27 octubre 2022

Recuerdos de la Malinche

Llegué a Singapur hacia finales de 1997. Venía esta vez para iniciar mi entrenamiento previo en el Airbus 340. Pocas semanas atrás me habían llamado a informar que mi eventual entrenamiento para el Boeing 777, para el que inicialmente me habían contratado, estaba postergado y que, si estaba interesado, les gustaría adelantar mi ingreso si estaba de acuerdo con entrenarme en el avión europeo. Lejos estaba de imaginar que ese sería mi hogar por los siguientes doce años y que habría de volar para Singapore Airlines, o para una de sus empresas subsidiarias, por los siguientes quince. Tampoco habría imaginado que si hubiese insistido en volar el Triple 7, hubiera sido improbable que llegue a comandar el Boeing 747.

 

No éramos muchos los latinos cuando llegué; de un total de algo menos de mil comandantes, quizá 200 éramos extranjeros (“expats” o “expatriados”, en el lingo internacional). A la sazón, y por un corto tiempo, los ecuatorianos llegamos a formar un grupo de hasta seis pilotos (todos ex–Ecuatoriana); había también un mexicano, un colombiano (quien habría de fallecer víctima de un paradojal infarto, pues era un gran deportista), un peruano, un boliviano (pronto serían dos), un dominicano y al menos dos brasileños. Algo había en los modos del boliviano que hacía fácil identificarlo con un jurista o con un académico; nuestro principal apoyo constituían los pilotos que más tiempo habían residido en la isla: el dominicano para los asuntos administrativos, relacionados con la cultura empresarial; pero, para lo técnico y profesional nuestro referente fue siempre el mexicano.

 

Generoso y buen conversador, Ernesto –así se llamaba el mexicano– gozaba de una excelente reputación profesional, era el único de los latinos que operaba el “Mighty 747”: verdadero emblema de una flota que superaba los 120 aviones (en un hito histórico para la Boeing, SIA había adquirido 77 Triple 7s). Culto y de probable ascendencia francesa, Ernesto tenía una opinión para todo; había gozado de experiencia gerencial en sus desempeños anteriores. Su trato era cordial y su uso del lenguaje muy correcto y comedido; jamás utilizaba un “expletivo” (eufemismo para mala palabra) y cuando sentía el impulso de usar el más común de los mexicanos insultos (“hijo de la chin…”), simplemente hacía una mueca de inconformidad y emitía un sutil “hijo de la chifosca”. Y así lo apodamos: de “Chifosco”.

 

Fue probablemente a él, a quien volví a escuchar una voz que alguna vez había recogido de mis lecturas de los cronistas españoles; de hecho, es también probable que para evitar que se popularizara ese infame mote, él había dejado de usar el término que dio origen a su remoquete y habría optado por el menos áspero “hijo de la Malinche”… Malinche es un vocablo muy usado en México; está relacionado con un personaje histórico, pero ha venido a significar asuntos diversos: para unos (quizá para la mayoría) es el paradigma de quien no aprecia lo propio, lo autóctono, incluso puede ser el apelativo para quien traiciona lo nacional en favor de lo extranjero. Para otros es una suerte de símbolo de algo que hace cinco siglos se tornó en inevitable: la aproximación entre dos culturas, el mestizaje.

 

Malinche, o Malinalli en náhuatl, o también Malitnzin, fue el nombre de una indígena nacida en Coatzacoalcos (lugar ubicado en la parte norte del itsmo de Tehuantepec), una región cuyos pueblos estuvieron enemistados y resentidos con los mexicas; ella había viajado desde muy temprano en su adolescencia y aprendido el maya; actuaba como traductora y sirvió de intérprete a la llegada de los españoles. Se cuenta que habría sido parte de un grupo de veinte muchachas que habrían sido “cedidas” por un cacique yucateco para que “sirvieran” a los europeos. Es probable que al bautizarla se le haya dado el nombre cristiano de Marina por su parecido fonético. Malinalli es una voz relacionada con la divinidad de la hierba; asimismo, “tzin” constituye una declinación de carácter reverencial (algo así como “doña” en castellano). Por todo esto, y por su influencia, la trataban con respeto y la llamaban “doña Marina”.

 

El punto es que al ser puesta al servicio (y cual nupcial compañera) de uno de los capitanes de Hernán Cortés, Malitzin pronto aprendió el idioma ibérico y fue de muy provechosa utilidad para la comunicación de los españoles durante los primeros años de la conquista. Pronto, su compañero fue “transferido” a España y lo que al principio se había disimulado, fue cada vez más evidente: Marina era una mujer vivaz, no solo que actuaba de intérprete sino que cobró inusitada influencia; pronto se convirtió en la consejera, confidente y amante de Cortés y su ayuda fue fundamental para los pasos iniciales de la conquista. Malintzin fue la madre del primer hijo del conquistador español. No fue ni una heroína ni una “mujer de la vida”; simplemente una “hierba” que el destino puso en la mitad de una extraordinaria circunstancia. Todo en el crucial contexto del formidable siglo de los descubrimientos…


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario