31 mayo 2022

Diferencias entre be y ve en español *

 * Por Ricardo Soca. Página de “elcastellano.com”

 

“La letra ve nunca tuvo en español el sonido labiodental que representa en lenguas como el francés, el inglés, el italiano o el portugués. La primera edición del diccionario de la Academia española, que es recordado hoy como de Autoridades (1726), explicaba que la letra be “imita el balido de las ovejas” y que se pronuncia comenzando por cerrar los labios, y haciendo después alguna fuerza, y tomando la compañía de la e, los abre para salir, por lo cual es una de las letras que llaman labiales. Tiene esta letra en nuestra lengua tan grande hermandad con la ve en el modo de pronunciación que apenas se las distingue al oído.

 

Agrega el diccionario que ambas letras se hallan en lo escrito usadas promiscuamente. En cuanto a la ve, recordemos lo que dice don Manuel Seco en su Diccionario de uso del español: “La pronunciación de la ve en español es idéntica a la de la be”. Esta es una explicación moderna y coherente, ya liberada de los prejuicios que durante muchos años llevaron a los académicos a ver una diferencia fonética que en realidad nunca existió en castellano, excepto en las zonas de contacto con otras lenguas.

 

Las maestras de primeras letras suelen enseñar a los niños que la ve se pronuncia como labiodental. Se trata apenas de una estrategia didáctica para que los alumnos aprendan la diferencia ortográfica entre ambas letras. Y jamás les explican que en la vida real representan un mismo fonema. Según Gregorio Salvador y Juan Ramón Lodares, en su Historia de las letras, la diferenciación entre estas dos consonantes, que durante algún tiempo hizo la Academia, sería expresión de un “fetichismo” heredado de la tradición latina. En los documentos escritos en romance o en español más antiguo, se encuentran grafías como auia, que representaban lo que hoy escribimos y vocalizamos “había”. A pesar de la diferente grafía, la pronunciación era la misma.

 

Para los romanos, en cambio, ambas letras eran diferentes, pero en otro sentido: la ve se confundía con la vocal u, y tenía el mismo sonido que hoy representamos gráficamente con la u. La famosa frase de Julio César veni, vidi, vici ‘llegué, vi y vencí’, en el latín clásico era pronunciada /ueni, uidi, uichi/. Y durante muchos años, la letra -u- representó el fonema /b/. La identificación entre los sonidos de ambas consonantes era tan marcada, que muchos autores las usaban indistintamente, como verificamos en la firma de Cervantes, quien, además, usaba la u para representar el fonema /be/ en Saauedra.

 

La uve no se llamó siempre así; en el siglo XVIII era la “u de corazoncillo” o también “ve de vaca”, “ve chiquita”, o “ve corta”. En realidad, el nombre “uve”, apareció por primera vez en 1947, tal vez como contracción de u [que hace el trabajo de ve], teorizan Salvador y Lodares” (hasta aquí lo transcrito).

 

Nota del editor: siempre he defendido que la diferencia entre la ve larga y la ve corta o, si se prefiere, entre la ve labial y la labiodental (“labidental” la llamábamos en la escuela) es estrictamente ortográfica. No creo que nadie, ni siquiera en España, haga un esfuerzo consciente para diferenciar el sonido de las dos letras (asunto que sí sucede en el inglés por ejemplo). Sin embargo, debo dar fe que mi propia abuela utilizaba un tipo de pronunciación fricativa para diferenciar ocasionalmente la ve corta. Usaba ese modo en forma particular para pronunciar el apellido de su yerno, mi padre, y lo hacía empleando un sonido que se percibía casi como una efe no muy definida: sonaba algo así como “Fizcaíno”.

 

Saltándome el tema fonético, pero insistiendo en la escritura, quisiera comentar que existen muchas palabras en español que, aunque se pronuncian en forma idéntica, utilizan una grafía distinta y tienen diferente significado. No obstante, existe un caso que merece un comentario particular, se trata de las voces ribera y rivera, palabras que son idénticas fonéticamente pero que se escriben en forma distinta. Ribera se refiere a la margen de un río o a la playa de un cuerpo de agua (“bank”, en inglés); rivera, mientras tanto, significa arroyo (“brook”). Pudiera ser que la palabra “river”, río en inglés, nos conduzca a esta confusión y nos haga escribir rivera cuando queremos significar ribera. En la práctica, rivera es una palabra que no se usa; preferimos arroyo o riachuelo. AVM.


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27 mayo 2022

La “estoa” o pórtico griego

…“(A los estoicos) les gustaba dividir la filosofía en la tríada helenística… que se regía por el buen obrar, la búsqueda de la felicidad y la autarquía, y que consideraba inútil toda filosofía que no enseñara a existir y a resistir, a dominarse y aguantar, ejemplificado en el abstine et sustine estoico”. Manel García Sánchez, Revista Babelia.

 

Estoico es una palabra devaluada, tanto que mucha gente ha distorsionado su significado. Lo propio sucede con estoicismo, aquello parecería implicar una suerte de desdén, si no de cierto desprecio, hacia el dolor o el sufrimiento; pero en ello no consisten precisamente conceptos como estoico y estoicismo. Hoy quisiera hablarles de algo relacionado con esa escuela filosófica, referente a su nombre y significado (de dónde sale); me parece pertinente relacionar la palabra con lo que la motiva y la razón para que a los estoicos se los llama de ese modo. Todo proviene de una palabra griega, stoá, “estoa” en español, que significa “pórtico”. Ahora sí, veamos porqué…

 

El fundador de la escuela fue un filósofo semita que había nacido en Chipre (336-264 a.C.), en ese entonces una colonia griega. Se lo conoce como Zenón de Citio (no confundirlo con Zenón de Elea). Citio, Kition en griego, era un asentamiento fenicio, ubicado en la parte sur de la isla; hoy formaría parte de la República de Chipre cuya capital es Nicosia. Pero este Zenón se haría famoso por su prédica y enseñanzas, que las impartió a sus seguidores y discípulos en el Ágora de Atenas, en cuya esquina noroccidental estaba ubicada la “Estoa Pecile” (Poikilé Stoá, en griego) que quiere decir “pórtico pintado”. ¿Qué era entonces ese pórtico?, ¿era algo así como un arco, era un porche, era quizá una especie de zaguán o era un edificio del todo independiente?

