30 abril 2021

Así hablaba Maniqueo

Sí, bien sé que este no fue el nombre que le puso Friedrich Nietzsche a su obra; bien sé que la que escribió obedecía al nombre de “Así hablaba Zaratustra”. Bien sé también que Maniqueo no es nombre propio y que, por lo mismo, no debería merecer una mayúscula; pero me he permitido la misma arbitrariedad con que –desde ya antes– se habría procedido, al calificar con el sambenito de maniqueos a quienes actuaban en consonancia con las enseñanzas de ese profeta persa del siglo III, conocido como Mani o Manes. Si maniqueos debíamos llamar a los seguidores de Manes, entonces ¿por qué no llamar al profeta de la luz y la tiniebla, de aquella absurda dicotomía del bien y del mal, de lo blanco y de lo negro, también como Maniqueo?

 

Hago esta sencilla reflexión al observar la comprensible aunque incoherente reacción de un significativo número de enfervorizados radicales que quieren descalificar y deslegitimar a una joven profesional que ha sido anunciada como la escogida para dirigir el Ministerio de Educación en el próximo gobierno. Y… ¿de qué se le acusa?, ¿de que es joven, o de que es mujer? ¿De qué mismo se le imputa?, ¿quizá de que no tiene formación o de que no tiene experiencia? Pues no; tan solo se le acusa de “haber sido correísta”, porque habría cometido el nefando e ignominioso crimen de haber participado en el gabinete de Rafael Correa.

 

Para empezar, no creo que porque alguien acepte colaborar con un determinado régimen, ya se deba deducir –ipso facto– que existe una afinidad ideológica. Si alguien acepta servir a su país, y además es honesto y se siente capaz, no lo hace necesariamente para apoyar un proyecto político; su persuasión o convencimiento es el de que está ahí para servir a la ciudadanía, de que lo que intenta es trabajar por un ideal comunitario y por el beneficio del Estado, no para ser un sumiso e incondicional esbirro de ese o de cualquier gobierno.

 

Creo, por otra parte, que estamos partiendo innecesariamente de una postura visceral y cavernaria: la de suponer que porque alguien es, o ha sido, simpatizante del anterior gobierno, es de por sí, sin prueba ni juicio, también otro funcionario venal y corrupto. No, de ninguna manera: así como existe gente corrupta y carente de integridad moral en cualquier gobierno, también existe, gente proba y honesta en todo tipo de gobierno; esta es gente que pone por delante sus convicciones y valores, su sentido del deber, su honestidad y su experiencia. Ser funcionario público no significa, por el solo hecho de serlo, ser sospechoso de peculado o de malversación de bienes públicos. Es solo una oportunidad para poner al servicio de la sociedad sus capacidades, su preparación personal y académica, sus mejores experiencias.

 

Si algo hoy criticamos en el estilo del auto-exilado líder, es justamente su espíritu pugnaz y atrabiliario, su actitud sectaria, obcecada e intolerante. Para Correa no hubo matices; en su particular gama de colores no existían los grises, todo era blanco o negro, no conocía posturas intermedias; sus conciudadanos estaban consigo o contra él; lo adulaban o eran sus enemigos. No había punto medio. Con un criterio así de aberrante, no se hace ni siquiera un equipo de fútbol, menos aún un proyecto genuino, y no se diga un acuerdo general como nación. No son posibles los acuerdos donde no existe tolerancia. No puede alcanzarse un propósito integrador donde no se reconoce la fuerza negativa que producen el odio, el denuesto y el escarnio. Cuando, en resumen, no damos oportunidad al otro para discrepar y disentir.

 

Si lo contrario sería lo cierto, si para actuar como servidor público sería primero necesario ser un partisano, tendríamos que cambiar a todos los funcionarios y servidores cada que existe un cambio de gobierno; tendríamos que aceptar que lo ideal sería transigir ante el concepto de un país incivilizado donde el reparto de mendrugos exige la imposición de la dentellada, donde tendríamos que reconocernos por las pasiones y los instintos, y nunca por el pensamiento y los ideales. Esa y no otra es la rémora brutal que producen la intemperancia y el sectarismo.

 

Manes pretendía ser el último de los profetas. A su altura solo podían ubicarse Zoroastro, Buda y Jesucristo. Aun así, ni a él se le hubiera ocurrido descalificar las posturas ajenas sobre la base de la pura intolerancia y de cualquier insensato argumento animado por el prejuicio. No, así no hablaba ni aquél que con su doctrina inspiró a los posteriores maniqueos. Porque son los actuales maniqueos, los maniqueos políticos, los que creen que lo que hoy piensan siempre está bien; y que quienes no comparten su creencia, son los fanáticos que invariablemente están en el error… Es curioso: un día escuché que una de cada dos personas que hoy se dicen anti-correístas habrían votado inicialmente por él… Me pregunto: ¿quién es más culpable, aquél que de buena fe fue parte de su gobierno, o quien cándidamente se dejó seducir y engañar por primera vez?


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27 abril 2021

Eso del “motor crítico”

A veces se caen los aviones y, claro, lo primero que hacemos los pilotos es imaginarnos el motivo, indagamos la razón de lo que pudo haber ocurrido. Hay veces que las evidencias nos conducen a “relativas certezas” (perdón por el oxímoron); pero, en la mayoría de los casos, no se sabe a ciencia cierta la causa última, aunque nos pudiera parecer obvio lo acontecido.

