25 febrero 2022

Como gaviota en Bolivia

Cuando escucho expresiones coloquiales como esa de “cual gaviota en Bolivia”, aquello me hace reflexionar en dos circunstancias que están relacionadas: la de alguien que se encuentra en donde no debe estar y, dos, que ese alguien ha extraviado su conciencia situacional (está perdido, como se dice comúnmente). No es el suyo el caso de los náufragos, pienso yo, que si se encuentran de pronto aislados y perdidos, a más de desesperados y desesperanzados, es por culpa de alguna fortuita, imprevista e inesperada condición, a menudo con carácter catastrófico y trágico. Se supone que quien se encuentra como “gaviota en Bolivia” llega a estar ahí porque así lo ha querido y, es más, porque lo ha hecho por sus propios medios. Son dos tesituras distintas.

 

Se me hace ineludible asociar la historia de cualquier naufragio con la película protagonizada hace un par de décadas por Tom Hanks , en ella un individuo se ve privado de todo contacto con la civilización, al sobrevivir en una solitaria isla luego de un accidente aéreo. En la trama, el protagonista subsiste gracias a la “compañía” que le proporciona un fingido personaje, se trata de una fortuita pelota de basquetbol, cuya marca comercial sirve para de algún modo bautizarlo. Postulo, por mi parte, que muy pocas circunstancias existen, entre las desgracias ocurridas, que despierten más interés y curiosidad que este tipo de marineros siniestros.

 

Hace más de trecientos años (1719) el inglés Daniel Foe (más conocido por Defoe) se habría basado en una tragedia de la vida real para escribir su novela de aventuras Robinson Crusoe. El escritor pudo haberse inspirado en la gesta de un marino español, Pedro Serrano, quien sobrevivió por casi ocho años (entre 1526 y 1534) en un alejado atolón, ubicado cerca de San Andrés en el mar Caribe. La suya, y la de otro desgraciado que insólitamente se le juntó años más tarde, es un sorprendente ejemplo, no solo de supervivencia sino de resiliencia y de brutal perseverancia. El conmovedor relato está contado también por Garcilaso de la Vega, en el muy recomendable Capítulo VIII de sus Comentarios Reales (1609).

 

Hoy llaman al atolón Banco Serrana, en honor al valeroso Pedro Serrano. Yo mismo, en mis vuelos a Miami, lo sobrevolé una infinidad de veces utilizando una aerovía que salía hacia San Andrés desde Panamá y continuaba a Varadero, en Cuba. La ruta regular de las aerolíneas para las que volé surcaba algo más hacia el este. Muchas veces insinué que lo compraría si es que alguna vez llegaba a millonetis. Obviamente, sigue deshabitado...

 

Pero lo más probable es que el escritor inglés haya basado su formidable saga en un accidente ocurrido una década antes de publicada su novela. Se habría tratado de una historia ocurrida a un tal Alexander Selcraig, marino escocés que habría sido castigado por su capitán y abandonado en una isla desierta. Selcraig habría sobrevivido por más de cuatro años, entre 1704 y 1709, en esa isla cercana a la que hoy se llama justamente Robinson Crusoe y que se encuentra en el archipiélago de Juan Fernández y que pertenece a Chile. Este mínimo archipiélago se halla en el Pacífico Sur, 360 millas –según mis cartas– al occidente de Valparaíso. Cuando en 1966 se rebautizó a la mayor de las islas con el nombre inventado por Defoe, también se bautizó a la menor como Alexander Selkirk.

 

Robinson Crusoe es uno de los relatos de aventuras más interesantes que haya leído (otro sería La isla del tesoro, escrito por el escocés Robert Louis Stevenson), su guion se relaciona con un naufragio ocurrido entre la desembocadura del Orinoco (actual Venezuela) y la isla de Trinidad (al sur de las Antillas Menores). Defoe hace sobrevivir al protagonista, en aquella isla solitaria, por la insólita e increíble cláusula de veintiocho años seguidos. Para algunos de sus detractores la novela es un símbolo de colonialismo, no así sin embargo para chicos y jóvenes, y amantes de la lectura de aventuras, que de alguna manera han contribuido a que siga siendo considerada como la novela inglesa más popular que jamás se haya escrito.

 

De acuerdo con lo comentado, no deja de ser curioso que la isla de la historia contada por Daniel Defoe, sea un accidente geográfico que en la realidad no existe (a fin de cuentas es tan solo una novela); en cuanto a la relación, se habría inspirado en lo sucedido en un apartado rincón, ubicado en la realidad exactamente en las antípodas de Suramérica. Hoy, como he indicado, ese lugar se conoce como isla Alexander Selkirk y ni siquiera como Robinson Crusoe. Para complicar las cosas, no es la misma que se conoce en inglés como Robinson Crusoe Island, esta es un diminuto islote fluvial ubicado en el río Shenandoah, unas sesenta millas al oeste de Washington D.C., casi en la intersección del río con la ruta 50 que conduce a Winchester, Virginia.

 

Pero… como diría un mordaz colega, siempre amigo de embromar a la gente: “ahí no es”.


