27 noviembre 2019

Estuve enamorado...

Fui a dar en Ecuatoriana hacia finales del año 1976. Había estado, por casi tres años, volando al mando un monomotor de fabricación suiza en la Región Amazónica. Era este un pequeño y versátil avión STOL (operación en pistas cortas), conocido como PC-6 o Pilatus Porter, pero que en el Oriente del Ecuador, por su parecido con un curioso insecto de vientre prominente, al que el vulgo asignaba propiedades afrodisíacas, lo llamaban “Machaca”. Me incorporé a la aerolínea en el día mismo de mi vigésimo quinto cumpleaños que, por no planificada circunstancia, coincidía también con el primer aniversario de mi entonces incipiente matrimonio.

Recuerdo al segundo semestre de ese año como un período de tensión e irregular expectativa. Ecuatoriana, que desde un par de años atrás se había estatizado, había adquirido dos aeronaves Boeing 720B. De pronto, la compra adicional de una tercera nave, esta vez un Boeing 707-320B, de mayor capacidad, adquirido principalmente para satisfacer la recién inaugurada ruta a Nueva York, creó la posibilidad de contratar al menos tres nuevos copilotos; entre el grupo escogido, me cupo la posibilidad de ser seleccionado.

Pocos años atrás, esto es en 1968, la empresa ÁREA, Aerovías del Ecuador, había enfrentado problemas financieros y había cerrado sus operaciones. Ecuatoriana asumió sus rutas. Recuerdo a los fundadores de ÁREA hablando del “colapso” de la aerolínea. A veces me pregunto si aquello de que sus fundadores hubiesen asumido la condición de dicho cierre como un ominoso “colapso”, no fue acaso lo que determinó que la recordada empresa aérea nunca más volviera a abrir sus puertas y a reanudar sus reconocidos servicios.

ÁREA había operado el primer Boeing en el Ecuador: un B-307 Stratoliner. Se trataba de un cuatrimotor de patín de cola, con capacidad para casi cuarenta pasajeros (38 de día y 25 de noche); fue el primero en disponer de una cabina presurizada, y el primer avión no anfibio en contar con un ingeniero de vuelo. Pasado el tiempo, tuve la oportunidad de volar como copiloto de un par de sus nostálgicos capitanes, quienes con sus consejos y enseñanzas, me incluyeron a destiempo en lo que llamaban, no sin cierta pretensión, “la escuela de ÁREA”...

Más tarde, otra aerolínea ecuatoriana, LIA, Línea Internacional Aérea, operaría un Boeing 377, conocido como “Stratocruiser”; este era un cuatrimotor de rueda de nariz y doble planta (parecía una ballena), su diseño derivaba de la “Súper Fortaleza Volante”, casi triplicaba la capacidad del Stratoliner (114 pasajeros); pero era muy costoso de operar, debido a los problemas que creaban sus motores de 28 cilindros.

Una vez terminado mi “Ground School” para el B-707, fui asignado a mi primer vuelo como “observador”, previo a la capacitación en el simulador de vuelo. Fue ese un viaje a Nueva York, durante la fría Navidad de 1976. El 707 había surgido al principio de la década del cincuenta, como una alternativa al Douglas DC-7 y al Lockheed Super Constellation. Pero, por sobre todo, como una opción al primer jet comercial que había existido, el cuatrimotor jet británico de Havilland Comet, avión que tuvo recurrentes como dolorosos accidentes.

Boeing aprendió de la experiencia del Comet y desarrolló el prototipo en que se basaría el 707; lo había bautizado como 367-80, aunque se lo conoció, al principio, como el “Dash 80”. Nadie sospechó que una empresa especializada en diseñar aviones militares, llegaría a producir uno de los más formidables íconos de la aviación comercial. Lo llamaron inicialmente como 700-120; pero optaron por designarlo más tarde como 707, por consideraciones de orden comercial.

Luego vendría una versión más corta, a la que llamaron 717 y luego 707-020. El destino terminó llamándolo 720, es el único avión de la Boeing que se conocería sin un siete final en su designación. Tanto el 707 como el 720 nacieron con un motor Pratt & Whitney JT3C, que conocíamos entonces como “jet pipe” (por unos como tubos que aparecían en su parte posterior); más tarde, ambos fueron equipados con turbinas de más potencia y capacidad, las JT3D, las mismas que incorporaban un nuevo concepto: el “turbofan”; con ello, estos mismos aviones, con distintos propulsores, pasaron a ser conocidos como 707-320B y 720B.

Un día, mientras todavía volaba la “Machaca”, fui enviado a realizar un vuelo Lago Agrio - Quito. Tuve esa mañana que estacionar mi humilde avioncito junto al legendario 707. Al comparar el tamaño del fuselaje de mi aeronave con las dimensiones del venerable Boeing, no pude sino comprobar que mi aparato apenas podía compararse con uno de los motores del avión que pocos meses después pasaría a volar... Resolví entonces que era hora de cambiar y volar para una aerolínea. Ese cambio no solo significó un cambio de operación; el 707 me habría de formar como aviador, fue en efecto un gran entrenador. Fue fácil enamorarme de su nobleza. Hoy no se me hace difícil reconocer que, como en la canción de Raphael, sí... ¡Estuve enamorado!