Dicen por ahí que tres de cada cuatro accidentes se dan por culpa del “error humano”, lo cual no quiere decir necesariamente que se trate de una culpa imputable a los pilotos. Una avería o un accidente pueden ser ocasionados por abastecer con el combustible equivocado, por ejemplo, o pueden obedecer a una reparación defectuosa; ambos serían casos de error humano, pero el accidente no tendría que ver con las acciones, las decisiones o la pericia de los pilotos. Además, no siempre lo que se presume que sucedió es el real motivo. No porque un avión se precipite a tierra y no explote es porque se le agotó el combustible. Pudo haber caído en un arrozal o en una laguna y el agua impide que la ignición consiga producir la chispa necesaria para que se produzca el esperado incendio o la eventual explosión.

Hace pocas semanas se accidentó un pequeño bimotor que trataba de aterrizar en Guayaquil. Existe un video que lo muestra a una altura razonable, cerca de un poblado llamado Salitre. En él se escuchan unas súbitas contra- explosiones, que evidencian la probable falla de uno de los motores (o, quizá, de los dos), el avión hace un giro rápido, entra en una espiral a baja altura y se estrella en forma casi vertical. Quienes tenemos nuestros grupos de opinión, enseguida imaginamos los eventuales motivos; elucubramos un poco y, a veces, sin tener los suficientes elementos de juicio, especulamos con lo que parece que pudo haber ocurrido. Claro, no siempre acertamos. Sucede que no siempre hay un solo motivo, hemos aprendido que los accidentes suceden por una combinación de factores, muchas veces complementarios y hasta distintos. Se trata de una “cadena de eventos”.

En la tragedia de Salitre, por ejemplo, hay quien sospechó de un bajo nivel de combustible; no solo porque no hubo incendio, sino porque el bimotor habría salido desde la Costa a Lago Agrio, donde no existe posibilidad de reabastecimiento, y estaba a punto de aterrizar luego de un vuelo relativamente largo. Otro sugirió que se podía tratar de un CFIT, o de un “vuelo controlado contra el terreno” (aquél que se produce con un avión en aparente perfecto estado que se impacta contra el terreno en forma inexplicable); hubo también quien insinuó que pudiera tratarse de una consecuencia del mal control, por parte del piloto, ante una condición caracterizada por una postura (actitud) desacostumbrada y peligrosa que de pronto pudo haber adquirido el avión. Unos pocos nos animamos a sospechar que pudiera tratarse de un descuido o mal manejo de lo que llamamos “velocidad mínima de control”.

Para entender este efecto, es necesario conocer una ley de la física propuesta por un señor que nació hace casi trecientos años y que está enterrado en la abadía londinense de Westminster. Se llamaba Isaac Newton. Pocos saben lo que su tercera ley de la física aportó para el desarrollo de la aviación. Sir Isaac sugirió que: “Toda acción produce una igual y opuesta reacción”. Esto tuvieron que comprender y aplicar los primeros diseñadores aeronáuticos cuando descubrieron asuntos como el esfuerzo de torsión (torque), el factor P (efecto de la rotación de la hélice) o el cabeceo asimétrico (asymmetrical yaw). Esto, sumado a la dirección con la que giraban las hélices, asunto que produciría una serie de aspectos que afectaban el balance y el control lateral del avión, especialmente cuando este no tenía la suficiente velocidad para que el piloto pudiera controlar debidadamente la aeronave.

Si bien se ve, entender la dinámica de lo que hablamos no es algo tan complejo. Todo tiene que ver con la distancia de los vectores que se forman respecto al centro de gravedad de esta máquina más pesada que el aire. No debe descuidarse, en primer lugar, que existe una pala o cuchilla de la hélice que está bajando y que tiene un mejor ángulo de ataque que el de la cuchilla que va subiendo. Además, se presenta un marcado desbalance, si ambas hélices giran hacia el mismo lado, y una de las dos deja de pronto de girar (en especial la del lado izquierdo, cuyo flujo de empuje se encuentra más cerca del eje lateral o, si se prefiere, del fuselaje del avión. Los pilotos comprenden (se sobreentiende) y están advertidos de este crítico efecto y saben (o deben saber) de lo importante que resulta ser muy celoso con la velocidad mínima de control que tiene su aparato.

Ahora bien, no todas las hélices -mirando desde atrás- giran con la dirección de las agujas del reloj. Hubo aviones, como el de Havilland Dove, cuyas hélices giraban al revés del reloj; o como el Lockheed P-38, con una hélice girando hacia la derecha y otra hacia la izquierda, con lo cual ambos motores resultaban críticos… Hubo un tiempo, cuando empecé a volar, que existía un curioso mito: no debían hacerse virajes sobre el lado del motor muerto…


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23 abril 2021

De Mariano a Salvador…

Hoy amanecí pensando en el motor crítico, aquél que -si se lo llega a perder en un bimotor de hélice- es el que más efectos adversos produce. Y así, como cuando una cosa conduce a la otra, y un pensamiento nos lleva a otro distinto, de golpe me acordé de él. Llevaba un apellido que antes no existía en el Ecuador; de hecho, nunca antes lo había escuchado, con excepción del de un cómico uruguayo que era parte del elenco de ciertas películas argentinas. Había escuchado de la existencia de un par de pilotos cubanos que vivían y volaban en Guayaquil; habían salido de Cuba después de la revolución castrista, sabía que eran gemelos y casi idénticos. Se llamaban Roberto y Guillermo Verdaguer. Hoy quiero contar de la insólita forma cómo los conocí y de cómo me hice amigo de uno de ellos…

Era el año 1972. Estando yo en Pastaza un día cualquiera (así llamábamos los pilotos a Shell Mera), había salido con mis colegas de TAO a tomar una cerveza a pretexto de realizar nuestra acostumbrada caminata vespertina. Y así fue cómo nos presentaron. Estaban sentados en un pequeño comedor avecinado a la bodega de “Goldfinger” (el padre de unas agraciadas féminas que alguna vez distrajeron nuestros arrebatos). Ambos habían coincidido en el pueblo aquella noche: el uno, Guillermo (que aunque gemelo parecía mayor), había llegado volando un viejo DC-3 que operaba para una nueva empresa llamada Americana; el otro, Roberto, era por esos días comandante de un Twin Otter perteneciente a una de esas empresas circunstanciales que aparecen de tarde en tarde en nuestro Oriente.

