30 noviembre 2021

La farsa de Nicaragua

“Construir una sociedad democrática ocupó un segundo plano, frente a la demanda de defender la revolución”. Gioconda Belli, escritora nicaragüense.

 

Escribo mientras se celebran elecciones en Nicaragua (edito con dos o tres semanas de anticipación, por circunstancias de trabajo). Tal vez utilizo el verbo equivocado porque no puede hablarse de “celebración” cuando existe un candidato único que, como hoy ocurre con las autocracias y con las mal llamadas revoluciones, ha convertido los comicios en una burda impostura; y en donde, más que elecciones libres, tales eventos se transforman en una solemne farsa. ¿De qué “democracia” se puede hablar si todos los potenciales candidatos han sido encarcelados y la intención del tirano es mantenerse en el poder en forma vitalicia; o en convertirse en un reciclado déspota, exactamente igual al que alguna vez se propuso derrocar?

 

De muchacho tuve dificultad para identificar en forma correcta los países centroamericanos, forman una especie de embudo que se prolonga hacia el norte, desde el istmo, hasta chocar con el más irregular: Guatemala. Vistos desde el sur, se inician con Panamá, luego viene Costa Rica y el siguiente es Nicaragua que, si bien se ve, parece un triángulo. Más que eso, siempre me dio la impresión que se parecía a la letra N de su nombre, en donde –entre el primer trazo ascendente y la línea oblicua– se ubicaban los lagos de Managua y Nicaragua (donde está Ometepe, la isla de los dos volcanes), lagos que le dan esa rara impronta a su geografía. El nombre vendría del náhuatl, idioma en el que significa “lugar en medio del agua” o “tierra de los que viven cerca del agua”, o algo parecido.

 

Nicaragua es el país más extenso de América Central; esto, aunque su superficie solo bordea los 130.000 kilómetros cuadrados (algo menos de la mitad del Ecuador). Yo habría tenido algo menos de treinta años cuando Anastasio Somoza fue derrocado por el FSLN y fue reemplazado por un gobierno revolucionario sandinista que instauró un gobierno de “Reconstrucción Nacional”. Pasados los años, uno de los miembros de esa Junta inicial, quizá el más anodino y mediocre, y también el más insignificante y acomplejado, un hombre opaco y desconocido, se convirtió en presidente democrático, asunto que parece que dejó para siempre una suerte de adicción en el falso líder, la de su apego narcisista a las mieles del poder. Hoy creo que va ya por su cuarto período consecutivo. El hombre parece sentirse irremplazable; ese parece ser el destino de los atrabiliarios y los autócratas.

 

Leí hace pocos días un artículo de Rosa Montero, en El País Semanal (Escoger la palabra), en el que hace relación a la dictadura que vive Nicaragua; se refiere a una escritora que se entusiasmó con la revolución y fue funcionaria importante de la Junta de Gobierno. Ella misma (Gioconda Belli, autora de la novela “La mujer habitada”) escribió, por esos mismos días, otro artículo (Ortega y Murillo escriben su epitafio) en el que menciona el epígrafe con el que he iniciado esta entrada; se me hace inevitable, por lo mismo, preguntar por qué, quienes comparten la misma ilusión y recorren el mismo camino, casi siempre se dan cuenta demasiado tarde de la distorsión de estos, en apariencia, bien intencionados procesos, que terminan reemplazando una dictadura con otra aun peor. En definitiva, ¿qué hace que en algún malhadado momento se confunda el derrotero y se olvide el objetivo?

 

Si bien, en el caso de los autócratas y opresores, se hace comprensible su metamorfosis (el embrujo del poder, la falta de verdadera formación como estadista, la carencia de autenticidad en los propósitos, la corrupción aupada por el cinismo, su mal manejo de la recién estrenada propensión a la vanidad y a la megalomanía), más difícil se hace entender qué es lo que pasó con quienes más pronto advirtieron esa propensión al desequilibrio, no solo por estar más cerca, sino porque compartieron al principio las mismas motivaciones, la misma aspiración y los mismos idealismos. No hay duda entonces que estos personajes oscuros se hacen del poder sin límites gracias a dos factores: la muerte o el desprestigio de los mejores, y el apoyo incondicional y sin cuestionamientos de los cándidos y bobalicones. Solo así se entiende aquello de que el revolucionario que se sacrificó y luchó contra el tirano, termina también convertido en déspota y en represor de sus antiguos camaradas…

 

Creo que los demócratas vamos a las urnas con la ilusión de que cambie algo; no sabemos, por tanto, a qué va Nicaragua a los comicios, si todos saben que no va a cambiar nada. Lo único que hasta aquí ha cambiado, es que un tirano fue hace tiempo reemplazado por otro, aunque quizá por uno más corrupto y sanguinario…


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26 noviembre 2021

Calamares y otros antojos

Siempre me gustó el calamar: es un producto marino de sabor discreto, su textura es firme y es fácil reconocer si está fresco o en buen estado. Siendo, como soy, oriundo de la región interandina, mi dieta no tuvo -por lo menos hasta que llegué a la edad adulta- preferencia especial por el pescado y los mariscos. Poco a poco, sin embargo, fui tomando gusto por los productos marinos, y en particular por ese molusco. En el país los platos más populares, hechos con calamar, son: el ceviche y los calamares fritos, que se los sirve arrebozados. El producto es por lo general estándar, los calamares son de una sola clase y miden entre quince y veinte centímetros de largo; son fáciles de limpiar y pelar, como también de preparar.