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22 febrero 2022

¿Urgente o importante?

Nuestro oficio, cualquier oficio, no nos permite ser tontos. Y, si bien lo vemos, nos enseña pronto a dejar de serlo. Puesto así, unos oficios serían mejores maestros que otros, aunque, bien visto, la vida misma nos va enseñando sus lecciones de sabiduría y nos regala a todos su inapelable pedagogía, tengamos o no un quehacer, profesión u oficio. El mío mismo, el cada vez menos aislado o exclusivo oficio de aviador, nos enseña a los pilotos a no ser ingenuos, y si no, por lo menos a anticiparnos a las sorpresas y a ser precavidos. El primer susto inesperado nos advierte que hay ocasiones en las que sería preferible estar fuera queriendo estar dentro, que estar ya metidos en el problema solo para descubrir que hubiésemos preferido no estar adentro resolviéndolo.

 

Creo que fue Sábato quien dijo, en Antes del fin, aquello de que: “Aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador, y no nos es dado corregir sus páginas...” No, no siempre está garantizada una segunda oportunidad y nada nos asegura el insensato privilegio de estar repitiendo algo hasta que por fin acertamos con un definitivo intento. La vida no siempre nos permite corregir, teclear “delete”, borrar y entonces empezar de nuevo.

 

Así aprendemos que hay asuntos que son urgentes y otros importantes; y que es la inteligencia, respaldada en la experiencia, la que nos permite discriminar y resolver. Por fortuna, los asuntos o problemas no son lo uno o lo otro; no hay tal disyuntiva de que algo sea o solo urgente o solo importante. Lo bueno es que existen situaciones urgentes que pueden, o no, ser importantes; y, desde luego, situaciones importantes que pueden, o no, ser urgentes. Las realmente críticas son las urgentes que se nos antojan importantes o las importantes que debemos resolver de manera urgente. Si algo es importante pero no urgente, no hace falta apresurarse, siempre lo podemos aplazar. Si algo es urgente pero no tan importante, siempre lo podemos delegar. Luego, si no es ni lo uno ni lo otro, si no es urgente ni tampoco importante, simplemente no tiene sentido que nos tengamos que desvelar.

 

Tan determinante como aprender a diferenciar lo urgente de lo importante es saber distinguir lo sustantivo de lo adjetivo, lo permanente de lo circunstancial, lo accesorio de lo esencial. Si no sabemos definir las prioridades, nunca vamos a poder resolver con acierto o, por lo menos, con acertada oportunidad. Atender lo primordial y dejar para más tarde lo prescindible o secundario, no solo es un buen método y mejor filosofía, es muchas veces el secreto de vivir en paz y organizados, y camino seguro para aquello tan elusivo y personal que algunos llaman felicidad. Podremos estar seguros que esto, por lo menos, aportará  a nuestra tranquilidad.

 

El refranero popular tiene un aforismo perfecto para esta disyuntiva existencial. Lo que sucede es que pocos parecen haberse dado tiempo para interpretarlo. En lo personal, postulo que se debe a que con él damos al verbo tomar un significado que no es apropiado. Decimos “No hay que tomar el rábano por las hojas”, como que con tomar quisiéramos decir coger, asir o agarrar. No caemos en cuenta que, en este caso, tomar tiene un distinto, y totalmente diferente, significado. Si decimos “tomar el contenido de un libro por la apariencia de su carátula”, por ejemplo, lo que estamos tratando de subrayar es que no debemos confundir lo que algo aparenta por su substancia y que o debemos distinguir lo accesorio de lo importante o que debemos tener la prudencia (¿sapiencia?) de tener cuidado de no dejarnos engañar.

 

“No tomar el rábano por las hojas” no implica, por lo mismo, un método de cultivo ni una manera cuidadosa para agarrar al rábano con prolijidad. Lo que realmente nos sugiere el conocido adagio es que no debemos confundir lo importante (el tubérculo o fruto) con lo que es solo secundario y no esencial (las hojas). Nada de malo tendría aquello de asir o agarrar las partes del rábano por las raíces o por cualquier otro lado. No se trata de la manera en que lo agarremos. El aforismo solo nos sugiere reconocer lo verdaderamente primordial.

 

Leo en casi la totalidad de los chats, que la gente da al refrán una interpretación equivocada. Solo he encontrado una página que interpreta el verbo sin tergiversar su sentido. Se llama “búho.gurú” y señala con corrección: “La expresión nada tiene que ver con el hecho de coger, de agarrar el rábano, aunque posteriormente se creara, sobre la primera acepción de tomar el falso sinónimo «coger»; hay que traducirla por «creerse que el rábano son las hojas. Las hojas del rábano no se comen, aunque son la parte que más llama la atención». 

 

He disfrutado en el Asia, sobre todo en Corea,  de una enorme variedad de rábanos, pero nunca he ingerido las hojas, y no porque ellas “me importen un soberano rábano”, expresión que quizá se use porque el rábano parece haber sido siempre un tubérculo barato, accesible y muy popular en los mercados. Nada tiene de “soberano”.


