiese vaticinado, y menos previsto, era que los responsables hubieran ejecutado esos trabajos en forma tan caótica y desordenada, sin al menos anticipar con oportunidad a los usuarios y –sobre todo– a los afectados (residentes y vecinos). Sin ni siquiera prever, o por lo menos sugerir, rutas o vías alternas; sin considerar un cambio en los flujos de tránsito o en la semaforización en las esquinas respectivas… No, tampoco a nadie se le habría ocurrido solicitar apoyo policial o dotar de personal –asignado en forma ad-hoc–, para ordenar y conducir la inusitada congestión que obviamente iba a producirse. No, y menos aún pensar en coordinar con los propios vecinos, para recurrir a su colaboración e idear probables soluciones y compromisos…

 

Es lo que ha venido ocurriendo por un par de semanas en un barrio aledaño al C. C. San Luis, ubicado al norte del río Pita. Este sector pertenece a la parroquia Alangasí y, por lo mismo, a la jurisdicción de la alcaldía de Quito, entidad que ha emprendido dichas obras al buen tun-tun, sin planificación, sin considerar las afectaciones y consecuencias; y, –ni qué decir– sin prever medidas de mitigación ni considerar alternativas. Ocioso es consultar –y menos demandar–, ¿por qué no se realizan estos trabajos en horas nocturnas?, ¿acaso para evitar el pago compensatorio al personal utilizado? Si es así, ¿por qué ello no se lo considera para el incremento en el costo respectivo? ¿O es que, “para evitar, o no asumir, responsabilidades”, se prefiere el caótico desorden a la comodidad de los contribuyentes?

 

Anarquía es una palabra de origen griego, que no siempre tuvo una connotación negativa, ni que siempre quiso decir desorden o conmoción; anarquía es también una doctrina política, una alternativa que propugna la supresión del Estado (o la reducción de su intervención) y del poder del gobierno en defensa de la libertad y el bienestar del individuo. Este pudiera ser un tipo de “anarquía buena”, una en la que pienso cuando quienes representan al Estado, en lugar de hacer nuestra vida más llevadera, más bien nos crean innecesarios problemas y no son eficientes a la hora de hacer las cosas como es debido. De este tipo de anarquismo (o espíritu ‘ácrata’) me enteré leyendo a un soberbio intelectual que fuera, él mismo, alcalde de Madrid en la segunda mitad del pasado siglo; me refiero a don Enrique Tierno Galván quien ostentó esa dignidad desde abril de 1979 hasta su fallecimiento (en funciones) en 1986.

 

Pienso en aquella fastidiosa realidad (el absurdo caos generado por obras mal coordinadas) mientras leo Desafíos a la Libertad, artículos escritos treinta años atrás por Mario Vargas Llosa para diferentes periódicos de Europa y América, y especialmente uno titulado La moral de los cínicos. En ese documento, Vargas resume una exposición efectuada (hace ya más de un siglo) por Max Weber, sociólogo e historiador alemán,  en la que analiza la dicotomía de dos clases de moral (no necesariamente antagónicas), una basada en la convicción y otra en la responsabilidad de la clase política, tema con el que el escritor peruano ensaya una explicación para la ausencia de liderazgo en nuestras sociedades (asunto tan en boga hoy en día) y para el subsecuente desencanto de la gente con el cinismo de los políticos; así como la ineptitud de estos para resolver los problemas a su cargo. “La razón no es la complejidad creciente, ni la inevitable burocratización del Estado –dice–, es la pérdida de nuestra confianza en ellos”…

 

Pero, no se me entienda mal. No se trata de reclamar por pura inconformidad, o de reclamar por reclamar. Y, si es por inconformidad, no es por las recurrentes molestias e incomodidades que simples trabajos públicos a veces nos ocasionan; se trata de la ausencia de sentido común, se trata del malestar que nos crea el que ciertos arreglos o “mejoras” se realicen sin considerar sus implicaciones y sin que se atienda a algo esencial: el cuidado por la mitigación, no solo de las inconveniencias sino de la inminente posibilidad de que se produzcan accidentes. Cuando la gente pierde la paciencia o se encuentra apresurada, se hace más temeraria y menos prolija; y –sobre todo– subestima el mayor riesgo que suele exacerbarse en el tránsito vehicular: la imprevista imprudencia ajena.


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