 

No creo que existan otras formas de preparación en nuestra costa, al menos en los sitios de consumo general; no descarto que existan otros modos de cocción, pero ya son temas de alta cocina y especial preparación. Lo que sí pasa es que no se confunde al pulpo con el calamar, ambos están plenamente identificados. No hay forma de que se quiera pasar “gato por liebre”. Pero, de vuelta al calamar, eso es todo lo qué hay: calamares fritos, ceviche, y uno que otro plato combinado, como arroz con calamar. En España he tenido oportunidad de saborear un calamar diminuto que se sirve en escabeche; lo conocen como “chipirón”, pero es simplemente un calamar pequeño, no se trata de otra variedad. En Asia lo he probado como un plato agridulce. La textura y el sabor combinado lo convierten en uno de mis favoritos.

 

Mientras trabajé en Corea fui tomando gusto por sus particularidades culinarias; llaman al calamar o-ching-o, o algo parecido (오징어), lo aderezan con su típica salsa fermentada y picante, que tiene algo de dulzor. Lo preparan en pequeñas tiritas (como cortadas a la juliana) y le añaden vegetales y semillas de sésamo. Un día entré a un pequeño restaurante y pregunté que cómo se llamaba algo que comía otro comensal y lo ordené (dolzot o-ching-o); realmente me fascinó. Ellos tienen, además, otro tipo de calamar: es más grande (entre treinta y cuarenta centímetros), su carne es más dura, el sabor es más fuerte, lo fríen en los sitios públicos y su olor no es muy agradable. No sé cómo lo llaman en coreano, nunca supe porqué no me gustaba su olor, y nunca me atreví a preguntar. Lo que sí recuerdo es que otros colegas me aclaraban que no era calamar, sino otra especie que en inglés se conocía como “cuttlefish”.

 

Sucede que ellos estaban equivocados, no era cuttlefish. En español se dice sepia, que es una especie de apariencia distinta: solo tiene tentáculos y aletas. Lo que había en Corea era un calamar más grande que no tenía el sabor ni la textura del nuestro. A pesar de su olor desagradable (aquellas fritangas olían a cola de zapatero), un día me animé y lo probé: no me disgustó, pero era como mascar un caucho semiduro, que permanecía por largo tiempo en la boca mientras se bregaba con su deglución. Después he descubierto que el que se preparaba asado a la parrilla en las calles de Seúl, era un tipo distinto de calamar, de menor calidad y menos cotizado; lo llaman “pota” en España. Pero la sepia es diferente, es más pequeña, tiene una concha interior redonda y no esa pluma de apariencia plástica que tiene el calamar.

 

Estos días he estado viendo una serie coreana de la que se habla por todas partes; se llama “El juego del calamar” y es un concurso entre personas endeudadas que califican para competir por un premio desproporcionado. Los participantes deben pasar una serie de pruebas que les permite continuar en carrera o ser eliminados; lo que no saben es que aquello de ser eliminados” no es un simple eufemismo, pues el significado es literal. Son al principio un medio millar de concursantes que luchan por una ilusión, pero pronto descubren que, además, deben enfrentarse unos a otros para sobrevivir. La serie concluye cuando queda un solo vencedor, quien se resiste a aceptar que no se trataba de un juego para determinar un ganador, sino para entretener a otros individuos que se divertían como si se tratara de una carrera de caballos donde fungían de indolentes apostadores…

 

El juego del calamar consistiría en un entretenimiento tradicional coreano, que antes habría sido muy popular entre los niños de ese país. El trazado se parece a nuestra rayuela; se juega entre dos personas que están autorizadas a utilizar la fuerza y todo tipo de recurso con tal de poder desplazar fuera de la figura a su adversario; se llamaría así porque la geometría angular del diseño se asemeja a la apariencia física del molusco. La serie termina con un anti-clímax: el juego representa una gran metáfora y su mensaje es relativamente simple: no vale la pena tratar de eliminar a todo el mundo si la recompensa es terminar -innecesariamente- más rico que los demás…


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23 noviembre 2021

Unos puntos en el mapa

Hoy quiero hablarles de unas islas diminutas; decir que son puntos en el mapa sería una exageración, lo mismo que un “understatement“ (como se diría en inglés) pero en el sentido de atenuación, es decir todo lo contrario a lo que llamamos “una exageración”. Esto porque, si ponemos un punto en el mapa, la impronta sería demasiado grande, realmente enorme, para representarlas. Un solo punto, por minúsculo que lo dibujemos, en la práctica las sepultaría. Hoy voy a comentarles algo de Sta. Elena, Zanzíbar, y las Islas Malvinas (no confundir con las Maldivas).

 

Ya con mi experiencia del otro día, no les voy a preguntar dónde queda ese lugar de nombre caprichoso, Zanzíbar (quizá quiera decir “Tierra de los Negros”), fijo que me han de contestar que es una ciudad milagrosa ubicada en el País de Nunca Jamás o, quién sabe, a lo mejor me dicen también que es el nombre de otra súper popular heladería, pero que no se acuerdan dónde queda. Una que efectivamente existió pero que asoma en la Wikipedia como “negocio suspendido” (que no es lo mismo que clausurado). Algo de mi intuición aborigen me dice que el negocio ya no existe, pero que se ha convertido en una industria que abastece a muchas heladerías de la ciudad de Quito.

