30 octubre 2022

La palabra ordenador *

* Escrito por Martín Caparrós, para El País Semanal

 

Hubo tiempos en que los españoles hablaban como franceses ásperos. En la segunda mitad del siglo XIX, la primera del XX, la influencia de Francia en este mundo era tal que cuando había que adoptar una palabra nueva, cuando había que nombrar algo que no existía del todo, usábamos las suyas. Con el impulso de aquellos años de grandeur llegaron del otro lado de los Pirineos el chófer y el garaje y el hotel, un bulevar, un autobús, la bicicleta, el ballet y la banca, la boutique, los carnés, el pantalón y el paquete y la pornografía, una élite y una gripe, un cable y un calibre y un chalé, el cine y el cliché, filmar y debutar, el complot y el confort y el comunismo, el oxígeno, el avión y el tren y la cabina, el billete e incluso la croqueta, un chef, un restaurante y su menú y sus filetes, el extranjero, la feminista y el fetiche, un somier o un bidé o una masacre. Lo raro de la palabra ordenador es que llegó mucho más tarde, cuando Francia ya estaba feneciendo.

 

Dicen que apareció en España hacia 1970; antes habría sido difícil, porque la cosa que designaba casi no existía. Y que los primeros libros y artículos que la nombraban se tradujeron del francés, así que aquí esta máquina con la que escribo se llama “ordenador”, mientras que en todo el resto del castellano se llama “computadora” —en el Cono más Sur— o “computador” —según se va hacia el Norte. Es la máquina que define nuestros tiempos, la que vive con nosotros nuestras vidas y no conseguimos darle un solo nombre e incluso dudamos de su género: no es lo mismo relacionarse con una máquina que con un máquino, está claro. También lo está la relación de fuerzas: unos 450 millones de personas la llaman computador(a); unos 45 millones, ordenador. Y, sin embargo, las palabras no se definen por sus números.

 

Pero los nombres no son neutros. No es lo mismo ordenar que computar: son dos operaciones diferentes. Ordenar es, si acaso, el paso previo para computar: para poder contar las cosas, primero hay que clasificarlas, separar peras de perras. Ordenador parece la continuidad del positivismo decimonónico: que haya un orden, que cada cosa tenga un sitio definido. Computador, en cambio, parece la glorificación de la caja registradora: vamos a contar números, sumarlos y restarlos. Dos ideas, dos épocas, dos mundos.

 

Pero ambas son, al mismo tiempo, un gran ejemplo de palabra que se fue alejando de su objeto —o viceversa. Palabras que mantenemos por comodidad, ya privadas de su sentido original: estas máquinas que usamos no solo ordenan, no solo computan; hacen tantas más operaciones que esos nombres son una reducción boba. Es como llamar reloj a eso que los modernos llevan en la muñeca: el reloj, como bien dice cualquier diccionario, es una máquina que marca la hora; ese engendro, como bien dice cualquier publicidad, habla canta te dice qué hacer te cuenta las flexiones te salva la vida te hace guay.

 

Pero nos apegamos a las palabras de antes y tratamos de darles significados nuevos. Son esos viejos nombres que ya no nombran lo que nombraban, que dicen otra cosa: rey, por ejemplo; hombre, por ejemplo; política, sin ir más lejos. Aceptamos que las palabras dejen de significar lo que significaban y pasen a tener otro sentido. Así, supongo, evolucionan: así, en lugar de inventar palabras nuevas para cada objeto nuevo, nos dejamos arrullar por las antiguas. Salvo, por supuesto, cuando ya no se puede, porque el objeto o el gesto son tan distintos que no hay palabra previa que los pueda contar; entonces utilizamos nuestra inventiva legendaria para engendrar vocablos.

 

Así, si nos pasan un tip descargamos en la tablet una app muy cool de una start-up que, si tenemos el password del wifi y entramos online, nos permite chatear o postear o hacer streaming o navegar random por la web hasta que algo en Twitter o Twitch o YouTube o Instagram o TikTok sea tan cool o creepy o sexy como para darle un like con emoji al influencer que lo linkeó, digamos. Que no lo hizo por marketing ni branding ni leches en vinagre: fue para conseguir feedback, algunos followers, si acaso un trending topic.

 

Y esto sí que se entiende en todos los rincones de la lengua: por suerte, con la globalización, el castellano se está haciendo cada vez más homogéneo.


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27 octubre 2022

Recuerdos de la Malinche

Llegué a Singapur hacia finales de 1997. Venía esta vez para iniciar mi entrenamiento previo en el Airbus 340. Pocas semanas atrás me habían llamado a informar que mi eventual entrenamiento para el Boeing 777, para el que inicialmente me habían contratado, estaba postergado y que, si estaba interesado, les gustaría adelantar mi ingreso si estaba de acuerdo con entrenarme en el avión europeo. Lejos estaba de imaginar que ese sería mi hogar por los siguientes doce años y que habría de volar para Singapore Airlines, o para una de sus empresas subsidiarias, por los siguientes quince. Tampoco habría imaginado que si hubiese insistido en volar el Triple 7, hubiera sido improbable que llegue a comandar el Boeing 747.

