04 febrero 2022

De expolios y eufonías

En mis tiempos de colegio, creo que escuché alguna vez al Lucho Campos –sin duda, uno de los mejores maestros que creo haber tenido– acerca de la necesidad de relacionar la Historia con la Geografía. “Estas son como un reflejo del ser humano –sentenció– donde la Historia se encarga de explicar el alma y la otra se preocupa de analizar la anatomía”. Con ello, lo que creo que trataba de poner de relieve el educador cubano, era el enorme influjo recíproco que por siempre ha existido entre estas dos importantes como complementarias disciplinas.

 

Hoy pienso referirme a un episodio que quizá no esté muy relacionado con lo que acabo de comentar, pero no me cabe duda que me ayudará a desarrollar el tema y también a elaborar el contexto. Si usted tiene un poco de paciencia, amable lector, tome un mapa del mar Caribe y sígame en el siguiente planteamiento: Hacia el oriente de Cuba, encontrará una isla que equivale a sus dos terceras partes; Colón la llamó Española. Esta isla incorpora actualmente a dos naciones: Haití y República Dominicana. Si continuamos en esa dirección, encontraremos otra isla más pequeña –quizá ocho veces menor a la anterior–, con algo menos de diez mil kilómetros cuadrados (la superficie de la provincia del Azuay); se llama Puerto Rico. Hoy, Borinquen, que así era como originalmente se llamaba, es un estado asociado de los Estados Unidos.

 

Pero si vamos algo más hacia levante, vamos a encontrar un pequeño archipiélago de diminutas islas que forman la parte más noroccidental de las Antillas Menores o Islas de Barlovento. Hoy se las conoce como Islas Vírgenes; una parte de ellas es americana (US), consiste en tres pequeñas islas llamadas San Juan, Santo Tomás y Santa Cruz, que en 1917 fueron adquiridas a Dinamarca por veinticinco millones de dólares (no confundirlas con sus vecinas, las Islas Vírgenes Británicas). De estas, nos interesa Saint Thomas que solo tiene ochenta kilómetros cuadrados y cuya principal población es Charlotte Amalie.

 

Ahí, en Santo Tomás, nació en 1830, cuando todavía era territorio danés de ultramar, uno de los pintores más influyentes que han existido. Se trata de quien es considerado como uno de los padres del Impresionismo; se llamó Jacobo Abraham Camille Pissarro, venía de familia judía e influyó en pintores que siempre lo consideraron como su maestro (van Gogh, Cézanne, Gauguin). Se dice que su padre fue a la isla a hacerse cargo de la herencia dejada por un tío y se terminó casando con la viuda, quien sería quien le trajo al mundo… A propósito: hay algo curioso con los nombres de unos pocos santos; en efecto, para todos se utiliza el prefijo “san”, con excepción de santo Tomás, santo Toribio y santo Domingo. Algo similar sucede con Santiago, a quien no se le añade el san. Se lo hace por “eufonía”; es decir, para que no suene desagradable, solo para que suene mejor…

 

En estos días, un cuadro de Pissarro, pintado en 1897 y conocido como “Rue St. Honore, efecto de la lluvia en la tarde” está generando una inusitada controversia. Habría sido adquirido en 1926 por una acaudalada dama judía conocida como Lilly Cassirer-Neubauer; pero, 13 años más tarde, ella se habría visto obligada a venderlo por el irrisorio precio de $ 360, todo para poder salir de Alemania y evitar ser recluida en un campo de concentración. Finalizada la Guerra, Lilly habría reclamado la devolución de su cuadro y recibido una “compensación” de 120.000 marcos, en vista de que el cuadro, objeto del expolio nazi, había desaparecido. En 1951, la pintura habría sido localizada en Estados Unidos y adquirida por el coleccionista Sydney Brody. Hacia 1976 el cuadro habría sido comprado por el barón Hans Heinrich Thyssen-Bordemisza, quien pagó $ 360.000 (dólares) a una galería neoyorquina; pero en 1993 lo habría vendido en 350 millones de dólares –como parte de una colección– al estado español.

 

Mientras todo esto pasaba, un heredero de la Sra. Cassirer, un fotógrafo que falleció en 2010 a los 89 años, habría descubierto por casualidad el cuadro propiedad de su pariente, en el año 2000, en una sala de la Fundación Thyssen, poco antes de reclamar su pertenencia y ocho años luego de que el cuadro se hubiera estado exhibiendo en el afamado museo en forma permanente.

 

Ahora bien, y mientras los jueces siguen dilucidando, subsiste un tema legal que mantiene ocupado al mundo de la cultura: ¿de quién mismo es la obra? Se entiende que la propietaria original ya fue compensada, aunque compensar solo significa resarcir (muchas veces, solo en forma parcial) para contrarrestar un determinado perjuicio… Se trata, en este caso, de una confiscación, un despojo efectuado con violencia, malas artes y cierta iniquidad. No se descarta que entre la Fundación Thyssen y la familia Cassirer vayan a tener que ponerse de acuerdo para repartirse la parte gruesa del beneficio. A buen seguro que el cuadro también va a tener que cambiar de nombre, ¿qué tal: “Museo Thyssen, efecto de un expolio hacia el final del crepúsculo”?…


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