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18 febrero 2022

Un parecido sorprendente…

Poco a poco, lentamente, como en esa preciosa tonada, que cantan a dúo Natalia Lafourcade con el extinto Juan Gabriel, me he ido persuadiendo de mi innegable parecido con Homero Jota Simpson. Para empezar ahí está el nombre: Alberto Eme Vizcaíno, donde no se sabe si esa Eme de la mitad, es la inicial de la letra o el nombre intermedio. Pero, ojo… sería justo y oportuno hacer una necesaria aclaración: me refiero con esta suerte de comparación o paralelo tan solo al personaje. No puedo caer en la fatua presunción de creerme reflejado en la sorprendente como destacada condición de la serie completa que, según la autorizada opinión del Sunday Times, sería considerada como «la creación cómica más grande de los tiempos modernos».

 

Si la Wikipedia me ha de servir de referencia, sería preferible dejar que hablen sus propias palabras: “Representa el estereotipo del ciudadano medio que se limita a ir a la taberna con sus amigos, beber cerveza, ver la televisión y asistir a algún partido de béisbol. Es grosero, incompetente, torpe, vago y descuidado, aunque Homero demuestra tener un gran corazón en muchos episodios”. Ya en la larga frase advierto la semejanza, cual si el propósito de la popular enciclopedia sería más bien otorgarme una intencional dedicatoria. En efecto: represento al ecuatoriano medio, me limito a beber whiskey los martes con los amigos (bien sé que “limitarse” no es el verbo mejor escogido), también veo la tele y asisto a algún partido de fútbol. Admito que probablemente tengo algo de zafio, poco competente, holgazán y despreocupado; y, a lo mejor, aquello otro, aunque más episódico: lo del generoso corazón…

 

Así que, ¿para qué proseguir con tan inútil trámite comparativo? De aquí en adelante no haré sino glosar lo que a Homero, quiero decir a mí, (me) endilgan y corresponde: “Sus rasgos de personalidad más comunes son la indiscreción, la pereza, el egoísmo y una ira explosiva. Su complexión física coincide con la de un hombre descuidado, derivada de su cultura gastronómica, siendo alguien que «consiente a su estómago», pues tiene sobrepeso y roza el alcoholismo, además de sufrir narcolepsia. No tiene grandes ambiciones de futuro y acostumbra a relegar sus obligaciones familiares frente a sus intereses personales”.

 

“Le encanta comer y suele pasar la mayoría de su tiempo sentado en el sofá, mirando algún programa de televisión, comiendo productos cárnicos y tomando cerveza. En casa no suele ayudar con las tareas domésticas ni prestar atención a sus hijos; aunque en ocasiones Alberto realiza los trabajos más pesados de la casa, generalmente los de mantenimiento, pero suele dejarlos a medias o con resultados poco satisfactorios. Su salud es bastante precaria. En una ocasión llegó a subir hasta alcanzar 136 kg de peso, sólo para evitar ir al trabajo. Se ha roto casi todos los huesos de su cuerpo, ha sido blanco de disparos de bala y de cañón, víctima de ataques cardíacos y ha recibido cortes y heridas incontables. Alberto es estéril debido a la exposición prolongada a materiales radiactivos en la Central Nuclear de San Rafael”.

 

“Alberto sufre varios problemas congénitos, siendo el más obvio la alopecia masculina, pero tiene también el gen de la necedad masculina de los Simpson… dedos anormalmente cortos y gruesos y el «trasero Simpson» que es genético. Nuestro héroe tiene una escasa capacidad de concentración, además de ser muy impulsivo, lo que complementa con su pasión efímera por varias aficiones y empresas; con frecuencia experimenta «cambios de opinión cuando las cosas le salen mal». Alberto es propenso a las explosiones emocionales, es muy envidioso de sus vecinos y se enfada fácilmente con uno de sus hijos, estrangulándolo con frecuencia. No muestra ningún remordimiento frente a ello y no trata de ocultar sus acciones a la gente ajena a la familia, incluso hace caso omiso del bienestar de sus vástagos”.

 

“Aunque es por naturaleza un hombre perezoso, es capaz de hacer un esfuerzo enorme para lograr alguna cosa específica, especialmente para superar a su vecino o a alguna famosa personalidad, aunque sólo sea durante cortos períodos de tiempo. Alberto tiene un cociente intelectual (CI) de 55, muy por debajo de los 100 puntos de la media, debido a: la herencia mencionada del gen Simpson, sus problemas con el alcohol, la exposición a los residuos radiactivos y sus traumatismos craneales repetitivos. En uno de los capítulos se despejó el motivo sobre su falta de intelecto y su exagerada estulticia: tiene alojado en el lóbulo frontal de su cerebro un crayón que él mismo se había metido por la nariz cuando era niño”…

 

“A pesar de las payasadas irreflexivas que suele realizar, que a menudo molestan a su familia, Alberto también se ha revelado como un padre y marido sorprendentemente humanitario, aunque él mismo no se da cuenta de su vertiente más cariñosa…”


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15 febrero 2022

La dictadura del circunloquio

Eufemismo y circunloquio son palabras parecidas aunque no equivalentes. Pudiera decirse que eufemismo, es aquella voz que suena mejor o que no es tan malsonante: el eufemismo es en sí una forma de circunloquio. Lo contrario sería inexacto: el circunloquio es dar rodeos, utilizar demasiadas palabras para expresar un concepto. Por ello, el circunloquio no es una forma de eufemismo. Este esconde, el otro merodea, evita ser directo, divaga alrededor. Uno y otro, sin embargo, son parte de un aspecto cultural, ambos constituyen una manera de decir lo que no se quiere decir o, todavía mejor: ambos son maneras de no decir lo que se quiere o debe decir.