 

No éramos muchos los latinos cuando llegué; de un total de algo menos de mil comandantes, quizá 200 éramos extranjeros (“expats” o “expatriados”, en el lingo internacional). A la sazón, y por un corto tiempo, los ecuatorianos llegamos a formar un grupo de hasta seis pilotos (todos ex–Ecuatoriana); había también un mexicano, un colombiano (quien habría de fallecer víctima de un paradojal infarto, pues era un gran deportista), un peruano, un boliviano (pronto serían dos), un dominicano y al menos dos brasileños. Algo había en los modos del boliviano que hacía fácil identificarlo con un jurista o con un académico; nuestro principal apoyo constituían los pilotos que más tiempo habían residido en la isla: el dominicano para los asuntos administrativos, relacionados con la cultura empresarial; pero, para lo técnico y profesional nuestro referente fue siempre el mexicano.

 

Generoso y buen conversador, Ernesto –así se llamaba el mexicano– gozaba de una excelente reputación profesional, era el único de los latinos que operaba el “Mighty 747”: verdadero emblema de una flota que superaba los 120 aviones (en un hito histórico para la Boeing, SIA había adquirido 77 Triple 7s). Culto y de probable ascendencia francesa, Ernesto tenía una opinión para todo; había gozado de experiencia gerencial en sus desempeños anteriores. Su trato era cordial y su uso del lenguaje muy correcto y comedido; jamás utilizaba un “expletivo” (eufemismo para mala palabra) y cuando sentía el impulso de usar el más común de los mexicanos insultos (“hijo de la chin…”), simplemente hacía una mueca de inconformidad y emitía un sutil “hijo de la chifosca”. Y así lo apodamos: de “Chifosco”.

 

Fue probablemente a él, a quien volví a escuchar una voz que alguna vez había recogido de mis lecturas de los cronistas españoles; de hecho, es también probable que para evitar que se popularizara ese infame mote, él había dejado de usar el término que dio origen a su remoquete y habría optado por el menos áspero “hijo de la Malinche”… Malinche es un vocablo muy usado en México; está relacionado con un personaje histórico, pero ha venido a significar asuntos diversos: para unos (quizá para la mayoría) es el paradigma de quien no aprecia lo propio, lo autóctono, incluso puede ser el apelativo para quien traiciona lo nacional en favor de lo extranjero. Para otros es una suerte de símbolo de algo que hace cinco siglos se tornó en inevitable: la aproximación entre dos culturas, el mestizaje.

 

Malinche, o Malinalli en náhuatl, o también Malitnzin, fue el nombre de una indígena nacida en Coatzacoalcos (lugar ubicado en la parte norte del itsmo de Tehuantepec), una región cuyos pueblos estuvieron enemistados y resentidos con los mexicas; ella había viajado desde muy temprano en su adolescencia y aprendido el maya; actuaba como traductora y sirvió de intérprete a la llegada de los españoles. Se cuenta que habría sido parte de un grupo de veinte muchachas que habrían sido “cedidas” por un cacique yucateco para que “sirvieran” a los europeos. Es probable que al bautizarla se le haya dado el nombre cristiano de Marina por su parecido fonético. Malinalli es una voz relacionada con la divinidad de la hierba; asimismo, “tzin” constituye una declinación de carácter reverencial (algo así como “doña” en castellano). Por todo esto, y por su influencia, la trataban con respeto y la llamaban “doña Marina”.

 

El punto es que al ser puesta al servicio (y cual nupcial compañera) de uno de los capitanes de Hernán Cortés, Malitzin pronto aprendió el idioma ibérico y fue de muy provechosa utilidad para la comunicación de los españoles durante los primeros años de la conquista. Pronto, su compañero fue “transferido” a España y lo que al principio se había disimulado, fue cada vez más evidente: Marina era una mujer vivaz, no solo que actuaba de intérprete sino que cobró inusitada influencia; pronto se convirtió en la consejera, confidente y amante de Cortés y su ayuda fue fundamental para los pasos iniciales de la conquista. Malintzin fue la madre del primer hijo del conquistador español. No fue ni una heroína ni una “mujer de la vida”; simplemente una “hierba” que el destino puso en la mitad de una extraordinaria circunstancia. Todo en el crucial contexto del formidable siglo de los descubrimientos…


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25 octubre 2022

Asignaturas pendientes

Todos tenemos “cosas por hacer”, asuntos que –queriéndolo o no– siempre dejamos para otro rato, para cuando tengamos tiempo y no tengamos nada que hacer (pero que llega el tiempo en que ya tenemos ese tiempo y también nada–que–hacer y tampoco las hacemos); ahí, entre esas cosas están los documentos que ofrecemos o prometemos poner en orden y en su lugar, o simplemente todos esos cajones y repisas donde todo parece tan ordenado pero que, dada la necesidad y circunstancia, nunca vamos a poder encontrar con facilidad lo que, en caso dado, alguna vez nos proponemos. Está por ahí también esa lista con los trámites, gestiones y todos esos otros asuntos que no hay, que no se puede, dejar de hacer pero que, por uno u otro motivo, los postergamos (como parte de ese verbo vergonzante que es el de procrastinar)…

 

Pero también hay otra lista, u otras listas, ahí se registran ciertos asuntos que (gracias a Dios) no “los–tenemos–que–hacer”, pero que han pasado a formar parte de nuestros proyectos o de los designios de nuestra indecisa voluntad. Ahí están las mejoras que queremos hacer en casa; ciertas prendas que queremos comprar o adquirir; los libros que tenemos planificado leer; las tareas o temas pendientes para cuando vayamos a un cierto punto o lugar, o por ahí cerca. En mi caso particular, tengo otra lista: son los lugares que aún me gustaría conocer o a donde quisiera volver –aunque sea una última vez– si todavía queda tiempo y “si todavía tenemos como” (eufemismo por “si hay tiempo y dinero”); es decir, vaya… “antes de partir”.