 

El Diccionario de la Academia define pórtico como: “Espacio cubierto y con columnas situado delante de los templos u otros edificios”. Insinúa, por tanto, que consiste en algo así como una galería con arcadas o columnas (imagino yo) ubicado delante de una fachada, una especie de patio cubierto.

 

Pero cuando consulto un diccionario de arquitectura, editado en inglés, este me indica lo siguiente: “Greek Architecture. A portico, usually a detached portico of considerable length, that is used as a promenade or meeting place”, que se traduciría así: “Arquitectura Griega. Pórtico, generalmente un pórtico independiente de longitud considerable, que se utiliza como paseo marítimo o lugar de encuentro”. Con esto, lo que parecía claro, ahora parece algo confuso; además, se utiliza la misma palabra para definirlo (dice que el pórtico es un pórtico)... Pero, antes: ¿Qué es aquello de “promenade”?, ¿es esto, acaso, un paseo marítimo, es decir un lugar abierto, y probablemente angosto?, o ¿es más bien un edificio cubierto, tal vez una pequeña arcada cubierta por un domo, y no un espacio abierto como pudiera insinuar esta nueva y ambigua definición?

 

Veamos: mientras viví en Singapur, empezó a construirse en la “esplanada” (The esplanade) los Theaters on the Bay (Teatros en la bahía), dos edificios espectaculares con la forma de los ojos de un moscardón o, si se prefiere, de esas enormes y pestilentes guanábanas que ahí les llaman “durian”, y que son la fruta nacional de Singapur. Estos edificios son el Esplanade Concert Hall y el Esplanade Theatre. Si usted consulta qué es eso de “esplanade” (que suena como palabra latina) se va a topar con que se define como “promenade”… Es decir, los caprichosos edificios se construyeron no como un pórtico cerrado, tampoco sobre una planicie, sino sobre un paseo marítimo, pues eso es un promenade. Quiere decir que una explanada se habría usado para efectuar la construcción.

 

He tenido, por lo mismo, que revisar el diseño del Ágora y sus diferentes “estoas” para darme cuenta de que aquel pórtico que dio nombre a escuela tan famosa, fue realmente un edificio público independiente. Era un espacio amplio pero cubierto, que estaba abierto al público, a malabaristas traga-espadas y juglares, y que no estaba administrado por funcionario alguno. De este modo, y basado en esa referencia, puedo deducir de su estructura, que el edificio miraba hacia el sur y que era parte del ágora; que tenía unos cincuenta metros de ancho y doce de profundidad y tenía una cubierta a dos aguas. Estaba techado pues poseía una entidad que descansaba sobre columnas dóricas exteriores y jónicas interiores, y tenía en su parte posterior una pared en la que se habían pintado figuras que representaban hazañas bélicas atenienses, como la caída de Troya o la batalla de Maratón.

 

Esto era entonces el “Poikilé Stoá”, o Pórtico Pintado, que dio lugar al nombre que identificó más tarde a esos formidables cultores del estoicismo, pensadores de la talla de un Lucio Anneo Séneca, del sabio aunque poco recordado Epicteto, o de ese emperador-filósofo conocido como Marco Aurelio.


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24 mayo 2022

Algo del “valor profesional”

Dice mi amigo Javier que no hay que perder el entusiasmo (tiene 81 años, lo cual no es poco), dice también que hay que seguir aprendiendo y, con ese tono delicado que le caracteriza, se anima a darnos un consejo: que sigamos ayudando a quien lo necesite, sin esperar nada a cambio… Él es quizá uno de mis más antiguos amigos y, definitivamente, uno de los más “grandes”; es uno de esos amigos que no se conocen en la escuela ni en el colegio, que asoman de repente en una de las aulas de la “universidad de la vida”, en esos momentos que nos hacen más maduros y mejores tipos. Él vivía entonces la crisis de un prematuro divorcio y tenía a la sazón treinta y tres años; yo tenía veintidós, y había saltado –como en la canción de Manuel Alejandro- “de la niñez a los asuntos...

 

Paso revista a lo que me corresponde y confirmo que no he perdido el entusiasmo, reconozco que doy frecuente atención a la parte final de su consejo (estoy disponible y procuro ayudar a quien lo necesite) y advierto también que mi innata curiosidad me lleva, en forma perenne y cotidiana, a seguir aprendiendo… Pero noto también que hay algo que ya no “aprendo”, o que hay algo en mí que “se resiste a aprender” (siempre se resistió); y es algo que creo que nunca “aprendí a tolerar”, me refiero a aquella ausencia de un adecuado reconocimiento pecuniario a la capacidad profesional, al desdén por un justo reconocimiento patronal a las habilidades y conocimientos de profesionales que trabajan para quienes no saben justipreciar su real aporte. En esas situaciones, no soy de los que transigen, y simplemente no lo tolero. Sorry, querido amigo, pero ya me es muy tarde para “aprender”.

