31 marzo 2023

Caveat emptor

(Advertencia al comprador)

 

Cuando uno escribe, mantiene casi sin proponérselo una actitud de observación permanente que es continuamente estimulada por lecturas, conversaciones y viajes. Hay quienes leen para aprender, otros para entretenerse o para encontrar respuestas; por mi parte, lo hago también para alimentar nuevas inquietudes que me obligan a investigar y a tener una idea más clara de diversas cuestiones. De otro lado, cualquier experiencia, episodio o comentario aviva, y aun reaviva, la actividad creadora. Un solo vocablo puede espolear nuestra imaginación…

 

A veces creo, asimismo, que solo soy un sobreviviente… En mis tiempos de TAO, el gerente de la empresa había invitado al doctor Alberto Di Capua a pasar unos días en el Oriente. Don Alberto, que había sido fundador y pionero de los laboratorios LIFE, llegó una tarde a Shell Mera, acompañado de su hijo Alejandro. Este era un joven inquieto y locuaz; su padre le había imbuido que en la vida, si se quería aprender, había que preguntar. Estábamos sentados a la mesa, disfrutando de la cena, cuando el muchacho –que con el tiempo llegó a ser mi buen amigo– curioso inquirió: “Aquí al lado quedan los brasilianos, ¿no es cierto?”.

 

Di Capua, que había nacido en Italia hacia 1905; era un padre severo. Lucía esas camisas ligeras de lino y manga corta que tan elegantes parecen en el trópico. A pesar de su corta estatura, tenía algo en su talante que le daba un gesto altivo que infundía respeto; quizá era su forma profesoral de expresarse o aquella tendencia a elevar el mentón antes de dirigirse a las demás personas… “No se dice brasiliano”, le increpó a su heredero, acompañando el reproche con un disimulado expletivo… Hoy, por lástima, ni el padre ni el hijo están ya entre nosotros.

 

La inquietud de mi amigo traducía la difuminada perspectiva que, por mucho tiempo, los ecuatorianos hemos tenido no solo de nuestras fronteras, sino de nuestro real territorio. Tan temprano como en 1904, Ecuador había firmado el Tratado Tobar–Río Branco con el Brasil, que establecía una “potencial” frontera “para el caso de que superásemos las diferencias que manteníamos con el Perú”. El límite estaba trazado entre Tabatinga (actual Leticia) y la confluencia del Apaporis con el Caquetá; una línea de alrededor de 300 Km. Obviamente, no se había contado con el beneplácito del Perú. Algo semejante sucedió al cesar los enfrentamientos entre Perú y Colombia y se estableció el Trapecio de Leticia; entonces Colombia había transferido al Perú los mismos territorios que antes le había cedido el Ecuador.

 

Aquí vale recordar algo de geografía: algunos ríos de nuestro Oriente (Pastaza, Santiago) desembocan en el Marañón (el Napo lo hace en el Amazonas); el Marañón recibe por su derecha al Huallaga y al juntarse con el Ucayali (poco antes de Iquitos) forma el Amazonas. Tanto el Huallaga como el Ucayali corren paralelos al Marañón por casi medio territorio peruano; pues, aunque nacen con otros nombres al sur del Perú, el Marañón lo hace a la cuadra de Lima. El Amazonas tiene un nombre diferente en parte de su recorrido; esto es desde Tabatinga hasta Manaos (1.700 Km), ahí se lo conoce como Solimões. Desde Manaos hasta el Atlántico cambia, otra vez, al de Amazonas. Leticia, por otra parte, forma una sola ciudad con Tabatinga, aunque ambas están divididas por la frontera entre Colombia y Brasil.

 

Para resumir: Perú y Colombia habían tenido un conflicto bélico en 1922, el mismo que obligó al Perú a ceder una extenso territorio a Colombia. El tratado suscrito, para sorpresa de los mismos ciudadanos peruanos, se había mantenido en secreto por cinco años. Años más tarde (1932) el contenido malestar peruano reanudó las hostilidades que luego tuvieron que suspenderse ante el inesperado asesinato del presidente Sánchez Cerro. Un nuevo tratado se firmaría en 1934, sin atender los reclamos territoriales del tercero en discordia, nuestro país. De este modo, el Trapecio de Leticia, cedido por Perú, nos alejaría para siempre del Brasil.

 

En cuanto a disputas territoriales, tal parece que nunca está dicha la última palabra. A pesar de que los presidentes Mahuad y Fujimori firmaron la paz entre Ecuador y Perú a finales del pasado siglo. Un dirigente “etnocacerista” peruano, Antauro Humala, hermano de Ollanta, el anterior presidente, también tendría aspiraciones presidenciales… él habría anticipado que desconocería los acuerdos con Chile y Ecuador (?). Esto significaría resucitar los supuestos límites contenidos en la Cédula Real de 1803, que reconocían como pertenecientes al Virreinato de Lima los territorios ubicados hacia el oriente de la cordillera de los Andes…


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28 marzo 2023

Nebrija, ¿un judío converso? *

 * Escrito por: César Cervera. Título original: “El enigma sobre los orígenes de Nebrija, ¿era un judío converso el creador de la primera gramática del español?”.