 

Zanzíbar (su nombre local es Unguja) es una pequeña isla que forma parte de un diminuto  archipiélago, que cuenta con dos islas principales, una de las cuales se hizo famosa hace casi cinco siglos y a la que llegó un europeo por primera vez (por lo menos luego de dar la vuelta al África por el cabo de Buena Esperanza). Zanzíbar tiene, como ya lo han podido comprobar, un nombre cantarín y prodigioso, a ella llegó Vasco da Gama, seis años después del descubrimiento de América; el hombre y sus compañeros navegantes descubrieron que sus frutos, su paisaje y su clima eran tan portentosos como su sibilante nombre; se enamoraron de sus playas y la convirtieron en punto indispensable en la mitad de sus viajes entre Europa y los misteriosos destinos de Asia meridional, ricos entonces en fragantes especias.

 

La isla está ubicada frente a un país de África Oriental conocido como Tanzanía, ahí se encuentra nada menos que la cima más alta del continente africano, el soberbio Kilimanjaro; allí, en Tanzanía, se encuentra esa reserva natural famosa en el mundo que se conoce como Serengueti. Pocos saben, o recuerdan, que antiguamente tenía otro nombre, uno que sonaba a tambores tribales de guerra: le llamaban Tanganika. Lo que pocos recuerdan, y casi nadie sabe, es que cuando se independizó Zanzíbar se integró a Tanganika y cada uno aportó con la mitad del apellido: Tan-Zan-ía.

 

Santa Elena es otro lugar sorprendente, famoso por equivocados motivos: primero, por estar “en la mitad de ninguna parte”; y, segundo, porque el Napoleón derrotado en Waterloo, vivió en esa lejana y solitaria isla los últimos seis años de su vida. Sta. Elena es un lugar extremadamente aislado, ubicado en medio del Suratlántico, casi a medio camino entre Salvador, en el Brasil, y la frontera entre Angola y Mozambique; si usted amable lector, quiere encontrarla, trace una línea perpendicular desde Costa de Marfil (situada entre Ghana y Liberia) y señale la carta con un puntito no muy conspicuo. Yo me imagino que fue descubierta por algún náufrago o, quién sabe, por uno de esos apresurados navegantes del “siglo de los descubrimientos” que siempre estaban buscando un atajo para abreviar sus interminables periplos de regreso…

 

Finalmente, voy a conversarles de otro punto en el mapa (realmente dos). Se supone que se trata de islas que fueron descubiertas en viajes iniciados desde la actual Argentina. Pasado el tiempo, fueron ocupadas por los ingleses, que siempre desdeñaron las reclamaciones del país latinoamericano. No son famosas por sus playas, ni por sus paisajes, sino tan solo por una guerra absurda y fratricida (¿qué guerra no lo es?). Para los ingleses han pasado a apellidarse Falklands, los argentinos las siguen identificando como Malvinas. En días pasados me enteré del porqué del nombre (La palabra del día, de Ricardo Soca): fueron bautizadas de ese modo en honor a un santo.

 

Quienes habrían sido los primeros en llegar a ellas (1764), eran oriundos de la población francesa de Saint Malo, por lo que les habrían bautizado como Íles Malouines, en honor a San Maclovio (en español), un monje nacido en Gales que habría fundado varios monasterios en la Bretaña francesa. Pasados los años, los españoles habrían comprado las islas y expulsado a los ingleses en aplicación del Tratado de Tordesillas. Argentina se independizó de España en 1816 y proclamó la posesión de las Islas; diecisiete años más tarde los ingleses las reclamaron como suyas. Todo parece indicar que San Malo no es un santo tan bueno o, por lo menos, que con nombre tan singular no es de esos santos que ostentan tanto influjo o preferencia.


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19 noviembre 2021

En el camino de regreso...

Es probable que, siendo niño, me haya extrañado aquello de que, a diferencia de las centenas que siempre utilizaban el sufijo “cientos”, no sucediese lo mismo con las decenas que usaban el sufijo “enta”, palabra inexistente que, no tiene traducción. Con el tiempo he venido a concluir que se trata de una terminación, o sufijo, que significa “número de remedios”; efectivamente, estoy ya tomando en estos mismos días un conjunto de seis unidades de distintos medicamentos y nada me garantiza que pronto, muy pronto, no me encuentre enfrentando la ingesta de la séptima forma de este tipo de paliativos... Solo espero que esa pastilla, cápsula o tableta, sea una medicina para la memoria, pero –claro– no por los nunca deseados motivos.

 

Y es que, por una de esas razones que uno no encuentra explicación, me he ido persuadiendo que eso de cumplir setenta años es una especie de punto de no retorno, una forma de encrucijada, de punto de eclosión. Decir setenta ya no parece parte del camino, se antoja más bien como parte del regreso. Y no pienso así porque crea que el hombre se enfrenta de pronto a un umbral donde han menguado sus facultades (o que se haya tornado un tanto “decrépito”); sino que estoy persuadido que se va enfrentando a un desafío: eso de ir dando renovada importancia a lo que antes hizo, a lo que antes pasó. Desde ese punto de vista, llegar a esa edad es tener acceso a un privilegio: la oportunidad de combinar lo que se vive con el agradecido recuerdo de lo que se vivió. Es para eso que sería formidable una pastilla (si la hay), tan solo para eso: para acicatear la memoria.

 

De niño ya me vi obligado a ejercitar la memoria. Temprano aprendí que la repetición y unos pocos subterfugios me ayudaban a memorizar lo que no siempre pudo retener mi incierta inteligencia. Siempre espoleó mi curiosidad (y febril imaginación) aquello de que los poemas homéricos no habrían sido escritos sino que eran historias que se memorizaban y que fueron pasando de boca en boca y de generación en generación. Así supe que aquellas obras formidables, La Ilíada y La Odisea, no habrían sido escritas por una sola persona. Y que su presunto autor, si hubiese sido un personaje único, solo habría sido una suerte de recopilador. Puedo decir, como casi todos, que nunca las he leído por completo o en forma sistemática; quizá solo resúmenes o fragmentos, quién sabe si por eludir la posibilidad de enfrentarme al tedio de leerlas en verso, o a no entender y apreciar su trama en el intento.

