25 noviembre 2018

De vuelta al Brasil

Estuve en Brasil en días pasados. Volvía, esta vez, más de cuatro años después; la vez anterior fue a propósito del penúltimo mundial de fútbol. Fueron motivos de trabajo los que me llevaron a este hermoso país en esta ocasión. Brasil no solo es el país más desarrollado y próspero de América del Sur; creo que es el país más civilizado también. Lo digo, a pesar de la reacción automática en contra de esta opinión que se puede desatar entre los ciudadanos argentinos; pero basta revisar la llamada “final del mundo”, entre los dos más populares equipos argentinos, para que se me dé la razón (*). Hay que estar en Brasil para comprobar la cordialidad y hospitalidad de su gente y reconocer que efectivamente es así.

Brasil ocupa casi el cincuenta por ciento de América Meridional; limita en este sub-continente con todos los demás países, con la sola excepción de Chile y Ecuador. De sus 8’500.000 kilómetros cuadrados, se calcula que un 40% es todavía selvático. Es más, incluso si uno viaja por el interior de sus estados orientales (los que dan con el Atlántico), siempre va a encontrar enormes extensiones de territorio donde bosques interminables dan testimonio del gran respeto que ahí se tiene por la naturaleza. El país es tan grande, que en su parte más ancha, tanto de sur a norte, como de oriente a occidente, excede los 4.300 kilómetros.

En cuanto a su población, Brasil es también un país impresionante. De los 450 millones de habitantes que hay en Sur América, más de 200 millones son brasileños. En la práctica, Brasil tiene cinco veces más población que Colombia o Argentina, que le vienen en zaga. En el panorama mundial, Brasil es considerado el sexto país más densamente poblado que existe. A pesar de ello; y muy probablemente por ello mismo, Brasil ha logrado convertirse también en uno de los países más desarrollados de América y en uno de los más vigorosos, económicamente hablando. Brasil posee, en efecto, una de las economías más dinámicas que existen en el mundo moderno.

Pero, hay algo más, algo que llama la atención del viajero, en esta inmensa región que alguna vez se dio por llamar “Tierra de la Santa Cruz”; no importa si se trata de una de sus enormes metrópolis (Sao Paulo o Río de Janeiro) o de un pequeña ciudad del interior, cualquiera que ésta sea, y se trata de la cordialidad, la alegría, aquel extraordinario espíritu de disponibilidad de la gente, no importa cuál sea su edad o su raza, su segmento económico o su condición social. Hay algo en Brasil que hace que el forastero se sienta en casa, que se sienta bienvenido, que le da la sensación de que el local desea ayudarlo y de que se preocupa por su comodidad y bienestar.

Algo que no deja de impresionarme es su sorprendente red vial. Ésta debe ser la más completa y mejor cuidada que existe en Latinoamérica. A ese conjunto de rutas bien diseñadas, y mejor conservadas, debe sumarse una cultura de conducción, y unos protocolos de manejo y prevención vial que no tienen parangón en América Meridional. Buses y camiones van por su derecha, y solo cambian de carril en caso de necesidad. Además, en aquellos tramos donde el tránsito vehicular puede llegar a congestionarse, todas las carreteras cuentan con un carril adicional, para uso exclusivo de buses y camiones, lo que facilita las maniobras de adelantamiento, lo cual evita innecesarios accidentes.

Si la red de caminos y vías de comunicación sorprende, algo que merece una cuota de reconocimiento es el alto grado de desarrollo industrial. Tanto en el área de la industria automotriz, como en el de la aeronáutica, el desarrollo que ha alcanzado Brasil es elocuente. Tuve oportunidad de visitar tanto la fábrica de ensamblaje de aviones (San José dos Campos), como el taller de mantenimiento, que la Empresa Brasileira de Aeronáutica, EMBRAER, tiene en el estado de São Paulo; y, lo que esta empresa ha alcanzado es admirable; por algo está a la altura de las más grandes constructoras internacionales. Tanto así que se rumorea que Boeing está dispuesta a comprar una parte de la empresa brasileña.

Nota: Efectivamente, ha sido con ocasión del partido de vuelta por la final de la Copa Libertadores de América, entre Boca Juniors y River Plate de Argentina, que lo que hubiera sido una razón para estimular el orgullo deportivo nacional, se ha convertido en un motivo de vergüenza internacional. No puede entenderse cómo, lo que debería considerarse solo como una contienda deportiva, se ha convertido en una extraña confrontación irreconciliable dónde no pueden presenciar juntos, el mismo partido, los simpatizantes de dos escuadras. Pero, no podemos criticar; en Ecuador también sucede algo similar, con los hinchas de dos equipos porteños que aprovechan la oportunidad para desatar sus más elementales instintos…

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03 noviembre 2018

Una deuda de la historia

Creo que lo conocía de oídas y solo nos hicimos amigos relativamente tarde. Siendo él oriundo de Loja, había una relación de amistad entre su familia y mi familia política; además, su hermano y sus primos habían sido mis amigos o compañeros. Antes, en mis tiempos de colegio, había escuchado de sus virtudes para la oratoria, pero entonces no tuve la oportunidad de tratarlo y conocerlo. Sería el destino o, si se quiere, la casualidad la que se encargaría de presentarnos, y de que nos conociéramos e hiciéramos crecer una espontánea y mutua cordialidad que se fortaleció en nuestros posteriores, aunque escasos y algo infrecuentes, encuentros.