El punto es que todo sucedió de improviso al siguiente día. Era ya pasado mediodía y yo volvía a Río Amazonas de uno de mis destinos más frecuentes, Curaray; estaba ya por cruzar “el Arbolito”, un ejemplar "de follaje ancho y tronco esbelto" que nos servía de radiofaro situado cerca de Canelos, cuando escuché de súbito su llamada perentoria y desesperada. Era Roberto. Había salido hacia Tiputini, se le había apagado el motor izquierdo, estaba perdiendo altura y trataba de hacer un aterrizaje de emergencia. Pero, se había desorientado y no estaba seguro de dónde se encontraba. Yo estaba a punto de iniciar el descenso, pero decidí suspender la aproximación para tratar de ubicarlo y, de ser posible, asistirlo en su repentino y nada auspicioso predicamento. Di media vuelta y ascendí.

Era, por ventaja, una tarde bastante despejada. “¿Dónde crees estar?”, inquirí. “Estaba en media ruta -me comentó, balbuceante-, parece que además el compás no funciona correctamente”. “¿Qué es lo que ves abajo”, le pregunté. “Hay un río sinuoso rodeado de pantanos como medias lunas”, respondió. “Síguele y dame la lectura de la brújula”, le instruí. “120 grados”, contestó. Entonces presentí, o estaba seguro, que se encontraba sobre el Nushiño, un afluente del río Curaray y, muy probablemente, hacia el nororiente de Villano. Hacia allá me dirigí y no tardé en localizarle. “Te tengo”, exclamé: lo había avistado pero estaba terriblemente bajo. “Sigo perdiendo altura y velocidad”, imploró. “¿Cómo estás de carga?”, se me ocurrió preguntar. “Creo que estoy sobrecargado; tengo unos pocos pasajeros, pero la mayoría son víveres.”, musitó angustiado. “No importa. Solo controla la velocidad. Haz abrir la puerta y ordena botar toda la carga que se pueda”, sugerí. “Guarda el rumbo, que ya te tengo cerca. Te voy a dirigir para que pronto aterrices en el Curaray. Mantén la calma y solo procura controlar tu avión”.

Fue un milagro que pudiera localizarle. Fue justo a tiempo, porque su único recurso era un aterrizaje de emergencia sobre los árboles. El lanzamiento de la carga, dio inmediato resultado; me puse a su lado, me aseguré de que tuviera controlado el aparato, le pedí que me siguiera y, cuando logró ya estabilizar su avioncito, me puse adelante y ajusté la maniobra para que pudiera efectuar una aproximación tranquila y bien coordinada. Cuando ya estábamos en final corto, sobrevolé la pista, asegurándome de que estuviera despejada; ascendí, me puse otra vez en tramo de viento y supervisé su propia y final maniobra. Había aterrizado sano y salvo. Entonces, ya parado en la cabecera y loco de alegría me gritó por la radio: “¡Eres mi salvador tú, Vizcaíno! ¿Sabes qué, chico?: ¡Dios existe!”.

Aterricé enseguida para recogerlo y llevarlo hasta Pastaza. Nos volvimos a ver esa misma noche. “Nunca te llamaré de Alberto -sentenció-, he decidido rebautizarte. Para mí, de hoy en adelante, tu nombre será siempre Salvador”. Dos años más tarde fui a visitarlo, cené en su casa en Guayaquil; y departí con su mujer y sus tiernos hijos. Desde entonces, no lo había vuelto a ver. Hoy he escrito en Google su nombre: Roberto Verdaguer. Había muerto en Miami el 17 de marzo de 2012, tenía 85 años. Lo supe por un comentario que hace en el internet un amigo de su hija Karina. Me llevaba con 25 años. Roberto era un piloto que sentía nostalgia por su tierra; lo pude asistir una tarde que había perdido un motor volando sobre la selva, cerca del Nushiño. Pero en esta nueva vez, había perdido el único motor que sustentaba su vida y ni me había enterado… ¡Qué lástima, ni siquiera pude estar más cerca!


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20 abril 2021

No eran doce. Solo ocho.

Yo debo haber estado confundido; o, más bien, mal informado. Creo que desde mis tiempos de estudios en Estados Unidos, había oído aquello del “Ivy League” (Liga de Hiedra, en nuestro idioma), y por siempre estuve convencido de que era una suerte de reconocimiento objetivo al que, en base a su rendimiento académico, se hacían acreedoras las mejores instituciones educativas de ese país americano. Pensaba también, quizá por extensión, que hablar del “Ivy League” era mencionar una élite académica a la que habían logrado acceso una pocas universidades, un grupo de no más de veinte o treinta planteles escogidos.

 

Pero, eh ahí que había estado equivocado. Y eso es lo que me dijo alguien mejor enterado que yo, quien, de manera inapelable, concluyó, en una breve tertulia, que no, que esas universidades eran “solo doce”. De modo que, curioso y testarudo como soy, me propuse conocer si efectivamente eran solo una docena y, sobre todo, de dónde había salido tan curioso como excluyente nombre... ¿Por qué “hiedra”?, para empezar. ¿Qué tiene que ver la élite, o “la crème de la crème”, con una especie botánica trepadora que está considerada casi como una planta parásita?

