25 junio 2024

Egos y personalidades

Estuve viendo un programa deportivo en días pasados y escuché un par de conceptos –miren por dónde– que me parecieron muy interesantes. El programa consiste en un tipo de tertulia en la que se comentan y analizan asuntos que interesan a los aficionados del deporte; y, en vista de que su temática es netamente futbolera, se revisan los episodios y acontecimientos más destacados de esa disciplina. Le llaman al encuentro: “El chiringuito de jugones”.

 

El coloquio se transmite desde España y, como es lógico, solo participan periodistas españoles. Un chiringuito es en España un quiosco, una suerte de cabaña instalada en un espacio abierto, un lugar donde se expenden refrigerios y bebidas. Un ‘jugón’, de acuerdo con el diccionario, es una persona “que tiene especial habilidad o es muy diestra en el juego”. Desconozco si esos contertulios han sido previamente futbolistas, pero son –por lo que parece– gente con un sólido criterio, amplio conocimiento del balompié (equipos jugadores y torneos); a todo lo cual añaden evidente pasión y vivacidad en sus opiniones.

 

Pero hubo ahí, en una entrevista a un conocido y exitoso entrenador, algo que captó mi atención. Le preguntaron al invitado cómo gestionaba el ego que caracterizaba a sus famosos jugadores; individuos que, como se puede suponer, se saben reconocidos, son bien remunerados y se sienten imprescindibles, asunto que, en ocasiones, puede provocar la búsqueda de su propio lucimiento, en detrimento del desempeño del equipo. El entrevistado reconoció que no era lo mismo ego que personalidad; que el ego por sí mismo no era negativo (de hecho, todos lo tenemos), y que este es parte de la personalidad de todos los individuos. Declaró que no le importaban los egos inflados, en la medida en que estuvieran sustentados por una personalidad bien formada; y que el ego más bien podía ser beneficioso para el liderazgo del jugador y el éxito del conjunto; y que lo importante era que el jugador lo supiera controlar.

 

No soy un experto en psicología, no se diga en el comportamiento de personajes que pueden llegar a actuar cual auténticas “prima donnas”, como gente engreída, que –si ellos no tienen la madurez requerida para saber administrar su fama– pueden llegar a sentirse como el centro de atención de todo el mundo y convertirse en un elemento conflictivo… Pero, por lo mismo y justamente por mi carencia de un conocimiento especializado, nunca dejan de interesarme las cuestiones relacionadas con el tema. Me refiero a asuntos como: las diferencias entre ego y personalidad; a los distintos métodos o estrategias aplicadas para evitar que el ego se convierta en perjudicial para los objetivos grupales; y a cómo aprovechar en forma positiva el ego de ciertos jugadores para convertirlo en un liderazgo beneficioso para todo el equipo.

 

Y es que muchas veces el ego actúa como un escudo, como un mecanismo de protección que interviene para defendernos y validar nuestra autoestima; pero a veces puede también ejercer un impacto negativo y transformarse en una fuerza corrosiva y dominante. Así, el ego puede actuar como una máscara y convertirnos en personajes para que no mostremos lo que somos, sino solo lo que pretendemos ser, lo que queremos que los demás vean en nosotros... Entonces nos exhibimos como lo que quisiéramos ser, como lo que queremos ver en el espejo y hacemos que el ego se convierta en una falsa máscara social. “El ego –ha dicho el escritor Deepak Chopra– vive y se alimenta de nuestra dependencia en la aprobación ajena; el ego nos trata de controlar, pues busca y se ampara en el poder, porque se instala en el temor”…

 

De acuerdo con lo que he investigado, existen algunas sencillas fórmulas o estrategias para administrar en mejor forma nuestro ego y poderlo encauzar. Apunto unas pocas:

  • Aceptar nuestras debilidades y limitaciones, y no compararse constantemente con las demás personas (Aceptación);    
  • Prestar atención a nuestros sentimientos y emociones, y tratar de comprender sus respectivos acicates o motivaciones (Auto-reflexión);
  • Practicar la empatía con los demás (y con nosotros mismos), y comprender que todos tenemos nuestros propios problemas, luchas y desafíos (Empatía).
  • Cultivar una actitud de reconocimiento. Apreciar lo que hemos hecho con esfuerzo y lo que los demás tratan de hacer, sin estar obligados, por nosotros (Gratitud).
  • Mantener una actitud sin aspavientos, y no tomarnos muy en serio. Aprender a reírnos de nosotros mismos y a ser un poco más flexibles en nuestros puntos de vista (Humildad).



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23 junio 2024

Apelación a la grandeza *

  * Escrito por Fabián Corral B. – Publicado en El Universo el 20 de junio de 2024.