 

Habría de ser otro querido amigo y colega, quien, debido a sus experiencias gremiales, un buen día empezó a repetir un cansino mantra, aquel de nuestro exiguo reconocimiento profesional. Muchos empresarios rácanos y miserables quizá habría conocido mi amigo, muchos “muertos de hambre” dueños de empresa, gente que, con uno u otro pretexto, metían mano en bolsillo ajeno para dizque “cuidar la estabilidad de sus empleados”, cuidando solo “la salud financiera” de sus empresas. Lo que hacían en realidad era justificar tan mezquinos recortes, en perjuicio del apropiado reconocimiento de sus servidores, sin discriminar cuan eficientes pudieran ser o cuan bien remunerados pudieran estar. Con ello, no solo desconocían a sus buenos trabajadores, sino que estimulaban su descontento y prematura ausencia. Así, los mejores emigraban y los otros seguían mal pagados y descontentos.

 

Dice un conocido dicho en inglés: “Pay peanuts and you’ll get monkeys” (Pague con maníes y conseguirá monos). Si se limita el reconocimiento profesional y solo se ofrecen sueldos de infamia, no solo que se desestimulará la eficiencia laboral, sino que los mejores se irán en busca de mejores ingresos y de más atractivas condiciones de trabajo. Esa ha sido por lástima la situación de muchos pilotos y miembros de la aviación nacional; asunto que no solo ha producido un masivo éxodo de buenos profesionales, sino que ha dejado atrás a gente menos capacitada o, por lo menos, a una plantilla de profesionales poseedores de más exigua experiencia que no ha estado todavía calificada para cumplir con los requisitos de contratación de las aerolíneas internacionales, siempre en detrimento del adecuado nivel de pro-eficiencia que persiguen nuestras propias operaciones nacionales.

 

Hoy mismo, y sacando provecho del excedente temporal de pilotos que va dejando la pandemia, existen contrataciones que, poniendo como pretexto el inicio de operaciones o la escasa utilización que todavía afecta a los operadores, no satisfacen ni siquiera el mínimo reconocimiento económico que deben merecer esos profesionales. En su ceguera, empresarios y directivos, no caen en cuenta que solo van a asegurar contrataciones temporales pues tan pronto como los más capacitados logren ser nuevamente convocados desde el exterior, su ausencia va pronto a dejar nuevos vacíos con el costo correspondiente de entrenamiento del nuevo personal.

 

No deja de ser curioso, mientras algunas aerolíneas nacionales pudieran estar mejorando las condiciones que representan sus respectivas ofertas de trabajo, lo que están haciendo es justamente lo contrario: están mezquinando un adecuado reconocimiento salarial para los aviadores mejor capacitados y con mayor experiencia. Esta no es la mejor manera de “hacer aviación” en nuestro país. Esa actitud estrábica y cicatera solo consigue debilitar el progreso de la aeronáutica nacional; por lo menos de aquella que queremos ver, una vez que se supere la crisis: una aviación mejor estructurada y segura, que cumpla con los más altos estándares técnicos y profesionales, con el personal más idóneo, experimentado y competente. Es exactamente como ir a un hospital, donde uno espera que le atiendan los profesionales que estén mejor preparados.


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22 mayo 2022

Historia del Chocó Andino de Pichincha *

Desde el siglo XVI la búsqueda de una ruta de penetración a la costa fue empeño permanente de los quiteños; la fama del oro y piedras preciosas llevó a los españoles a organizar expediciones a Esmeraldas: una fue liderada por John Rojas, iniciaba en Lita, Imbabura, siguiendo el camino de Malbucho hasta la Punta de Manglares; y otra por un Cap. Balderrama, en senda Sur desconocida, cercana a Sigchos, terminando en el Cabo de San Francisco.

 

En 1553 Miguel Cabello de Balboa hace referencia a la existencia de un camino intermedio a través del Noroccidente del Pichincha, cuya existencia era conocida por los indios “Yumbos”, quienes la mantuvieron en reserva para poder abastecer clandestinamente al rebelde africano Alonso de Illescas, atrincherado en su rebelión negra. Un siglo después, la ambición del oro dio paso a la producción de la tierra, la economía de la real Audiencia de Quito se empeñó en la manufactura textil y la producción agrícola, que crecía en busca de mercados exteriores.

 

En el entorno colonial del siglo XVIII nace en Riobamba, un 24 de noviembre de 1704, quien sería Don Pedro Vicente Maldonado, perteneciente a la Real Audiencia de Quito del boyante Imperio Español. En su pensamiento e idiosincrasia Pedro Vicente se consideraba nacido en las Indias Occidentales fiel al Rey Felipe V de Borbón, llamado “el Animoso”. Hecho importante a resaltar es la educación que recibió de parte de los jesuitas, quienes hicieron de él un hombre versado en historia natural, astronomía, matemáticas y geografía, ciencias que más tarde lo vincularían con la expedición más relevante del planeta.

 

Fiel a los afanes de fortuna y conocimiento de la época, inició la apertura de un camino que llegue al mar, empezando en Cotocollao, siguió por Nono, hasta avanzar a Coca Niguas (actual SM de los Bancos) y desde allí a Puerto de Quito, donde el rio Blanco se vuelve navegable, hasta llegar a las selvas de Atacames. En 1736, empiezan a arribar a la plaza mayor de la Audiencia de Quito, recuas de mulas cargadas de botijambres, planchas de plomo y cajones a cuenta de Don Joseph de Araujo y Rio, nuevo presidente de la Audiencia, y de una extraña “misión” designada por la Academia de Ciencias de Paris, cuyo objetivo era medir el arco del meridiano ecuatorial y determinar la forma y dimensión exacta de la Tierra.