 

Creo que fue La Ilíada la que me atrajo menos. Es la historia de una guerra, sucedida en un lugar que nunca pude identificar con facilidad; solo más tarde descubriría que estuvo alguna vez ubicado en el noroccidente de la península de Anatolia, muy cerca de la entrada del estrecho de los Dardanelos. La de Troya es una guerra por el honor, pero al fin es un conflicto ocasionado por el amor y los celos; es la historia de la abducción de una mujer hermosa llamada Helena, la de una guerra en la que se enfrentan Paris y Menelao, el marido ofendido. Vi alguna vez, siendo niño, una película que exhibía la cruenta historia, con el famoso y legendario caballo incluido, salí de la sala enamorado para siempre de la protagonista, una actriz italiana de rostro inolvidable. Se llamaba Rossana Podestá, fue para mí como una diosa que la habían tenido escondida, fue desde entonces la preferida de mi particular Olimpo. La Ilíada fue, para mí, solo la historia de una pelea, y a mí la verdad no me gustan las peleas…

 

Pero fue la Odisea la historia que por siempre me cautivó. Siempre me pareció la saga de una aventura inigualable; trata del regreso a casa del héroe, el mismo que tiene que enfrentarse a toda suerte de peligros para regresar a donde su amada Penélope. La Odisea es la historia de un viaje de retorno, de los riesgos que debe de enfrentar Odiseo, o Ulises, para, luego de un periplo de diez años (la guerra ya había durado otros diez), regresar a casa -viejo y cansado- a recuperar una esposa que es asediada por sus propios amigos convertidos en pretendientes. El héroe termina disfrazado de mendigo y es así cómo su dueña lo reconoce: no a pesar de su embozo, sino justamente gracias a él. Quizá por eso, siempre me dejé seducir por la magia de los regresos, sin caer en cuenta de la intrínseca dicotomía que tienen los retornos: una llegada en apariencia que esconde la inminencia de una nueva partida, la misma que no es sino el principio de una nueva forma de volver…

 

Superado ya el travieso guarismo del sesenta y nueve, este setenta se me presenta como una oportunidad para disfrutar, con la sabiduría que regala la edad, las cosas que tal vez vendrán; y, para, aprovechando del beneficio que pueda aportarnos la memoria, gozar todavía de todas aquellas otras cosas que nos fue regalando la vida…


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16 noviembre 2021

A ver, ¿qué parte no entendieron?

Ese mañana bajábamos con Álvaro S. por la carretera que va a Santo Domingo. Le iba acompañando en una de sus visitas a la hacienda que administraba en Quevedo. Entonces le pregunté si no tenía problema con el tipo de gente con la que trabajaba, me respondió que tenía efectuado el estudio psicológico del montubio de nuestra costa, fórmula “infalible” -me dijo- para jamás tener que enfrentar esos problemas. “Háblame de eso”, inquirí; a lo que él, con esa entonación que caracteriza a los chilenos, me contestó bajando la voz, como si me participara de un íntimo secreto: primero, nunca le ofrezcas lo que no le vas a cumplir; segundo, nunca se te ocurra meterte con su mujer o compañera; y, tercero, nunca le reclames o reprendas delante de sus subalternos, no subestimes su sentido de dignidad.

 

Si algo he aprendido a mis años, es eso precisamente: que los chorlitos, aunque no lo parezca, no tienen “cabeza de chorlito”. No sé de dónde viene la expresión pero me he dado cuenta que ese tipo de ave, de cuerpo mediano y patas largas, no tiene -para empezar- un tipo de cabeza que, por su tamaño, no vaya en concordancia con el tamaño de su cuerpo. No ha de ser tan tonto el chorlito (“Golden plover”, en inglés), digo yo, si -como he leído- es capaz de efectuar viajes de 3.000 kilómetros (desde Alaska hasta Hawái) por hasta 20 veces en su vida… Es decir, sabe por naturaleza, que tiene que hacer este tipo de viaje para no cagarse de frío y no morirse, literalmente, de hambre, si le pilla sedentario y desprevenido el cíclico cambio de clima.

 

No solo no tienen “cabeza de chorlito”. Disculpen el término malsonante pero no son ningunos pendejos. No son unos “tontos de capirote”, expresión que quiere decir que alguien ha alcanzado la expresión más elevada de la estupidez o tontería. Un “capirote” es aquel cucurucho o sambenito que visten en sus cabezas los penitentes en las procesiones y otros ritos religiosos, por haber cometido justamente todo tipo de pecados, desmanes o tonterías. Un tonto de capirote es alguien que se ha graduado en el oficio, ha sacado un master en tontería. Vamos a ver: hay tantos y tantos malos conductores en nuestras carreteras, que dudo mucho que hayan aprendido mal, simplemente no se han puesto a meditar que sus hábitos y costumbres los convierten, ipso facto, en ilustres representantes de la clase más indolente de la estulticia. Sí, estamos llenos de “cabezas de chorlito”…

 

Viajo, como consecuencia de la movilización  necesaria para cumplir con mi trabajo, algo más de ciento cincuenta kilómetros todos los días. Y, asimismo, todos los días tengo que lidiar con esa mal llamada “cultura” de otros conductores, particularmente de los de “transporte pesado”. Veo, día a día, tanta mala práctica, que no puedo sino concluir que no han pensado en que lo que hacen es incorrecto o que hay una mejor forma de conducir para facilitar el flujo normal del tránsito y permitir que los demás conductores puedan tener un viaje más tranquilo, cómodo y seguro. Por ello, cuando manejo, a cada rato me pregunto: “a ver, ¿qué parte es la que no entienden?". El punto es que siempre cometen similares y repetidos errores; aquí señalo algunos de los más frecuentes:

 

• El conductor promedio, léase casi todos, se ha acostumbrado a manejar lento y por el carril de la izquierda. Esto es intolerable, sobre todo en las cuestas, cuando ellos tratan de rebasar pero su vehículo no tienen suficiente potencia, creando una situación de “perro del hortelano” que no rebasa ni deja rebasar.

