13 diciembre 2019

A garrote limpio

Ojos azules color de cielo,
tiene esta guambra para mirar. Bis.
Qué valor, qué conciencia,
tiene esta guambra para olvidar. Bis.

Aunque me maten a palos ya,
estoy resuelto a cualquier dolor. Bis.
Qué valor, qué conciencia,
tiene esta guambra para olvidar. Bis.

Las anteriores son las primeras estrofas del albazo (o pasacalle) “Ojos azules”, como lo encuentro en el internet; sin embargo, esta letra no es idéntica a como creo que la cantaba mi abuela (ella misma, una cuencana de porte distinguido, con los ojos azules más hermosos que jamás haya visto en mi vida). Ella no tarareaba aquel “… a palos ya”, que resultó del empeño de mi búsqueda, sino -como creo recordarlo- con un “… a palotear”, verbo, este, de veras existente, aunque poseedor de un disímil significado (golpear unos palos con otros).

Sin pararme en por qué una canción de extracto popular pudo haber hecho apología de unos ojos azules, inexistentes en el estrato social que pudo haber inspirado la canción, siempre me pareció que la letra hacía referencia a un castigo atávico para las razas aborígenes de nuestra tierra: la pena de prodigar garrotazos o de castigar a punta de palazos. Recuerdo que en nuestras casas, cuando éramos niños, a veces nos castigaban con una vieja correa, pero la amenaza admonitoria era, en forma invariable, la de “te voy a dar palo”. Difícil no hacer referencia, en estas reflexiones, a aquel “palo porque bogas, palo porque no”.

He meditado en la casi olvidada tonada al comprobar la curiosa metamorfosis que fue experimentando la poco civilizada, y nada cristiana, costumbre de “educar” a la sociedad mediante el uso del garrote, artilugio con el que se castigaba a la víctima hasta cumplir con un número determinado de golpes; esto si “solo” se trataba de aleccionarlo, o hasta que “pasara a mejor vida” si se trataba de la pena de muerte, mejor conocida como “pena capital” (término derivado de cabeza, quizá por aquello que se pretendía lastimar; o, tal vez, por estar el infamante castigo a la cabeza de las más rigurosas sentencias).

Donde pasó a humanizarse la crueldad humana fue justamente con la pena capital. De pronto, los grupos de reflexión (equivalentes a los que hoy abogan por los derechos humanos) empezaron a cuestionar que eso de matar a garrote, es decir a palo pelado, tomaba demasiado tiempo; y, por lo tanto, hacía sufrir en exceso a la víctima (como también a la “impresionada” y un tanto escandalizada audiencia). Los tribunales decidieron, por lo mismo, suspender este tipo de castigo y reemplazarlo por otro que convertiría a ese tránsito en algo menos prolongado: la horca, con lo cual la muerte se produciría por estrangulamiento con una cuerda de esparto. Comprobaron por lástima que, al final del día, el largo de la tortura seguía siendo similar, para despecho de su inusitada magnanimidad...

Al no conseguirse el resultado previsto, de eliminar el tiempo de agonía de la víctima (algo con lo que sí tuvieron éxito los franceses -inventores de una máquina conocida como guillotina-), se decidió por la utilización de un implemento con el que la muerte se producía de manera casi inmediata; con este, la víctima podía ubicarse en un asiento adosado a un madero, y ya no podía patalear porque sus pies descansaban en el suelo. Para ello, le colocaban un collar metálico alrededor de la nuca, y el verdugo designado quedaba encargado de ir apretando, poco a poco y desde atrás, un tornillo sinfín, cuyo propósito era el de romper una de las vértebras cervicales, para que así el reo muriera “con dignidad”…

Lo curioso del nuevo mecanismo era que, aunque la muerte en la práctica se producía por estrangulamiento, a este se lo siguió llamando “garrote”. El deceso del sentenciado se producía por la dislocación de la apófisis odontoides. El procedimiento lesionaba la cervical, trituraba el bulbo raquídeo y producía un coma cerebral, con lo que la muerte -en teoría- se producía en forma instantánea. Con el tiempo, se dieron cuenta de que tampoco este castigo nada tenía de humano, civilizado ni cristiano, y así la pena “por garrote”, utilizando el novedoso aparato, y ya no a base de garrotazos, también fue suspendida y eliminada.