 

Como se pudiera comprender, aquello de ser o haber sido aviador no es necesariamente un factor equivalente a “haber viajado por todo el mundo”. De hecho, hay pilotos que, aunque parezca insólito o incomprensible, no han ido a ninguna parte a menos que hubieran salido de vacaciones; su trabajo se ha limitado a hacer vuelos “locales”, es el caso, por ejemplo, de ciertos instructores de vuelo que no hacen otra cosa que volar “al eco (al este) de la estación”, o para poner otro ejemplo, el de los fumigadores. Desde la perspectiva de los viajes, solo de los viajes, lo ideal quizá sería lo contrario: volar a todas partes, a cualquier lugar, siempre que tengamos el tiempo disponible. Pero, claro, ese no siempre es el caso, los viajes son casi siempre costosos y su realización requiere de un presupuesto, de una reserva especial.

 

Por ello es que hay también otra lista, una lista final, una que llamaría “la lista de los antojos finales”, algo parecido a la que elaboraron un par de improvisados amigos en esa película traducida como “Antes del fin” (“The bucket list”). Así, en cuanto a viajes, digo a prospectos de viaje, hay unos pocos que todavía me gustaría hacer. Se trata de lugares que no he conocido todavía o de otros a los que aunque ya he ido, ya los conozco, pero me gustaría volver una vez más; me gustaría repetir… Mención aparte merecen esos paseos planificados que, por circunstancias imprevistas y de última hora, nos vimos obligados a suspender y que nos dejaron, en la lista de experiencias no realizadas, el renovado propósito de intentar en el futuro una nueva vez. Tal fue, en mi caso, un viaje a Florencia que no pudo ser…

 

Era verano de 1997, yo volaba entonces para Korean Air; habíamos programado con mi familia reunirnos en Seúl a principios de agosto para continuar a Florencia donde habíamos arrendado un departamento por ese mes. Aprovechando de los boletos que la compañía nos proporcionaba, mi familia debía subir a Nueva York para continuar hasta Corea donde iba a permanecer por unos pocos días antes de continuar a Roma. Poco antes, durante los últimos días de julio, me encontraba realizando un vuelo a Bangkok y Singapur que me tomó unos cuatro días. Al tiempo que yo efectuaba esta rotación, y totalmente ajeno a lo que sucedía en Quito, uno de mis hijos había tenido un muy grave accidente que lo tuvo en coma y, más tarde, en cuidados intensivos. Del trágico accidente solo me enteré al volver a Seúl. Como era lógico, tuve que viajar ese mismo día al Ecuador, suspendiéndose así nuestras vacaciones.

 

Han pasado exactamente 25 años y este verano se presentó la posibilidad de intentarlo otra vez; por lástima, una situación imprevista en lo personal nos obligó a postergar el ansiado periplo. Hay al menos otros dos viajes que en el futuro intentaré efectuar: un primero a Croacia; con una alternativa: volver a Barcelona cuando se haya concluido la interminable construcción de la iglesia de la Sagrada Familia. El otro sería a un par de ciudades del Caribe que aún no he tenido oportunidad de conocer –La Habana y Cartagena–; su alternativa será la de una de las ciudades más europeas que hay en América, un lugar que me llena de recuerdos y al que siempre me es grato volver: Buenos Aires, pero con clima abrigado.


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21 octubre 2022

La maldición del optimista *

 * Escrito por Javier Cercas, para El País Semanal. Reeditado para satisfacer el formato de este blog.

 

Hace poco leí en una entrevista de Anatxu Zabalbeascoa al psiquiatra Luis Rojas Marcos en la que éste recomendaba el optimismo como elixir de una vida buena y regalaba un titular irresistible: “En España el optimismo está mal visto. El que está contento parece tonto”. Sólo entonces comprendí el porqué de mi pésima reputación.

 

Soy un optimista. El problema es que tengo una dilatada experiencia con el optimismo y mi opinión sobre él es menos positiva que la del reputado psiquiatra; dicho de forma más clara: no soy tan optimista sobre el optimismo como el doctor Rojas Marcos, tal vez porque soy una víctima de él (del optimismo, no del doctor Rojas Marcos); dicho de forma más clara todavía: me encantaría ser un pesimista, pero no hay manera. Porque lo cierto es que mi trayectoria vital de optimista recalcitrante me ha entregado una plétora de pruebas sobre la toxicidad de esa pasión nefasta.

 

El optimista se levanta cada mañana eufórico, dispuesto a gozar de todas las bendiciones que, no le cabe duda, le deparará la jornada; así que, cuando la realidad le atropella con su cúmulo seguro de contratiempos, el optimista, incapaz afrontarlos con entereza, los vive como calamidades y termina infaliblemente valorando la conveniencia de arrojarse al vacío desde lo alto del pinácu­lo más alto de la Sagrada Familia (el de San Bernabé). El pesimista, en cambio, se levanta cada mañana resignado a todas las calamidades que lo acechan, así que, cuando el curso del día le proporciona alguna experiencia no del todo catastrófica, la vive como una bendición y, dado que su pesimismo ha previsto una amplísima gama de desastres y le ha puesto en guardia contra ellos, supera cualquier contratiempo sin despeinarse.

