01 junio 2007

A Luis A. Moncayo, en su 90 aniversario

Querido Luis Aníbal: 

Te recuerdo en esta dia querido Luis; y quiero llamarte hoy de la forma cariñosa, no exenta de orgullo, como solía llamarte mi abuela, tu madre inolvidable. Porque siempre había creído yo que “Aníbal” no era tu segundo nombre, sino mas bien una especie de adjetivo que contenía lo que para ella tu representabas; o lo que es lo mismo, el símbolo mismo de la imagen que desde niños creaste en nosotros, tus sobrinos: la impronta protectora del hombre bueno y generoso; del ciudadano cabal, distinguido y honesto. 

Al recordarte, vienen a mi memoria las primeras Navidades que pasamos en casa de la abuela Carlota, luego de ese tristísimo Noviembre de 1957 cuando tu querida hermana Leonor, mi madre, se alejo de manera tan inesperada sin haberse despedido de nosotros… Han pasado ya cincuenta años, querido Luis! A mi me habían acomodado entonces en forma temporal en una cunita que a mis seis años resultaba precaria; pero, esa pequeña camita habría yo de recordarla para siempre, y no por su evidente incomodidad, sino porque en ella, tan solo un mes y medio después de la temprana partida mi madre, tu me habías dejado aquella Nochebuena, los primeros regalos que desde entonces habrían de renovar mi seguridad infantil y que me hicieran saber que en la vida siempre tendría a alguien que habría de ofrecerme su apoyo, al socaire de sus generosos sentimientos. 

Constituiste, sin proponértelo, la imagen paterna que nos brindo un sentido de protección; y, a la vez, el modelo en el cual habríamos de esculpir nuestras virtudes, nuestros valores y nuestros sentimientos. Ha pasado ya un medio siglo de vida; pero, como olvidar, tío Luis, el derroche generoso con que agasajabas a la abuela el dia mismo que coincidía con el cobro de tu sueldo? Porque no eras tu el hombre mas feliz en tu “dia de quincena”: éramos tus agradecidos sobrinos los que habíamos aprendido a esperar ese dia con ilusión, porque tu nunca dejaste de llegar a casa sin aquella bolsita milagrosa, rebosante de panes y conservas, de sabrosas mermeladas y deliciosos quesos…Esos mismos quesos que eran tus favoritos y también mis preferidos; aquellos que nunca sabían igual si no me pedías que me diera “una carrerita al mercado para comprar unos choclitos tiernos”… 

Tu presencia y tu magnanimidad hicieron mas fácil nuestra infancia, querido Luis; nos dieron una especie de derrotero; y nos ofrecieron el apoyo bondadoso y la seguridad que necesitaba nuestro infantil espíritu. Si, porque a pesar de nuestra cortedad para hacerte saber nuestro agradecimiento, hiciste siempre mas fácil nuestra orfandad y nos enseñaste el valor de ser un buen hijo, de ser reconocido como honesto por la sociedad y de saber llevar un apellido con garbo y con altivez; y nos ayudaste a comprender que no hay mejor capital en la vida que el de poder contar con el aprecio y el reconocimiento ajenos. 

Hoy cumples ya noventa años, querido Luis. Me va quedando ya muy poco tiempo para decirte lo mucho que siempre aprecie la bondad de tu generoso corazón. Yo era muy niño cuando la abuela me mandaba a la zapatería a “cambiar las corridas” de lo que entonces me parecía tu enorme calzado. En secreto percibía que esos gigantescos zapatos habían de tener también el descomunal tamaño de tu bondadoso corazón; sobretodo después de uno de esos Sábados por la noche, cuando me habían “delegado” para que acudiera a tu generosidad para “financiar la vermouth” de la mañana siguiente… 

Esa noche, cuando pregunte por ti en el Club Árabe, me indicaron donde podía encontrarte. Un individuo con aire de mercader, que fabricaba artículos para fiestas infantiles, pareció reconocerme y exclamo: “Ah, eres uno de los sobrinos del Lucho Moncayo”. Cuando me acerque a tu mesa, me sorprendió que todavía usabas esas gafas diseñadas para la claridad del dia y que me parecía que no eran adecuadas para la oscuridad de la noche. Solo entonces me detuve a reflexionar en la limitación que tratabas de disimular, y desde entonces fui convenciéndome que cuando se tiene el corazón grande, no se necesita de un par de buenos ojos para ser querido por los demás y para llevar con altivez un apellido que, como el nuestro, tu también nos diste a heredar. Apellido que como las sierras ibéricas que representa, es también sinónimo de elevada magnanimidad, a la vez que paradigma de honradez, rectitud y valores austeros. 

Cuantas veces acudí a tus desprotegidos bolsillos querido Luis Aníbal! Y yo, ingenuo de mi, que creía que nunca te dabas cuenta! Pronto habría de entender que lo que entonces me parecía tu carencia de cuidado, era solamente tu bondadosa magnanimidad que entonces supo reconocer que ese pequeño ladronzuelo, esa solo el muchacho inseguro que quizás encontraba en esos insignificantes “cuatro reales” el soporte para suplir la carencia de los afectos maternos. Esos fueron mis primeros e incipientes “prestamos quirografarios” querido Luis. 

Hoy te pido perdón, a pesar de que tu siempre supiste que me los otorgabas sin importar mis “fondos de reserva”; y sobretodo, sin considerar si estaban respaldados o no en un improbable “seguro de desgravamen”... Déjame estrecharte hoy en un abrazo a la distancia. Déjame ofrecer mi reverencia a tu calidad humana. Déjame decirte que te agradezco y proclamar lo orgulloso que me siento de ser tu sobrino; de saber que siempre fuiste un hombre integro, solidario y cabal; y, ante todo: un hombre afectuoso y bueno. Feliz 90 cumpleaños!!! 

Tu sobrino. Mariano Alberto 

Singapur, Junio de 2007


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