 

Si en el siglo XVIII lo suyo era afrancesar el nombre como hoy ponerle un tono británico, en la época de los Reyes Católicos la moda estaba en latinizarlo todo. Elio Antonio de Nebrija era el nombre adoptado por Antonio Martínez de Cala, un sevillano que dominaba con tanta soltura el latín que, aparte de darle un toque romano a su nombre, se hizo famoso en toda Europa tras publicar uno de los manuales de gramática latina más utilizados en el continente y luego firmar la primera gramática en español. No obstante, cambiarse el nombre no fue el único detalle biográfico que Nebrija trató de adornar, ni mucho menos el más significativo.

 

En su reciente ensayo ”Antonio de Nebrija y su origen judeoconverso”, el historiador y escritor Diego Moldes profundiza en los orígenes menos conocidos del padre de la lingüística española entroncando con una teoría, defendida también recientemente por Juan Gil, que pone sangre judía en sus venas. Prueba de su legado hebreo es, según Moldes, la enorme cultura de sus padres, impensable en unos labriegos cristianos como se suele afirmar; su gran conocimiento del hebreo; la obsesión del humanista por encubrir su linaje; sus contactos con otros conversos y «su temeraria arrogancia», típica de la característica chutzpah judía.

 

Antonio de Nebrija se hizo célebre por su Gramática castellana (1492), pero también destacó por su obra como lexicógrafo, poeta, historiador, cronista real, pedagogo, impresor, traductor, docente y editor. Su inconmensurable actividad profesional de más de medio siglo influyó en la cultura y ciencia europeas como pocos en su siglo. Las obras y consecuencias de esta vida intelectual han sido escrupulosamente estudiadas, mientras que las circunstancias de su vida familiar han sido, por influencia del propio protagonista, discretamente solapadas.

 

«¿Por qué un hombre que consagró su vida a la búsqueda de la verdad miente y, además, lo hace por escrito?», se pregunta el autor de 'Antonio de Nebrija y su origen judeoconverso' sobre la razón por la que la genealogía de Nebrija es radicalmente falsa. El humanista, ya fuera por unos antepasados judíos o plebeyos, fabuló con un pasado caballeresco en un tiempo donde todos, sobre todos los nuevos cristianos, querían entroncar como mínimo con los reyes godos.

 

Un converso de manual: A juicio de Moldes, la estrategia vital de Nebrija, incluida la falsificación de su genealogía, obedece a lo que se puede denominar como 'un converso de manual': «Familia en movimiento; declaraciones públicas reiteradas y por escrito de la fe en Cristo; convivencia y amistad con judíos y, a partir de la Expulsión de 1492, con conversos; invención de una genealogía con antepasados ligados a la nobleza y a un pasado ilustre –por supuesto inexistente– y a la población autóctona ibérica».

 

No hay forma de demostrar documentalmente que el maestro del latín fuera cristiano nuevo, pero tampoco de que fuera viejo. Lo único que se puede hacer, como plantea este ensayo cultural, es desmontar la endeble biografía familiar que sostuvo Nebrija a lo largo de su vida y buscar respuestas a misterios tales como de dónde pudo sacar el hijo de unos labriegos humildes una formación tan notable o de dónde le brotó un carácter tan particular. Sin ir más lejos, sobre su proverbial soberbia –en el plano intelectual– Moldes lo vincula con el chutzpah propio del arquetipo del erudito hebreo; esto es, una personalidad desafiante, ruda y elevada contra la mentira y la intolerancia.

 

Una actitud que el inquisidor Diego de Deza le pidió que contuviera y que, a pesar de ser procesado por herejía por el Santo Oficio en 1506, él mantuvo hasta el final de su vida. Inmediatamente después de salvarse de la Inquisición por intervención del cardenal Cisneros, Nebrija publicó un libro, ‘Apología' considerado el primer gran alegato contra la censura y a favor de la libertad de expresión.

 

En cualquier caso, el pasado converso de la familia de Nebrija no pasaría de la mera anécdota, sino fuera por lo que esto conllevaba, en un periodo –principios de la Edad Moderna–, donde surgió la obsesión por la limpieza de sangre. Un hecho que contrasta con el dato, que apunta el propio Moldes, de que entre los siglos XV y XVI un 80% de los escritores de nivel medio eran cristianos nuevos; o, que los cimientos de la edad de oro de la cultura española se sustentaron en conversos que nutrían en una proporción asombrosa la élite intelectual del país.