 

Por los escritos de Charles Marie de La Condamine, se conoce que se eligió la vía de Esmeraldas para subir a Quito; en esta senda conoce a Don Pedro Vicente Maldonado, quien por sus conocimientos de geógrafo se convierte en el mejor colaborador local de la Misión Geodésica Francesa; al punto que una vez terminada la misión es invitado a viajar a Europa para ser admitido como miembro de la Academia de Ciencias de Paris. Sus conocimientos sobre la región del Noroccidente de Quito le valieron también para que en 1738, el presidente de la Audiencia le diera el cargo de gobernador de la provincia de Esmeraldas.

 

Siguiendo el instinto de investigador, en 1744 toma la ruta del Oriente y viaja a Europa por el Amazonas; al llegar a España el Rey Felipe V le condecora con el título de “Gentilhombre de la Real Cámara con llave dorada”. De España pasa a Paris donde imprime el ”Mapa de la Real Audiencia de Quito”, que constituye su obra más reconocida por la utilidad que brindó para las colonias. Una vez en Paris y ya admitido como miembro de la Academia de Ciencias, viaja a Londres en 1747, donde por invitación de los miembros del misterioso “Colegio Invisible”, es admitido como miembro de la ”Real Sociedad para la mejora del Conocimiento Natural”. Para lástima de su destino, y debido a una fiebre extraña, fallece en la víspera de la ceremonia de iniciación, desviando su camino para ir al encuentro de Dios.

 

Escuelas, colegios, institutos, caminos, ciudades y regiones llevan hoy su nombre; me atrevo a decir que pocos ubican la dimensión de este gigante de la ciencia y las aventuras; su principal recurso fue el conocimiento, su mayor empeño buscar una ruta que brinde a la Audiencia una salida al mar; su legado a la ciencia el “Mapa de la Real Audiencia de Quito”. Su trabajo más trascendente fue haber formado parte de la Misión Geodésica Francesa; su sueño cumplido, haber llegado a ser miembro de la comunidad más excelsa de científicos del mundo.

 * Escrito por Marcelo Villacís Molina - Cronista del Noroccidente de Pichincha. Reeditado para Itinerario Náutico.

** Nota del editor: La Reserva de Biósfera del Chocó Andino tiene una extensión de 286.805,534 hectáreas, lo que representa el 30.31% del territorio de la provincia de Pichincha; está ubicada entre Quito y Puerto Quito, involucra las parroquias de: Nono, Calacalí, Pacto, Gualea, Mindo, Nanegal, Nanegalito, Los Bancos y Pedro Vicente Maldonado. La conforman bosques y páramos, caracterizados por su biodiversidad, estos están situados en alturas que van desde 360 hasta 4.480 metros sobre el nivel del mar. AVM.


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20 mayo 2022

De afeitadoras y navajas

Lo llaman “Principio de parsimonia” o Navaja de Ockham. Esto de la “parsimonia” no obedece enteramente a las definiciones contenidas en el diccionario, como frugalidad, moderación, circunspección o templanza. Para interpretar su significado quizá haga falta ir a la raíz etimológica latina; parsimonia era una voz relacionada con la oratoria, querría decir sobriedad, concisión, economía en las palabras. Visto así, consiste en un principio metodológico y filosófico que postula que: «en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable» (o más probable de ser la correcta). Este no es un axioma irrefutable, pero ofrece una lección práctica: Si ya existe una razón simple, ¿para qué buscar otras razones y complicarse la vida?

 

Se atribuye el principio a un fraile franciscano que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV (1280-1349). El fraile se llamaba Guillermo de Ockham y ha sido considerado como “una de la mentes más brillantes que existieron en la Edad Media”. Ockham fue el más conspicuo representante del nominalismo; fue acusado de herejía por cuestionar la compatibilidad entre la fe y la razón, y por defender la imposibilidad de demostrar con esta la existencia de Dios. Su método suponía una “navaja” al método platónico, pues “afeitaba” el exceso de entidades (innecesarios razonamientos) del filósofo griego. El fraile murió debido a la peste negra y fue rehabilitado póstumamente por la Iglesia Católica. Conocí de Ockham a través de El nombre de la Rosa, la formidable novela de Umberto Eco. En ella, el personaje principal, el monje Guillermo de Baskerville, utiliza una metodología parecida.

 

Es probable que en Ockham y su navaja se haya inspirado otro incisivo escalpelo. Es conocido como Principio o navaja de Hanlon; consiste en una regla empírica, es un método usado para eliminar explicaciones menos probables, y es atribuido a Robert J. Hanlon, quien parece ser un autor desconocido. El aforismo estipula: «no hay que atribuir a la maldad lo que bien puede ser explicado por la estupidez»; el axioma pudiera ser una distorsión de la “falacia de la teoría del diablo” (una variación de la ley de Murphy) que habría efectuado un tal Robert Heinlein y que consiste en culpar a la maldad de los efectos que pueden obedecer a la estulticia. La lección es no subestimar que existen situaciones que pueden ser producidas por la estupidez y no  por la malicia o la crueldad.