• Esto de no andar por la derecha, tratándose especialmente de vehículos sin mucha potencia, o que transitan a velocidad muy lenta, crea una situación inconveniente y peligrosa, pues obliga a otros conductores a rebasarlos por el lado equivocado.

• Existe, además, la mala costumbre de no utilizar luces direccionales para cambiar de carril; con ello se genera una situación de incertidumbre que va contra la seguridad vial.

• Subsiste una incomprensible e intolerable ausencia de empleo del espejo retrovisor para manejar, lo cual afecta la conciencia situacional en las vías y produce torpes e imprudentes situaciones que afectan la comodidad y seguridad de los ocupantes de los demás vehículos.

• Aunque redundemos, existe una contra-cultura de los conductores que manejan como si fueran dueños del carril izquierdo, cual si no quisieran dejarse rebasar (quizá estén convencidos de que el carril derecho es solo para los vehículos pesados). Se sienten dueños de la vía.

• Otro defecto incomprensible es el de quienes no utilizan luces direccionales para alertar, a quienes vienen en su retaguardia, de que pretenden salir de la vía, virar o detenerse.

• Para el caso de los conductores de buses y vehículos pesados, existe la tendencia a movilizarse a muy alta velocidad cuando están vacíos, pues creen que eso los convierte técnicamente en livianos.

 

Esa “cultura de manejo”, no antepone el respeto a los demás, crea un sistema de movilización incierto y peligroso, proclive siempre al accidente inesperado, el siniestro imprevisto y la desgracia inminente. Todo ello obliga a insistir: a ver, señores conductores, ¿qué parte es la que no entendieron?


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12 noviembre 2021

Dequeísmos en nuestro hablar cotidiano *

• Tomado del Diccionario panhispánico de dudas.

 

Dequeísmo. Es el uso indebido de la preposición de delante de la conjunción que, cuando la preposición no viene exigida por ninguna palabra del enunciado.

 

1. Se incurre en dequeísmo en los siguientes casos:

 

a) Cuando se antepone la preposición de a una oración subordinada sustantiva de sujeto. El sujeto de una oración nunca va precedido de preposición y, por tanto, son incorrectas oraciones como ¶ Me alegra de que seáis felices (correcto: Me alegra que seáis felices); ¶ Es seguro de que nos quiere (correcto: Es seguro que nos quiere); ¶ Le preocupa de que aún no hayas llegado (correcto: Le preocupa que aún no hayas llegado); ¶ Es posible de que nieve mañana (correcto: Es posible que nieve mañana). Algunos de estos verbos, cuando se usan en forma pronominal (alegrarse, preocuparse, etc.), sí exigen un complemento precedido de la preposición de. En ese caso, el uso conjunto de la preposición y la conjunción es obligatorio: Me alegro de que seáis felices, y no ¶ Me alegro que seáis felices; Me preocupo de que no os falte nada, y no ¶ Me preocupo que no os falte nada ( queísmo, 1a).

 

b) Cuando se antepone la preposición de a una oración subordinada sustantiva de complemento directo. Esto ocurre, sobre todo, con verbos de «pensamiento» (pensar, opinar, creer, considerar, etc.), de «habla» (decir, comunicar, exponer, etc.), de «temor» (temer, etc.) y de «percepción» (ver, oír, etc.). El complemento directo nunca va precedido de la preposición de y, por tanto, son incorrectas oraciones como ¶ Pienso de que conseguiremos ganar el campeonato (correcto: Pienso que conseguiremos ganar el campeonato); ¶ Me dijeron de que se iban a cambiar de casa (correcto: Me dijeron que se iban a cambiar de casa); ¶ Temo de que no llegues a tiempo (correcto: Temo que no llegues a tiempo); ¶ He oído de que te casas (correcto: He oído que te casas).

 

c) Cuando se antepone la preposición de a una oración subordinada que ejerce funciones de atributo en oraciones copulativas con el verbo ser. Este complemento, por lo general, no va precedido de preposición y, por tanto, son incorrectas oraciones como ¶ Mi intención es de que participemos todos (correcto: Mi intención es que participemos todos).

 

d) Cuando se inserta la preposición de en locuciones conjuntivas que no la llevan: ¶ a no ser de que (correcto: a no ser que), ¶ a medida de que (correcto: a medida que), ¶ una vez de que (correcto: una vez que).

 

e) Cuando se usa la preposición de en lugar de la que realmente exige el verbo: ¶ Insistieron de que fuéramos con ellos (correcto: Insistieron en que fuéramos con ellos); ¶ Me fijé de que llevaba corbata (correcto: Me fijé en que llevaba corbata).