 

El eufemismo es una forma de reemplazo lingüístico que procura no utilizar términos que se prefiere evitar (“hacer el amor” por follar o poseer sexualmente); el circunloquio en cambio equivale a hablar con ambages, comunicar con paños calientes, maquillar con un exceso de palabras, utilizando a menudo un lenguaje edulcorado (“dejarse caer en los brazos de Morfeo” por dormir). Con el eufemismo no decimos que alguien “reveló, –o declaró– su real tendencia u orientación sexual”, sino que “salió del closet”; no reconocemos que el vehículo experimentó un mal funcionamiento”, sino que “se dañó”, como sí aquello hubiera sido la consecuencia de un capricho atribuible al propio automotor. Con uno y otro eludimos ser directos; ambos ejercen una forma de dictadura, juntos contribuyen a una curiosa cultura, la cultura del disimulo.

 

El diccionario de la RAE define así a tres términos que están relacionados: 1. Eufemismo: es la manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante. 2. Circunloquio: rodeo de palabras para dar a entender algo que hubiera podido expresarse más brevemente. 3. Perífrasis o circunlocución: Expresión, por medio de un rodeo verbal, de algo que se habría podido decir con menos palabras o con una sola, como en los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa por lo que pasa en la calle (hasta aquí el Diccionario de la Academia). Imposible no mencionar la alambicada definición de puente, endilgada a los habitantes de una ciudad del sur del Ecuador: “mole de concreto construida de adrede para que el agua pase por debajo y la gente cruce por encima en caso de nec…sidad” (sic); así, sin pronunciar la segunda vocal.

 

Son emblemáticas ciertas expresiones usadas en nuestro medio, como: “asomarás mañana, a ver si nos vemos” o “se fue a volver”, esta última para expresar que alguien no está o que esa persona no se encuentra en ese preciso momento, pero que no demora en volver. Del mismo modo, se elude decir “voy a salir un momento” y se prefiere un “voy a volver”. Nótese que se evita anunciar un claro y directo “voy al baño”, y se prefiere decir que se va a “saludar a un amigo”, a “poner agua en las aceitunas” o a “cambiar el agua del canario”…

 

La gente no dice que alguien se atrasó al avión, sino que “perdió el vuelo”, como que ese haber perdido el avión fuera equivalente a no haberlo podido tomar cuando esté ya estaba en pleno movimiento… En este sentido, sería más gráfico si se tratara del caso de perder el tren, por ejemplo; como si este pasaría por la estación casi sin detenerse, o bajando su ritmo de movimiento, justo a una velocidad tal como para permitir que uno lo pudiera tomar “al vuelo”, dándonos la oportunidad de ya no tenerlo que perder…

 

Igual pasa cuando nos piden limosna en una esquina: no decimos no puedo o no te quiero dar, decimos “no tengo sueltos”. Pero si estamos en la iglesia, claro, ya es otra cosa. Nótese que la palabra limosna pasa a convertirse en un eufemismo, pues solo se da limosna a los indigentes o pordioseros. Esto quizá venga de que no se quiere reconocer que se trata de dar “una ayuda” para la Iglesia, pues es sabido que se trata de una institución afluente y poderosa. No olvidemos que el antiguo precepto de los “Mandamientos de la Iglesia” prescribía aquello de “dar diezmos y primicias para la Iglesia de Dios”. Esto de los “diezmos” significaba la décima parte de los ingresos; en cuanto a las “primicias”, no se refería a “unas noticias que se dan por primera vez” (las noticias de última hora). No, se trataba de los primeros frutos de las cosechas, que debían reservarse para la Iglesia.

 

Caía en cuenta en días pasados que el matrimonio y las relaciones personales también han sido afectados por esta fiebre de maquillar la realidad. Ya no se dice divorciarse, y ni siquiera separarse, sino “interrumpir” o “suspender la relación”; se dice incluso que alguien ha preferido “tomar rumbos distintos hasta ‘repensar’ su compromiso”. Hoy parece ser un anatema hablar de divorcio, hacerlo es sinónimo de reconocer un fracaso; tampoco se usan expresiones de carácter definitivo, como que la separación fuera solo algo temporal. Todo parece parte de no llamar a las cosas por su nombre. Así que… hablemos sin ambages (palabra grave que no tiene singular).