El Ecuador, pese a todos y contra todo, debe asumir que es grande. La grandeza, más que asunto territorial o dimensión económica, es un signo moral, una afirmación, una confesión de identidad, una forma de ver e interpretar la historia, de superar los reveses de ahora y mirar al futuro. De ser país.

 

Mirarnos desde la grandeza es un desafío, es aspirar a lo que parece imposible, a lo que suena hipotético, a lo que puede parecer disparatado. Es crecerse en la adversidad. Es afirmar la soberanía y entenderla como igualdad de condiciones entre las naciones y exigencia de respeto, como fortaleza y capacidad de reacción, como voluntad política y constancia ciudadana, como tenacidad.

 

Miran con grandeza quienes, pese a los desastres, siguen adelante, reconstruyen la casa, limpian su tierra, vuelvan a sembrar y entierran a sus muertos con dolor, pero con fe. Miran desde la grandeza quienes saben distinguir entre el país político, y el otro, el nuestro, el de verdad, los que extrañan a la tierra cuando la tormenta de la migración los lleva lejos, y los que se quedan sin renegar de su suerte, y quienes que de lejos la recuerdan.

 

Les falta esa grandeza a los que viven enredados en la pequeña política, suspirando por las próximas elecciones, apostando el rencor y mirando al “otro” como enemigo. Carecen de ella los que se limitan a censurar, los que se atrincheran en los fanatismos que esterilizan, quienes ceden sin reparos a la mentira electoral y actúan pensando solamente en los cálculos de sus grupos y partidos, sin asumir que más allá están los intereses del país. Carecen de ella los que miran al “pueblo” como clientela útil para venderle el humo de sus discursos y los que quieren trascender empleando como argumento y escalón las angustias de la gente.

 

Difícil transición aquella que impone dejar por un momento el electoralismo y mirar al país con la categoría moral que impone el imperativo que tenemos, desde hace doscientos años, de construir una república de verdad. Difícil transición aquella que obliga a dejar las cargas del odio y entender que sin grandes acuerdos, sin generosidades, no será posible restaurar las instituciones ni crear condiciones para eliminar la violencia e impulsar el progreso. Será difícil para algunos ponerse a la altura del tiempo complejo y nublado que nos tocó vivir, extender la mano y conciliar en lo esencial.

 

El discurso de despedida del embajador norteamericano es una apelación a la grandeza. Es el reconocimiento de que el Ecuador merece otros dirigentes, otros conceptos, otros compromisos. Ese discurso, claro y generoso, distante de la formalidad diplomática, y dicho en vista de la belleza de las montañas, es un campanazo a nuestros valores, que vegetan escondidos entre el tumulto de la política menor.

 

¿Comprenderán así el mensaje del ex embajador nuestros dirigentes?, ¿tendrán la grandeza de reconocerse pequeños, mínimos como son? El déficit más importante, el que nos han recordado con franqueza, es, precisamente ese: el del civismo y el de la generosidad.

 

Nota: Hay artículos que hay que saberlos leer entre líneas… Por ello, estoy persuadido de que este solo tiene un destinatario específico: alguien que con un solo gesto en los meses venideros, uno de renuncia y generosidad, pudiera convertir esa circunstancia en un punto de plenitud, de auge y esplendor, en beneficio de su propio lugar en la Historia y de la institucionalidad del País, antes de las próximas elecciones. “Apelar” viene del latín appellāre que quiere decir “llamar” (de ahí vienen vocablos como ‘apelativo’ o ‘apellido’); pero, ante todo, es un verbo que implica: interponer, suplicar y hasta demandar…


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21 junio 2024

Algo de la desmemoria histórica

La palabra “portete” no existe en el diccionario; en ningún diccionario. Colijo que es un ecuatorianismo consistente en el diminutivo de puerto o, con más probabilidad, de puerta; y que con ese nombre ya se conocía hace un par de siglos el lugar donde se produjo la Batalla de Tarqui. La única otra alternativa sería que así se habría conocido a un obelisco en forma de pirámide truncada que se erigía para conmemorar un acontecimiento. Esto se aclara cuando, de acuerdo al relato del propio Antonio José de Sucre, él menciona que la avanzada del ejército peruano “estaba en el Portete de Tarqui a tres leguas de nosotros”. Si su ubicación era la llanura de Tarqui, debemos inferir que tal ejército se encontraba a unos 15 kilómetros.