 

Todo esto nos retrotrae a la vieja discrepancia de quién es el que hace más daño, si el tonto o el malvado. Creo, al respecto, que el debate ya ha quedado zanjado: Anatole France ya había enunciado con elegancia y autoridad: “El tonto hace más daño que el malvado, porque el perverso descansa a veces, en tanto que el necio jamás”. Al respecto, soy de la opinión que solo existe algo todavía más peligroso: la circunstancia del tonto que además es también malvado o, aun peor, aquella del tonto que se cree listo. Ya lo habría sentenciado el propio Albert Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, aunque no estoy muy seguro de lo primero”…

 

No hace mucho alguien urdió una increíble trama. Este cernícalo, un individuo acomplejado ruin y miserable, trató de perjudicarme. Con frecuencia había cuestionado mi estilo de liderazgo, un liderazgo que nunca fue autoritario, sino basado en comunicar con claridad, en inspirar y motivar, en ser respetuoso, empático y confiable. El susodicho, usando su cinismo y doblez intentó hacerme daño, haciéndome recordar en el ínterin la clasificación de los seres humanos establecida con ingenio por el italiano Carlo María Cipolla, y repartida en cuatro categorías:

 

Los inteligentes: esos que benefician a los demás y que de resultas obtienen algún provecho;

Los ingenuos: aquellos que favorecen a los demás pero se perjudican en el intento;

Los malvados: quienes perjudican a los otros, pero procuran siempre obtener su propio beneficio;

Los imbéciles: aquellos que hacen daño a los demás y, a cambio, no reciben ningún beneficio. Y, aun peor, aquellos que al final terminan perjudicándose ellos mismos…

 

Son tres las principales características de aquellos imbéciles, y ellas son invariablemente: la hipocresía, la ceguera y su propia inopia y estupidez.  Hipocresía, porque siempre actúan en forma disimulada, artera y aleve, procurando esconder lo que quieren, aparentando ofrecer sus geniales (e interesadas) alternativas y soluciones, siempre en busca de su propio y ambicioso beneficio. Ceguera, porque -en su ansiedad- nunca son capaces de ver que otros los están utilizando. Y, finalmente, estupidez: prestándose a ese doble juego, convencidos como están de que van a poder medrar o, al menos, pescar a río revuelto; y, claro, lejos de obtener algún exiguo beneficio, terminan disparándose en propio pié y perjudicándose a sí mismos.

 

Pero… tengan cuidado con los tontos. Ojo, he oído que están organizados, ¡hacen mayoría, son legión!


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17 mayo 2022

“Hipótesis de superficialidad”

En el 2011, decliné renovar con China Cargo Airlines, dando por terminada mi relación laboral con Great Wall Airlines, la empresa que inicialmente me había contratado (un cambio en la participación accionaria dejó sin efecto el "joint venture" original). De vuelta al país, hice un par de descubrimientos: uno, que disponía de una obscena cantidad de tiempo para leer; y, dos, que ahora existía una forma sencilla y económica para descargar libros digitales conocida como Epublibre. Consciente de lo temporales que pueden ser estas plataformas digitales... me dediqué a la renovada tarea de crear una pequeña “biblioteca virtual”; así fui haciendo acopio de una serie de libros que no había tenido oportunidad de leer, pertenecientes sobre todo a mis autores favoritos.

 

Así encontré diversas e impensadas ventajas en el libro digital. Una era su carencia de peso y  volumen; ahora todo podía contenerse en la memoria de un simple Ipad, sin importar la extensión del texto físico; otra era que se hacía fácil leer en horas nocturnas sin necesidad de encender una lámpara de noche, y sin tener que molestar a los demás. También era muy fácil subrayar, resaltar o escribir notas, sin necesidad de suspender la lectura para hacerlo en otro instrumento. Ello, sin tomar en cuenta el exiguo precio del proceso de grabación (“download”). Todo ello habría de convertir en redundante mi acostumbrado gasto relativo a la adquisición de libros físicos.

 

En corto tiempo había acumulado una imprevista cantidad de libros que ahora formaban parte de la “otra biblioteca”, la virtual. Entonces, y por alrededor de diez años, no me fue necesario entrar en una librería para adquirir un libro físico; ahora ya “poseía” libros que nunca antes “había tenido”, aunque todavía no había caído en cuenta que esa forma de propiedad era frágil y relativa, que ya bien pensado era solo una tenencia ilusoria, una engañosa ilusión de propiedad. Pasado el tiempo, sin embargo, sucedió algo que no había previsto; de pronto advertí que ya había leído libros que no recordaba haberlos leído… En efecto, a pesar de mi costumbre de resaltar, y poner fechas de inicio y cierre, no recordaba que había subrayado los textos que había escogido…

 

Hasta que cayó en mis manos un artículo que fue algo así como una epifanía: este comparaba el libro electrónico con el digital y explicaba el motivo para que no se recordara lo leído en este último, de la misma manera a cómo sucedía con el libro físico, y explicaba el porqué. Descubrí que no era el único afectado y qué era lo que pasaba o qué sucedía con la lectura en pantalla. Se trataba de un estudio serio que se refería a los factores que afectan la comprensión y el recuerdo de lo leído; y a los aspectos que afectan la atención, concentración y memorización de un texto escrito, aspectos que tienden a debilitar el recuerdo de lo leído. Se ponía énfasis en que esto sucedía porque la lectura digital permitía la multitarea, la misma que convertía a la atención en algo superficial.

 

El hábito de lectura es un proceso cerebral relativamente nuevo; recién nos estamos adaptando al mismo y la lectura en un medio digital estaría alterando ese proceso. Además, existiría un efecto del tiempo en la comprensión cognitiva cuando una lectura más rápida se efectúa con la pantalla, porque hay menos concentración consciente. Se ha descubierto que el fenómeno es aún más grave cuando se trata de un texto informativo o dependiendo de si el lector es “nativo” o “inmigrante digital” (si alguien aprendió a leer usando medios digitales o si se adaptó posteriormente). El efecto sería como el de la lengua materna, que mientras más tiempo de exposición se hubiese tenido, mayor sería la dificultad de concentración, debido a la falta de costumbre.