Share/Bookmark

05 noviembre 2019

Cada vez más cerca...

Hoy cumplo años; sesenta y ocho para ser exacto. Vengo, por parte de madre, de una familia de longevos; aunque pienso  que no he de tener idéntica fortuna. Por el otro lado, por el de mi padre, hay más bien una tendencia hacia las “despedidas” prematuras; mi padre mismo falleció por causa de un aneurisma cuando recién había cumplido cincuenta y cinco. Es curioso, hoy veo una de sus últimas fotografías y todavía me da la extraña sensación que la suya pertenece a un individuo mayor a aquel que miro las mañanas frente al espejo...

Hablando de la familia de mi padre, y mirando detrás del hombro, no encuentro -por otra parte- que mis parientes por ese lado hayan llegado a muy viejos. Quizá la sola excepción sea la de mi propio abuelo, un individuo de porte aristocrático y mirada triste y bondadosa, que no se rasuraba con frecuencia, a quien cada vez que lo fui a visitar, por aquel rito ceremonial al que nos acostumbró papá, siempre lo vi sentado en una sillón que era parte imprescindible de su dormitorio. Algo en su catadura o, quién sabe si en el rictus de su rostro, desde siempre me produjo la rara impresión que estaba allí, sentado en aquel sillón, porque estaba esperando algo...

De modo que hoy, cuando los indiscretos preguntan por mi edad, a veces acudo al mismo recurso de mi abuelastra Anatolia, la inefable Tolita, la tía y a la vez madrastra de mi papá, y les digo que “tiocho”... a sabiendas de que he ido llegando a una edad en que no sé si lo adecuado sea contestar con el guarismo de mi pasada cronología o si tal vez sea mejor utilizar aquella otra cifra, la incierta de mi cálculo subjetivo, la de mi expectativa de vida, y contestar con la más exigua del tiempo que creo que me queda disponible, la presunción del que todavía me falta...

En los últimos años, he ido dejando crecer el convencimiento de que hay algo en nuestra cultura que no nos prepara para nuestra propia muerte, no se diga para la ominosa despedida de nuestros propios seres queridos. No sé si el callado culpable sea el progresivo hedonismo de nuestra sociedad o si, más bien, se trate de algo más profundo e imperceptible, algo anclado en nuestra psiquis colectiva que nos lleva a mirar la defunción como algo ajeno, y no inherente a nuestra vida; como algo que, además, no nos va a suceder nunca a nosotros, como algo que solo les sucede a los demás...

Advierto, en este punto, que he concluido todos los párrafos precedentes con involuntarios puntos suspensivos; cuando los reviso, creo que sin querer pretenden ser inopinadas invitaciones a la reflexión. Estamos acostumbrados a regresar a ver hacia atrás todos los días, a mirar lo que hemos hecho en nuestra vida; pero nunca o muy pocas veces miramos hacia adelante y contemplamos lo cercana que pudiera estar, o las situaciones que podría generar, nuestra propia e inevitable muerte. Sí, yo sé, algo, quizá alimentado por un extraño atavismo, nos lleva a retirar la mirada y nos impele a mirar hacia otra parte. Hay allí una especie de temor a hacer el ridículo, a que se descubra que “aquello” pudiera preocuparnos.

Cuando en días pasados escribí un comentario acerca de la parca (o las Parcas), creo que estuve tentado a recoger nuevamente la frase de Borges, contenida en uno de sus formidables poemas, aquella de que “la muerte es una costumbre que suele tener la gente”, y me fue, del mismo modo, inevitable recordar una de las últimas conversaciones que tuve con ese nonagenario genial que fuera mi inolvidable tío Luis Aníbal. “No se te ocurra vivir hasta tan viejo” me dijo, como si aquella fuera una decisión que uno toma por su cuenta, como si esa fuera una opción o alternativa, como si la vida misma fuera eso, iniciativa propia, simple “ocurrencia”...

Dicen por ahí, el comentario es algo confuso, que alguna cultura antigua estuvo persuadida de que el pasado no estaba a nuestras espaldas, que estaba delante nuestro y que, por eso, es que lo podíamos recordar y contemplar. Que lo que verdaderamente estaba detrás nuestro era el futuro, y que por ello era que lo desconocíamos y nos provocaba ansiedad e incertidumbre; era lo que todavía no había sucedido, lo que aún no nos había ocurrido ni venido, y que por eso habíamos convenido en llamarlo “porvenir”. Qué curioso, algo “por venir” que no estamos de ninguna manera seguros si necesariamente nos traerá bienestar, o sea “porvenir”.

Hago esta disquisiciones persuadido que, como dice el título de aquella recordada película “La vida es bella”, la vida es corta pero bella. Pero... no podemos ver la muerte solo como la negación de la vida, como la anti-vida. Por el contrario, la muerte es parte inherente a la vida, es la confirmación de esta. No es algo que nos deba “quitar el sueño”, pero debería invitarnos a la reflexión, a no contemplar la vida como algo “dado por hecho”, como algo que no tenemos que cuidar, en cantidad y en calidad. Así, cada cumpleaños debería ser una oportunidad, no solo para la celebración, sino también y ante todo, para la meditación humilde y para la reflexión, para pensar que la vida es algo que pudiera dejar de ocurrir, que pudiera dejar de “pasar”...

Share/Bookmark