Esto confunde porque de Tarqui al Portete del mismo nombre existen 30 y no 15 kilómetros; lo que sí existe a esa distancia es una aldea conocida como Victoria de Portete… Por lo mismo, lo único que permitiría dilucidar el acertijo sería que el episodio bélico donde se enfrentaron los ejércitos de Perú y la Gran Colombia, fuera un lugar cercano a esa aldea; y que lo otro, el “Portete”, sería el lugar donde Sucre ordenó erigir el posterior monumento. Quedaría, entonces por definirse cuál mismo fue el lugar donde ocurrió la histórica batalla. Además, y a pesar de lo anterior, existe una presunción adicional: la de que Portete se refiere más bien al templete; y que eso fue lo que parece que entendimos en la escuela: que ‘portete’, ya sin la mayúscula, era solo aquel tipo de obelisco que se edificó para conmemorar la venerada gesta…

 

Hago estas reflexiones a cuento de la “iniciativa” del Cabildo porteño, que propone cambiar el nombre de un sector de una arteria del puerto principal, para asignarle otra nomenclatura no solo inédita, sino carente de respaldo histórico. El nombre propuesto es el de República de Guayaquil, entidad que nunca existió. Guayaquil fue una provincia del Virreinato de Nueva Granada, como lo fueron Quito y Cuenca; aunque habría pertenecido al de Lima entre 1803 y 1822 (¶), pero nunca como república. Fue, debido a este y otros antecedentes, que se produjo el encuentro entre Bolívar y San Martín en julio de 1822, para determinar a quién debía pertenecer en el futuro, si a Perú o a la Gran Colombia, y así evitar posteriores conflictos.

 

El primer cuarto del siglo XIX fue un período confuso: en él se produjeron episodios que preludiaron la conformación de esas dos entidades como estados independientes. Esto se complicó más tarde con la separación del Departamento del Sur que se convirtió en Estado independiente de la Gran Colombia; pero fue con la Batalla del Portete de Tarqui (o como se la quiera llamar), ocurrida el 27 de febrero de 1829, cuando con el triunfo del ejército de la Gran Colombia (inferior en número), se llegó a un acuerdo que concluiría con la firma de un tratado entre Perú y la Gran Colombia, que resolvieron que Guayaquil seguiría siendo parte de esta última. Preciso es recordarlo: Ecuador no existía todavía como estado soberano.

 

La batalla se produjo en circunstancias que Guayaquil se había rendido (enero de 1829) a la marina peruana que había efectuado una exitosa expedición en forma simultánea. Sería la firma de un armisticio, suscrito en Girón, la que dispondría la inmediata desocupación peruana. Hay, sin embargo, una “interpretación” del lado peruano: la de que Perú no habría perdido ninguna batalla, sino que su ejército se habría retirado a Girón en espera del resultado de las negociaciones en curso. Esto se sumaba a una vieja reclamación peruana, en aplicación del uti posidetis juris, la de que debían mantenerse las posesiones de la Real Cédula de 1803, que incluía dentro del Virreinato de Lima los territorios de Tumbes, Jaén de Bracamoros y Maynas.

 

Tampoco habrían estado ausentes los intereses personales. Uno de los caudillos peruanos, el Mariscal José de La Mar, había nacido en Cuenca y era conocido en Perú como extranjero. La Mar tenía aspiraciones políticas, para él era importante que el Departamento del Sur, que más tarde se llamaría Ecuador, fuera reconocido como perteneciente al Perú y no a la Gran Colombia. Lo irónico y contradictorio es que años más tarde, y a pesar de que este oficial lideró una acción en contra del Estado al que Cuenca pertenecía; su nombre, de tan ingrata recordación, fue perennizado en una importante avenida de esa misma urbe…

 

Ah, y en cuanto al mentado cambio de nombre... solo representa posturas trasnochadas, retazos de suspiro" –como lo hubiera dicho Rulfo–, blandengues esperanzas de algún alma confundida y nostálgica...

 

¶ Nota: Guayaquil había pertenecido a la Real Audiencia de Quito hasta la emisión de la Real Cédula de 1803, según la cual pasó a ser parte del Virreinato del Perú. Pero, al proclamar, el 9 de octubre de 1820 su independencia, pasó a llamarse Provincia Libre de Guayaquil. Esta misma entidad es la que fue anexada más tarde a la Gran Colombia, el 31 de julio de 1822.


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18 junio 2024

El don de volar…

Somos colegas, solíamos volar juntos en Ecuatoriana; él es uno de los pilotos más hábiles que he conocido; volar, en sus manos, hacía aparecer como un juego de niños aquello de pilotear en los enormes aviones de nuestros días. Pero somos distintos, no siempre se nos hizo fácil conciliar las diferencias y encontrar identidad. Está visto: dos santos no siempre logran avivar su mutua devoción… pero hay algo en él que le adorna, sin embargo, y fortalece su natural liderazgo: él es elocuente, consigue expresar sus ideas con claridad, elegancia y seguridad. Con el tiempo, nos hemos ido dando cuenta que no estuvimos en opuestas trincheras, era simplemente que teníamos diferentes escuelas, y quizá ni siquiera pensábamos distinto.