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24 marzo 2023

El nombre de Brasil

Una madrugada en Miami, volando el 707 carguero de Ecuatoriana, y listo con mi tripulación para partir de regreso a Quito, se nos dispuso cambiar nuestro destino y llevar el avión a Bogotá con el propósito de trasladar el circo de Hanna Barbera a Río de Janeiro; fue así como efectué mi primer viaje al Brasil. Me pareció este un país de gente alegre, amigable y tranquila; tenía una bandera colorida que ostentaba una sugestiva leyenda: Orden y Progreso.

Parece una verdad de Perogrullo pero Brasil es un país enorme, uno de los cinco más grandes del mundo. Tiene una extensión de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados (unas 33 veces el tamaño del Ecuador): de hecho, ello representa la mitad del tamaño de Sudamérica. Parece que la casualidad ha querido que su forma sea también muy parecida a la del subcontinente; se pudiera decir que es su caricatura… Cuenta con 215 millones de personas y tiene fronteras con todos los países de América del Sur, con excepción de Chile y Ecuador. En días pasados, revisando “La palabra del día” de Ricardo Soca”, he encontrado algo interesante respecto al nombre de ese país:

 

“El origen del nombre de este país sudamericano ha dado lugar a nada menos que once hipótesis diferentes, que el filólogo brasilero Adelino José da Silva Azevedo resumió en una sola, en un libro publicado en 1967. En él prueba que se trata de una voz de procedencia celta, aunque sus orígenes más remotos pueden rastrearse hasta los fenicios. quienes mantuvieron un intenso comercio de un colorante rojo, que extraían de un mineral cuyos principales proveedores eran los celtas, pueblo que explotaba yacimientos desde Iberia hasta Irlanda”.

 

“Los griegos sucedieron a los fenicios en el comercio de este producto al que llamaban kinnabar, que pasó al latín como cinnabar, al portugués como cinábrio y al español como cinabrio. Una de las características de las lenguas celtas es la inversión de partículas: así, al kinnabar lo llamaron barkino, que dio lugar a nuestro barcino, adjetivo que se aplica a ciertos animales de pelaje rojizo y que, con variantes, pasó a designar el color rojo en varias lenguas de influencia celta”. “En efecto, en la Edad Media, los artesanos empezaron a usar un colorante rojo extraído de la madera, que en la Toscana se llamó verzino; en Venecia, berzi y en Génova, brazi, nombre que muy pronto designó también la madera de donde se sacaba, conocida en España como ‘palo brasil’ o ‘palo de Fernambuco’ (debe tratarse de 'Pernambuco', estado de Brasil, cuya capital es Recife), y en Portugal, como ‘pau-brasil’”.

 

“En la época de los descubrimientos, los portugueses guardaban celosamente el secreto de todo cuanto hallaban y conquistaban, a fin de explotarlo con más ventaja. Pero no tardó en correrse la voz en Europa de que habían descubierto una cierta ‘isla de Brazil’, de donde extraían el ‘palo brasil’. El gentilicio brasileiro, surgido en el siglo XVI, se refería inicialmente a los que comerciaban con aquella madera, y, más tarde, a los portugueses que llegaban a esa región de Sudamérica en busca de fortuna” (Hasta aquí la glosa referida).

 

Ha sido, además, revisando la Wikipedia, que he encontrado otra interesante como curiosa referencia: dice que “este ya era un nombre conocido incluso antes del Descubrimiento de América”. En efecto, señala que “en las cartas náuticas medievales, aparece a menudo una «isla Brasil» en el océano Atlántico. El caso más antiguo es el mapa de Angelino Dulcert de 1325”. Los dos párrafos que copio a continuación están tomados del mismo documento:

 

“Tras el descubrimiento de América por parte de los españoles, se comenzó a llamar Brasil a la región en la cual existía un árbol (Caesalpinia echinata) que usaban los amerindios de las selvas del litoral brasileño (Mata Atlántica), llamado por los portugueses pau-brasil. Este árbol desprendía un color rojizo al hervirse en agua, que recordaba las llamas de un fuego, o las brasas del carbón ardiendo. De ahí el nombre de terra do pau-brasil (tierra del palo brasil)”.

 

“Durante la colonización de Brasil, por parte de la corona de Portugal, los portugueses exportaron ese nuevo tinte para colorear sus ropas en la vieja Europa. Su afán por los beneficios económicos llevó al pau-brasil a su extinción en casi la totalidad del territorio brasileño. Antes de tomar su nombre definitivo, el actual territorio de Brasil fue designado de diferentes maneras: Monte Pascual (cuando los portugueses avistaron el terreno por primera vez), Isla de Vera Cruz, Tierra de Santa Cruz, Nueva Lusitania, Cabralia (la tierra de Cabral), etc.”