 

Pero... eh ahí que no habían sido doce, que eran solamente ocho; y que, al principio, solo habían sido cuatro, y que de esto, de que solo fueran cuatro (IV, en números romanos), parece que pudo haber venido el bendito nombre... Lo de “liga” parece denunciar el alcance deportivo que inicialmente tuvo la relación; en efecto, todo habría empezado como una competición tipo “conferencia”, entre instituciones de una región conformada por pequeños Estados (entonces Colonias) situados en el nororiente de los Estados Unidos. Como estos habían sido los más antiguos centros de estudio, sus edificaciones habrían imitado la arquitectura de otras importantes universidades europeas (Cambridge, Oxford), donde existía la costumbre de cubrir las paredes de las casonas con un toque decorativo de verdes hiedras. De hecho, existe todavía, en el calendario de estas universidades, la costumbre de dedicar un día del año para plantar hiedras alrededor del campus académico.

 

La mayoría de esas universidades tiene un promedio de un cuarto de milenio de vida y ellas ya funcionaban antes de la Revolución Americana. Así, la más antigua sería Harvard, ubicada en Cambridge, Massachusetts, fundada en 1636. Le siguen, en orden cronológico: Yale (New Haven, Connecticut); Princeton (New Jersey); Columbia (New York City). No tengo claro el año de fundación de la U. de Pennsylvania (Philadelphia); pero luego seguirían: Brown (Providence, Rhode Island); Dartmouth College (Hanover, New Hampshire); y, Cornell (Ithaca, New York). Todas están situadas en pequeños estados, que juntos representan, entre los siete, una extensión no mayor a la superficie de Texas. Todas son privadas y han logrado un prestigio que las ubica entre las mejores del mundo.

 

Acceder a ellas no es fácil, también se encuentran entre las más costosas del planeta; además, aunque no lo fueran, su ingreso es sumamente selectivo; de hecho, solo califica entre un cinco a diez por ciento de sus aspirantes Todas están dedicadas no solo a la enseñanza, sino también a la investigación; sus presupuestos están financiados por millonarias instituciones que hacen considerables aportes en forma periódica. Por otro lado, son pródigas en la concesión de becas estudiantiles; además, hay algo que las integra: todas han hecho un aporte, con sus profesores e infraestructura, para fundar y supervisar un enorme número de universidades en otros sectores de su país. Las define un espíritu de celo educacional y solidaridad que recuerda sus inicios como entidades liberales aunque inspiradas en preceptos escolásticos. Esto no ha impedido que mantengan una postura alejada de sectarismos.

 

Estas universidades pueden tener entre cinco y quince mil alumnos (sin graduarse) o entre dos mil quinientos y veinticinco mil, ya graduados. Un par ostentan cuerpos académicos constituidos por cinco mil profesores y reciben aportes financieros cercanos a los cuarenta billones de dólares, en los que participan tanto el gobierno federal como varias instituciones privadas. De modo que… solo son ocho: Harvard, Yale, UPenn, Princeton, Columbia, Brown, Dartmouth y Cornell; son instituciones que integran una muy distinguida élite, sus ex alumnos son gente orgullosa de haber sido parte de sus aulas; han aprobado un alto estándar de conocimiento y han sabido ajustarse a un elevado concepto de excelencia académica. Y claro, llevan con orgullo un nombre muy modesto: la Liga de la Hiedra.


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16 abril 2021

El liderazgo y sus elementos

Dice el diccionario que la palabra líder viene del inglés “leader”, que quiere decir guía. Dice también que es la “Persona que dirige o conduce un partido político, un grupo social u otra colectividad”. Este me parece un concepto muy frío; carente de ese factor motivador que uno espera del significado. Prefiero interpretar que habla de guía, en el sentido de “quien orienta, conduce o dirige”. Yo siempre interpreté la tarea de un líder como la de quien, a más de dirigir, inspira y motiva; quien, por su ejemplo y estatura moral, hace que los demás lo emulen y sigan, que procuren ser mejores cada día; y quien, al mismo tiempo, logra de sus seguidores un mejor trabajo en beneficio de una meta, un mejor aporte al bienestar colectivo.

Nunca creí que el líder era aquel gritón que se hace obedecer, aún sin tener razón, solo en virtud de su elocuencia o porque consigue “hacerse temer”, con el pretexto de hacerse respetar. He visto muchos “líderes” de ese tipo, que manipulan a los demás o que amputan la capacidad de gente buena a la que no dejan expresarse ni desarrollar sus cualidades; o que, a pretexto de conseguir unas metas y “organizar mejor el trabajo del grupo” (eufemismo que solo quiere decir “repartir el trabajo propio para que lo hagan los otros”), desconoce el sentido de honor y dignidad de quienes son sus ocasionales subordinados, los despecha, les falta al respeto y termina por hacerles llorar. ¡Eso es cualquier cosa, menos liderazgo!

No he debido buscar mucho para encontrar cuáles deben ser las principales características que debe poseer un líder. Estoy persuadido de que el liderazgo es un continuo aprendizaje; y, como no quiero ponerme de ejemplo, ni tampoco deseo pontificar, he acudido al internet (www.trabajo.com.mx) y he hallado estos valores escenciales que copio aquí:

1.    Capacidad de comunicarse. La comunicación es en dos sentidos. Debe expresar claramente sus ideas y sus instrucciones, y lograr que su gente las escuche y las entienda. También debe saber "escuchar" y considerar lo que el grupo al que dirige le expresa.

2.   Inteligencia emocional. Salovey y Mayer (1990) definieron inicialmente la Inteligencia Emocional como -la habilidad para manejar los sentimientos y emociones propios y de los demás, de discriminar entre ellos y utilizar esta información para guiar el pensamiento y la acción.- Los sentimientos mueven a la gente, sin inteligencia emocional no se puede ser líder.