Pero la vida es un resplandor, el mundo un pañuelo y, quién lo hubiera dicho, la historia no está exenta de ironía: bien pudiera ser que, pasado el tiempo, termináramos emparentados… uno de sus hijos mantiene una linda (su adjetivo favorito) relación con una de mis más queridas sobrinas. Sí, pudiera terminar de consuegro de uno de mis hermanos. Fue él quien, desayunando en su lugar de descanso en la playa, se refirió a nuestra supuesta compartida habilidad y mencionó que teníamos la fortuna de poseer aquello que sirvió a alguien para poner título a un libro: El don de volar. Y calificó de “científico” el que yo viviera inventando fórmulas, que –aunque solo yo lo sé– me ayudaron a  compensar o, al menos, disimular mis propias limitaciones…

 

El don de volar fue publicado en 1974, fue escrito por un aviador. Richard Bach había nacido en 1936 (vive todavía y me lleva con 15 años). Pocos saben que es descendiente de Juan Sebastián Bach y que, a sus 87 años, vive en Canadá, en Orcas Island: una isla en forma de capa para cubrirse los hombros situada en un estrecho que llaman con un sinnúmero de nombres (yo me inclino por el de Juan de Fuca); Orcas está situada a medio camino entre Vancouver y Seattle. Si bien mi amigo habría sugerido la lectura del libro a sus colegas; yo prefiero pensar que llegué a él en forma casual. Así lo intuyo porque habría adquirido el texto unos pocos meses antes de entrar a volar en Ecuatoriana, esto es: hacia finales de 1976.

 

Queda poco por inventar en aviación: nada es “rocket science”. Temprano, los pilotos intentamos axiomas, fórmulas  y propuestas que hacen más fácil y eficiente nuestro oficio. Con máximas como: “Aviate, navigate and comunícate” (Controla, navega y comunícate)… atendemos las emergencias y nos comunicamos con nuestros colegas, en la cabina de mando, o con el resto de la tripulación; con el control de tránsito aéreo (ATC), con las demás aeronaves, con la oficina de operaciones o, “last but not least”, con nuestros pasajeros. No podemos olvidar que ellos nos han confiado sus vidas: de algo tan esencial depende nuestro trabajo.

 

Así pergeñamos fórmulas para calcular el inicio del descenso o la altura correcta –de acuerdo a la distancia con la pista– en una gradiente continua. O –quién sabe–, el número de millas que recorremos por hora, en base al número Mach. Pero hay asuntos que no ameritan ser calculados; ellos están ahí, son tan evidentes como verse en el espejo, solo necesitamos saber intuir… Intuimos, por muestra, los datos más importantes que el piloto debe conocer si no tiene tiempo para efectuar un nuevo “briefing”, y ya está muy cerca o le han cambiado de pista: la frecuencia y el curso de entrada; la altura inicial y la de cruce sobre el FAF (punto fijo de aproximación); y el procedimiento de aproximación frustrada (o lo que fuere pertinente).

 

Sabemos, desde siempre, que a las montañas y ciertos cúmulos no se los puede atravesar, hay que “darles la vuelta”: se los tiene que eludir… Se aprende que “es mejor estar fuera queriendo estar dentro, que estar ya adentro cuando hubiese sido preferible estar fuera”… O, que no se debe desafiar a la naturaleza. ¿Qué ciencia, qué misterio, hay ni puede haber en ello? Claro que ayuda ser hábil, pero lo que importa es actuar en forma delicada y gentil, no ser brusco ni parecer inseguro o apresurado; para ello, hay que ser ordenado y saber organizarse. Es el oficio el que nos sirve de maestro, el que desarrolla nuestro instinto. Él nos susurra al oído: “ten cuidado, no seas tonto, no aceptes riesgos, no desafíes los obstáculos o los elementos”...

 

El “don”, como lo definió Richard Bach es un privilegio: la suerte de ejercer la actividad y poder desplazarse por los aires; es estar en capacidad de disfrutar del vuelo como lo más sensacional que se pueda experimentar… Pero, mi amigo, el del rico desayuno en la playa, se refería a otro tipo de don: a ese que solo a unos pocos pilotos regala la Providencia, que los distingue y les permite actuar como “mejor dotados”. Ellos (no yo) son los “gifted pilots”, los escogidos por la diosa Fortuna: ellos son los aviadores excepcionales.


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14 junio 2024

Ex libris

“Ex libris” es una expresión latina. Como se podrá inferir, está relacionada con los libros. Al inicio, no fue más que una marca, un sello inscrito en los libros o papiros para denotar su propiedad; de hecho, el ex libris más antiguo habría pertenecido a un faraón egipcio y tendría más de tres mil años de antigüedad. No olvidemos que entonces eran textos que se encontraban en pocas manos; a ellos solo tenían acceso los soberanos, los copistas o escribanos –por lo general monjes– y, quizá, unos pocos sabios, filósofos y hombres de ciencia que los cuidaban con mucho celo. Ex libris era una impronta para indicar pertenencia.