 

Como soy un optimista furioso, me siento completamente identificado con Ambrose Bierce, que en el Diccionario del Diablo definió de esta manera insuperable la palabra año: “Periodo de trescientas sesenta y cinco decepciones”. A la inversa, siento una admiración sin límites por los pesimistas, cuyo lema deberían ser estos versos horacianos de Ricardo Reis, heterónimo de Fernando Pessoa. “Quien nada espera / cuanto le depare el día / por poco que sea / será mucho”. Por eso sostengo que el verdadero enemigo del género humano no es, como proclaman políticos, predicadores y papanatas, la desesperación, sino la esperanza.

 

Al menos desde Marco Aurelio, nadie ha argumentado mejor esa verdad escondida que Michel de Montaigne. En un ensayo célebre, Montaigne argumentó en efecto que, como carecemos de poder tanto sobre el porvenir como sobre el pasado, nuestro error más común consiste en estar a todas horas pendientes de lo que vendrá y no ser capaces de asentarnos en el aquí y ahora, de afincarnos en él; ésta es la causa de todas las desdichas humanas, asegura Montaigne: nuestra propensión insaciable a vivir en la esperanza del futuro y no en la realidad del presente, que es la única realidad.

 

En otro momento de la mencionada entrevista, Zabalbeascoa saca a colación la teoría psiquiátrica de la “bipersonalidad”, de acuerdo con la cual las personas bilingües poseen un carácter diferente según la lengua en que hablen, y, como soy bilingüe (y como cualquier excusa es buena para el optimismo), padezco un ataque brutal de optimismo y por un momento me digo que quizá haya salvación para mí, hasta que me rindo a la evidencia deprimente de que soy igual de optimista en cualquiera de mis dos lenguas y me entran unas ganas locas de hacerme el haraquiri en plaza pública.

 

Pero, un momento, dirán ustedes, ¿cómo es posible que sea yo tan optimista y que, al menos en la edición digital de EL PAÍS, aparezca con una cara irrefutable de funeral en la foto que acompaña a esta columna? La respuesta es evidente, y es que, cuando empecé a escribir artículos, llevado por mi incurable optimismo, aspiré a que la gente me tomara en serio; por supuesto, fracasé (o tuve demasiado éxito, que es la peor forma de fracasar), pero ¿se imaginan qué hubiera pasado con mi reputación si hubiera aparecido con la permanente cara de contento que Dios me dio?

 

En caso de duda, consulten con el doctor Rojas Marcos.


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18 octubre 2022

Un viaje a la nostalgia

No lograba encontrar el libro de Amín Maalouf que creía que ya había devuelto a su lugar en la biblioteca; de pronto me asaltó la duda de si la ausencia obedecía a un probable préstamo que había olvidado. Solo entonces caí en cuenta de que la lectura pude haber efectuado en un libro electrónico y no en formato físico. Para mayor confusión, no solo no recordaba el argumento sino que algo me sugería la posibilidad de que no lo habría terminado… Así, me intereso en “El viaje de Baldassare” mientras medito en el proyecto de un primo que ahora mismo se encuentra planificando un viaje a Sudamérica por vía terrestre, algo similar a lo efectuado por su padre hace quizá setenta y cinco años.

 

Medito en las circunstancias de un viaje de esas características, en las expectativas generadas, en las sorpresas a encontrarse, en los inevitables inconvenientes; en si yo mismo tendría la eventual disposición para intentar un periplo parecido. Él me habla de un circuito de tres meses, de una ruta ya esbozada, del número de parejas que participarían. No logro responderme si, contando con los factores necesarios, yo tendría el ímpetu y los arrestos para emprender iniciativa semejante. Hago auditoría de los imprevistos: los daños mecánicos; las indisposiciones o imprevisibles enfermedades; la condición de las vías; los caprichos del clima. Medito también en los inevitables desencuentros que suelen presentarse al convivir en forma cotidiana y continua: el escondido precio por tener que soportarse.

 

Imagino –de otra parte– los paisajes sorprendentes, aquella sensación exultante provocada por lo inesperado, por lo maravilloso nunca antes admirado; medito en los gestos indulgentes provocados por la comprometida solidaridad, en el ánimo contagiado y la ilusión compartida. Comparo esa lúdica intención con los trabajos de Ulises; cavilo en las intermitencias que suele tener el entusiasmo, en los peligros disimulados, en que todo viaje es siempre una forma de retorno, en el regreso al hogar, en la ansiosa espera de cada particular Penélope. Me distraigo especulando en los probables escollos (ah, claro, en los malhadados hechizos). Me ubico entre Escila y Caribdis; discurro en las argucias de Circe, en la seducción maliciosa de los ocasionales cantos de sirena.