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21 marzo 2023

Un ejercicio de paciencia

Esta es la historia de lo que ha sido uno de mis ejercicios de paciencia; habla de por qué abandoné, una y otra vez, un libro hasta que al fin lo pude terminar. Se trata de una novela que intercala varios diálogos a la vez, sin que esa mezcla tenga un sentido aparente. Por el contrario, la técnica que el autor utiliza (novedosa por lo demás) puede darle la impresión al lector de que tan compleja como enrevesada estrategia va a perpetuarse en el resto del relato y que, a más de conducirle a una confusa frustración, puede convertirse en causa para que abandone la obra, exasperado por el fastidio. De eso quiero contarles; les ruego que me tengan también una pizca de paciencia.

 

Hacia fines de quinto año, me apercibí de que la nota de grado de bachiller se establecía al integrar varios elementos: el promedio de primero a quinto; las notas trimestrales de sexto año; las de los exámenes escritos; y, finalmente, el rendimiento en el grado oral. Suponía que, aunque hasta allí mis notas habían sido discretas, todavía tenía posibilidad de graduarme con diez (equivalente a sobresaliente). Necesitaba un promedio superior a 9.1 y me propuse intentarlo… No lo hice por vanidad (según muchos, mi principal defecto). Veía en el propósito un desafío personal y, ante todo, un gesto de gratitud y reconocimiento hacia quienes habían sabido estimular mis estudiantiles empeños.

 

No debía perder puntos en sexto año… En esas estaba, cuando me informaron que me habían designado para participar en el “Concurso del Libro Leído” a efectuarse en el Salón de la Ciudad. Temí que la dedicación que asignaba entonces a mis estudios no me permitiría preparar el concurso debidamente, pero ya no podía excusarme. Empecé por elegir el libro que quería presentar. Eran los años del Boom; escogí la saga del realismo mágico “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, a pesar de que todavía no la había leído. Pudo no haber sido la selección más adecuada: anticipaba que podían haberla escogido algunos de los otros participantes.

 

Pocos días antes del certamen, un personero de Librería Cima, el nunca olvidado señor Carrera, me sugirió otro libro, escrito por Vargas Llosa: “Conversación en la Catedral”; pero ya era muy tarde para cambiar de elección. Como recuerdo, la obra o estaba por salir o ya estaba agotada. Supe que giraba alrededor del gobierno de Manuel Odría en el Perú. Era la primera vez que escuchaba ese título y me propuse leerla luego de finalizado el colegio; pero sería también la primera vez que dejaría una obra sin terminar… Todo se debió a esos diálogos intercalados y superpuestos de los que está construida la historia. Por ese motivo la abandoné, aunque siempre me prometí intentarlo otra vez.

 

No se qué pasó con el libro (quizá lo regalé o lo terminé prestando). Mucho después traté de leerlo nuevamente –esta vez, ya en versión digital– pero otra vez lo tuve que dejar: me pareció que el autor abusaba de un recurso que hacía la trama confusa, si no inentendible. Era como si se “barajaran” los coloquios: un diálogo se entremezclaba con los elementos de otro sin que las frases tuvieran relación. Había tardado en reconocer, por ejemplo, que la conversación que mantenían Zavalita y el negro Ambrosio en una precaria cantina llamada “La catedral” (de ahí el nombre de la novela), se intercalaba con otros diálogos con los que no tenía relación… Era pues ahí, parafraseando una expresión que se repite en la novela, donde “se había jodido” mi premiosa comprensión.

 

Hoy que lo pienso, quizá Santiago Zavalita no sea el personaje principal (hay quien sospecha que cuando Zavala relata es la voz del propio autor). A veces barrunto que es más bien Ambrosio, el espigado chofer de su padre, quien con sus comentarios da sentido a los acontecimientos y permite interpretar y comprender mejor la trama. Me parece que es Ambrosio, con su intuición, quien ayuda a valorar en forma adecuada, no solo los asuntos de carácter social y político, sino los desencuentros y las intermitencias de esa profunda brecha que distancia a Zavala con su padre.

 

Estos días he hecho un nuevo intento con la novela; solo para confirmar lo alambicada que puede resultar su lectura si no sabemos anticipar el efecto del recurso comentado. Y aunque el autor está en el derecho de usar la herramienta que mejor crea conveniente, no dejo de estar persuadido de lo desfavorable e innecesaria que la mezcla resulta. La historia fluiría en forma más ágil si los diálogos de la primera parte no estarían sobrepuestos, cual si obedecieran a intercambios verbales simultáneos, produciendo en el lector exasperación y fastidio. 

 

O, quién sabe… quizá a ello mismo se deba el gran reconocimiento que ha alcanzado la obra. A fin de cuentas, ha sido el mismo autor quien la ha declarado su preferida; ha dicho que si tuviera alguna vez que salvar una de sus obras, en caso de un hipotético flagelo, no dudaría en rescatar “Conversación en la Catedral”. Sí, ha sido tal vez un ejercicio de paciencia; pero ha sido, sin tener que dudarlo, una de las historias mejor contadas que he leído en mi vida...