Antes de la invención de la imprenta, los libros tuvieron un carácter reservado; los copistas se encargaron de cuidarlos y preservarlos; de su oficio dependió en buena parte la transmisión del saber y la cultura. El empleo de estos distintivos fue una forma de advertencia: alertaba a los eventuales lectores inescrupulosos de los castigos o penalidades que se podrían esperar si se sustraían esos textos o se les daba un uso indebido. Esas alertas podían incluir maldiciones o simples amenazas y, en tratándose de textos religiosos o pertenecientes a las instituciones monásticas, incluso sanciones tan drásticas como la excomunión papal.

 

Pero además, y en el uso coloquial, la expresión pasó a adquirir un carácter figurativo. En algún momento se la empezó a utilizar para indicar que constituía un emblema, la “marca de fábrica”, algo que podía ser considerado como típico de una persona, institución o familia. Así, en una determinada dinastía, por ejemplo, si sus integrantes tenían las cejas muy pobladas o sus quijadas estaban signadas por el prognatismo, aquellos rasgos sobresalientes pasaban a considerarse como su “ex libris”: el sello peculiar de su linaje.

 

Ya aplicado a los libros, el ex libris pudo haber sido un jeroglífico, un sello conspicuo, y hasta un dibujo algo más elaborado. Literalmente significaba “de (o entre) los libros”, con el sentido de que el ejemplar pertenecía a la colección de un determinado propietario. Pero los libros no son sus lomos ni sus carátulas (lo que vemos); son, sobre todo, sus páginas; esto es: sus palabras, las historias o temas que están contenidos en ellas. Así, lo que cuenta no es ya estar rodeado por los libros –vivir “entre” ellos–; lo que verdaderamente importa es estar uno mismo “dentro” de ellos: y, para poder vivir esa inédita e insospechada vida paralela, solo tenemos acceso a la misma si sabemos adentrarnos y sumergirnos en sus vericuetos…

 

Mi vida personal ha sido un continuo romance con los libros. Jamás podré olvidar unos diminutos volúmenes que me obsequió papá luego de uno de sus viajes; él quizá habría ya descubierto mi temprana inclinación por la lectura, y fue él quien acicateó mi afición por esos arcanos e inesperados “nuevos viajes”. Hoy que lo pienso, cumplí en mis lecturas –sin habérmelo propuesto– una suerte de circuito itinerante, similar al que tuvieron mis innumerables y consecutivas moradas o residencias. Aquel circuito tuvo siempre un curioso comportamiento circular, uno que se desplazaba en sentido contrario al de las manijas del reloj…

 

Y es que mi afición por los libros se roforzó luego de que regresé de Estados Unidos, una vez terminado mi entrenamiento de vuelo. Habría sido mi intención formar una modesta estantería… pero, más temprano que tarde, esta se convirtió en librero y, luego, ya en biblioteca. Desde mi más remoto lugar de vivienda ya existe un rincón o un ambiente destinado a ubicar mis libros. Hoy, en ese dedicado lugar, los libros ya cubren sus paredes. Pero no lo utilizo para leer ni para escribir: es tan solo un lugar de almacenamiento.

 

Al principio, esos libros solo fueron usados para su exploración o lectura; pero, más tarde, vinieron en mi auxilio y se convirtieron en estímulo para ensayar también con la escritura. Todavía era un muchahcho soltero cuando descubrí que me gustaba contar. “¿Y, de qué se te antoja escribir?” –uno de mis hermanos alguna vez me preguntó–. “Creo que me gustaría dedicarme al cuento”, me parece que respondí. “Nunca te olvides que no se puede vivir del cuento”, socarrón él me contestó…

 

Existe un epígrafe lateral en este blog, en él expreso mi intención por provocar o inspirar. De no ser factible, al menos aspiro a ayudar a ver la realidad –la de las posturas y otros asuntos– desde otra esquina, desde otros ángulos, desde un punto de vista inédito o, al menos, diferente. En el fondo, solo soy un peregrino que aprendió a hablar “en quiteño” y que hace un esfuerzo para escribir en ese idioma prodigioso –aunque a veces esquivo y elusivo–: nuestra lengua, el sin par castellano que heredamos de nuestros padres…


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11 junio 2024

“Troubleshootings”