 

2. Los verbos advertir, avisar, cuidar, dudar e informar, en sus acepciones más comunes, pueden construirse de dos formas: advertir [algo] a alguien y advertir de algo [a alguien]; avisar [algo] a alguien y avisar de algo [a alguien]; cuidar [algo o a alguien] y cuidar de algo o alguien; dudar [algo] y dudar de algo; informar [algo] a alguien (en América) e informar de algo [a alguien] (en España). Por tanto, con estos verbos, la presencia de la preposición de delante de la conjunción que no es obligatoria ( advertir, avisar, cuidar(se), dudar, informar(se)).

 

3. Un procedimiento que puede servir en muchos de estos casos para determinar si debe emplearse la secuencia de «preposición + que», o simplemente que, es el de transformar el enunciado dudoso en interrogativo. Si la pregunta debe ir encabezada por la preposición, esta ha de mantenerse en la modalidad enunciativa. Si la pregunta no lleva preposición, tampoco ha de usarse esta en la modalidad enunciativa: ¿De qué se preocupa? (Se preocupa de que...); ¿Qué le preocupa? (Le preocupa que...); ¿De qué está seguro? (Está seguro de que...); ¿Qué opina? (Opina que...); ¿En qué insistió el instructor? (Insistió en que...); ¿Qué dudó o de qué dudó el testigo? (Dudó que... o dudó de que...); ¿Qué informó [Am.] o de qué informó [Esp.] el comité? (Informó que... [Am.] o informó de que... [Esp.]).

 

* Finalmente, dos recomendaciones de mi cosecha para saber cómo proceder, para salir de dudas:

 

1. Si se puede reemplazar la frase subordinada con eso, esto o algo, debemos utilizar “que”; si, por el contrario, la podemos reemplazar con de eso, de esto o de algo, es que debemos preferir ese (a veces sospechoso) “de que”.

 

2. Cuando encontremos frases adverbiales como: a medida, a menos o de modo, lo más seguro es que debemos utilizar “que”; si hallamos: a pesar o el hecho, es fijo que debemos completar la frase con “de que”. De nada…


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09 noviembre 2021

Pichincha, el cerro irascible

Siempre me ha llamado la atención que los quiteños no nos hayamos preocupado por la raíz etimológica del nombre de nuestro cerro tutelar, el gran macizo del Pichincha. Deduzco que no existe un acuerdo en cuanto al origen del nombre, ni siquiera en la lengua en la que debería tener un sentido. Se mencionan varias posibilidades, algunas antojadizas, se dice que existiría un significado en diferentes lenguas, incluso en idioma tsáchila (?), pero no parece haber relación entre el nombre de la montaña con una lengua conocida, en especial el quichua. Sería más fácil inferir un sentido si el nombre sería Yanahurco, Huagrahuasi o Yanasacha, por ejemplo.

Pero no. Pichincha tiene tres sílabas en nuestro idioma, pero en quichua tendría dos sonidos fuertes: Pi y chincha, que semánticamente no tienen ninguna relación, con un significado coherente. Esto no es corriente con los nombres de ríos, valles, montañas y otros accidentes que los naturales suelen apellidar para poderlos identificar y reconocer. Pichincha, a más de no significar nada específico en quichua, es una voz criolla, sí es un término castellano, registrado en el diccionario, vendría del portugués “pechincha” y querría decir lo mismo que ganga, “chollo” como dicen los peninsulares; algo de buen valor conseguido a un precio irrisorio.

Si la palabra no significa nada, conjeturo que ese (Pichincha) no era el nombre que tuvo el cerro antes de la llegada de los españoles, que ese no era el nombre original; que quizá el cerro tuvo un nombre parecido al que después se usó y con el cual lo bautizaron. He buscado en los diccionarios del quichua y no existen palabras parecidas, ni siquiera separando los fonemas para intentar desentrañar los morfemas correspondientes. Esto no se entiende; se me ocurre probable que el nombre originario sonara parecido al que fue escogido y que el antiguo se habría desechado, sea por su difícil pronunciación, porque no tenía la fuerza semántica deseada o porque sonaba como algo desagradable. No sonaba emblemático o, para decirlo de algún modo, aristocrático…

Pero, hay algo más: hemos vivido tan cerca del cerro (realmente un macizo o un conjunto de cerros) que no nos hemos preocupado de identificarlo y reconocerlo. Para empezar, quienes crecimos en el centro solo veíamos Cruz Loma; solo cuando nos alejábamos de la ciudad advertíamos que tenía un perfil distinto, que variaba a medida que se cambiaba su ángulo de observación, particularmente desde los valles aledaños. Debido a que sus principales promontorios se alinean de suroccidente a nororiente, con una derrota de unos 45 grados, se hace necesario mirarlo desde la distancia y desde el suroriente para apreciar la  majestuosidad de su total estructura.

No es una coincidencia que los quiteños recién hayamos valorado la belleza del conjunto cuando rodeábamos la loma de Puengasí, en viaje al Valle de los Chillos. Solo ahí, podíamos diferenciar las distintas cumbres y apreciar al macizo en su máximo esplendor; así aprendimos a reconocer al Guagua Pichincha (4.800 metros), al Padre o Fraile Encantado, al Ruco (o Rucu) Pichincha (4.700 metros), a la humilde Cruz Loma, a los farallones portentosos del Cóndor (o Cundur) Guachana y a ese cerrito de origen volcánico que conocimos con el nombre de Ungüí. Fue en los Chillos que nuestros mayores retaban nuestra imaginación, cuando comentaban que el perfil horizontal del cerro, desde ese ángulo, se parecía a la efigie del Mariscal Antonio José de Sucre, la que veíamos en nuestras monedas antiguas, y nos trataban de convencer que ese contorno del cerro se parecía al perfil del héroe.

