10 mayo 2024

Una arista de Papá Goriot

“Los espíritus mezquinos suelen satisfacer sus sentimientos con incesantes pequeñeces”. Honorato de Balzac. Papá Goriot.

Papá Goriot es la historia, una más, de cómo la excesiva –o nunca reciprocada– generosidad, puede conducir a la inconsecuencia y la ingratitud. Pero es, de otra parte, una advertencia de lo corrosiva que puede ser la vanidad, entendiéndose por ella no solo la equivocada sublimación del propio yo –la presunción o fatuidad– sino, también, aquella inconsciencia que en ocasiones expresamos, manifestada por nuestra respuesta ante la fuerza disolvente de la banalidad; esa vanidad que se traduce en la absurda y extremada importancia que damos a lo superficial. Esa exagerada atención que asignamos a la seducción que nos produce lo insustancial, a todo aquello que no merece que se le otorgue tan dedicada importancia.

 

¿Por qué, entonces, si algo es trivial o irrelevante, le damos tanta consideración? Es probable que el meollo del asunto estribe en que juzgamos como bueno o bonito, como preferible, deseable y más conveniente, no exactamente lo que nos agrada y satisface, sino que basamos nuestra predilección en lo que parece gustar y seducir a los demás, en lo que nos parece que prefieren y contenta a los otros. Lo malo es que con esa actitud nos empeñamos en ser, o en parecer, como lo que no somos, y en procurar tener algo que quizá no nos gusta y que ni siquiera necesitamos. En definitiva: porque buscamos nuestra satisfacción, siendo alguien o teniendo algo, supeditados a sentirnos aceptados y apreciados por los demás.

 

Sí, algo de ingenuo y poco profundo existe en esa intención. No sugiero que sea irresistible o ineluctable, más bien admito que saberla reconocer requiere de una cuota de madurez, y demanda una serena reflexión. Es bueno ser reconocido y apreciado, gozar de estima y consideración, pero ello debe ser solo la consecuencia de nuestros actos, nunca su finalidad, o el propósito primordial de nuestros empeños. Ser parte de un selecto o exclusivo grupo social es plausible y puede resultar muy agradable, pero no debería ser la motivación única para nuestros eventuales desvelos ni la razón de ser para nuestros esfuerzos.

 

De esto va la novela de Balzac, obra que no describe la sociedad de nuestro tiempo, de hecho está ambientada en el siglo XIX, época en que vivió Balzac, pero expone aquella fatuidad que es inherente al hombre, al de todos los tiempos, al de todas las sociedades. Papá Goriot es la historia de un padre generoso que, por satisfacer los caprichos y la superficialidad de sus hijas, se ve obligado a vivir en la miseria, en la precariedad de la indigencia. Goriot es un viejo desvalido, a quien sus hijas –por las que da la vida– no son capaces de reconocer su bondad ni retribuir su permanente preocupación por su bienestar, ni los sacrificios que él hace por atender sus antojos superfluos, sin recibir reciprocidad y ni siquiera un gesto de cariño.

 

Goriot es un “anciano” de 66 años (siempre me sorprendió esa descuidada costumbre de los escritores franceses del XIX –Stendhal, Flaubert, Victor Hugo– de llamar así a los mayores). Era Goriot un antiguo fabricante de fideos que se había acostumbrado a las bromas de sus vecinos de pensión, toda vez que “una de las costumbres de los espíritus liliputienses es la de suponer sus mezquindades en los demás”. Habría sido la viuda Vauquer, la dueña de la residencia, quien había a empezado a llamarlo con el apelativo de Pére (padre en francés) aunque la voz pudiera tener una implicación más cercana a la de tío en el habla coloquial. Esto me hace recordar cómo, en algunas partes de Asia, los chicos se refieren a sus mayores como uncle –tío–, en señal de respeto. Se han acostumbrado a llamarlos así, cual si fueren sus sobrinos.

 

Hay varios huéspedes en la pensión donde reside Goriot; los ha reunido el azar y están emparentados por idéntica condición: la miseria. Un papel especial desempeña un estudiante arribista, ambicioso y confundido por la superficialidad de los ambientes que frecuenta, se llama Eugène de Rastignac, cuyo desprecio por el esfuerzo familiar refleja, cual espejo, el mismo desdén de las hijas de Goriot por los afanes de su postergado padre. Rastignac es un buen muchacho pero sucumbe al reclamo de la fatuidad. Será su conciencia la que lo obligue a cuestionar sus fatuas pretensiones sociales… ¿En qué empresa te has embarcado?, le reprochará su madre: ¿acaso tu vida, tu felicidad, dependen de aparentar lo que no eres, de ser parte de un mundo en el que no podrás entrar sin tener que pagar unos costos que no puedes solventar?...


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