3.   Capacidad de establecer metas y objetivos. Para dirigir un grupo, hay que saber a dónde llevarlo. Sin una meta clara, ningún esfuerzo será suficiente. Las metas deben ser congruentes con las capacidades del grupo. De nada sirve establecer objetivos que no se pueden cumplir.

4.   Capacidad de planeación. Una vez establecida la meta, es necesario hacer un plan para llegar a ella. En ese plan se deben definir las acciones que se deben cumplir, el momento en que se deben realizar, las personas encargadas de ellas, los recursos necesarios, etc.

5.  Un líder conoce sus fortalezas y las aprovecha al máximo. Por supuesto también sabe cuáles son sus debilidades y busca subsanarlas.

6.   Un líder crece y hace crecer a su gente. Para crecer, no se aferra a su puesto y actividades actuales. Siempre ve hacia arriba. Para crecer, enseña a su gente, delega funciones y crea oportunidades para todos.

7.   Tiene carisma. Carisma es el don de atraer y caer bien, llamar la atención y ser agradable a los ojos de las personas. Para adquirir carisma, basta con interesarse por la gente y demostrar verdadero interés en ella; en realidad, en el carisma está la excelencia. Se alimenta con excelencia, porque es lo más alejado que hay del egoísmo. Cuando un líder pone toda su atención en practicar los hábitos de la excelencia, el carisma llega y como una avalancha cae un torrente sobre el líder.

8.  Es Innovador. Siempre buscará nuevas y mejores maneras de hacer las cosas. Esta característica es importante ante un mundo que avanza rápidamente, con tecnología cambiante, y ampliamente competitivo.

9.   Un líder es responsable. Sabe que su liderazgo le da poder, y utiliza ese poder en beneficio de todos.

10. Un líder esta informado. Se ha hecho evidente que en ninguna compañía puede sobrevivir sin líderes que entiendan o sepan cómo se maneja la información. Un líder debe saber cómo se procesa la información, interpretarla inteligentemente y utilizarla en la forma más moderna y creativa.


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13 abril 2021

Una lectura farragosa

No es una novela extensa. Sí, no es un libro “grande”, al estilo de las interminables novelas rusas. En realidad, no tiene más de trescientas páginas. Traté alguna vez de leerlo (al menos por un par de ocasiones) en mi juventud; pero he caído en cuenta que, por algún reiterado motivo, que hoy comprendo que nada tuvo de “inexplicable”, siempre aborté su lectura; y que, del mismo modo, nunca cumplí con el propósito de intentar leerlo cuando fuera un poco más tarde. Porque no hay nada menos estimulante que leer sin entender; no se diga, si se lee por el disfrute y se cae en cuenta que la dificultad por entender termina produciendo exasperación e indeseada impaciencia.

 

“El ruido y la furia” es, con probabilidad, la novela más aclamada de William Faulkner; pero, al mismo tiempo, es la más difícil de leer y, por lo mismo, su obra menos comprensible. En efecto, la compleja y alambicada estructura con que está hecha la novela, es una provocadora y recurrente invitación para su inminente abandono, aun para los lectores que se han atrevido a seguir en su lectura, incluso ya transcurridas tres de sus cinco partes. Es que “El sonido y la furia” (traducción literal de un verso de Macbeth de Shakespeare) es un texto simplemente impenetrable; pocos podrían llegar hasta el final, si no hubiesen estado advertidos de que hay que armarse de una importante dosis de paciencia y perseverancia para poderlo entender y disfrutar.

 

Aun para el lector perspicaz es importante “entender” la novela; especialmente, si a través de esa comprensión, ha de interpretar las motivaciones que, en su momento, tuvieron los miembros de la Academia sueca respecto a la concesión del Premio Nobel de literatura para el escritor norteamericano. Efectivamente, uno debe estar prevenido y anticipado, debidamente advertido, si quiere intentar la lectura del libro y pretende no caer en el inevitable tedio, y rendirse ante una lectura que exige esfuerzo sin retribución; sin desanimarse. Si hay un disfrute en la literatura es el interés por seguir la trama, e incluso por poder prefigurar el desenlace del guion. Pero, ¿qué sucede si la narración es confusa, o si los episodios son inconexos? No hay destino alterno posible, sino solo la rendición y el abandono.

 

“El ruido y la furia” es sobre todo un intento experimental. Sería imposible entender no solo la novela, sino gran parte de la obra de Faulkner si no se parte de reconocer sus influencias como escritor y la época que le correspondió vivir. Sería difícil entender lo que Faulkner nos cuenta, si no se tiene referencia de lo que es el monólogo interior (la expresión de la conciencia) y si no hemos experimentado previamente todas esas licencias que se dieron en la literatura como consecuencia del desacato de James Joyce al canon ortográfico. Es cuando Joyce prescinde de aquellos signos, que el lector se ve obligado a situar por su cuenta los espacios y extraña aquellos silencios que son parte inextricable de la escritura. Hay un momento, en el desarrollo de la literatura, que es imposible disfrutar de la narrativa, si no entendemos el porqué de las nuevas técnicas que llegaron con Joyce, Proust o Kafka.

 

Dicho lo comentado, y subrayando -otra vez- lo abstruso de la lectura de la novela, no puedo sino tratar de comprender lo farragoso que debió haber sido el trámite de la traducción para quienes, en forma sacrificada o ingenua, decidieron emprender en desafío tan prometeico. Al hacerlo, no puedo sino imaginar lo que sería tratar de enhebrar una versión comprensible. Solo atino a proponer que se proceda del mismo modo que alguien ha sugerido respecto a la lectura de “Rayuela” de Julio Cortázar; esto es, ya sea empezando en cualquier capítulo y siguiendo la consiguiente y natural secuencia, cuál si se tratase de un impenitente carrusel; o, simplemente, tomando cualquiera de esos capítulos e ir leyendo los restantes en forma aleatoria, fortuita y antojadiza.

