18 junio 2024

El don de volar…

Somos colegas, solíamos volar juntos en Ecuatoriana; él es uno de los pilotos más hábiles que he conocido; volar, en sus manos, hacía aparecer como un juego de niños aquello de pilotear en los enormes aviones de nuestros días. Pero somos distintos, no siempre se nos hizo fácil conciliar las diferencias y encontrar identidad. Está visto: dos santos no siempre logran avivar su mutua devoción… pero hay algo en él que le adorna, sin embargo, y fortalece su natural liderazgo: él es elocuente, consigue expresar sus ideas con claridad, elegancia y seguridad. Con el tiempo, nos hemos ido dando cuenta que no estuvimos en opuestas trincheras, era simplemente que teníamos diferentes escuelas, y quizá ni siquiera pensábamos distinto.

Pero la vida es un resplandor, el mundo un pañuelo y, quién lo hubiera dicho, la historia no está exenta de ironía: bien pudiera ser que, pasado el tiempo, termináramos emparentados… uno de sus hijos mantiene una linda (su adjetivo favorito) relación con una de mis más queridas sobrinas. Sí, pudiera terminar de consuegro de uno de mis hermanos. Fue él quien, desayunando en su lugar de descanso en la playa, se refirió a nuestra supuesta compartida habilidad y mencionó que teníamos la fortuna de poseer aquello que sirvió a alguien para poner título a un libro: El don de volar. Y calificó de “científico” el que yo viviera inventando fórmulas, que –aunque solo yo lo sé– me ayudaron a  compensar o, al menos, disimular mis propias limitaciones…

 

El don de volar fue publicado en 1974, fue escrito por un aviador. Richard Bach había nacido en 1936 (vive todavía y me lleva con 15 años). Pocos saben que es descendiente de Juan Sebastián Bach y que, a sus 87 años, vive en Canadá, en Orcas Island: una isla en forma de capa para cubrirse los hombros situada en un estrecho que llaman con un sinnúmero de nombres (yo me inclino por el de Juan de Fuca); Orcas está situada a medio camino entre Vancouver y Seattle. Si bien mi amigo habría sugerido la lectura del libro a sus colegas; yo prefiero pensar que llegué a él en forma casual. Así lo intuyo porque habría adquirido el texto unos pocos meses antes de entrar a volar en Ecuatoriana, esto es: hacia finales de 1976.

 

Queda poco por inventar en aviación: nada es “rocket science”. Temprano, los pilotos intentamos axiomas, fórmulas  y propuestas que hacen más fácil y eficiente nuestro oficio. Con máximas como: “Aviate, navigate and comunícate” (Controla, navega y comunícate)… atendemos las emergencias y nos comunicamos con nuestros colegas, en la cabina de mando, o con el resto de la tripulación; con el control de tránsito aéreo (ATC), con las demás aeronaves, con la oficina de operaciones o, “last but not least”, con nuestros pasajeros. No podemos olvidar que ellos nos han confiado sus vidas: de algo tan esencial depende nuestro trabajo.

 

Así pergeñamos fórmulas para calcular el inicio del descenso o la altura correcta –de acuerdo a la distancia con la pista– en una gradiente continua. O –quién sabe–, el número de millas que recorremos por hora, en base al número Mach. Pero hay asuntos que no ameritan ser calculados; ellos están ahí, son tan evidentes como verse en el espejo, solo necesitamos saber intuir… Intuimos, por muestra, los datos más importantes que el piloto debe conocer si no tiene tiempo para efectuar un nuevo “briefing”, y ya está muy cerca de aterrizar o le han cambiado de pista: la frecuencia y el curso de entrada; la altura inicial y la de cruce sobre el FAF (punto fijo de aproximación); y el procedimiento de aproximación frustrada (o lo que fuere pertinente).

 

Sabemos, desde siempre, que a las montañas y ciertos cúmulos no se los puede atravesar, hay que “darles la vuelta”: se los tiene que eludir… Se aprende que “es mejor estar fuera queriendo estar dentro, que estar ya adentro cuando hubiese sido preferible estar fuera”… O, que no se debe desafiar a la naturaleza. ¿Qué ciencia, qué misterio, hay ni puede haber en ello? Claro que ayuda ser hábil, pero lo que importa es actuar en forma delicada y gentil, no ser brusco ni parecer inseguro o apresurado; para ello, hay que ser ordenado y saberse organizar. Es el oficio el que nos sirve de maestro, el que desarrolla nuestro instinto. Él nos susurra al oído: “ten cuidado, no seas tonto, no aceptes riesgos, no desafíes los obstáculos o los elementos”...

 

El “don”, como lo definió Richard Bach es un privilegio: la suerte de ejercer la actividad y poder desplazarse por los aires; es estar en capacidad de disfrutar del vuelo como lo más sensacional que se pueda experimentar… Pero, mi amigo, el del rico desayuno en la playa, se refería a otro tipo de don: a ese que solo a unos pocos pilotos regala la Providencia, que los distingue y les permite actuar como “mejor dotados”. Ellos (no yo) son los “gifted pilots”, los escogidos por la diosa Fortuna: ellos son los aviadores excepcionales.


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