 

“Hemos previsto separarnos hacia el final del viaje”, me confiesa. Algo me sugiere, en cuanto al propósito del viaje, el recuerdo de aquel otro paseo que –sin esconder su nostalgia– solía contarnos su padre; habría sido una gira pos–universitaria al sur del continente, la celebración del fin de estudios. Así, este nuevo viaje me hace pensar en el cumplimiento de una promesa, en la observancia de un postergado rito, en la entrega de una ofrenda, en una de esas calladas catarsis que suele regalar la nostalgia. Intuyo que hay algo íntimo y espiritual que trasciende lo puramente físico; algo preñado de intención. ¿No es ese el sentido de “metafísica”?: ¿algo que ve “más allá” de lo material?

 

Me comenta del esbozo de la ruta planeada, dibuja un boceto mental del plan de viaje; me habla de los lugares a visitar: los vestigios de Nazca, el desierto de Atacama, la isla de Chiloé, el glaciar Perito Moreno, los esteros australes del litoral chileno, las Torres del Paine, el canal de Beagle, el indescriptible espejo del salar de Uyuni… Todos lugares ignotos, fabulosos y sorprendentes. Aun así, no puedo dejar de pensar en las eventuales incomodidades, en el cansancio ocasional y en las dificultades, en la amistad y solidaridad puestas a prueba, en las intermitencias del entusiasmo (o de los renunciamientos), en la preocupación por la familia que quedó atrás, en los imprevistos que pudieran alterar el plan trazado… Ahí precisamente, cuando más arrecian los embates insidiosos de la nostalgia.

 

No quisiera –por lo escrito– dar la impresión de que me arredraría ante la aventura o de que no me animaría a efectuar un viaje parecido. Tuve el privilegio de ejercer una actividad que convirtió mi vida en trashumante itinerario (el signo del blog así lo expresa). Si de algo estoy convencido es de la magia incomparable que tuvo mi oficio; esto, por la especial oportunidad de viajar a disímiles lugares, de explorar parajes distintos, de conocer diversas razas y exóticas costumbres, de apreciar otras formas de sentir,  de vivir y de pensar. Un viaje es un libro abierto; en su rico y enigmático texto nos reconocemos y nos proponemos ser más humildes, respetuosos y tolerantes. En mi caso, y en atención al aspecto humano, reuniría a los acompañantes y les propondría efectuar un pequeño viaje de ensayo; ello nos ayudaría a conocernos y a entendernos mejor, antes de enfrentar el desafío de la prolongada jornada.


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14 octubre 2022

La circunstancia del aviador

En un artículo previo traté de anotar las especiales condiciones que el piloto debe enfrentar en sus labores; intenté mencionar las causas que dan como resultado lo que se conoce como “fatiga de vuelo”. No obstante, en el ánimo de hacer tales consideraciones, tal vez terminé por enumerar solo las consecuencias. Ahora quisiera revisar una serie de factores, como el trabajo en horas desacostumbradas, la exposición al sueño o la falta de descanso, los cambios de hora (efecto de los ciclos circadianos) y, asimismo, ciertas técnicas que hoy se utilizan.

 

Para empezar, no todas las actividades aéreas exponen al aviador a los mismos problemas. Así, hay condiciones que se dan en los vuelos nacionales pero no en los internacionales o viceversa; existen vuelos internacionales en los que, por su naturaleza, no hay actividad nocturna o no existe diferencia horaria entre el lugar de salida y el de destino. En fin, no es lo mismo efectuar un vuelo de ocho horas que se inicia a las diez de la mañana que el mismo vuelo si este ha de empezar a medianoche, a las dos de la mañana por ejemplo.

 

Para poder visualizar estas variables voy a hacer referencia a mi propia experiencia. Pudiera decirse que durante mis seis primeros años de vuelo, mientras volé en el Oriente del Ecuador, se hacían vuelos –o series de vuelos– cortos, de no más de una hora de duración; tampoco se volaba en la noche. Había que levantarse temprano y, a menos que se hicieran turnos de trabajo prolongados (de más de una semana, lo cual era infrecuente), no se conducían vuelos en los fines de semana. Eso sí, se volaba en aviones sin presurización, muy ruidosos y de limitado desempeño; había mal tiempo, se hacían múltiples aterrizajes; y, no debe dejar de anotarse que, dadas las características de las pistas –casi siempre cortas–, se volaba con cierta tensión y se debía operar con mucha precisión.

 

Fue en los vuelos al exterior (mis siguientes cuarenta años) que tuve que enfrentar algo totalmente nuevo: los vuelos nocturnos. Llegar a Nueva York a las nueve de la noche no era problema, a pesar de que se había salido en Quito a mediodía y se había pasado por otros lugares. Para la aproximación y aterrizaje el factor principal podía ser el cansancio; asunto que se agravaba si había mal tiempo o congestión de tránsito aéreo. Lo incómodo era el vuelo de regreso, pues había que descansar la tarde previa, ya que la salida estaba programada para antes de la medianoche. Eran esos tramos (hasta volver a Quito a eso de las 9 am) a los que no estábamos acostumbrados. La situación a veces se agravaba debido a demoras en el despegue o porque no habíamos satisfecho el descanso adecuado.