 

Por lo pronto, ya sé qué sinuoso sendero habré de tomar cuando me proponga su improbable relectura. Si son cinco partes, no dudaría en empezar por la quinta y última, la narrada por el autor en el Apéndice. Continuaría con la cuarta, quizá la mejor escrita y que se centra en la actividad de la sirviente de color; y volvería a cada una de las tres primeras, no sin antes revisar el carácter de cada uno de los narradores, yendo momentáneamente de regreso a su descripción, la que está contenida en el Apéndice final... Esa quizá sea la única forma coherente de leer “El ruido y la furia”, la única y definitiva forma de comprender su trama; y, sobre todo, de apreciar tanto su nada ortodoxa técnica, así como su cautivante temática. Sin duda, un “resignado desasosiego”; algo más práctico, aunque paradojal... 


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10 abril 2021

Hojas de bitácora

"Nadie en el mundo comprende a un payaso, ni siquiera otro payaso, porque siempre entran en juego la envidia o la rivalidad". Heinrich Böll, "Opiniones de un payaso".

Uno de esos repentinos cruces que se producen hoy en día en los llamados “chats”, me ha hecho recordar a mi viejo colega Elmo Jayawardena, instructor, como yo, de CRM en la Singapore Airlines. Elmo, de raza tamil y nacido en Sri Lanka, fue el inspirador y fundador de una organización benéfica a la que llamó “Asociation to lighten a candle“ (Asociación para encender una vela). Un buen día, Elmo se propuso escribir un libro que relatara experiencias y reflexiones aeronáuticas, acudió entonces a la generosa colaboración de unos pocos amigos y compañeros de aerolínea, con el objeto de publicar el resultado de este esfuerzo colaborativo, para poder así financiar otro de sus humanitarios emprendimientos.

La idea germinal era encargar un breve capítulo a cada uno de quienes accedieron a colaborar con su literario propósito. Me correspondió aportar con un sencillo artículo al que llamé “Flying Time”: ese tiempo que los pilotos anotamos en nuestras bitácoras, ese que registra nuestra actividad y experiencia. Flying Time puede tener en inglés un significado adicional: el tiempo que pasa y se nos escapa, el tiempo que vuela y que se nos va... El nombre que tiene Elmo no existe en nuestro idioma, lo traducen como Telmo, y, por lo que ya he explicado (“De santorales y periplos”, Itinerario Náutico, 2 de junio de 2016), da nombre a uno de los fenómenos meteorológicos más sorprendentes que pueden presenciar marinos y aeronautas. San Telmo es el santo patrón de los aviadores.  

De vuelta a lo que quiero comentar: aquella bitácora personal, aquel libro de vuelo, es una especie de talismán o sortilegio para los aviadores. Estos lo cuidan con un celo rayano en lo religioso; es, a fin de cuentas, el registro que testimonia su tiempo de vuelo, los aviones que han tripulado, refleja sus habilitaciones y experiencia. Los tripulantes lo llenan con ánimo obsesivo, aunque nunca exento de prolijidad. La bitácora es su prueba de vida, su certificado de lo volado, de su experiencia, de las empresas operadas, de sus horas al mando. Su forma lo identifica: es un cuaderno rectangular de carátula dura con una matriz interior cuadriculada.

Ha sido en el chat que comento, que la curiosidad y la vanidad se alinearon el otro día, cual impensada conjunción. Y así, a modo de provocadora socarronería, se me invitó a confesar el total de mis horas de vuelo. Por un momento, preferí no contestar, para no dar pábulo a mi vanidad ni a algún comentario que pudiera estimular una indiscreta reacción. Nunca falta alguien que ve un motivo de competencia o rivalidad en estos menesteres. Así que, como quien nada dice, respondí: “Las horas de vuelo están invariablemente sobre-preciadas o menospreciadas. Hay horas que nos anotamos cuando en realidad dormimos. Quizá las que más me enseñaron fueron las que no volé y que no se suman (las del simulador de vuelo). Las horas son solo un guarismo. Siempre hay alguien con más o menos experiencia que uno; y lo que sigue contando es algo que nunca se registra: nuestra propia curiosidad.”

Bien sé que tal respuesta no satisfizo cierta expectativa; aunque en ella iban implícitos ciertos conceptos que quizá merecen una somera reflexión. Creo, para empezar, que en nuestro oficio no todas las horas tienen la misma importancia, aunque en apariencia valgan lo mismo. No pueden contar lo mismo las horas que se hacen como copiloto de un equipo mediano en el que un piloto aspira a habilitarse como comandante, que las que hace un instructor de escuela de formación, en un vuelo local, “al eco de la estación”. No se puede comparar ni la real responsabilidad que va en ello, ni la consecuente experiencia. Hay horas que nos vemos obligados a registrar, como las que hacemos siendo parte de una tripulación compuesta, solo por pura legalidad...

Si las horas reflejan la experiencia, ¿qué aportarían, a esa experiencia, las horas que ocurren mientras el avión vuela pero nosotros dormitamos en las literas de descanso ("bunk"), o miramos una película en primera clase? Me ha correspondido, asimismo, estar dentro de ese portentoso aparato que es el simulador de vuelo; puedo garantizar que nada enseña más, ni proporciona mejor criterio aeronáutico, que esa “terrenal” experiencia. Nadie sabe cuántos accidentes ha evitado ese artilugio. ¿Acaso no cuentan los motores apagados o los incendios mitigados? ¿Acaso no dejaron una invaluable experiencia todos esos aterrizajes automáticos practicados con “cero visibilidad”?