Postulo que esa oportunidad se dio hacia fines de los ochenta; yo era a la sazón comandante del Boeing 707, en mis últimos años en Ecuatoriana de Aviación. Fue durante un vuelo desde Guayaquil a Nueva York. La supervisora de cabina me había informado que Jamil Mahuad venía a bordo. El vuelo cruzaba a la cuadra de Miami, cuando necesité estirar las piernas y salir al baño, y fue entonces que lo encontré compartiendo un ameno palique con parte de la tripulación encargada de la cabina delantera. Nos reconocimos, e intuyo que desde el principio surgió con espontaneidad un recíproco sentido de amistad y mutua simpatía entre nosotros.

Hablamos de lo humano y lo divino aquella tarde; y la conversa sólo se interrumpió cuando era evidente que se me necesitaba en la cabina de mando para iniciar los preparativos del descenso para el inminente aterrizaje en el aeropuerto JF Kennedy de Nueva York, a través del “Canarsie Approach”, que se utilizaba cuando estaban en uso las pistas 13. Es probable que él mismo me lo haya pedido, o quizá fue cordialmente invitado para que presenciara nuestros procedimientos en la aproximación y pudiera observar el aterrizaje desde el llamado “jump seat”, el lugar con el que sueñan algunos pasajeros que se les invite a ocupar: el asiento del observador en la cabina de mando. Eran, esos, otros tiempos ciertamente, no estaba entonces prohibido el acceso a la cabina de mando; y, conceder ese permiso, o efectuar una invitación, para aterrizar en la cabina de mando, era potestad y prerrogativa reservada al comandante de la aeronave.

Pero fue solo un par de años más tarde, quizá a principios de los noventa, durante mi intervalo al servicio de Saeta, que ya siendo Jamil alcalde de Quito, me hizo una invitación, en la forma de pedido, para que integrara el flamante Comité Asesor de Turismo del Ilustre Municipio capitalino. Fuimos escogidos y designados al menos ocho miembros en condición ad honoren, es decir a título honorífico y sin ninguna forma de remuneración. Lo integrábamos, entre otros: Jorge Anhalzer, Edwin Terán, José Luis Álvarez, Pablo Burbano de Lara, Eduardo Proaño, Patrick Barrera; ellos tuvieron la gentileza de encargarme la dirección del mentado comité; una deferencia especial, realmente, pues casi todos eran mis mayores con una generación en edad.

Años más tarde, unas semanas después del episodio médico que Jamil experimentó en una convención que se efectuó en España, lo encontré casualmente en la Plaza de la Independencia, la que antes llamábamos “Plaza Grande”; allí advertí que el incidente le había restado parte de ese ímpetu que fortalecía su autoconfianza y esa seguridad que seducía a sus audiencias. La experiencia le había aportado, sin embargo, una cierta dosis de resignación ante los intempestivos derroteros que nos reserva la fortuna en la vida; ahora Jamil era un hombre impulsado, si no por un ánimo religioso, por una profunda y apacible espiritualidad.

Lo que vino después es historia conocida: su elección a la presidencia, los aciertos en dos importantes decisiones y los cuestionamientos que una buena parte de la opinión pública todavía le hace; sobre todo en lo relacionado con una controvertida resolución de carácter financiero, la conocida para la posteridad como “el feriado bancario”. Esta última provocaría su derrocamiento y su auto exilio. Pero pocos lo recuerdan por el mérito de haber tomado dos valientes decisiones, las mismas que, por sí solas, debieron marcar su gestión en la presidencia, y hacerle merecedor a la gratitud y reconocimiento de sus conciudadanos; decisiones aquellas que debieron otorgarle el beneficio del justo juicio de la historia y el aprecio de la posteridad.

Todavía me encuentro con él de tarde en tarde; disfruto de su cordialidad e inteligencia. Hoy Jamil vive dedicado a sus actividades docentes y académicas. Como ecuatoriano, tengo la impresión de que no hemos sabido reconocer sus méritos, especialmente su determinación con la firma de la paz con el Perú (hace pocos días se han celebrado veinte años de tan importante suceso), y su visión al haber aplicado la dolarización, inédita y efectiva fórmula para enderezar la economía y reordenar el esquema financiero del país. Pienso que es excesivo e injusto que se le haya condenado al ostracismo y que se haya visto obligado a vivir lejos de su tierra, víctima de la intolerancia, el resentimiento y el rencor político.

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