20 junio 1999

La carta...

(Carta escrita a mi hermano Luis Eduardo, el domingo 20 de junio de 1999).

Que porqué escribo... No sé de qué me viene esta curiosa y extraña fascinación que siento cuando me pongo a escribir, cuando me pongo como un demente a golpear las dóciles teclas de esta máquina... No sé, no sé de qué me viene... A veces creo que lo hago para eludir el peso de mi inveterada soledad. Sí, porque, aunque lo quiera disimular, soy solo eso: un soñador solitario a tiempo completo, un solitario que no se quiere resignar!

Cuando hace ya más de cuarenta años, mi hermano Alfonso me proporcionaba la muestra inicial, con la que, letra a letra, dibujaba, con la pasión que solo puede tener un pintor paisajista, las primeras planas de mi incipiente caligrafía, en un cuadernito de veinte hojas que era el orgullo de mi mamá, creo que ni él ni yo nos hubiésemos imaginado que, entonces, él no me estaba ofreciendo el apoyo para mi tierna y candorosa ilusión; sino los bártulos más formidables para el oficio más gratificante y fantástico que pudieron haberme encargado alguna vez en la vida: el maravilloso ejercicio de la escritura.

Y digo “escritura” con intención; porque si bien no aspiro a que se me llame “el escritor”, es tal vez como “escribidor” que siento que me justifico en la vida; y que es, escribiendo, que siento que me puedo alejar de los fantasmas que intranquilizan mi presente; porque el mayor miedo en el presente es volver a repetir el pasado, es enfrentarse a renovar la soledad...

Me viene espontáneo esto de ponerme a redactar. Todo empezó ese día de mayo que en la escuela tuvimos que escribir una carta para entregar, con una corona de flores, a nuestra respectiva mamá por el día de las madres. Debo haber estado muy triste cuando me puse a realizar la tarea y, en lugar de evadir mi soledad y ocultar mi triste orfandad, decidí escribirle por primera vez a mi propia y ausente mamá; y decirle, con todo mi brutal desconsuelo y toda mi inapelable rebeldía, que pronto iba a ser su día; que iba a ser el día de las madres de todos los demás; y que yo no la iba a poder ver, porque se había ido... Porque me había dejado para siempre...

Y así le escribí. Era un papelito rosado de la Contraloría. Fue la carta más triste y desgarradora que pude haber escrito en mi infantil inconformidad; fue quizás el documento que marcó para siempre mi inconsolable soledad. Ella, mi madre, se había ido; y, ahora, a las puertas de esa fiesta de los otros, ella no podía estar, porque se había despedido de mí esa triste y horrorosa mañana de noviembre... Por eso escribo, porque desde niño me fue dado ser sensible, que no es otra cosa que estar, como hombre, consciente de la propia fragilidad...

La carta la entregué en la escuela. Con ella había satisfecho la obligación de cumplir con la tarea escolar; pero esa misiva me hizo descubrir, quizá y para siempre, que esto de escribir era una suerte de confesión, una manera de confesarse para así exorcizar la soledad! Sí, y desde entonces escribo, porque así confieso lo que siento, lo que temo y lo que sueño. Es entonces que me parece que... ya no hace falta tener que disimular; porque, al escribir, solo hace falta ser uno mismo, y ya no hace falta tener que aparentar...

La carta empezaba así:
Sra. Leonor de Vizcaíno
El cielo...

Nunca supe si la carta llegó al paraíso. Siempre pensé que, al igual que todas las demás tareas de mis condiscípulos, esa redacción de mayo habría terminado en uno de los incineradores de basura escolar de la calle Caldas. Y es que, ¿por qué iba a tener otro destino? Al fin y al cabo, solo se trataba de un breve e infantil testimonio. ¿A quién podría importarle la pena inconsolable de un melancólico chico de primaria?

Pero pasaron los años, y un día, mientras buscaba algo en un cajón de recuerdos de mi tía Anita, encontré un papelito de color rosado, de esos de la Contraloría, en el que me pareció identificar mi meticulosa caligrafía... Era, era la carta! Era la carta que había llegado al cielo y que había regresado a la tierra para recordarme que el paraíso está a veces en un cajón de fotografías; que el paraíso es a veces un instante en el futuro, donde encontramos el recuerdo del pasado que nos había estado esperando y que ingenuamente estamos persuadidos que no lo vamos a volver a encontrar...

Ay, hermano... la carta! Cómo me duele el alma! Cómo ha atormentado mi vida el triste episodio de nuestra infancia que motivó ese inocente papelito rosado... Ahora recuerdo esa carta y vuelvo a sentirme aquel niño de primaria en esta lenta e insoportable noche de verano. Ay, hermano... cómo hay que cargar en la vida con ese fardo intolerable y doloroso de la orfandad!

Escrito en Singapur, domingo 20 de junio de 1999.

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