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11 febrero 2022

“Ah, a propósito…”

Hay veces que hacemos un largo paréntesis y nos salimos del tema. Esto, cuando hablamos o escribimos, se conoce como digresión; sucede cuando rompemos el hilo del discurso y pasamos a hablar de algo que pudiera no estar relacionado. Por ello, y justo a propósito, permítanme hacer otra digresión: tengamos mucho cuidado cuando utilizamos la palabra “disgresión” (con ese intermedia), la misma que no existe. A menos que queramos decir disgregación, que es la acción y efecto de disgregar, lo que significa desunir o separar: que es algo diferente.

 

Ayer nomás, subía el hoyo cuatro (fui a jugar golf con mi “foursome” acostumbrado), cuando de pronto uno de mis amigos comentó que estaba leyendo una novela “brutal” (es su adjetivo predilecto). Se refería a un libro cuyo autor es un amigo mutuo y que lleva por título una frase en latín: “Pecunia non olet”, que pudiera traducirse como “El dinero no huele mal”. La novela trata un tema, que es ya común y corriente en nuestros países, la corrupción; y que sucede porque lo permite la otra cara de la moneda: la excesiva tolerancia política, la inmoral impunidad.

 

Como este amigo (el del comentario), a quien llamaré “Guasón”, suele iniciar sus incontenidos coloquios justo cuando alguien trata de concentrarse y está a punto de golpear su pelota, le pedí que se esperara para conversar más tarde. Bien sabía yo que “pecunia” es una palabra latina relacionada con el dinero; de ahí que el término “pecuniario” signifique lo mismo. Sabido es, y por toda la parroquia, que “Guasón” no tolera el zumbido de una mosca, menos el movimiento de una sombra o la más mínima palabra emitida por sus compañeros. ¡Pobre del que se atreva a toser cuando él está a punto de ejecutar su golpe! El grito estentóreo de ¡Silencio!, o ¡Caaaalla!, resonará cual maldición por todos los sectores de la cancha… Y ahí mismo se hará efectiva aquella sentencia bíblica, la del “llanto y crujir de dientes” (Mateo, 13:50; Lucas, 13:28).

 

Cuando más tarde nos disponíamos a hablar de lo que había quedado suspenso, hice una breve referencia al tema pendiente. Recordaba que existía alguna relación entre unas palabras que tenían una raíz etimológica similar (pecus); recordaba que voces como peculio, pecuniario, pecuario y peculiar (ver la página Etimologías de Chile) estaban emparentadas y comenté, con absoluta inocencia, y sin ninguna escondida intención, que las voces peculio y peculiar tenían el mismo origen. Fue cuando alguien creyó que lo que yo comentaba, quizá contenía una insinuación de carácter erótico (¿sería eso? ¡No sé, uno nunca sabe!), y un tanto disgustado me espetó: ¡Ya vas con otro de tus chistes de primer grado! “No, no lo digo de broma, lo digo totalmente en serio”, atiné a balbucir. Lástima que quise terminar de comentar algo interesante, que solo fue merecedor de un cierto desdén…

 

Existen ocasiones en que de pronto pensamos en algo distinto a lo que hemos estado conversando. Entonces, interrumpimos con aquella idea, sin estar seguros de que lo nuevo pudiera no estar relacionado con lo que previamente veníamos platicando. Pero… para eso mismo es la conversación, para hablar un poco de todo. Y, si no hay relación, simplemente retomamos el tema y retornamos al hilo del discurso. Sabemos a priori que cuando decimos: “a propósito”, lo que introducimos, como nuevo punto de reflexión, no siempre está relacionado con lo que veníamos discutiendo. Para nosotros, quizá pudiera tener alguna relación, aunque ya, bien pensado, aquel “impromptu” nos habría conducido a interrumpir lo que veníamos discutiendo, al no estar relacionado con el tema de la conversación que estaba en curso.

 

Respecto a “peculio” y peculiar veamos lo que dice la página mencionada: 

 

“El adjetivo peculiar viene del latín peculiaris (perteneciente al peculio, también lo que es propio, característico y privativo de cada persona). Se trata de un derivado de peculium, vocablo que en origen parece que designaba a la parte del ganado que un dueño regalaba en propiedad al esclavo que lo cuidaba. También peculium en la Roma antigua se transforma en un término jurídico que designa al conjunto de bienes y dinero que constituyen la propiedad… y que podía estar constituido por todo tipo de bienes excepto bienes inmuebles (casas o campos), ya que los inmuebles solo podían ser propiedad del pater familias.

 

“La palabra peculium, como la palabra pecunia (dinero), tienen la misma raíz originaria que pecus, pecoris (ganado), de modo que peculiar, pecuniario, pecuario y agropecuario ostentan la misma raíz indoeuropea pekus que designa en origen a la riqueza y bienes muebles, de los que en tiempos muy primitivos el principal era el ganado”. Hasta aquí lo entrecomillado. LQQD. . .