Sí, esa debe haber sido mi primera clase práctica de “troubleshooting”, una asignatura que me dieron en el jardín de infantes… Era, como es fácil de imaginar, una institución educativa (“unidad” dicen ahora) de carácter mixto, como cualquiera que se precia. El punto es que allí yo tenía una gran variedad de “condiscípulas” (que es palabra rara dice el Efe) o, lo que es lo mismo: de compañeras. Era un tiempo en que yo era un poco indeciso (no estaba muy seguro de quién mismo me gustaba más) y tenía la mala costumbre de conversar con ellas tomándoles de la mano; mientras la profesora se acercaba, cada vez con más frecuencia –y sospecha– de lo necesario y me veía con mala cara. No me cupo duda: “algo se imaginaba”…

En esas yo andaba, tratando de dilucidar quién mismo era la que más me gustaba, cuando la presencia de esa profe, convertida ya en celadora, cada vez me inquietaba más y más. Luego, empecé a advertir que Miss Laura se fijaba y se fijaba en mí: no me quitaba los ojos de encima. Al día siguiente, me quedé en clase después de la campana; y, cuando ya nadie estaba en el aula, me acerqué a su escritorio y le confesé que me había dado cuenta de que no dejaba de mirarme y que quería saber si le importaría ser mi enamorada… Lo inesperado entonces sucedió. Y fue que, al día siguiente, mis padres fueron llamados al parvulario, fui sometido a un tedioso interrogatorio y las autoridades solicitaron mi perentorio retiro de la escuela.

 

Esto sucedió hacia finales del curso lectivo; así que lo tomé con espíritu deportivo o, quién sabe, con cierta filosofía. Como cuento, ya estábamos cerca de las vacaciones de verano; por lo que, lo más seguro es que yo habría pensado: “Bueno… ¿Por qué preocuparse?, si, total, ya mismo se acababa”…

 

Fue por esos mismos días que empecé a reflexionar en el por qué y en el para qué de lo que a mí me ocurría, o me pasaba. Entones descubrí lo que ya había sospechado en ese tortuoso interrogatorio –sin que nadie me lo hubiera siquiera insinuado–, y es que: hay ocasiones en que uno “tiene derecho a guardar silencio (y a pedir la presencia de un abogado), ya que cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su propia contra”. Así analicé y diagnostiqué el problema: ¡fue aquella mi primera clase práctica!… Pasado el tiempo, pude darme cuenta que algún ser artero y desaprensivo había copiado vilmente mi reflexión e idea y esta había pasado a convertirse en un manido recurso para advertir a los acusados de lo que les puede ocurrir si hablan sin ordenar sus ideas, y si son interrogados frente a un tribunal de justicia…

 

He elaborado, esta laaarga exposición para no aburrirles; y, además, porque quiero hablarles de un término sajón que casi no tiene traducción y que lo he escuchado a algunos técnicos que a veces lo mencionan en nuestro idioma y lo reemplazan por “cazafallas” (¿no cierto que suena como “cazafantasmas”?). Y es que, si vamos al sentido literal, este troubleshooting no es sino un vocablo compuesto que deriva de trouble (problema o dificultad) y shooting (disparar), pero que realmente se utiliza para significar la “identificación, diagnóstico y resolución de averías o problemas”; en suma: es el “proceso para descubrir la razón para que algo no funcione como se debe, a la par que sugerir soluciones para mejorar la situación que se ha creado”. En resumen: es la búsqueda de la diferencia entre lo actual y la condición que se desea”.

 

A los pilotos, como ya lo habrán adivinado, no mismo nos gusta la mecánica (no sé si porque no entendemos cómo funcionan los aparatos o porque no nos gusta ensuciarnos las manos). A unos pocos sí, pero son la excepción. En lo personal, yo detesto los problemas técnicos y soy uno de los más ineptos “que en el mundo han sido”, para cuando me toman en cuenta y piden que arregle la bomba del baño o cambie un foco … pero, en cambio, tengo una gran ventaja: no soy malo para analizar un daño o desperfecto, y para pergeñar un diagnóstico. Me baso en un método o proceso; y, eso, me ha ayudado mucho en la vida…

 

Me he roto estos días la cabeza tratando de descubrir por qué se reducía sin razón el nivel del refrigerante de mi auto. Como la fuga no era evidente, la evaluación mecánica determinó que podría tratarse de la bomba de agua o del termostato e, incluso, de un problema más serio que hubiese requerido abrir el motor… Nadie había caído en cuenta que, habiendo un protector inferior, el derrame no sería aparente; y que, debido a la ubicación de la bomba, la fuga solo podía provenir de una cañería. Resultado: no tuve que reemplazar el conjunto (USD 1.200) sino tan solo un casi inaccesible ducto (USD 120)… ¡Cómo me ha servido mi casi olvidada clase de troubleshooting!...  He descubierto, como en la canción, que: Nada soy sin Laura (mi maestra)…


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07 junio 2024

El albornoz de Somerset Maugham *

 * Por Arturo Pérez-Reverte. Publicado el 15 de marzo de 2024 en XL Semanal.