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17 marzo 2023

Teoría del percance

Errar es humano; sí, nadie es perfecto y tampoco está exento de cometer errores (sé muy bien que esta es una verdad de Perogrullo). Pero, ¿a qué se debe que cometamos tantos errores?; además, a menudo escuchamos aquello –un tanto inexacto– de que el hombre es el único ser que tropieza dos veces en la misma piedra. El punto es que cometemos errores por una enorme variedad de motivos: porque estamos apresurados, por imprudencia, porque vamos por la vida un tanto desprolijos; por ignorancia o porque somos obcecados; porque no hacemos caso de las indicaciones o instrucciones que hemos recibido; en fin, por una infinidad de razones y motivos.

 

En aviación hay toda una ciencia dedicada a estudiar e investigar la perniciosa mecánica del error; la llamamos con algo que suena a excusa y hasta a eufemismo: “factores humanos”. Psicólogos, especialistas e instituciones dedicadas a averiguar porqué suceden los accidentes e incidentes, se rompen literalmente la cabeza indagando a qué se debe que profesionales en apariencia expertos, con relativa buena experiencia, ecuánimes y listos, y –sobre todo– bien entrenados siguen cometiendo, una y otra vez, los mismas errores y equivocaciones. Las estadísticas no dejan de ser sorprendentes: más de un setenta por ciento de los accidentes aéreos deben su ocurrencia a error humano. Claro que esto no necesariamente significa error de pilotaje o culpa de los pilotos.

 

Un día en Vanvouver, cuando volaba el A-340, nos autorizaron el rodaje hacia la cabecera de la pista en uso esa mañana; debo admitir que desde que inicié la maniobra estaba convencido que debíamos movilizarnos hacia la cabecera opuesta. Cuando llegamos a una intersección en forma de T, que definía la dirección a tomar y, en definitiva, el posterior error o acierto, de pronto caí en cuenta que algo no se ajustaba con lo que debía estar haciendo. ¿Tienes alguna duda?, me preguntó otro comandante que, en calidad de refuerzo, también iba monitoreando el despegue esa mañana en la cabina. Creo que no –le contesté–, pero te confieso que hasta este mismo momento venía equivocado en la ruta que debía seguir hacia la cabecera correcta…

 

Múltiples son las veces que nos equivocamos. En mis tiempos de copiloto me enseñaron con frecuencia a detectar y a saber evitar el error, pero también a no ser tan intransigente. Una tarde en México tuvimos que hacer espera (holding) en el área terminal en condiciones severas de hielo; de pronto fuimos autorizados a iniciar la aproximación y el comandante me solicitó extender los flaps para incrementar el régimen de descenso. Anticipándome a su previsible fastidio, le recordé la restricción del manual en cuanto a extender dichas aletas en condiciones de hielo. Creo que uno y otro completamos la maniobra conscientes los dos de que habíamos efectuado algo no recomendado pero que, dadas las circunstancias, resultaba inevitable…

 

Otra vez, en una mañana espléndida, acompañaba a otro comandante recién promovido en la llegada a la antigua pista de Cotocollao en Quito. Asimismo, habíamos sido inicialmente autorizados a mantenernos en patrón de espera sobre Condorcocha a 22.000 pies. De pronto y estando cerca del VOR, el control nos autorizó a iniciar una aproximación directa cuando estábamos 4.000 pies sobre la altitud prevista. El piloto redujo rápidamente la potencia y trató de reducir la velocidad para entrar en el rango en el que podíamos extender los flaps: ninguno de los dos caímos en cuenta de que debíamos esperar a estar bajo 20.000 pies para poder efectuar el pretendido cambio de configuración. “Ya cometí un error”, escuché a mi compañero…

 

Hace pocas semanas un avión de una aerolínea norteamericana fue autorizado a rodar hacia el punto de espera de la pista 4L (04 izquierda) del aeropuerto JF Kennedy, en Nueva York. Ajeno al hecho (“oblivious to the fact”) que otra era la pista en uso, la tripulación enrumbó hacia la pista 32L (32 izquierda). No solo eso, sino que cruzó sin autorización la pista activa mientras otro avión ya había sido autorizado a despegar en la 4L. Consciente del error de quien estaba invadiendo una pista que estaba siendo usada por otra aeronave, el controlador trató repetidamente de alertar al piloto del error que estaba cometiendo; mas, frente a su evidente desatención y falta de respuesta, no tuvo otra alternativa que instruir al piloto que ya había sido autorizado a despegar en la 4L que suspendiera la maniobra.

 

Según los reportes e informes presenciales, las dos aeronaves pudieron haber colisionado y estuvieron en un momento, tan cerca una de otra, como a menos de 300 metros. Hoy los pilotos del avión involucrado se encuentran en investigación; ellos se han negado a hacer declaraciones si la autoridad insiste en gravar su testimonio... ¿Qué sucedió? ¿Cansancio, desatención, mala coordinación, falsa expectativa? En fin… quizá va siendo hora de idear nuevos recursos que eviten y alerten estas equivocaciones. En la práctica, son conatos de situaciones catastróficas.