 

En otras palabras, cuando mayor sería la aptitud para hacer multitareas y para el acceso rápido y aleatorio a la información, esa capacidad perjudicaría a la comprensión y memorización del texto; y, por lo mismo, al aprendizaje. En resumen: el cerebro no está acostumbrado a ejecutar más de una tarea a la vez y la multitarea no facilita la concentración y comprensión de la lectura. De otra parte, el contacto físico, como pasar la página, ayuda a crear un mapa físico. Por el contrario, el saber que podemos renovar el acceso a la información, crea la sensación de que “no hace falta recordar” y eso, como contrapartida, propicia el olvido o que no nos importe olvidar.

 

Hay algo más grave aún: la pérdida perenne de información, que equivale a un flagelo físico. Por cuidado que se tenga existe un riesgo inminente –por cualquier motivo fortuito–, el de perder de golpe lo almacenado. No me interesa disuadir de la lectura digital, no se trata de una dicotomía, se trata de comprender las características de cada tipo de lectura y de ser selectivos con lo adquirido, evitando indeseadas sorpresas o inconvenientes.


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13 mayo 2022

Un fugaz reconocimiento

Cuando niños (eran los años de primaria) hacíamos una dupla cómplice e inseparable con mi hermano Luis Eduardo. Sospecho que durante la temporada de receso escolar, no siempre era posible que ambos compartiésemos idénticos planes; a veces uno debía quedarse en Quito y buscar su propia forma de entretenimiento: jugar por propia cuenta. Así, cuando no obteníamos el permiso pertinente para “ir-a-patear-la-pelota” en los patios del colegio, el postergado terminaba auto-enjaulado en uno de los balcones delanteros, a donde iban a parar ipso facto -como lo hubiera enunciado fray Luis de León- “los más solitarios niños que en el mundo han sido"...

Tal como era la usanza arquitectónica de ese entonces, los balcones disponían de una traslúcida balaustrada elaborada con hierro forjado; de forma tal que uno podía sentarse en el piso del improvisado mirador y hacer auditoría de todo lo que transitaba por la calle. Y eso, una auditoría, era lo que hacíamos, cuando nos quedábamos solos y debíamos enfrentar el tedio de la inactividad en solitario. Solo nos hacía falta sentarnos en el piso del balcón, armados de papel y lápiz. El entretenimiento consistía en realizar una suerte de registro: había que anotar, ayudados de un cuaderno, las marcas de los automóviles que subían por la calle. En nuestra infantil pretensión, pudo haber sido todo un “campeonato mundial de marcas”...

 

Esos años, fueron los últimos que vimos los Auto Unión y los DKW (con el tiempo, sus fábricas se fusionaron) o los Saab (siempre presentes en las carreras de autos); fueron los últimos años, también, que vimos los Dodge y los Plymouth; y las últimas ocasiones que vimos los Chrysler DeSoto y los Studebaker, entonces ya convertidos en autos de alquiler (conocidos a la sazón como “carros de plaza”). En esos días los autos más comerciales fueron el Ford Fairlane y el Chevrolet Corvair. Hoy se me hace imposible olvidar el distintivo, a guisa de mascarón de proa, del DeSoto: exhibiendo la efigie de un barbado conquistador dotado de marcial armadura y casco mitrado. Aquel símbolo constituía un ansiado talismán de los coleccionistas adolescentes… Entonces, pocos sabían, que esa versión estilizada, era el dedicado tributo de la Chrysler a la memoria de un joven y ambicioso explorador español.

 

Hernando de Soto (1496-1542) fue uno de los pocos conquistadores que participó en la exploración y conquista tanto de América del Sur como de Norteamérica; hazaña esta, prodigiosa, si se han de considerar los rudimentarios medios de transporte disponibles hace quinientos años. Soto había nacido en algún lugar de Extremadura y había dejado España a temprana edad (solo tenía catorce años), acompañando a Pedro Arias Dávila, en busca de fortuna. Desde joven había mostrado coraje y disposición, así como gran habilidad para los negocios y asuntos administrativos. Soto había hecho fortuna con el comercio de esclavos y participando en varias expediciones en Centroamérica; por ello, estuvo en condición de aportar con varios barcos a la conquista del Perú.

 

Soto llegó a ser lugarteniente de Pizarro; habría estado en Cajamarca en la captura de Atahualpa, circunstancia en la que parece que llegó a hacer buena amistad con el Inca quiteño. Luego de muerto el soberano aborigen (1533), el conquistador habría recibido una parte importante del rescate que se había exigido (sin que los españoles hubieran cumplido con su inicial ofrecimiento). Más tarde, habría sido designado gobernador del Cuzco, y habría participado incluso en la fundación de Lima (1535). Pasado un corto tiempo, retornó a España, donde contrajo matrimonio con Isabel de Bobadilla, hija de su mentor, Pedrarias. Eran tiempos en que ya era famoso y se había convertido en uno de los más ricos exploradores que habían regresado de América.

 

El extremeño tendría alrededor de cuarenta años cuando se dejó seducir otra vez por el gusanito de los viajes de conquista. En 1538 obtuvo una comisión real y regresó a América, exploró la costa occidental de la Florida y luego condujo una expedición de valientes por el suroriente de los actuales Estados Unidos. Recorrió 6.000 kilómetros a través de ignotos y peligrosos territorios; descubrió y cruzó el Mississippi (cuyo nombre significa “padre de las aguas”), en una epopeya infatigable digna de los que buscan con ansiedad la gloria.