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08 febrero 2022

Crónicas y otras historias

Como creo haberles contado, volé mis últimos años como piloto, al servicio de una empresa islandesa, la Air Atlanta Icelandic. El mío era un contrato “on demand”, que se conoce en inglés como “free lance”. Operaba el Boeing 747-400 y estaba basado en Jeddah, que es una ciudad situada en la costa oriental del mar Rojo (en cuanto al nombre del mar: he oído que para los persas el negro representaba el norte y el rojo el sur; quizá esto explique también el título de la novela de Stendhal). La empresa operaba una flota de 18 Jumbos atendiendo un muy productivo contrato con Saudía, la aerolínea árabe. Lo vuelos cubrían las necesidades del “Hadjj”, la peregrinación religiosa que realizan los musulmanes a La Meca.

 

A pesar de que mis vuelos iban desde Marruecos hasta Indonesia, lo regular era que mis más frecuentes destinos estuvieran relacionados con el norte de África, Turquía y los países del Medio Oriente. Solo volando a Turquía debo haber estado en una docena de aeropuertos distintos; la mayoría a solo un par de horas de vuelo desde Jeddah, todos con terminales recién construidos. Una mañana me llamaron para que operara un vuelo a Bodrum que, al revisar en el mapa, descubrí que era un resort turístico ubicado en la esquina suroccidental de la península de Antalya (Anatolia), casi enfrentado a la isla de Rodas (aquella del muy nombrado Coloso).

 

Fuimos, la noche que llegamos, a un restaurante situado en la costa. Ahí supe que el nombre de la ciudad, que me sonaba latino, era efectivamente una deformación de Petronium, la ciudad de Pedro. Así la habían bautizado los Hospitalarios de San Juan, hoy Caballeros de la Orden de Malta, quienes habían utilizado las piedras de un famoso mausoleo (alguna vez considerado una de las siete maravillas del mundo) para construir un castillo en honor a San Pedro (!qué insólita locura!…) El mausoleo habría sido construido por la viuda de un antiguo sátrapa, llamado Mausolo, rey de Caria, aquello habría dado nombre a ese tipo de monumentos. Pero, más sorprendente me pareció que ese no había sido el primer nombre de Bodrum, sino Halicarnaso: la cuna de un famoso historiador griego.

 

Con Heródoto (484 a 425 a.C.), que sería reconocido como padre de la Historia, se empiezan a utilizar nuevos recursos; su método consistía en hacer preguntas a los testigos y comentar sobre lo que él mismo había visto y oído. Su trabajo se exponía en la forma de reportajes o informes de lo que hasta entonces se daba por conocido. Para él, como lo fue para Tucídides, la Historia era todavía una combinación de episodios reales con otros donde se confundían la leyenda y hasta el mito. Más tarde, con los historiadores del Imperio Romano, como Tácito o Suetonio, los Anales (de anual u ocurrido en un año) se convirtieron en la descripción del pasado, mientras que la Historia representaba lo contemporáneo, lo que iba sucediendo.

 

Terminada la Edad Media, fue en el siglo XVI, el de los grandes viajes y descubrimientos, cuando se asistió al nacimiento de una nueva forma de descripción, e incluso a un nuevo tipo de género literario; se lo conoció como crónica histórica. Los cronistas narraban episodios registrando fechas ordenadas de lo que iban observando y descubriendo (incluyendo la descripción de culturas y pueblos). No es coincidencia que el primer cronista haya sido Cristóbal Colón, el Almirante, con su Diario de a bordo. Más tarde, las Crónicas de Indias estarían a cargo de religiosos, exploradores, conquistadores y escribanos que se esmeraron en hacer buen uso del idioma, sea porque sus relatos estaban dirigidos a los monarcas o porque querían dejarlo todo bien presentado o mejor escrito.

 

No siempre los cronistas estuvieron presentes en las gestas que relataron; otros, en cambio, sí fueron parte de los acontecimientos, aunque escribieron solo “por encargo”; en estos casos, corrieron el riesgo de ser laudatorios y no objetivos. El suyo, más que un documento histórico, pudo pasar a ser una justificación deformada con un propósito más bien político. Hacia el año 1524 se habría de fundar el Consejo de Indias, organismo que creó la figura de un funcionario conocido como “Cronista Mayor”, quien asumió la responsabilidad de ciertas narraciones oficiales.

 

En nuestras latitudes fueron importantes: Pedro Cieza de León (Primera parte de la crónica del Perú - 1553); Agustín de Zárate (Historia del descubrimiento y conquista del Perú – 1555); Gaspar de Carvajal (Relación del descubrimiento del rio Grande de las Amazonas – 1559); Sarmiento de Gamboa (Historia de los Incas – 1572). Hubo dos oriundos de estas mismas tierras: el inca Garcilaso (García Lasso) de la Vega (Comentarios reales de los Incas – 1609 e Historia general del Perú - 1617); así como Felipe Guamán Poma de Ayala (Nueva crónica - 1600 y Buen gobierno – 1615). También se destacaron Fray Reginaldo de Lizárraga y otro cronista, amigo de Pizarro, quien se había desposado con una prima del Inca quiteño Atahualpa: se llamaba Juan de Betanzos.