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14 marzo 2023

Guerras de religión

La gente pelea por cualquier cosa, porque ha malentendido un mensaje, porque sospecha que no le quieren o cree que le quedaron mirando. Lo propio sucede con las guerras: hay quienes luchan por unas fronteras, otros porque no interpretan con exactitud un protocolo, o por un sentido de honor y hasta por el “espíritu de cuerpo”. Otros se pelean porque, a pesar de que creen en un mismo dios, quieren tener otros dogmas, liturgias o ritos; o prefieren ejercitar otros sacramentos (o los mismos con diferentes ceremonias). La historia de la humanidad está repleta de esos cruentos enfrentamientos. Y esta gente mata, inconsciente de que matando incumple el mandamiento del amor al prójimo y aquel otro que ordena “No matarás”…

 

En un momento del desarrollo de la civilización, que en teoría tuvo un resurgimiento de los valores (el Renacimiento), se instauró la Inquisición, resurgieron las persecuciones religiosas y familias enteras fueron expulsadas de su colectividad porque practicaban una religión distinta. En 1492, a la par que se descubría otro continente, se expulsaba de España a judíos y musulmanes y se prefiguraba hasta donde podían llegar el fanatismo, la intransigencia y la intolerancia… El clero predicaba lo que sus miembros no practicaban. Nuevos curas y pensadores propiciaban una inminente reforma, creían que tenía que haber un cambio. De tanto rezar la gente se había olvidado de los demás y hasta se había olvidado de Dios.

 

Un futuro fraile nacido en el Sacro Imperio Germánico, Martín Lutero, tenía nueve años cuando Colón llegó al Nuevo Mundo. Con el tiempo, fue madurando nuevos conceptos que precipitaron un inesperado cisma en el cristianismo. El malestar arrastró a muchos y tuvo el efecto de lo contagioso. En Francia otro agustino nacido en 1509, Juan Calvino, a riesgo de ser considerado hereje, aportó con nuevas iniciativas y provocó hacia el final de sus días unas guerras que tendrían ocupada a Europa los últimos cuarenta años del fatídico siglo XVI. Una nueva rama del cristianismo arraigada en Francia y Flandes, conocida como de los hugonotes (con probabilidad por el nombre de Hughes, uno de sus líderes), habría de soportar el asedio de quienes no cejaban en sus crueles empeños hasta aniquilarla…

 

Desde 1562 hasta 1598 los hugonotes fueron perseguidos, luego tolerados nuevamente; más tarde –era la noche de San Bartolomé– masacrados sin misericordia; luego autorizados otra vez a ejercitar su culto; y finalmente obligados a practicar una religión que no era la suya o compelidos a abandonar sus país de origen. Más tarde, y por otra centuria, las discrepancias religiosas pasaron a ser un tema cotidiano y quizá el más importante en una Europa convulsionada; hoy se hace imposible calcular el número total de fatalidades que se produjeron por causa del encono y antagonismo entre aquellas facciones que habían compartido hasta hace poco las mismas creencias y ceremonias, dentro de una fe que unos y otros venían considerando como la única y verdadera religión.

 

Por el lapso de todos esos impíos e intolerantes años no cesaron las hostilidades. Tan pronto como las facciones parecían transigir o ponerse de acuerdo (y luego lograban firmar una paz precaria), nuevamente alguien provocaba o reanudaba una vieja discrepancia. O renacía así una nueva inconformidad y algún olvidado desencuentro servía de pretexto. Por más de una tercera parte de aquel malhadado siglo XVI los enfrentamientos se fueron repitiendo, hasta 1585, cuando por trece años continuos se produjo el octavo de aquellos inauditos enfrentamientos.

 

Insólito como parece, estas disputas no se produjeron entre militares; fueron cruentas guerras protagonizadas por civiles en nombre de su fe. Los hugonotes habían recibido el apoyo de algunos países extranjeros y de ciertos miembros de la nobleza. En el transcurso de los acontecimientos se firmaron diferentes tratados o se emitieron edictos (decretos reales) que determinaron sanciones y prohibiciones, o que pusieron un cese temporal a dichos conflictos. Cada vez se establecían nuevas restricciones o se reinstauraba una frágil libertad de culto. El cese de las incidencias solo se logró cuando Enrique de Navarra, un rey que había jurado y abjurado tanto del protestantismo como del catolicismo, se coronó finalmente como Enrique IV de Francia, impulsado por su deseo de consolidar la paz y por el ineludible juego político requerido para su ascenso al trono (suyo sería aquel “París bien vale una misa”).

 

Pero esto tampoco produjo una paz definitiva; los enconos y ataques se siguieron renovando de tiempo en tiempo. Así habría de pasar la casi totalidad del siglo siguiente hasta que el Rey Sol, Luis XIV, sustituyó el edicto de Nantes (que reconocía la libertad de conciencia) por otro nuevo, el de Fontainebleau (que la suspendía), sin poder evitar nuevos descontentos. Era el año de 1685.


