03 noviembre 2018

Una deuda de la historia

Creo que lo conocía de oídas y solo nos hicimos amigos relativamente tarde. Siendo él oriundo de Loja, había una relación de amistad entre su familia y mi familia política; además, su hermano y sus primos habían sido mis amigos o compañeros. Antes, en mis tiempos de colegio, había escuchado de sus virtudes para la oratoria, pero entonces no tuve la oportunidad de tratarlo y conocerlo. Sería el destino o, si se quiere, la casualidad la que se encargaría de presentarnos, y de que nos conociéramos e hiciéramos crecer una espontánea y mutua cordialidad que se fortaleció en nuestros posteriores, aunque escasos y algo infrecuentes, encuentros.

Postulo que esa oportunidad se dio hacia fines de los ochenta; yo era a la sazón comandante del Boeing 707, en mis últimos años en Ecuatoriana de Aviación. Fue durante un vuelo desde Guayaquil a Nueva York. La supervisora de cabina me había informado que Jamil Mahuad venía a bordo. El vuelo cruzaba a la cuadra de Miami, cuando necesité estirar las piernas y salir al baño, y fue entonces que lo encontré compartiendo un ameno palique con parte de la tripulación encargada de la cabina delantera. Nos reconocimos, e intuyo que desde el principio surgió con espontaneidad un recíproco sentido de amistad y mutua simpatía entre nosotros.

Hablamos de lo humano y lo divino aquella tarde; y la conversa sólo se interrumpió cuando era evidente que se me necesitaba en la cabina de mando para iniciar los preparativos del descenso para el inminente aterrizaje en el aeropuerto JF Kennedy de Nueva York, a través del “Canarsie Approach”, que se utilizaba cuando estaban en uso las pistas 13. Es probable que él mismo me lo haya pedido, o quizá fue cordialmente invitado para que presenciara nuestros procedimientos en la aproximación y pudiera observar el aterrizaje desde el llamado “jump seat”, el lugar con el que sueñan algunos pasajeros que se les invite a ocupar: el asiento del observador en la cabina de mando. Eran, esos, otros tiempos ciertamente, no estaba entonces prohibido el acceso a la cabina de mando; y, conceder ese permiso, o efectuar una invitación, para aterrizar en la cabina de mando, era potestad y prerrogativa reservada al comandante de la aeronave.

Pero fue solo un par de años más tarde, quizá a principios de los noventa, durante mi intervalo al servicio de Saeta, que ya siendo Jamil alcalde de Quito, me hizo una invitación, en la forma de pedido, para que integrara el flamante Comité Asesor de Turismo del Ilustre Municipio capitalino. Fuimos escogidos y designados al menos ocho miembros en condición ad honoren, es decir a título honorífico y sin ninguna forma de remuneración. Lo integrábamos, entre otros: Jorge Anhalzer, Edwin Terán, José Luis Álvarez, Pablo Burbano de Lara, Eduardo Proaño, Patrick Barrera; ellos tuvieron la gentileza de encargarme la dirección del mentado comité; una deferencia especial, realmente, pues casi todos eran mis mayores con una generación en edad.

Años más tarde, unas semanas después del episodio médico que Jamil experimentó en una convención que se efectuó en España, lo encontré casualmente en la Plaza de la Independencia, la que antes llamábamos “Plaza Grande”; allí advertí que el incidente le había restado parte de ese ímpetu que fortalecía su autoconfianza y esa seguridad que seducía a sus audiencias. La experiencia le había aportado, sin embargo, una cierta dosis de resignación ante los intempestivos derroteros que nos reserva la fortuna en la vida; ahora Jamil era un hombre impulsado, si no por un ánimo religioso, por una profunda y apacible espiritualidad.

Lo que vino después es historia conocida: su elección a la presidencia, los aciertos en dos importantes decisiones y los cuestionamientos que una buena parte de la opinión pública todavía le hace; sobre todo en lo relacionado con una controvertida resolución de carácter financiero, la conocida para la posteridad como “el feriado bancario”. Esta última provocaría su derrocamiento y su auto exilio. Pero pocos lo recuerdan por el mérito de haber tomado dos valientes decisiones, las mismas que, por sí solas, debieron marcar su gestión en la presidencia, y hacerle merecedor a la gratitud y reconocimiento de sus conciudadanos; decisiones aquellas que debieron otorgarle el beneficio del justo juicio de la historia y el aprecio de la posteridad.

Todavía me encuentro con él de tarde en tarde; disfruto de su cordialidad e inteligencia. Hoy Jamil vive dedicado a sus actividades docentes y académicas. Como ecuatoriano, tengo la impresión de que no hemos sabido reconocer sus méritos, especialmente su determinación con la firma de la paz con el Perú (hace pocos días se han celebrado veinte años de tan importante suceso), y su visión al haber aplicado la dolarización, inédita y efectiva fórmula para enderezar la economía y reordenar el esquema financiero del país. Pienso que es excesivo e injusto que se le haya condenado al ostracismo y que se haya visto obligado a vivir lejos de su tierra, víctima de la intolerancia, el resentimiento y el rencor político.

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