Mucho valoro las horas que volé como copiloto en el viejo DC-3, y las que volé al mando en el Twin Otter o en la Pilatus Porter; me dieron madurez y habilidad, fueron el sustento para fortalecer mi criterio de vuelo y mi capacidad de decisión. Sin ellas no hubiera llegado tan pronto a comandante de aerolínea. Ellas cimentaron mi confianza; con ellas  construí ese edificio que solo se consigue cuando ya se puede contar con la confianza de los demás.


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06 abril 2021

Destino de un quiteño ilustre

Esta entrada procuraba inicialmente hacer una breve relación de cómo y cuándo las principales congregaciones religiosas se asentaron en Quito; pretendía también relacionar dicha instalación con las principales edificaciones que esas comunidades construyeron, ya sea de naturaleza educativa (escuelas, colegios o universidades), como también las destinadas a vivienda y culto (templos, claustros o conventos). Sin embargo, al reseñar la distribución de dichos espacios, cambié de opinión; caí en cuenta de los profundos desniveles que debieron existir en los terrenos que hubo entonces. Esto, especialmente, debido a los accidentes naturales que tenía la ciudad; en particular, al sinnúmero de inconvenientes quebradas que caracterizaron a una urbe tan irregular como la nuestra.

El solo hecho de pensar en estas depresiones (algunas de considerable profundidad) nos debería invitar a meditar en aquellas personas que dedicaron su vida a buscar las soluciones que debieron darse para superar semejantes obstáculos. Obviamente, la ciudad que hoy conocemos -particularmente la que vemos en el sector del Centro Histórico- no tiene las mismas características que conocieron sus fundadores. Su esfuerzo debe haber apuntado a buscar cómo integrar mejor la ciudad, a pesar de los impedimentos, aplicando distintos métodos que ayuden a nivelar los espacios y a lograr un mejor aprovechamiento de las áreas disponibles. En este sentido, es probable que los quiteños, no hayamos sabido rendir adecuado homenaje a quienes en forma perseverante, y a veces obsesiva, bregaron para conseguir esas soluciones.

Siguiendo un concepto original, y una vez trazado el plano en damero cuadrado de la urbe, se habría determinado el espacio reservado para la ubicación de la Plaza Mayor. Los terrenos ubicados hacia oriente y occidente de esa plaza, se habrían asignado para instalar las dependencias de las autoridades civiles: los primeros para el Cabildo y los segundos para la naciente Audiencia de Quito. En tanto que los solares ubicados hacia el norte y hacia el sur, se habrían reservado para el funcionamiento de edificaciones relacionadas con propósitos eclesiásticos: los primeros atenderían la residencia del presbítero, y los del sur se habrían destinado para la futura edificación de la iglesia Catedral. En este punto, se recuerda que Quito no tuvo un obispo hasta 1565 y que solo se convirtió en arquidiócesis (no tuvo arzobispo) hasta unos trecientos años más tarde.

No siendo los predios totalmente planos; la presencia de las quebradas habría de condicionar los espacios y de afectar a las futuras construcciones. Ese fue el caso de la iglesia Catedral que, debido a la presencia de la quebrada de Sanguña (o Zanguña), que bajaba desde El Tejar, no tuvo más alternativa que construirse en forma lateral, con un pórtico que miraría hacia la que se dio por llamar la Calle Angosta o “de las Siete Cruces”, y no hacia la que se conocería como Plaza de la Independencia. Más tarde, ya construida una arquería para atender la existencia de la quebrada, se edificaría, sobre ese espacio, una capilla auxiliar: la iglesia de El Sagrario.

Sería un ilustre quiteño (aunque nacido en Ibarra), quien vivía obsesionado por nivelar los terrenos irregulares de la urbe, el que propuso utilizar los predios bajos del huerto de los agustinos, para continuar el trazo de la actual calle Mejía y rellenar otra depresión conocida desde la Colonia como “Quebrada de Manosalvas” (el trabajo daría lugar a la creación de un pequeño emplazamiento que debía conocerse como Plazoleta Municipal, pero que la gente se dio por llamar Plaza Marín). Hoy resulta una ironía que el lugar sea conocido por la segunda parte del apellido paterno de quien la construyó siendo alcalde: Francisco Higinio Andrade Marín Ribadeneira. A él se debe también el primer camino, construido alrededor del cerro "Nahuirá” o Panecillo, que unió La Magdalena con el sector del antiguo Hospicio, cerca del centro de Quito (actual calle Ambato).

Andrade Marín, habría de empeñarse más tarde por el relleno de otra quebrada, conocida como “de los Gallinazos” o de Jerusalén, para convertirla en la que luego sería conocida como Avenida 24 de Mayo. Andrade Marín; fue presidente del Cabildo en cuatro ocasiones (entonces, estas funciones duraban únicamente un año y se las ejercía de enero a diciembre); desempeñó también otros importantes cargos públicos: fue rector de la Universidad; ocupó, entre otros, los ministerios de Hacienda y Obras Públicas; fue electo diputado y dirigió la llamada Cámara Baja; estuvo inclusive encargado del Poder por seis meses. Hacia el final de su trayectoria, fue Ministro de la Corte Suprema de Justicia. Hoy existe una pequeña calle, entre la Diego de Almagro y la Eloy Alfaro que lleva su nombre.