 

De vez en cuando se realizaban vuelos intercontinentales: uno que otro a Israel, por mantenimiento; o algún vuelo “chárter”, particularmente en el avión carguero. Ahí pudimos experimentar y comprender el efecto insidioso del cambio de hora, pero estos eran vuelos esporádicos que por su novedad nos mantenían despiertos. Cuando fuimos a trabajar en Asia, de pronto ya estuvimos expuestos a los cambios de hora en forma constante. En mi caso particular, empecé volando para Korean Air durante los dos primeros años; era un tipo de trabajo tipo “commuting”, es decir se viajaba a casa todos los meses: se trabajaba 20 días (incluidos los desplazamientos) y se gozaba de diez de descanso. Había 13 horas de diferencia entre Corea y Ecuador y tomaba al menos una semana el adaptarse al cambio de hora. Pero los vuelos eran cortos y, dada mi situación, podía escoger la programación.

 

Por lástima, el organismo humano no tolera estos cambios en el largo plazo. Esa dificultad –y sus efectos– pronto me haría considerar un cambio de trabajo. Vino entonces un tipo de vuelo que realicé por los últimos 20 años de mi actividad: pasé a efectuar –casi exclusivamente– vuelos intercontinentales. Los vuelos cargueros no fueron la mayor dificultad; estos no suelen exceder de siete horas de vuelo (debido a un factor de productividad); lo incómodo son los vuelos de más de doce horas, pero estos tienen una importante ventaja: se vuela con doble tripulación y se reparte el trabajo en dos turnos: el primero despega y luego entrega el mando al segundo, luego regresa en medio vuelo para asumir otra vez el control. En estas aerolíneas se ha establecido también un interesante protocolo: es la autorización, durante vuelos cortos, para que uno de los pilotos pueda efectuar una breve siesta supervisada (nap), que no dura más de 20 minutos; esto permite dormir un momento y continuar con el vuelo en forma razonable.


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11 octubre 2022

Génesis 5, explicado…

Siempre me ha gustado saber el porqué del nombre de las personas. No en todos los casos nuestros nombres obedecen a que ellos les habían gustado a nuestros padres o a que se estaba haciendo honor a un antepasado, o a que se quería perpetuar el nombre de algún miembro de las respectivas familias. ¿Por qué bautizaron a alguien de Pancracio, Torcuato o Anselmo? ¿Qué tal Enoc o Enoch, por ejemplo? En estos días tuve una sabrosa tertulia con mis viejos colegas y, esa palabra (Enoch) se mencionó como el nombre de pila de un antiguo comandante.

 

Ese nombre me quedó rondando por esas cosas que tienen la curiosidad y la memoria. Algo me decía que se trataba de un nombre bíblico. Una vez consultado, reconocí que se trataba efectivamente de un santo varón de la estirpe de Seth (el tercer hijo de Adán). Enoch habría sido tan santo que Dios no había querido dejarle morir; dice la Biblia, en el libro del Génesis, que Dios le habría simplemente “trasladado” o transportado; es decir lo habría escondido o hecho desaparecer. Cuando se indaga por Enoch y se revisa la versión inglesa de la Wikipedia, se encuentra una sinopsis muy interesante; en el gráfico se evidencia que ese nombre no solo es el del bisabuelo de Noé sino también el del primogénito de Caín, el primer hijo de nuestro padre Adán (aunque este no es el personaje que hoy nos interesa).

 

Cuando se da lectura al Génesis, se encuentra una información francamente insólita. En ella se establece que los primeros patriarcas (diez generaciones entre Adán y Noé) habrían vivido ¡entre 800 y 1.000 años!, algo que –dadas las características de la especie humana– suena inverosímil. Uno no puede sino dudar de tales guarismos y, claro, cae en cuenta que la Escritura es un documento simbólico, una hermosa alegoría. Intuye, por lo mismo, que el mensaje que nos entrega el Génesis, capítulo 5, es que “todos se mueren”. El único caso distinto sería el de aquel santo “trasladado”, el tal Enoch que habría vivido hasta la nada provecta edad de solo 365 años. ¡Un curioso guarismo!

 

Uno conjetura que esas son edades imposibles, que algo inexacto existe en las matemáticas de Moisés o de quienes recopilaron los textos sagrados. Especula, como muchos lo han hecho a lo largo de la Historia, que hubo algún error en la transliteración de esas edades y que donde dice “años” deberíamos entender que fueron meses. Entonces dividimos para 12 y obtenemos valores más reales y coherentes. Matusalén, por ejemplo, que habría vivido la fabulosa cifra de 978 años, habría vivido realmente 82. Pero hay un problema: el Génesis no solo da el total de años que vivieron esos patriarcas sino que, además, indica los años que vivieron hasta que fueron padres por primera vez y los que vivieron desde ese episodio hasta que finalmente fallecieron.

 

Y es ahí donde surge el problema. El Génesis dice que Cainán fue padre a los 70 años, lo que querría decir –si lo convertimos a meses– que ya fue padre ¡antes de tener seis años de edad!, lo cual carecería de sentido. Uno sospecha que ese misterioso capítulo cinco no puede ser otra cosa que un desafiante acertijo. Por mi parte, he decidido recoger el guante y se me ha ocurrido algo un tanto diferente: propongo que los primeros años (los de “soltero”) representan el número de estaciones (cuatro por año) y que los posteriores al nacimiento del primer hijo son efectivamente meses. Ya con esta perspectiva, glosemos el texto del Génesis:

 

“Set Vivió 105 años, y engendró a Enós. Después que engendró a Enós, Set vivió 807 años, y engendró... Así, todos los días de Set fueron 912 años, y murió. Enós Vivió 90 años, y engendró a Cainán. Después que engendró a Cainán, vivió 815 años, y engendró... Así, todos los días de Enós fueron 905 años, y murió. Vivió Cainán 70 años, y engendró a Mahalaleel. Después de esto, Cainán vivió 840 años, y engendró... Así, todos sus días fueron 910 años, y murió. Vivió Mahalaleel 65 años, y engendró a Jared. Después que engendró a Jared, vivió 830 años, y engendró hijos e hijas. Así, todos los días de Mahalaleel fueron 895 años, y murió.