 

Entonces se enfrentó a las inclemencias de la naturaleza y al fiero rechazo de los aborígenes. Sufrió la falta adecuada de provisiones y tuvo que sacrificar hasta los caballos para que sus hombres no murieran de hambre. Al fin, sucumbió a la enfermedad y las infecciones; murió de fiebre en 1542 y fue sepultado por sus hombres en la ribera del mismo río que había descubierto. Ellos no pudieron cumplir la promesa de enterrarlo en su tierra que le habían hecho. El resto de la expedición regresó en balsas improvisadas a México el año siguiente. En cuanto a la fábrica de los DeSoto de la Chrysler, ubicada en South Bend, Indiana... esta cerró sus puertas en el año 1960.


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10 mayo 2022

Piedras que caen del cielo

Advierto, cuando reviso mis bitácoras, que “solo tuve que actuar de copiloto unas tres mil horas de vuelo, un diez por ciento del tiempo que llegué a registrar como piloto. Lo entrecomillado no constituye pretensión ni alarde; si acaso, solo intenta indicar que no tuve que esperar mucho tiempo para mis respectivas promociones. Ya mirado en retrospectiva, fueron horas y vuelos que disfruté a plenitud: gracias a ellos aprendí a emular lo mejor de cada uno de quienes fueron mis comandantes; gané en destreza, confianza en mí mismo, apuntalé mis conocimientos y reconocí, sobre todo, cómo manejar los problemas y situaciones inesperadas cuando se transige ante la incertidumbre o al estrés. Fue un tiempo provechoso e interesante. Agradezco, de veras, haberlo cumplido; aquello fortaleció los fundamentos de mi formación aeronáutica y, por sobre todo, fue un tiempo que lo disfruté.

 

Fui solo por un año copiloto en el C-47 o DC-3; y dos en el Boeing 707. Estando en este último, en entrenamiento para comandante, hubo un cambio administrativo que suspendió por pocas semanas mi proceso de instrucción. Cuando se resolvió el “conundrum” (el acertijo) se me asignó un nuevo instructor, quien se encargó de culminar lo que estaba pendiente. Haría con él unos pocos vuelos cargueros desde Miami a Cancún con materiales de construcción; Cancún empezaba recién a desarrollarse. Sería la única vez que estaría en la península de Yucatán. Esta vez usé “conundrum” con intención, pues había oído otra palabra que me la recordó: “palíndromo”, que –según comentó un locutor– significaba lo mismo que “capicúa” (algo que se puede leer igual en ambos sentidos). Sostengo que la primera se relaciona con letras (como en “reconocer”) y la otra con números (como en 2002).

 

Yucatán fue asiento de una de las más antiguas civilizaciones americanas: los mayas. Se calcula que sus ciudades pudieron haberse construido casi al mismo tiempo que la fundación de Roma, hacia el 750 a.C.; los mayas hicieron importantes descubrimientos en la escritura y la astronomía, y conocían el cero. Su hegemonía se truncó en forma inexplicable poco antes del año 1.000 de nuestra era. Allí, en las cercanías de Mérida, habría caído hace 66 millones de años, un asteroide de doce kilómetros de diámetro que se habría estrellado junto a la costa.

 

Si usted es aficionado a la geografía, revise sus mapas y localice hacia el norte de Mérida una línea de cayos que corre paralela a la costa; allí, pocos quilómetros hacia levante de un punto conocido como Progreso, se encuentra Puerto Chicxulub donde quedan los vestigios de aquel desastre. El cataclismo habría dejado la huella de un gigantesco cráter de alrededor de 200 kilómetros, el meteorito se habría estrellado a una velocidad inimaginable ocasionando voraces incendios de temperaturas incalculables; los investigadores están convencidos de que el acontecimiento envenenó el aire con azufre y fue causa para la extinción de los dinosaurios. Este hecho, sin embargo, habría permitido el esplendor y supervivencia de los mamíferos.

 

Existe la tendencia de confundir a los mayas con los aztecas; estos últimos llegaron a la parte central del actual México bastante después de la declinación maya, tuvieron su momento de apogeo entre los años 1.300 y 1.500, justo antes de la llegada de los españoles (1521). Mayas y aztecas serían descendientes de los Olmecas y Toltecas que, según se especula, pudieran haber sido los primeros en cruzar el estrecho de Bering, entre Asia y Alaska. Existen varios lugares en el mundo donde la ciencia cree que habrían caído devastadores meteoritos; uno de ellos en Rusia, otro pudo haber impactado el planeta en Tall el-Hammam, ubicado hacia el nororiente del Mar Muerto, actual Jordania, donde pudo haberse precipitado un descomunal asteroide que habría dado lugar a la leyenda bíblica de dos ciudades malditas: Sodoma y Gomorra.

 

No es inusual este fenómeno de cuerpos que caen desde el cielo, se trate de asteroides o de meteoritos (hay algunas diferencias). Si en una noche clara uno mira con paciencia y atención el cielo, puede descubrir un número importante de objetos luminosos que parecen surcar el firmamento, los llamamos “estrellas fugaces”; no son sino meteoritos que cruzan la atmósfera y que muchas veces se desintegran, antes de hacer contacto con la Tierra, en pleno recorrido. Cuando hace exactamente trecientos años (1722) el francés Jean Baptiste Bénard de la Harpe exploraba los márgenes del Arkansas, un tributario del Mississippi, encontró restos de meteoritos en las riberas del río que hoy cruza por medio del estado que lleva su nombre. Llamó al lugar “Petit Rocher” (Pequeña Roca) para reconocer la rara peculiaridad de uno de sus descubrimientos. Hoy, Little Rock es la capital de Arkansas, un estado que vio nacer al general Douglas MacArthur y, claro, al presidente Bill Clinton.