Volviendo a lo que dejé suelto más arriba, opino que el nombre de Pichincha se parecería al que identificaba al macizo antiguamente. El más parecido que he encontrado en el diccionario quichua es “piñachina”. Conjeturo que este pudo ser desechado por su carácter de nombre prosaico, que suena a fruta asiática, sin la impronta de alcurnia que se hubiera querido para un símbolo de la nacionalidad. De ahí que, como me interesaba conocer el sentido real del nombre, acudí a un par de hablantes de nuestra lengua indígena (dos humildes tenderas de mi barrio) y el resultado fue algo prodigioso. La primera contestó que quería decir  “bravo”, en el sentido de enojado o de mal carácter. La segunda fue más concisa: “verás -me dijo-, es lo mismo que 'guambra emperrado', o niño enrabietado, igual que marido enfurecido, que explota emberrenchinado”. Ya está, me dije; piñachina quiere decir: colérico, irascible o enojado. Justo lo que representa un volcán, que reacciona de golpe, encolerizado.

Cuando voy por el sur del continente, encuentro a cada paso la palabra Pichincha, usada como nombre propio; me inclino a pensar que se la emplea por su sentido histórico, no por el semántico. Se trata del cerro en cuyas faldas se dirimió nuestra independencia. Bien visto, no solo es un nombre bonito, tiene una gran fuerza semántica y fonética. Aun así, se justifica el apelativo que pudo haber tenido y que luego se transliteró; propongo que el nombre habría significado lo que lo definió: “mozuelo que actúa enrabietado, con berrinches de corta duración”…


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05 noviembre 2021

La palabra ojalá *

* Por Martín Caparrós, para El País Semanal

 

La pregunta va y vuelve, se repite: las preguntas que importan siempre se repiten. Y sin embargo cuando me preguntan cuál sería la palabra más bonita de la lengua, yo no contesto —por cobarde, supongo— pero suelo pensar que ojalá. La palabra ojalá es ilusión, suspiro de esperanza, ojos que se iluminan —y esos ecos. “Ojalá se te acabe la mirada constante, / la palabra precisa, la sonrisa perfecta. / Ojalá pase algo que te borre de pronto…”. A veces la palabra ojalá parece condenada a esa canción, un gran bolero, puro rencor enamorado, odio del bueno y del cubano. Pero está en tantos otros rincones, y en todos es destello.

 

La palabra ojalá es un revuelo de castellanos varios: un aire del desierto y esa jota. La jota de ojalá puede ser tan distinta según donde se diga, desde la gárgara rasposa de Castilla hasta la leve aspiración del caribeño, pasando por todas las gradaciones intermedias —y terminando, al sur del sur, en esa ojala que sale sin acento.

 

Ojalá es tan del sur: de esas partes donde se dice que las personas sienten más que piensan. Los ingleses y los franceses, tan aparentemente serios, no tienen una palabra equivalente. Recurren a expresiones banales: I wish, I hope, hopefully, j’espère, donde no hay un poder extraño que decide sino sujetos que pretenden. Los italianos y los portugueses, en cambio, tan agoreros como nosotros, sí dicen magari o tomara.

 

Y ojalá nos define pero, sobre todo, nos recuerda que no siempre fuimos lo que somos, lo que creemos que somos, eso que nos contaron. Ojalá, claro, es puro árabe: al principio fue law šá lláh, dice la Academia, que significaba “si Dios quiere”. Ojalá es pedir algo a esas fuerzas oscuras, rogar a quien se pueda. Es la idea de querer algo que quién sabe: lo contrario de creer que porque quieres algo lo vas a conseguir. Porque quieres algo puedes no conseguirlo, porque el mundo es demasiado complicado para estar seguro. Ojalá —decir ojalá— es una forma de decir la pequeñez de cada quien, la imposibilidad de controlar este caos de causas y efectos en que vivimos y sufrimos.

 

Pero no es fácil vivir con esa idea. Durante mucho tiempo el abismo era demasiado profundo para soportarlo y muchos, de puro susto, lo llamaban dios. Entonces, cuando alguien quería algo, se lo pedía a alguno de esos amos: quiera Alá. Ahora el mundo es más laico: la religión está cada vez más limitada a los más infelices, los que tienen más razones para esperar que el sinsentido en que viven tenga algún sentido, que un gran padre los saque del pantano. Muchos creemos que ya no le pedimos nada a un dios, y es casi cierto. Ahora nos parece que decir ojalá no es someter nuestros deseos a un padre todopoderoso sino a los azares, aun más poderosos pero menos malignos: decimos ojalá y, al decirlo, deseamos que haya suerte y las cosas sean como querríamos. El azar no tiene ideas, no tiene moral, no tiene sacerdotes, no pretende decirnos qué debemos hacer; solo nos lleva y trae con su desdén de siempre.

 

Lo curioso es que, en este mundo casi laico, al decir ojalá la lengua nos traiciona y le volvemos a rogar a un dios. Que no es, para más inri, ese que mandoneó a los hispanos durante los últimos cinco siglos sino otro, su primo y enemigo, tan mandón como el que sí lo hizo. Es “otro dios”, y es gracioso pensar en generaciones y generaciones de católicos férreos rogando al dios contrario, el dios de sus infieles. La lengua tiene esas formas de burlarse de quienes creen que la manejan.

 

Ojalá, entonces, es recochineo, y ojalá hubiera muchas palabras así: palabras que nos recuerdan que no hay pureza, que somos en la mezcla, que decimos mucho más que lo que creemos que decimos. Que hablar es entregarse a un sistema tanto más complejo, a sus azares; que uno nunca sabe del todo lo que dice: que hablar es, siempre, susurrar ojalá —y a ver qué pasa.