 

Vivió Jared 162 años, y engendró a Enoc. Después Jared vivió 800 años, y engendró… Así, todos los días de Jared fueron 962 años, y murió. Vivió Enoc 65 años, y engendró a Matusalén. Después que lo engendró, “caminó Enoc con Dios” 300 años, y engendró… Así, todos los días de Enoc fueron 365 años. Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque se lo llevó. Vivió Matusalén 187 años, y engendró a Lamec. Después Matusalén vivió 782 años, y engendró... Así, pues, todos los días de Matusalén fueron 969 años, y murió. Vivió Lamec 182 años, engendró un hijo y le puso por nombre Noé… Después que engendró a Noé, Lamec vivió 595 años, y engendró... Así, todos los días de Lamec fueron 777 años, y murió. Noé tenía 500 años cuando engendró a Sem, Cam y Jafet”…

 

Yo tenía 102 años cuando engendré a mi hijo Bernardo y ahora tengo “solo 642. Así que... ¡hagan cuentas!


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07 octubre 2022

Fatiga de vuelo

La historia de la aviación es también la historia de sus accidentes, algunos convertidos en incomprensibles tragedias. Por suerte, esta siempre ha sido una industria que, en forma continua y metódica, trató de aprovechar de los errores y malas experiencias ajenas. Fruto de esa tarea de perseverante aprendizaje son los múltiples avances y mejoras que se han ido ideando para evitar la repetición de esos horribles accidentes o para reducir su impacto y consecuencias.

 

Inventos como los arneses de seguridad, las grabadoras de vuelo, la automatización o el sistema gerencial de vuelo, han venido a hacer más fácil la tarea del aeronauta y más segura la industria aérea. En medio, está el eje de la actividad aeronáutica: el piloto. Bien sabido es que un 70% de los accidentes que suceden en el mundo son consecuencia del error humano; claro que no todo error humano necesariamente involucra a los pilotos. Abastecer con combustible equivocado, soslayar una comprobación técnica, proporcionar inadecuado entrenamiento, etc., constituyen errores humanos pero no son atribuibles a los aviadores.

 

Los pilotos enfrentan múltiples condiciones especiales en su actividad. Ahí están el ruido y las vibraciones, la exposición a la radiación cósmica, el vuelo nocturno o las disrupciones del reloj biológico, los efectos de las presurizaciones… En fin, tantos factores que son inherentes a su actividad; todo, sin tomar en cuenta el estrés, la ansiedad y otras presiones que su trabajo pudiera generar. Para colmo, no siempre se le garantiza el descanso mínimo oportuno y adecuado. O su “roster”, el programa de vuelo, no ha sido debidamente planificado.

 

Los límites máximos de horas de vuelo y períodos de servicio han sido regulados. Hay límites en horas que los pilotos pueden volar; hay también un máximo tiempo de período de servicio, ya que su disponibilidad no solo incluye el tiempo que están en el aire. Hay también un descanso previo mínimo, normalmente calculado como el doble de las horas voladas previamente. Pero, como no todo se puede prever o regular, para eso están los operadores: para prevenir los incumplimientos; y para asegurarse de que el aviador ejerce su oficio en condiciones destinadas a velar por la seguridad aérea. Ese es el verdadero propósito de la regulación aeronáutica.

 

Ahora bien, existen itinerarios en apariencia “legales” pero inconvenientes. No se puede programar a un piloto, para que solo vuele “cuatro horitas” durante cuatro o cinco noches seguidas… hay programaciones que producen malestar. Tampoco el número máximo de aterrizajes está regulado y eso se deja “al buen criterio de los operadores”; hay también rutinas incómodas que son reglamentarias. Lo importante es considerar los “factores humanos” y el manejo adecuado de la fatiga de vuelo como un tema de seguridad aérea y no como uno de productividad laboral.

 

En estos últimos tiempos han sucedido varios episodios, para no llamarlos incidentes, en los que la fatiga pudo haber estado presente. Ahí está el caso reciente de los pilotos de Ethiopian Airlines que aparentemente se quedaron dormidos mientras realizaban un vuelo nocturno desde Khartoum hacia Addis Abeba, el 15 de agosto pasado. Ellos han justificado la violación alegando que “perdieron temporalmente las comunicaciones”… No extraña que, de acuerdo con las encuestas, entre un 70 y 90 % de los pilotos reporten estar afectados por la fatiga de vuelo.