 

Otro día les contaré de un lugar que existe en el Valle de los Chillos; se llama “Playa Chica”, ahí parecen haber caído desde el cielo unas piedras de tamaño formidable. No son meteoritos, son enormes rocas de carácter volcánico. No provienen del Ilaló sino de otro volcán dormido: el Antisana.


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06 mayo 2022

Caprichos del calendario

Los sumerios llegaron a Mesopotamia hace 5.000 años; nadie sabe de dónde llegaron, quizá vinieron del norte o, lo que es más probable, del este; no hablaban una lengua semítica y los acadios –que llegaron después– creían que su nombre significaba “pueblo de los cabezas negras”. A los sumerios, debemos la rueda, la escritura y el desarrollo de la astronomía; tenían una extraña fascinación por la prolijidad administrativa y en especial por algo que han heredado nuestros burócratas: la propensión a “rendir cuentas”, quizá a eso se debió su preocupación por las fases de la luna y a los asuntos relacionados con el calendario. Aquello, fue interés también de otros pueblos que se asentaron más tarde en la llamada “Medialuna fértil”, como los asirios y caldeos.

 

Parecería que la preocupación de los sumerios por la astronomía no era un fin en sí mismo, sino más bien un modo de hallar un instrumento para medir el tiempo con un propósito religioso-administrativo (fueron gobernados por sacerdotes). A ellos se debería la invención de un concepto empírico, inexacto y arbitrario: la semana de siete días. Empírico, pues se basaba en la observación aproximada de las fases lunares; inexacto, porque cuatro semanas suman 28 días y una lunación completa sucede cada 29 días y medio; arbitrario, porque no siendo exacto obligaba a continuos y frecuentes reajustes (probaron también con una semana de ocho días, aunque todavía con menos éxito). Al fin, su semana terminó siendo también una cláusula independiente de los ciclos lunares.

 

Esa falta de una relación directa con las fases observables de la luna se reflejó en el modelo adoptado (la semana fue solo una medida para establecer la relación de trabajo); tampoco fue óbice a la hora de aplicar su otra fijación –el sistema sexagesimal- para calcular la duración del año solar: no importó que este solo tuviera 360 días (12 meses de 30 días) y no 365, si podían añadir unos pocos días al final del año, dedicándolos a actividades festivas. Los aztecas llegarían a una solución parecida (18 meses de 20 días), procurando que los cinco días sobrantes pasaran pronto pues eran considerados de malagüero. Asimismo, otras culturas se han conformado con un año de 12 meses lunares que solo contiene 354 días... Porque, total, ¡habría una diferencia de “solo” once días!

 

Ahora bien, si ese número de días que tenía la semana había dejado de ser importante (para el propósito de relacionarlo con las fases de la luna), ¿por qué mantuvieron una semana de 7 días?, ¿por qué 7 y no 5 o 10, por ejemplo? O, de una vez ¿por qué no considerar 10 meses de 6 semanas de 6 días, lo cual hubiese ido mejor con su sistema de base 60? Aquí parece que pudieron haber jugado un papel importante dos aspectos: uno religioso y otro administrativo. El primero tenía que ver con la exaltación del sol, la luna y los cinco planetas conocidos, a quienes dedicaron los días de esa semana de siete días; y, el segundo, que de alguna manera habían llegado a una conclusión, otra vez de carácter administrativo, de que la semana de siete días establecía una relación laboral (días de trabajo por días de descanso –de cinco a dos–) que resultaba un poco más “equilibrada” y práctica.

 

Así y todo, y a pesar del desfase de esta semana administrativa de siete días con el predecible comportamiento selenita, sería el espíritu religioso el que hizo desarrollar una especial veneración por aquel aspecto casi mágico de los cambios de la fase lunar; en especial, por el carácter promisorio de la luna nueva, con su renovada aparición cada cuarto creciente. Incluso hoy, muchas sociedades celebran con entusiasmo la llegada de la luna nueva. Así por ejemplo, y según David Ewing Duncan, autor de Calendar, uno de los libros más fascinantes que he leído, “los esquimales comparten sus frutos de pesca, encienden antorchas e intercambian sus mujeres”; asimismo, los musulmanes esperan con devoción el cuarto creciente para celebrar el Ramadán, mes de ayuno y abstinencia sexual durante el día, aunque de generoso banquete  que es disfrutado durante las noches.

 

Los egipcios caerían en cuenta del engaño inducido por la luna cuando quisieron elaborar un calendario confiable (Hécate, otro nombre que tiene la luna, pudiera estar detrás de la etimología de la palabra “hechicera”). Ellos aplicarían el ciclo de inundaciones del Nilo, sus siembras y cosechas, para establecer un calendario más exacto y coherente. Ya no tuvieron que hacer continuos ajustes para ir con la luna. La semana, una cláusula de tiempo de un cierto número de días, pasaría a tener un carácter más bien referencial, comprendía un cierto número de días de trabajo sumado a un determinado número de días de descanso. Hoy, solo eso es la semana, no hay un contenido astronómico que induzca a relacionar los días transcurridos con las fases de nuestro satélite.

 

Con el tiempo, tal vez se intentarán nuevas opciones en la relación trabajo/descanso. Su éxito dependerá de lo que se proponga, como alguna vez ya lo intentó el calendario republicano francés que trató de aplicar el sistema métrico decimal; su fracaso quizá se debió a que otorgaba un muy precario descanso: un solo día cada diez…


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