Creo que ya les conté en alguna ocasión que cuando era un joven lector solía imaginar a los escritores de éxito —Hemingway, Ian Fleming, Somerset Maugham y todos los demás— sentados en la terraza de una habitación de hotel de lujo en Italia, el Caribe o la Costa Azul, vestidos con un albornoz, escribiendo sus novelas con una pluma estilográfica Swan o Conway junto a la bandeja en la que acababan de servirles el desayuno mientras una mujer hermosa —o un hombre, en el caso de Maugham— dormía dentro, entre sábanas revueltas. Lo comenté hace unos días con mi hermano de letras José Carlos Llop, gatopardesco escritor mallorquín cuyos Dietarios son verdaderas obras maestras, y éste hizo un comentario que me lleva hoy a teclear estas líneas: «En realidad, camarada, lo hemos hecho».

 

Y, bueno. Tiene razón José Carlos. Si miro hacia atrás, lo hemos hecho. Los hoteles lujosos, igual que los antros más infectos, no eran novedad en aquellos años tempranos, cuando no pretendía escribir historias de ficción y me limitaba a ser un reportero que leía libros mientras frecuentaba las cuatro esquinas del caos y las catástrofes. Fue más tarde, cuando empecé a jugar a ser novelista, cuando el ritual del escritor, o de lo que yo creía que podía ser un escritor, formó parte de mis hábitos. Pero la verdad es que eso de las terrazas y los albornoces, a pesar de practicarlo de vez en cuando nunca me lo tomé en serio. Era un juego, como digo, del mismo modo que cuando era niño, después de una película, un libro o un tebeo, me disfrazaba de corsario, de espadachín, de vaquero, para jugar a eso mismo. Para prolongar —mi añorado Javier Marías hacía lo mismo— el fascinante placer de la aventura.

 

Pienso en eso hoy, haciendo exactamente lo que comentaba con José Carlos, sentado en el balcón de mi hotel habitual de Nápoles frente al Lungomare, el castillo y la bahía que se extiende azul bajo el Vesubio, hasta Capri. Visto un albornoz blanco y corrijo el noveno capítulo de una novela de la que llevo escritos dos tercios, pienso en Llop, en Marías y en Maugham —su relato El collar de perlas vale por toda su obra—, y cumplo con el ritual, homenaje a mis amigos y al lector de mi infancia y juventud, incluso al novelista ingenuo que en otro tiempo fui. Pero soy consciente de que también ahora, como cuando era niño, estoy jugando —incluso la guerra, cuando fui reportero, ofrecía asombrosos ángulos de juego—.

 

Y lo soy porque llevo treinta y ocho años escribiendo novelas y sé que éstas, o al menos las mías, no se escriben de verdad en terrazas de hoteles de lujo, sino en la soledad intensa de una habitación o una biblioteca: con el trabajo constante de seis a ocho horas cada día, procurando mantener la concentración, la disciplina obsesiva, el estado de gracia que, si no se altera con turbaciones, influjos o injerencias, jornada tras jornada permite avanzar en la historia que tienes en la cabeza y que poco a poco, con mucho trabajo y esfuerzo, toma forma a cada teclazo, a cada palabra, a cada frase, a cada página escrita. Nadie me lo dijo nunca tan bien como Oriana Fallaci —ya estaba enferma— durante la primera guerra del Golfo: «Arturo, escribir novelas en serio fatiga y mata más que las bombas».

 

Pese a todo, el juego sigue. Y eso es lo que más me gusta de mi oficio. Y no se trata de vestir el albornoz de Somerset Maugham —lo de las mujeres hermosas ya es asunto de cada cual—, sino de la maravillosa oportunidad de vivir vidas pasadas, futuras, propias, ajenas, y ponerlas a disposición de cientos de miles de lectores que las vivirán contigo. Escribir una novela es multiplicar tu existencia; administrar el éxito y el fracaso, la fealdad y la belleza, la vida y la muerte; codearte con amigos leales y hacer frente a enemigos perfectos; vivir episodios imposibles a tu edad o con tu forma de vida; ser joven o viejo, audaz, valiente, miserable o cobarde según las necesidades de la trama; sentir esas existencias imaginadas, a esos personajes hombres y mujeres como si fueras tú mismo; repetir cosas que hiciste o hacer las que no hiciste nunca: triunfar, fracasar, seducir, amar, odiar, torturar, matar, ser héroe o villano, y tal vez ambas cosas a la vez. Ajustar cuentas, en fin, con el mundo y con tu vida. Quizá tengas 72 años y ya no puedas pegarte con un fulano en un tugurio de Beirut, beber la última botella de Vranac en Sarajevo o levantar una chica guapa en Sorrento, pero escribir una novela ofrece la posibilidad de hacer todo eso y mucho más, con los únicos límites de tu imaginación y tu talento. Disfrazarte cada día, como cuando eras niño, de lo que nunca fuiste ni serás, o de lo que fuiste y ya no volverás a ser.