 

No siempre se comprende el riesgo de la fatiga. En ocasiones los pilotos confunden su “colaboración con la compañía” y propician excesos que pueden tener efectos fatales. De hecho, no reportan su condición por miedo a enfrentar sanciones. No por incumplimiento regulatorio, sino porque no quieren ser considerados “chicos problema”. Es decidor el comentario de un gerente: “Todos estamos cansados; no podemos estar cancelando vuelos, sería pésimo para la empresa y para nuestra reputación, habría que pagar compensaciones”. La respuesta de su sindicato no se ha hecho esperar: “Pedirle a un piloto cansado que vuele, sería como darle las llaves de un auto a un chofer embriagado”. La verdad es que un piloto cansado no está alerta ni tampoco en condiciones de tomar sus mejores decisiones.


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04 octubre 2022

Los Chillos y su vía crucis

“Basta con hablar del presente en pretérito imperfecto o indefinido, como si ya hubiera pasado y fuera historia, para ver con más nitidez nuestras imbecilidades, nuestra irracionalidad y nuestras abrumadoras contradicciones”. Javier Marías (QEPD), El País Semanal.

De niño yo confundía las berenjenas con las alcachofas y aunque las primeras no preparaban en casa, poco a poco les fui asignando preferencia. Me gustan las gratinadas o las que son parte de recetas como el ratatouille, o esa especie de pasta que es el riquísimo “baba ganoush” árabe. Lo que no sé es por qué somos tan ingratos con la berenjena y usamos un término despectivo cuando queremos referirnos a algo enmarañado y caótico, o que implica embrollo, trajín y confusión, y sin pensar lo apodamos de “berenjenal”. Más injusto todavía, porque si observamos cualquier sembrío de berenjenas, es todo menos algo enredado o desordenado.

 

Y eso es lo que es hoy el tránsito en el Valle de los Chillos, donde se vienen ejecutando varios trabajos sin la coordinación adecuada y debida. Así, coincidiendo con el desborde de un afluente del río San Pedro, que interrumpió la E–35, se había iniciado en forma simultánea la repavimentación de la vía que conecta al redondel del Colibrí con el Centro Comercial San Luis; trayecto que no puede exceder de tres kilómetros y que, sin embargo, ha tomado más de seis meses su conclusión. Pero ahí no ha terminado el suplicio: se ha decidido continuar con similares tareas y se han prolongado las obras hasta la autopista Rumiñahui. Para colmo, el municipio Metropolitano ha iniciado en forma simultánea el asfaltado de una ruta alterna que conecta al Tingo con San Rafael…

 

Soy un profano en estos temas, no soy especialista en tránsito, pero estoy persuadido de que no es justo que las obras no se ejecuten sin planificación previa, sin coordinación entre las diferentes entidades –o municipios–, sin establecer ni preparar vías alternas y, sobre todo, sin comunicar, instruir y prevenir adecuadamente a los moradores. Tampoco a nadie se le ha ocurrido intentar otras opciones para agilizar los trabajos (labores nocturnas, cuadrillas dobles, etc.), ni se ha considerado el impacto que están produciendo estas obras a los negocios vecinos. Todo se ha convertido en un verdadero relajo, con los problemas y riesgos correspondientes; en suma: en un tortuoso y entreverado berenjenal ¡Vivimos entre la improvisación, el despropósito y las malas decisiones!

 

No hay que ser técnico ni especialista, solo hace falta ver lo que luce evidente y advertir que a más de imprevisión se realizan obras sin aplicar el sentido común. Es necesario, por lo mismo, alzar la voz y reclamar por la mala gestión en la ejecución de estos trabajos, que obviamente producen innecesaria inquietud y malestar entre los usuarios.

 

Treinta años atrás tuve la oportunidad de colaborar con el Municipio de Quito. Preocupado por los problemas que se iban presentando con el crecimiento de la ciudad, aproveché de mi actividad profesional y fui, de mi propia cuenta, a visitar el cabildo de Baltimore donde me facilitaron un sinnúmero de textos relacionados con planificación urbana. Ello fue para mí todo un descubrimiento; pude advertir que nada había que inventar en tránsito ni en vialidad: todo estaba normalizado y estandarizado: el ancho de las vías, el diseño de las redondeles, el alto y ancho de las aceras, la ubicación y funcionamiento de los semáforos, la señalética correspondiente, etc., etc.

 

Es penoso insinuarlo pero los contribuyentes tenemos la impresión de que los trabajos no se realizan por necesarios, sino obedeciendo a una agenda política que lleva a las autoridades a ejecutar obras en base a justificar sus elecciones previas. Vivo en una parroquia aledaña a Rumiñahui (Alangasí) pero avecinada a San Rafael, parroquia muy poco atendida porque “no es de aquí ni de allá”, está en medio de un limbo administrativo y nadie sabe a quien debe dirigir sus reclamos (¡es que, quién los va a atender!), o a quién presentar sus sencillas sugerencias.

 

Hace solo cincuenta años tanto Los Chillos como Tumbaco eran zonas constituidas por residencias vacacionales. Producido el rápido crecimiento de la capital y su expansión hacia los valles, las quintas y pequeñas haciendas se fueron urbanizando sin un plan regulador. De pronto, todo el sector se fue convirtiendo en áreas residenciales sin la estructura vial correspondiente. Pasado el tiempo, nada es más tortuoso que movilizarse en las horas de congestión; nadie avizoró la posibilidad de una desgracia natural o de un incendio incontrolable. En caso de contingencia lo que va a ocurrir es la ley del más vivo. O, quién sabe, la del “¡sálvese quien pueda!”.


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