14 mayo 2024

Semblanza de un exalcalde

Me volví a ver con mi buen amigo, uno de sus hijos, hace unos pocos días. Me habían invitado a jugar unos nueve hoyos, pero uno de esos aguaceros torrenciales, que suelen desatarse en Quito, aun antes de mediodía, frustró nuestro disfrute, no se diga el respectivo trámite golfístico. Sin haber sido el primogénito, mi amigo heredó el nombre de su padre; y quizá por ello, para diferenciarlo, la familia aprendió a llamarlo de Chicho y no de Jaime. Su padre fue uno de los primeros alcaldes electos por votación popular que tuvo la capital ecuatoriana. Antes, esto es hasta mediados del  siglo pasado, el Concejo Municipal escogía un presidente y este duraba un año, a veces dos, en sus “delicadas e importantes funciones”.

Todavía llovía, aunque ya empezaba a amainar la lluvia. Me disponía a dejar el club, tratando de evitar los postreros rezagos del inclemente chaparrón, cuando de pronto lo vi en el congestionado callejón de salida. Ahí esperaban él y su esposa Anita, una cariñosa y atractiva mujer que en su juventud fungió de reina de Quito. Saludar con ambos es como renovar los prolongados sentimientos de una vieja amistad, simpatía que trasciende lo personal, pues la nuestra es más que una forma de consideración social, significa la expresión de un antiguo afecto, una forma de fraternidad que nos identifica como si fuéramos de la misma familia… Y así es como siempre saludamos, con respeto, con un discreto, sentido e íntimo ósculo que reafirma nuestra identidad, testimonia nuestra estima y hace reverencia al mutuo aprecio.

 

Fue más tarde, mientras ya conducía a casa, cuando recordé la serena y gentil silueta de ese apreciado hombre público que fuera su padre; y tuve que reconocer con pena, que la ciudad a la que con tanta honradez y eficiencia sirvió, no había sabido honrar su memoria, reconocer con justicia su gestión ni apreciar la callada integridad de su desempeño. Existe tan solo un corto tramo de una avenida que corre sobre la quebrada de El Censo (entre el puente del Machángara, al sur de la Recoleta, y el parque de la Magdalena), que recuerda a los quiteños el nombre de uno de los más honestos y visionarios alcaldes que la ciudad tuvo. No deja de ser una ironía que Jaime del Castillo ni siquiera era quiteño: había nacido en Otavalo.

 

Lo conocí en forma fugaz y nunca anticipada. Yo era a la sazón un joven de 22 años que volaba las avionetas de Texaco. Ocurrió luego de haberme hecho amigo de su hija Mariana. Estaba un domingo de servicio en Lago Agrio cuando me pidieron transportar un herido a Quito. Cumplida la misión, despegué hacia el sur en el viejo aeropuerto de Cotocollao, no sin antes solicitar autorización para abandonar la trayectoria de salida y “sobrevolar” La Gasca… Es probable que entonces no hubiera efectuado la maniobra a la altura “más recomendada” y, al pasar sobre la residencia del exalcalde, efectué un aeronáutico saludo alabeando las alas del aparato, antes de virar hacia el noroccidente y poner proa al paso de Nor-Cayambe.

 

Pasados unos días fui a visitar a mi amiga en su casa. Platicábamos amenamente en la sala, cuando vinieron a pedirle que atendiera una llamada telefónica (no había celulares todavía). Me había quedado solo, cuando vi entrar al recibo a ese hombre alto y moreno, de caminar ágil, sonrisa contenida y mirada bondadosa que era su padre. Sorprendido, me incorporé cual resorte para –atento– saludarle. Musité mi nombre y apellido para presentarme, y él en forma algo distendida respondió: “Ah, ¿no es usted, acaso, ese piloto que dizque anda haciendo ruido sobre mi casa?”… Estaba por empezar a sonrojarme, cuando me tranquilizó: “No se disculpe –me dijo–, mis hijos ya me han hablado de usted, parece que ya tiene ‘hinchada’ en esta casa”…

 

Jaime del Castillo fue burgomaestre entre 1967 y 1970, sucedió a Pallares Zaldumbide y fue reemplazado por Durán Ballén; los quiteños lo recuerdan por una ordenanza que disponía el uso de pintura para enjalbegar de blanco sus casas –con las puertas y ventanas coloreadas con azul añil, al estilo griego–. Había estudiado en varias escuelas antes de pasar al colegio Mejía (interrumpió sus estudios en el 41 para ir a la frontera). Más tarde, continuaría su preparación académica en la facultad de jurisprudencia de la Universidad Central.

 

Este querido hombre público se inició en la empresa petrolera Shell donde ocupó los puestos más humildes hasta integrar el departamento jurídico. Fue un muy activo dirigente sindical y deportivo (fue cofundador de AFNA). Había crecido a la sombra de otro gran ecuatoriano, Eduardo Salazar Gómez, de quien fue su hombre de confianza y apoderado general. También fue un respetado empresario (fue gerente de Tesalia, la embotelladora del agua mineral Güitig) y ejerció otras importantes funciones, como la Consejería de Estado y el Ministerio de Gobierno –esta en el cuarto velasquismo, cuando solo tenía 34 años de edad–.



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