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04 junio 2024

Merodeos con la polisemia

Hace poco disfruté de una interesante entrevista. Sucedió en la tele y me dejó apreciar la sólida formación y la “fina” perspicacia del entrevistado. No en vano, había colaborado por más de 20 años con CNN: se trataba del ex Secretario de Comunicación del gobierno, a quien le habían asignado para nuevas funciones en un organismo internacional. Le consultaron si volvería a la política: “Depende de qué entendamos por política” –contestó–, al tiempo que recordaba que en inglés la palabra política (politics) entrañaba dos conceptos diferentes: el uno relacionado con la opinión respecto a los asuntos de gobierno (lo partidario) o con las artimañas para alcanzar el poder; y, el otro, con la gobernabilidad y las ciencias políticas.

No deja de ser curioso –y lamentable– que a veces lo uno no solo afecte sino que, incluso, se contraponga con lo otro. Esto parece incomprensible porque el fin de la política, no puede ser otro que el bienestar de la gente, el bien común como propósito. Y porque son “otras” políticas (no las de las posturas, ideologías e intereses) las que aportan a claros objetivos y determinan el éxito de un gobierno. La eficacia y eficiencia no necesariamente tienen que ver con las ideologías; estas muchas veces promueven actitudes a ultranza que distorsionan los objetivos y hacen que estos fracasen cuando se intenta ponerlos en práctica.

 

Es más bien ese otro tipo de política, aquel relacionado con el plan o la estrategia, la gobernabilidad o la gobernanza, el que debe ser reforzado y puesto en valor. Solo cuando así se proceda, se podrán tener verdaderas políticas de Estado, habrá menos populismo y demagogia, y existirán programas que se podrán implementar en forma permanente. La gobernanza nunca debe admitir el influjo de la politiquería, terreno en el cual rigen los intereses, las maniobras, la ausencia de rumbos y la improvisación.

 

Pero… hay otra “política” (una que solía escuchar en mi niñez). Consistía en una forma de etiqueta o cortesía, como no servirse todo lo que nos ponían en el plato, cuando íbamos a una casa ajena… Entonces se nos recomendaba dejar “algo” para no dar la impresión de que nos animaban la gula, la ansiedad o la avaricia. Esa etiqueta pudiera haber quedado en el olvido y ello pudiera obedecer a dos motivos: uno, que ésta habría pasado a considerarse como signo de desperdicio o de desprecio; y, otro, que ha empezado a primar la costumbre de servirnos por propia cuenta. Imposible olvidar el lema de un restaurante, tipo buffet, que conocí alguna vez en Los Ángeles (“The swedish smörgåsbord): “Sírvase todo lo que quiera, pero por favor –y por el bien de nuestro concepto de negocio– no se sirva más de lo que pueda disfrutar”…

 

“Etiqueta” tiene también otros significados que no están relacionados con la forma de comportarse o con un tipo especial de atuendo… Existen actividades deportivas –por ejemplo– que requieren de ciertas normas de cortesía. Este es el caso del golf, donde existen códigos de conducta, orden y respeto. En base a normas sencillas, los jugadores saben quién juega primero o cuándo deben hacer silencio; procuran no invadir la línea de tiro de sus compañeros y, una vez en el “green” (el área que rodea a la bandera), no pisan la línea que va desde la posición de la bola del compañero hasta el sitio donde está ubicado el hoyo.

 

Pero esta etiqueta nada tiene que ver con aquel membrete que se coloca en algunos productos para identificar la marca o el nombre del fabricante, o para dar información de sus principales características o componentes (tómese el caso de las botellas de vino, por ejemplo). Este es un tipo de literatura que está contenida en adhesivos que en otras latitudes prefieren llamar “marbetes”. Es así cómo se los conoce en algunas partes (y cómo los llama el diccionario de la Real Academia de la Lengua).

 

La “polisemia” (la pluralidad de significados de una misma palabra) actúa, en ocasiones, en forma traviesa, si no caprichosa. Tómese por ejemplo el masculino del primer vocablo entrecomillado más arriba: el “fino” es un tipo de vino blanco, seco y ligero, que tiene un bajo grado alcohólico, y que se produce en el Marco de Jerez, en el sur de España; este utiliza hasta tres variedades de uva: palomino fino, pedrojiménez y moscatel; sin embargo, el producido en Sanlúcar de Barrameda (ubicado junto a la desembocadura del Guadalquivir) es llamado “manzanilla”… (era aquel mismo que acostumbrábamos llevar en botas de cuero a los festivales taurinos); pero, a este, no hay que confundirlo con la infusión aromática (la digestiva camomila)…


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