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04 febrero 2022

De expolios y eufonías

En mis tiempos de colegio, creo que escuché alguna vez al Lucho Campos –sin duda, uno de los mejores maestros que creo haber tenido– acerca de la necesidad de relacionar la Historia con la Geografía. “Estas son como un reflejo del ser humano –sentenció– donde la Historia se encarga de explicar el alma y la otra se preocupa de analizar la anatomía”. Con ello, lo que creo que trataba de poner de relieve el educador cubano, era el enorme influjo recíproco que por siempre ha existido entre estas dos importantes como complementarias disciplinas.

 

Hoy pienso referirme a un episodio que quizá no esté muy relacionado con lo que acabo de comentar, pero no me cabe duda que me ayudará a desarrollar el tema y también a elaborar el contexto. Si usted tiene un poco de paciencia, amable lector, tome un mapa del mar Caribe y sígame en el siguiente planteamiento: Hacia el oriente de Cuba, encontrará una isla que equivale a sus dos terceras partes; Colón la llamó Española. Esta isla incorpora actualmente a dos naciones: Haití y República Dominicana. Si continuamos en esa dirección, encontraremos otra isla más pequeña –quizá ocho veces menor a la anterior–, con algo menos de diez mil kilómetros cuadrados (la superficie de la provincia del Azuay); se llama Puerto Rico. Hoy, Borinquen, que así era como originalmente se llamaba, es un estado asociado de los Estados Unidos.

 

Pero si vamos algo más hacia levante, vamos a encontrar un pequeño archipiélago de diminutas islas que forman la parte más noroccidental de las Antillas Menores o Islas de Barlovento. Hoy se las conoce como Islas Vírgenes; una parte de ellas es americana (US), consiste en tres pequeñas islas llamadas San Juan, Santo Tomás y Santa Cruz, que en 1917 fueron adquiridas a Dinamarca por veinticinco millones de dólares (no confundirlas con sus vecinas, las Islas Vírgenes Británicas). De estas, nos interesa Saint Thomas que solo tiene ochenta kilómetros cuadrados y cuya principal población es Charlotte Amalie.

 

Ahí, en Santo Tomás, nació en 1830, cuando todavía era territorio danés de ultramar, uno de los pintores más influyentes que han existido. Se trata de quien es considerado como uno de los padres del Impresionismo; se llamó Jacobo Abraham Camille Pissarro, venía de familia judía e influyó en pintores que siempre lo consideraron como su maestro (van Gogh, Cézanne, Gauguin). Se dice que su padre fue a la isla a hacerse cargo de la herencia dejada por un tío y se terminó casando con la viuda, quien sería quien le trajo al mundo… A propósito: hay algo curioso con los nombres de unos pocos santos; en efecto, para todos se utiliza el prefijo “san”, con excepción de santo Tomás, santo Toribio y santo Domingo. Algo similar sucede con Santiago, a quien no se le añade el san. Se lo hace por “eufonía”; es decir, para que no suene desagradable, solo para que suene mejor…

 

En estos días, un cuadro de Pissarro, pintado en 1897 y conocido como “Rue St. Honore, efecto de la lluvia en la tarde” está generando una inusitada controversia. Habría sido adquirido en 1926 por una acaudalada dama judía conocida como Lilly Cassirer-Neubauer; pero, 13 años más tarde, ella se habría visto obligada a venderlo por el irrisorio precio de $ 360, todo para poder salir de Alemania y evitar ser recluida en un campo de concentración. Finalizada la Guerra, Lilly habría reclamado la devolución de su cuadro y recibido una “compensación” de 120.000 marcos, en vista de que el cuadro, objeto del expolio nazi, había desaparecido. En 1951, la pintura habría sido localizada en Estados Unidos y adquirida por el coleccionista Sydney Brody. Hacia 1976 el cuadro habría sido comprado por el barón Hans Heinrich Thyssen-Bordemisza, quien pagó $ 360.000 (dólares) a una galería neoyorquina; pero en 1993 lo habría vendido en 350 millones de dólares –como parte de una colección– al estado español.

 

Mientras todo esto pasaba, un heredero de la Sra. Cassirer, un fotógrafo que falleció en 2010 a los 89 años, habría descubierto por casualidad el cuadro propiedad de su pariente, en el año 2000, en una sala de la Fundación Thyssen, poco antes de reclamar su pertenencia y ocho años luego de que el cuadro se hubiera estado exhibiendo en el afamado museo en forma permanente.

 

Ahora bien, y mientras los jueces siguen dilucidando, subsiste un tema legal que mantiene ocupado al mundo de la cultura: ¿de quién mismo es la obra? Se entiende que la propietaria original ya fue compensada, aunque compensar solo significa resarcir (muchas veces, solo en forma parcial) para contrarrestar un determinado perjuicio… Se trata, en este caso, de una confiscación, un despojo efectuado con violencia, malas artes y cierta iniquidad. No se descarta que entre la Fundación Thyssen y la familia Cassirer vayan a tener que ponerse de acuerdo para repartirse la parte gruesa del beneficio. A buen seguro que el cuadro también va a tener que cambiar de nombre, ¿qué tal: “Museo Thyssen, efecto de un expolio hacia el final del crepúsculo”?…


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01 febrero 2022

Inteligencia y sabiduría

 God grant me the serenity to accept the things I cannot change, the courage to change the things I can, and the wisdom to know the difference”.

