02 noviembre 2021

Especias, hogueras y frailes…

Cuando hemos tenido la fortuna de hojear muchas páginas de ese libro abierto que son los viajes, solemos tener una pretensión. Ahora ya no es que nos gustan ciertas ciudades: hemos aprendido a identificar algunas urbes como nuestros lugares favoritos; es más, hemos aprendido a preferir ciertos rincones de aquellas mismas ciudades. Si voy a Bruselas, me gusta deambular por las callejas peatonales cercanas al Manneken-Pis, donde los mejillones parecerían convertirse en su principal especialidad culinaria. Si voy a Londres, me gusta atravesar Hayde Park, subir hacia Notting Hill, dirigirme a Pembrige y adentrarme en Portobello Market. Si el destino es París, me dejo llevar por mi curiosidad: a veces deambulo por el Barrio Latino, otras por el Faubourg Saint Honoré, o subo caminando a la Basílica del Sagrado Corazón en Montmartre.

 

Pero es en Roma donde me sucede algo especial. Ahí no me comporto como un turista más. Me dejo ganar por el flujo de la gente; no repito ni las Gradas de España ni la Plaza Navona, ni siquiera el Foro o el Coliseo, qué decir del Panteón o la Fontana de Trevi. Allí llego al monumento a Víctor Emmanuel y dejo que mis pies hagan el trayecto que ya conocen, los dejo en modo de control remoto y así me llevan a uno de mis rincones preferidos. Se trata de una pequeña placita que ciertos días se convierte en un mercado de ingredientes culinarios y especerías. Puedo encontrar allí las más fragantes hierbas frescas, los más apetitosos tomates, los más exóticos hongos que puedan probarse. Es un lugar que tiene un aspecto especial, me cautiva su ambiente. Se llama Campo di Fiore.

 

Alguna vez lo visité al final de la tarde, a la hora en que levantan las tiendas y los andamios; cuando los cansados vendedores apuran sus faenas de retirada, se vuelven indiferentes e ignoran a los tardíos compradores. Entonces se puede apreciar la semblanza de un encapuchado; es un fraile de bronce que parece desafiar la incredulidad ajena, algo en su serena semblanza parecer irradiar un atisbo de reprensión ante la complaciente ignorancia. Es el monumento a un hombre de ciencia que fue más allá que Copérnico; un adelantado a su tiempo, quien postuló que no todo el universo giraba alrededor del Sol, sino tan solo la Tierra y los demás planetas que conforman nuestro sistema. Que propuso que el astro que nos calienta es solo otra estrella, como aquellos millones que son el centro de otros millones de sistemas, parte de todas esas constelaciones y galaxias que podemos admirar por la noche.

 

Giordano Bruno, aquel fraile dominico que más que lidiar con el ordenamiento misterioso del cosmos, tuvo que enfrentarse a la ignorancia y al prejuicio, habría de ser condenado a morir en la hoguera, por el capricho de cuatro necios metidos a devotos inquisidores. Bruno, un genial astrónomo, ideó una explicación cosmológica más coherente y completa que las de Tycho y Galileo, y casi tan visionaria como la de Kepler. Por un tiempo me confundí de plaza y de monumento, no sé si por ese callado y frío lenguaje que suele hablar el bronce, o principalmente porque ambos, Bruno y el otro predicador, fueron frailes y fueron quemados vivos, aunque ambos murieron víctimas de la ignorancia y de la forma más criminal que puede tener el prejuicio. Sus voces solo fueron acalladas por el crepitar gazmoño y santurrón, por la vehemencia cruel y lamentable de las llamas.

 

Así, confundí por un tiempo a esos dos personajes: a Bruno, con sus mundos matemáticos, perennes y precisos; y al otro monje, también dominico que había predicado contra el pecado y la corrupción del papado, y que había vociferado en calles y plazas aquel ¡arrepentíos!, sin sospechar que si escasos son los que reconocen que han pecado, todavía más escasos son quienes se arrepienten por el mal que a otros infringieron. A la otra efigie la había visto en una plaza de Ferrara. Por ser frailes los dos, me pareció que participaban de un cierto parecido; fue que ambos recibieron una pena similar, un estremecedor y horripilante castigo.

 

Girolamo Savonarola habría sido un formidable polemista, un predicador fogoso y favorecido. El brío que impartía a sus homilías solo era superado por su celo impregnado de terror apocalíptico, la suya no era una religión de la bondad y la redención, su sermón hablaba de la maldad del hombre y del infernal castigo. Siempre me recordará, con sus manos crispadas y sus ojos enfurecidos, a un cura oblato que conocí de niño; terminaría él convertido en capellán de nuestro colegio. Siempre que paso por la Basílica, recuerdo sus incendiarias arengas, sus reproches contra nuestra curiosidad, por él convertida en imperdonable desorden lascivo. Fueron memorables sus pavorosas homilías, sus afiebradas admoniciones de miércoles de carnaval, cuando interpretaba nuestras cándidas exploraciones como desmanes inspirados en la aberración, incapaces de alcanzar nunca el perdón divino.


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