Un hijo del primer matrimonio de Francisco, Luciano Andrade Marín Vaca, fue un destacado historiador y geógrafo. Del mismo modo, otro hijo, Carlos Andrade Marín Malo, fue también un conocido hombre público; médico de profesión, se desempeñó como dirigente deportivo y fue uno de los primeros alcaldes electos por voto popular que tuvo la capital del Ecuador. El hospital Carlos Andrade Marín lleva su nombre; Carlos falleció en el año 1968, en un accidente aéreo ocurrido probablemente en la isla Guadalupe (Antillas menores). De acuerdo a lo que he investigado, los restos del siniestro quizá nunca fueron localizados; hubo dos aviones B-707 de Air France, operando con el mismo número de vuelo (AF 212), que se accidentaron, en la misma ruta, en el lapso de veinte meses...


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02 abril 2021

Semblanza del vagabundo

La Francisco de Caldas es una calle corta. Si uno se para en la plazoleta de San Blas, mirando hacia el norte y revisa su trayectoria, como yendo de oriente hacia occidente, observará que esta empieza en la Calle Ríos (hay quienes sostienen que comienza en la Valparaíso), cruza la carrera Guayaquil -que, en la práctica, divide la urbe en dos mitades-, sube hacia la Basílica, cruza la calle Vargas y termina en la calle Venezuela. En esa calleja irregular, viví los que creo que fueron unos de los años más importantes de mi vida; ahí estaba ubicada la casa de mi abuela. Viví allí desde 1957, año en que murió mi madre, vale decir: desde que tuve seis años de edad.

 

En el ánimo de ser prolijo, diré que en realidad fueron dos departamentos ubicados en dos casas distintas. Vivimos primero, según recuerdo, en el segundo piso de la Caldas 524; y, posteriormente, en una casa cuya entrada estaba ubicada solo unos pasos más arriba. Allí habríamos de ocupar el tercer piso: era la Caldas 528. Es esta “casa” la que me trae mejores recuerdos: era más cómoda y moderna (era que estaba remodelada), tenía una terraza bien aprovechada, lindaba con un amplio terreno sin construir, que lo habíamos declarado patrimonio nuestro. Era este una especie de parque abandonado que lo invadíamos a nuestro antojo para pasarnos a jugar; ahí aprendimos a ejercitar nuestro inicial y más cándido sentido de la libertad.

 

Si la terraza era un atalaya aventajado, había un elemento en la casa que permitía integrarse a la calle sin estar en ella, y que nos convertía en testigos de lo que pasaba en el vecindario: eran sus tres elevados balcones. Desde ahí se avistaba a quien se iba o a quien estaba por llegar, se conseguían los mejores lanzamientos de “vejigas” infladas, en tiempo de carnaval, y se importunaba a los personajes más estrafalarios que merodeaban en el barrio. Desde allí nos burlábamos de un renegrido carbonero al que habían dado por llamar “Pajarero”: era un sujeto vagabundo y demencial que jamás había probado un baño con jabón y que perseguía a los ingenuos con ánimo avieso, resentido y premeditado. No era un pordiosero, era un linyera asqueroso, harapiento y desquiciado. Nadie se quería cruzar con él, tan mugrienta era su apariencia, tan abominable su aspecto, tan repugnante su recado.

 

Era el Pajarero un tipo repulsivo, pero no era un pordiosero; a nadie pedía limosna, ni nadie se la hubiese dado. Así aprendí que no todos los vagamundos eran limosneros... Y es que hubo también, por esos mismos tiempos, otro sui generis personaje a quien tildaré de “el Extranjero”: vestía siempre de traje y corbata, aunque su vestimenta estaba siempre sucia y exhibía rasgos desaliñados; su apariencia no iba a tono con su condición: tenía facciones finas y sus ojos eran claros; aunque arrastraba algo sus pies, cual si le incomodase el calzado. Caminaba con lentitud, como si contase sus pasos. La gomina que añadía a su cabello le otorgaba una apostura altiva, un porte paradojal y aristocrático. Cuando se caminaba a sus espaldas, se podía observar que llevaba descosida la costura trasera del pantalón, como si no lo hubiera advertido o no se hubiera percatado... No era limosnero. Jamás lo vi solicitando.

 

Hubo una tercera, era una mujer entrada en años. Vestía un atuendo grotesco, su porte era estrafalario. La gente le gritaba desde lejos, la reconocía por su estrambótica vestimenta, por sus sombreros pasados de moda, por sus inusuales zapatos de tacón alto. La tildaban de “Torera”; sus ambulantes paseos eran continuos y cotidianos. Se llamaba Ana Bermeo, había sido costurera y presumía de modista de “hogares respetados”. La gente la miraba con desdén, cuando no con disimulado sarcasmo. Aún resuenan en mis oídos los fastidiosos gritos de los muchachos. Pero... nunca rogaba por nada; su único afán era lucir aquellos ropajes artificiosos. Su oropel estaba construido con retazos de indumentaria ajena; eran prendas reciclados, atavíos que otros habían despreciado...

 

Fueron los primeros seres trashumantes que conocí; luego sabría que había un tipo distinto de indigencia, de abyección y de locura: eran los llamados “homeless”. Eran personajes sin hogar, sin techo y sin fortuna, limosneros que vivían de escarbar los basureros, hurgando por un mendrugo de pan; eran tipos que buscaban rincones protegidos para poder pasar la noche. Vagabundeaban alertas, empujando su escuálida humanidad y sus escasas “pertenencias”, todas ellas contenidas en un carrito que habían “tomado prestado” de un cercano supermercado. Ellos fueron los errabundos más menesterosos que conocí; con sus costras y sus rastas. Se mostraban sórdidos e indefensos, siempre cuidando sus bártulos nauseabundos; mostrando su infame catadura y su porte desquiciado.


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