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10 marzo 2023

Las bondades de la risa

Paul Newman había estado casado por dos ocasiones; la primera vez su matrimonio había durado nueve años. Cuando el actor filmaba una de sus populares películas habría conocido a Joanne Woodward quien llegaría a ser su segunda esposa hasta el final de sus días. A ella le habrían preguntado que cuál consideraba que era la razón para el éxito de su matrimonio y qué era lo que más le atraía de su marido. “Paul es uno de los hombres más interesantes que he conocido –habría respondido–, pero lo que a mí siempre más me ha enamorado es su habilidad para hacerme reír”.

 

No estoy seguro si lo que ella quiso decir fue que lo que le gustaba de Paul era que era chistoso o simplemente que tenía una forma particular de hacerle feliz. Hay gente que vive tratando de hacer reír a los demás; pero una cosa es tratar de hacer reír y otra, diferente, conseguir que los demás rían efectivamente. A lo largo de mi vida he conocido un par de personas que siempre han estado jugando con las palabras o utilizando el doble sentido para provocar la risa ajena; ellos, por lástima, dejan la impresión de que quien más les celebra son ellos mismos. Tuve inclusive un colega que, con el ánimo de distender el ambiente en la cabina, trataba de contar algún chiste o anécdota solo para ser reprendido en términos de que no debía descuidar la formalidad requerida en ciertas fases críticas del vuelo…

 

Hay, efectivamente, gente con un gran sentido del humor, cuya genial y espontánea reacción merece nuestra admiración y gana nuestra simpatía; es más, existen personas con tal gracia natural que solo de verles provocan nuestra hilaridad y suscitan nuestra risa. Pero el humor tiene su momento y su oportunidad; una cosa es la chispa y la broma ocasional; y, otra, también muy diferente, la cháchara sin sentido y eso de tratar de encontrar en todo un motivo para la risa. Del mismo modo, hay quienes tratan de usar el humor solo para hacernos reír, pero existen otras personas que, sin querernos dar gusto en todo, buscan –a su manera– la forma de hacernos sentir cómodos, apreciados y contentos. Quizá sea eso –más bien– lo que importe más en la vida.

 

Hay gente que se siente incómoda cuando alguien trata de hacerles reír todo el tiempo, quizá tienen recelo de que quien bromea pudiera decir algo inconveniente en su desatinado afán de hacer reír sin ton ni son o en todo tipo de circunstancia. Por el contrario, hay quienes  prefieren compartir con personas serias y circunspectas o que parezcan serias por el mero hecho de parecerlo. Es curioso, pero existen familias enteras que evitan estarse embromando y que convierten un trato sin bromas y sin risas en una forma particular de “cultura” propia de sus hogares.

 

Conocí alguna vez al padre de una amiga, él era un contralmirante retirado. Estaba persuadido de que las personas que merecían su confianza no hacían bromas ni se pasaban contando chistes. Su curioso convencimiento, sin embargo, parece que se desvanecía cuando se tomaba él mismo un par de tragos y buscaba la aceptación de las personas presentes. Entonces su humor adquiría una leve cuota de sarcasmo aunque detrás de sus bromas no parecía haber malicia: era solo que no tenía la costumbre de hacer bromas y de hacer reír. La gente no interpretaba su humor porque se había acostumbrada a verlo siempre serio. Aquello me hacía recordar un viejo adagio, aquél de que el humorista se ríe “con” los demás y que quien maneja la ironía se ríe “de” los demás…

 

La palabra “sarcasmo” parece provenir del griego “sarkázein” que significa pelar la carne, a la manera que hacen los perros con los huesos. Resulta contradictorio que, en lugar de hacer reír, provoquemos la impresión de que intentamos “cortar la carne” de quienes hemos escogido como objetivo de nuestra burla o afán de ridiculizar.

 

En días pasados leí en Linkedin un mensaje que alguien había colgado; recogía ciertas reflexiones del actor cómico Charlie Chaplin, quien murió a los ochenta y ocho años de edad:

1.     Nada es eterno en este mundo, ni siquiera nuestros problemas.

2.    Me gusta caminar bajo la lluvia, para que nadie descubra mis lágrimas.

3.    El día más desperdiciado de la vida es aquel en que no reímos.

4.    Los seis mejores médicos del mundo son: el sol, el descanso, una dieta balanceada, la autoestima y el disfrute de los amigos.