No sé quién lo dijo, pero me parece una frase formidable: “Señor, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el coraje para cambiar las que puedo hacerlo y la sabiduría para saber la diferencia”. Pero… ¿qué se requiere para acertar con esa diferencia?, ¿acaso, solo poseer un mínimo nivel de inteligencia? O, aún mejor: ¿solo tener una determinada dosis de inteligencia?, ¿o, hace falta también contar con alguna otra cualidad o virtud? ¿Puede ser sabio un hombre perverso, si partimos de que cuenta con un elevado coeficiente intelectual? En suma, ¿qué más hace falta para llegar a la sabiduría? ¿Tal vez: el deseo de hacer el bien, tener experiencia o inteligencia emocional? ¿Qué diferencia al sabio del que “solo” es inteligente?

 

A ver… el diccionario define sabiduría como un grado elevado o profundo de conocimiento; y dice también que es una conducta “prudente” en la vida y en los negocios. Nada dice, sin embargo, de esa rara condición que caracteriza a ciertos seres excepcionales que nos iluminan con la fuerza de sus reflexiones, con su ejemplo moralizador, con una inteligencia puesta al servicio de la armonía social. Ellos son los que nos motivan o inspiran, los que nos hacen ver la importancia de un propósito vital, los que nos invitan a tener fe en el destino del hombre. El sabio nos empuja hacia la reflexión, nos hace ver que una buena acción hace nuestra vida más provechosa, nos hace sentir que, a pesar de todo, la vida bien vale la pena de ser vivida.

 

Tener el conocimiento no significa tener sabiduría. A veces quizá confundamos sabiduría con sapiencia, que solo equivale a conocer a fondo o dominar un tema; pero ello, por sí solo, no significa poseer también sabiduría. Lo que sí podemos decir es que el saber se va adquiriendo con empeño y esfuerzo, con experiencia; y que, además, requiere de tener una inteligencia especial -para no llamarla superior- que nos permita comprender claramente un determinado tema, en forma tal que podamos dominar esa materia y hacer reflexiones con cierta autoridad. Pero esa sapiencia no alcanza todavía el sentido moral que queremos integrar en el de sabiduría.

 

De dos aspectos si estoy seguro. Primero: para apuntar hacia los elusivos terrenos de la sabiduría no solo hace falta tener inteligencia mental, hace falta poseer también inteligencia emocional; es decir, una cierta madurez y serenidad que sirvan de sostén para valerse de esa autoridad moral que respalda al consejo que se da, al criterio ponderado que se emite. El sabio sabe mantenerse a distancia frente al prejuicio o al resentimiento. Nadie llega a sabio si no sabe atemperar su carácter, si no transmite la impresión de que su opinión o consejo no tiene otro propósito que buscar la armonía ajena y atender al bienestar de los demás.

 

Segundo, no es sabio quien utiliza su inteligencia si, además, no lo hace para procurar el bien; si solo aprovecha sus recursos para hacer daño o usa aquellas herramientas para propender al mal. Sabio, entonces, es aquél que puede participarnos una sentencia o aforismo, aquél que nos aconseja con el ejemplo y sin hacernos sentir que nos enseña, porque su intención no es nunca demostrarnos su superioridad. El sabio nos invita a meditar en nuestros valores, nos ayuda a fortalecer nuestras ideas y a orientar nuestras creencias; es quien sabe advertir nuestras incertidumbres y temores y quien, casi sin que nos demos cuenta, nos impulsa a preocuparnos por hacer más fácil la vida de los demás. Hay algo de escondida plenitud en quien posee sabiduría…

 

Un querido amigo, quien todo lo relaciona con el Creador, postula que la sabiduría nos viene de la infinita bondad de Dios. Pero, ¿qué pasa entonces con quienes no están motivados por una inclinación religiosa?, ¿están ellos acaso impedidos de actuar con sabiduría? Pienso que actuar con sabiduría no exige necesariamente relacionar nuestros actos con una motivación religiosa; lo que sí distingue a la sabiduría es una bondadosa magnanimidad, la intención de preocuparnos por el bienestar de los demás, el generoso afán por ayudar a los otros.

 

Sí, quizá  la sabiduría consista en saber detectar la diferencia entre las cosas que se pueden de las que no se pueden cambiar. Pero ello no conlleva a un proceso de resignación ni es una muestra de conformismo; la sabiduría implicaría la aceptación de las propias limitaciones. Hay en el sabio una implícita humildad. Por ello, no podrían llegar a sabios ni el fatuo ni el testarudo. El necio procura disimular su inseguridad embozado detrás de su intransigencia; lo hace no solo porque necesita porfiar, lo hace también para disimular su profana ignorancia.


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