* Escrito por Juan José Millás, para El País de España.
Adjunto un par de comentarios que he reeditado.
Había sido apenas un cruce de miradas y un breve gesto de saludo, de acera a acera, pero el hombre volvió a casa con una incómoda sensación de extrañeza.
—Me he cruzado con Antonio —le dijo a su mujer mientras se quitaba la chaqueta. Ella levantó la vista del libro y lo miró con una mezcla de sorpresa y cautela.
—Antonio murió hace un par años, me parece.
—Imposible, acabo de verlo. Estaba igual que siempre, un poco más delgado quizá, pero vamos, seguro que era él.
Ella se encogió de hombros y continuó leyendo.
A la hora de la cena, la duda había alcanzado un tamaño molesto. Antonio era un antiguo amigo del que se habían ido distanciando de forma insensible. Hacía mucho que no se veían, pero les pareció rara esta incógnita acerca de su existencia. Finalmente, decidieron llamar a cuatro amigos comunes, la mitad de los cuales aseguró que Antonio había fallecido mientras que la otra mitad recordaba haberlo visto hacía poco en la cola de un cine o en el interior de una librería.
Fue ella, al día siguiente, quien le propuso que telefoneara al supuesto difunto para salir de dudas. Él titubeó.
—Es que me da mal rollo —dijo.
—Vale, pues entonces déjalo estar.
Lejos de dejarlo estar, buscó el número en la agenda del móvil y pulsó, temblando, la tecla de llamada.
Al tercer tono, respondió el mismísimo Antonio que, sin darle tiempo a hablar, exclamó: —¡No te lo vas a creer! Ayer le conté a mi mujer que me había cruzado contigo en la calle y me dijo que no, que imposible, porque te habías muerto hace un par de años.
Durante unos segundos, ninguno dijo nada. El silencio zumbaba como una interferencia entre dos universos paralelos. Luego, nuestro hombre, en un ataque de pánico, colgó y apagó el teléfono.
Su mujer, desde la cocina, preguntó qué había pasado.
—Está fuera de cobertura —dijo—. De todos modos, es una tontería. Ya le llamo en otro momento.
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Una vez al mes voy al cementerio a visitar a mis padres. Viven juntos en un pequeño nicho en donde reposan sus cenizas. Nunca sé con qué me voy a encontrar. A veces los oigo discutir porque no hay gas o mi padre no ha llamado al repartidor; o la factura del teléfono ha subido más de la cuenta. En fin lo de toda la vida. Se quieren mucho, aunque siempre discuten por nimiedades. El sábado encontré a mi madre muy nerviosa, dijo que mi padre no había vuelto de su paseo vespertino… No le di más importancia; pensé que no podía ir muy lejos. Me aparté del nicho y me senté en un banco que hay ahí. Al rato apareció y se sentó a mi lado. Le regañé por su tardanza y me contestó que no había hecho nada malo. Su amigo acababa de llegar y había montado una peña como la que antes tuvo. Así, papá volvería a pasar las noches de fin de semana en la peña y dejaría a mi madre tranquila y descansando de su presencia. No sé si lo veo bien. Volver a aquellos años, seguro traerá algún problema . . . (ZB)
Quien muere descansa, pues desaparece, ya no necesita nada ni a nadie, es la forma perfecta de ser humano, es entonces cuando recuperas el alma que habías abandonado con el primer gramo de oxigeno inhalado en el vientre materno, ningún muerto tiene ese afán por volver que les atribuimos nosotros para no olvidarlos, ellos sí nos tienen en el olvido, no nos echan de menos, no somos nadie para ellos, nos esperan pacientes y etéreos, saben todo lo que hay que saber, son sabios, han descubierto el sentido último de la vida, la ironía de la nada (LFC).
Las personas solo morimos de verdad cuando ya nadie nos recuerda . . . (BB)
Nota: Edito esta entrada en vísperas de ‘mi’ jubileo matrimonial; vaya, el 50 aniversario de ‘nuestra’ boda (he dudado con el posesivo). La efemérides coincide con la fecha de
mi cumpleaños. Resultan una ironía estas celebraciones en días de difuntos. A
mí me dan mucha pena los cementerios, sitios de pompa por un día, espacios
enormes y callados, lugares tristes a donde parece que ya nadie va . . .


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