 

Nota: en mi asignación arábiga descubrí no solo que “inshallá” era el origen de nuestro ojalá, sino que la expresión invadía el hablar cotidiano, casi como una forma de salutación, tanto de bienvenida como de despedida (realmente quiere decir “Dios mediante” o “Con permiso de Dios”). Ese uso era tan recurrente que, cuando la torre de control emitía su autorización, la respuesta invariable de los pilotos no era otra que aquel humilde y religioso “inshallá”.


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02 noviembre 2021

Especias, hogueras y frailes…

Cuando hemos tenido la fortuna de hojear muchas páginas de ese libro abierto que son los viajes, solemos tener una pretensión. Ahora ya no es que nos gustan ciertas ciudades: hemos aprendido a identificar algunas urbes como nuestros lugares favoritos; es más, hemos aprendido a preferir ciertos rincones de aquellas mismas ciudades. Si voy a Bruselas, me gusta deambular por las callejas peatonales cercanas al Manneken-Pis, donde los mejillones parecerían convertirse en su principal especialidad culinaria. Si voy a Londres, me gusta atravesar Hayde Park, subir hacia Notting Hill, dirigirme a Pembrige y adentrarme en Portobello Market. Si el destino es París, me dejo llevar por mi curiosidad: a veces deambulo por el Barrio Latino, otras por el Faubourg Saint Honoré, o subo caminando a la Basílica del Sagrado Corazón en Montmartre.

 

Pero es en Roma donde me sucede algo especial. Ahí no me comporto como un turista más. Me dejo ganar por el flujo de la gente; no repito ni las Gradas de España ni la Plaza Navona, ni siquiera el Foro o el Coliseo, qué decir del Panteón o la Fontana de Trevi. Allí llego al monumento a Víctor Emmanuel y dejo que mis pies hagan el trayecto que ya conocen, los dejo en modo de control remoto y así me llevan a uno de mis rincones preferidos. Se trata de una pequeña placita que ciertos días se convierte en un mercado de ingredientes culinarios y especerías. Puedo encontrar allí las más fragantes hierbas frescas, los más apetitosos tomates, los más exóticos hongos que puedan probarse. Es un lugar que tiene un aspecto especial, me cautiva su ambiente. Se llama Campo di Fiore.

 

Alguna vez lo visité al final de la tarde, a la hora en que levantan las tiendas y los andamios; cuando los cansados vendedores apuran sus faenas de retirada, se vuelven indiferentes e ignoran a los tardíos compradores. Entonces se puede apreciar la semblanza de un encapuchado; es un fraile de bronce que parece desafiar la incredulidad ajena, algo en su serena semblanza parecer irradiar un atisbo de reprensión ante la complaciente ignorancia. Es el monumento a un hombre de ciencia que fue más allá que Copérnico; un adelantado a su tiempo, quien postuló que no todo el universo giraba alrededor del Sol, sino tan solo la Tierra y los demás planetas que conforman nuestro sistema. Que propuso que el astro que nos calienta es solo otra estrella, como aquellos millones que son el centro de otros millones de sistemas, parte de todas esas constelaciones y galaxias que podemos admirar por la noche.

 

Giordano Bruno, aquel fraile dominico que más que lidiar con el ordenamiento misterioso del cosmos, tuvo que enfrentarse a la ignorancia y al prejuicio, habría de ser condenado a morir en la hoguera, por el capricho de cuatro necios metidos a devotos inquisidores. Bruno, un genial astrónomo, ideó una explicación cosmológica más coherente y completa que las de Tycho y Galileo, y casi tan visionaria como la de Kepler. Por un tiempo me confundí de plaza y de monumento, no sé si por ese callado y frío lenguaje que suele hablar el bronce, o principalmente porque ambos, Bruno y el otro predicador, fueron frailes y fueron quemados vivos, aunque ambos murieron víctimas de la ignorancia y de la forma más criminal que puede tener el prejuicio. Sus voces solo fueron acalladas por el crepitar gazmoño y santurrón, por la vehemencia cruel y lamentable de las llamas.

 

Así, confundí por un tiempo a esos dos personajes: a Bruno, con sus mundos matemáticos, perennes y precisos; y al otro monje, también dominico que había predicado contra el pecado y la corrupción del papado, y que había vociferado en calles y plazas aquel ¡arrepentíos!, sin sospechar que si escasos son los que reconocen que han pecado, todavía más escasos son quienes se arrepienten por el mal que a otros infringieron. A la otra efigie la había visto en una plaza de Ferrara. Por ser frailes los dos, me pareció que participaban de un cierto parecido; fue que ambos recibieron una pena similar, un estremecedor y horripilante castigo.

 

Girolamo Savonarola habría sido un formidable polemista, un predicador fogoso y favorecido. El brío que impartía a sus homilías solo era superado por su celo impregnado de terror apocalíptico, la suya no era una religión de la bondad y la redención, su sermón hablaba de la maldad del hombre y del infernal castigo. Siempre me recordará, con sus manos crispadas y sus ojos enfurecidos, a un cura oblato que conocí de niño; terminaría él convertido en capellán de nuestro colegio. Siempre que paso por la Basílica, recuerdo sus incendiarias arengas, sus reproches contra nuestra curiosidad, por él convertida en imperdonable desorden lascivo. Fueron memorables sus pavorosas homilías, sus afiebradas admoniciones de miércoles de carnaval, cuando interpretaba nuestras cándidas exploraciones como desmanes inspirados en la aberración, incapaces de alcanzar nunca el perdón divino.


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