¡La vida es solo un viaje! ¡Vive el presente!, decía el mensaje. Yo solo añadiría que debemos aprender a no tomarnos tan en serio y a reírnos de nosotros mismos. No tratemos de ser felices con las preferencias o los valores ajenos ni tratemos tampoco de hacer felices a los demás con las preferencias o valores que son nuestros…


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07 marzo 2023

Caminos y distancias

En días pasados mencioné este blog en una reunión social. ¿Pero… por qué “náutico” si eres un aviador? alguien inquirió; respondí que procuraba dar a mis experiencias el tratamiento que se da a los relatos de viaje. “Lo náutico está relacionado con la ciencia y el arte de la navegación” expliqué. De pronto caí en cuenta del motivo para la indagación: náutico es una palabra a menudo asociada con asuntos navales o marineros, aunque de manera más general tiene que ver con el arte de desplazarse. Medité en que idéntico equivoco puede provocar la voz “itinerario” que no solo tiene que ver con horas de operación de las naves sino con lo que sucede en rutas y destinos: iter es voz latina que quiere decir camino o período de marcha.

 

Desde la antigüedad el hombre ha buscado métodos para medir la distancia de sus viajes; así han aparecido la milla (en sus dos versiones: terrestre y náutica), la legua –que equivale a tres millas– y, desde que se instituyó el sistema métrico decimal, el kilómetro. La legua terrestre, o estatutaria, equivale asimismo a tres millas terrestres; mide 4827 metros, pues la milla tiene una extensión de 1609 metros. La legua representa la distancia que una persona puede caminar a paso regular en una hora. Existe además una milla marina, o náutica, que equivale a 1.15 millas terrestres, es decir 1852 metros o 6000 pies (6076); esta es la utilizada como medida itineraria por marinos y aviadores.

 

Leyendo “Hombres buenos” de Pérez Reverte, he encontrado una aparente imprecisión respecto a la legua terrestre: menciona que hacia fines del siglo XVIII esta tenía una distancia de 5.5 kilómetros (unos 700 metros más que la actual). Caí en cuenta entonces que las medidas no siempre tuvieron valores uniformes: la legua romana no tenía la misma extensión que la francesa y la inglesa tampoco era igual que la castellana; esta última equivalía a 5.572 metros, era utilizada para determinar la extensión de los predios y era reconocida legalmente en los tribunales españoles; por un tiempo se la había fijado en 5000 varas castellanas (o 15000 pies), esto es unas 2.6 millas romanas o 4190 metros; y se la siguió usando por un tiempo adicional en España, a pesar de haber sido abolida por Felipe II en 1568.

 

Dice una página que he consultado (Agrimensores Paneros, de Argentina) que  la legua común “era una unidad itineraria que se utilizaba en las crónicas de exploraciones y viajes; era una medida muy imprecisa ya que variaba con las circunstancias que rodeaban al viajero, tales como si iba a pie, a caballo, en mula o en carruaje. Quedó establecida por el uso en el siglo XVI en 20 000 pies castellanos: 5572,7 metros o 6666,66 varas castellanas. Sin embargo, la legua común variaba de modo notable según los distintos reinos españoles o sus provincias”. Por lo tanto, “Para facilitar los cálculos y unificar con los usos de otros países, a fines del siglo XVII comenzó a utilizarse la legua llamada de 20 al grado (por un vigésimo de grado de meridiano terrestre o 6.666,66 varas)”.

 

La milla náutica, actualmente utilizada en la marina y aviación, equivale a un minuto de grado de meridiano. Un grado, por lo mismo, equivale a 60 millas náuticas o, lo que es lo mismo, 20 leguas náuticas. Ahora bien, si una legua náutica mide 5,55555 kilómetros quiere decir que un grado de meridiano mide la curiosa cifra de 111,11111 km (guarismo que muy probablemente no ha de ser una coincidencia), lo mismo que 60 millas náuticas. En cuanto a la milla náutica que mide 1852 metros, alguna vez aprendí una simpática frase que se constituye en método mnemotécnico para no olvidar el importante dato: “es como un ocho sin codos” (realmente un–ocho–cinco–dos): 1/60 de grado.

 

En aviación todavía se utilizan dos tipos de cartas de navegación: unas son para vuelos de reconocimiento (entrenamiento, “cross–country”); estas utilizan millas estatutarias. Las demás son cartas instrumentales que por lo general utilizan millas náuticas. Del mismo modo, la velocidad en los aviones menores es calculada en millas por hora mientras que en los aviones mayores, y más veloces, es registrada en “nudos” (knots en inglés); el nudo no es sino una unidad de velocidad expresada en millas náuticas por hora. El nombre es heredado de una gruesa cuerda de esparto que se lanzaba desde la cubierta de los barcos para medir la velocidad de desplazamiento sobre el agua; la cuerda contenía nudos espaciados cuyo número era observado de acuerdo con la velocidad que alcanzaba la embarcación.

 

En resumen: una legua terrestre equivale a 0,868976241900649 leguas náuticas. Una milla estatutaria mide 1609 metros, la náutica 1852 (por eso dicen que la milla náutica es “un poco más larga y húmeda” que la terrestre). Una milla náutica es igual que un minuto de arco de meridiano. El origen de la milla pudiera sería la “parasanga” persa que llegó a los romanos a través de los griegos. Si esto se aplica correctamente, “a leguas” se verá que han puesto atención…


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