Era de haberlo imaginado, y tan temprano como cuando en el estadio de Ponciano se había iniciado ya el segundo tiempo. Ya llevábamos tres goles de ventaja y el equipo de Liga, lejos de persistir en su estrategia agresiva, y en contra del sentido común, salió a la cancha con la inverosímil “consigna” de defenderse a ultranza, de conservar la ventaja a como dé lugar. Esa actitud simplona y anodina solo fue preámbulo de lo que vendría después.
Dicen que “no hay mejor defensa que un buen ataque”. A pesar de ello, y visto el desarrollo y avance de este deporte, poco a poco se nos ha ido enseñando (y convenciendo) que ni siquiera aquello de “controlar la posesión del balón” es suficiente para obtener mejores resultados. Sí, porque el deporte, cualquier deporte, la vida misma, no descansa en advertirnos que no hay triunfo asegurado, ni siquiera una mejora de nivel, si la táctica que habremos de emplear se ha de sustentar en una conducta timorata, mezquina, pusilánime y cicatera.
Veo, semana a semana, los partidos de la liga inglesa; uno se acostumbra a apreciar un juego rápido, ágil, diferente. Sería impensable que un equipo que se precie se dedicara a defenderse y se dejara arrinconar. Una defensa a ultranza tiene varias desventajas: en primer lugar, cede la iniciativa y depende del rival, con ello cede también la posesión del balón y acaba por jugar como si tuviera un integrante menos. Sí, porque permite liberar a un defensa contrario que pasa a jugar como mediocampista o delantero. Bien visto, es exactamente como jugar en inferioridad numérica. Además, quien juega solo a la defensiva requiere hábiles regateadores, porque no es posible conseguir algo de tenencia o dominio de la pelota, solo dedicándose a rechazarla.
Como se ve, es incluso un asunto de simple lógica. No solo eso, los jugadores del equipo que solo se defiende, se dedican a corretear detrás del balón; ese movilidad tiene su costo: el equipo, a más de desordenarse, se fatiga. En suma, quien solo se defiende, denuncia que es inferior, esto hace que el rival “se crezca”. Todo esto lo han entendido claramente los equipos integrantes de la Premier League, por eso propician y privilegian un fútbol de pases rápidos, evitando el peloteo lateral, a menos que sea para ejecutar un cambio de banda. Esto trae como consecuencia un desplazamiento de la pelota inevitablemente dinámico y vertical. Sin embargo, reconozco que existe una tendencia natural en quien juega fuera de casa: trata de no adelantarse demasiado; esto hace que defenderse se vea como natural. Pero esa estrategia no debe consistir sólo en despejar lo más lejos posible, pues el resultado pasa a depender de la fortuna.
Cuando era muchacho había un equipo en cuyas filas jugaba un defensa fuerte y recio, aunque su control del balón era limitado; pocas veces lo controlaba y luego lo cedía, su único recurso era “bartolearlo” (rifarlo), tirarlo hacia el campo contrario. Se apellidaba Góngora. Esa forma de rechazo inútil, y sin ton ni son, pasó a conocerse como tirar un “gongorazo”… Era todavía niño, también, cuando cada vez que uno de nuestros equipos jugaba fuera, tanto salía a defenderse, que el invariable resultado era que le llenaban con una media canasta de goles, aquello se reflejaba en una abultada y repetitiva goleada: un contundente y frustrante 6 a 0. ¿Tan malos éramos? No, era simplemente que renunciábamos a atacar, solo tratábamos de defendernos. No era una táctica, era el complejo…
Ya, pasado el tiempo, un nuevo biotipo de jugador se fue imponiendo en el fútbol nacional. Apareció un jugador más fuerte, rápido, hábil, mejor regateador; surgió así, con mejores características físicas, el jugador moreno… Por lástima, todavía había algo que seguía allí: persistía el complejo. Por suerte, esto cambió con la llegada de un entrenador montenegrino que fue contratado para dirigir a la selección nacional, se llamaba Dušan Drašković; fue él quien propició una revisión en la autoestima del jugador nacional, en su medrosa mentalidad…
Fue muy triste ver a un equipo como Liga –que durante el primer tiempo de su primer juego en Quito, había jugado con tanta solvencia, altivez y elegancia–, actuar sometido de manera tan vergonzosa en el campo del São Paulo, por el equipo del Palmeiras: ¡fue realmente una presentación decepcionante! Las pérdidas duelen; pero duelen más cuando no las podemos procesar: cuando son inexplicables. Jugar por noventa minutos, o más, a tratar solo de alejar el balón del área, no solo es improductivo: es absurdo, derrotista y demencial. No es una fórmula para conseguir un satisfactorio resultado. Es una segura receta para caer derrotado: es una fórmula mezquina y torpe. Produce desazón y vergüenza, se la debe desterrar… Es una lástima que los entrenadores insistan en ella.


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