He averiguado que Felipe VII abolió la horca e instituyó el garrote. Hubo tres tipos de pena, de acuerdo con el linaje: garrote noble para los hijosdalgo; garrote ordinario para el pueblo llano; y garrote vil para la plebe o para los delitos infamantes. La forma de castigo era siempre idéntica, lo único que cambiaba era cómo los condenados llegaban al patíbulo: los primeros montando caballo ensillado, los segundos en mula y, los de garrote vil, en burro y sentados mirando la grupa, aunque en ocasiones arrastrados. Es decir había segregación hasta para eso. ¡Absurdas contradicciones que pueden tener la intolerancia y... la bondad!

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27 noviembre 2019

Estuve enamorado...

Fui a dar en Ecuatoriana hacia finales del año 1976. Había estado, por casi tres años, volando al mando un monomotor de fabricación suiza en la Región Amazónica. Era este un pequeño y versátil avión STOL (operación en pistas cortas), conocido como PC-6 o Pilatus Porter, pero que en el Oriente del Ecuador, por su parecido con un curioso insecto de vientre prominente, al que el vulgo asignaba propiedades afrodisíacas, lo llamaban “Machaca”. Me incorporé a la aerolínea en el día mismo de mi vigésimo quinto cumpleaños que, por no planificada circunstancia, coincidía también con el primer aniversario de mi entonces incipiente matrimonio.

Recuerdo al segundo semestre de ese año como un período de tensión e irregular expectativa. Ecuatoriana, que desde un par de años atrás se había estatizado, había adquirido dos aeronaves Boeing 720B. De pronto, la compra adicional de una tercera nave, esta vez un Boeing 707-320B, de mayor capacidad, adquirido principalmente para satisfacer la recién inaugurada ruta a Nueva York, creó la posibilidad de contratar al menos tres nuevos copilotos; entre el grupo escogido, me cupo la posibilidad de ser seleccionado.

Pocos años atrás, esto es en 1968, la empresa ÁREA, Aerovías del Ecuador, había enfrentado problemas financieros y había cerrado sus operaciones. Ecuatoriana asumió sus rutas. Recuerdo a los fundadores de ÁREA hablando del “colapso” de la aerolínea. A veces me pregunto si aquello de que sus fundadores hubiesen asumido la condición de dicho cierre como un ominoso “colapso”, no fue acaso lo que determinó que la recordada empresa aérea nunca más volviera a abrir sus puertas y a reanudar sus reconocidos servicios.

ÁREA había operado el primer Boeing en el Ecuador: un B-307 Stratoliner. Se trataba de un cuatrimotor de patín de cola, con capacidad para casi cuarenta pasajeros (38 de día y 25 de noche); fue el primero en disponer de una cabina presurizada, y el primer avión no anfibio en contar con un ingeniero de vuelo. Pasado el tiempo, tuve la oportunidad de volar como copiloto de un par de sus nostálgicos capitanes, quienes con sus consejos y enseñanzas, me incluyeron a destiempo en lo que llamaban, no sin cierta pretensión, “la escuela de ÁREA”...

Más tarde, otra aerolínea ecuatoriana, LIA, Línea Internacional Aérea, operaría un Boeing 377, conocido como “Stratocruiser”; este era un cuatrimotor de rueda de nariz y doble planta (parecía una ballena), su diseño derivaba de la “Súper Fortaleza Volante”, casi triplicaba la capacidad del Stratoliner (114 pasajeros); pero era muy costoso de operar, debido a los problemas que creaban sus motores de 28 cilindros.

Una vez terminado mi “Ground School” para el B-707, fui asignado a mi primer vuelo como “observador”, previo a la capacitación en el simulador de vuelo. Fue ese un viaje a Nueva York, durante la fría Navidad de 1976. El 707 había surgido al principio de la década del cincuenta, como una alternativa al Douglas DC-7 y al Lockheed Super Constellation. Pero, por sobre todo, como una opción al primer jet comercial que había existido, el cuatrimotor jet británico de Havilland Comet, avión que tuvo recurrentes como dolorosos accidentes.

Boeing aprendió de la experiencia del Comet y desarrolló el prototipo en que se basaría el 707; lo había bautizado como 367-80, aunque se lo conoció, al principio, como el “Dash 80”. Nadie sospechó que una empresa especializada en diseñar aviones militares, llegaría a producir uno de los más formidables íconos de la aviación comercial. Lo llamaron inicialmente como 700-120; pero optaron por designarlo más tarde como 707, por consideraciones de orden comercial.

Luego vendría una versión más corta, a la que llamaron 717 y luego 707-020. El destino terminó llamándolo 720, es el único avión de la Boeing que se conocería sin un siete final en su designación. Tanto el 707 como el 720 nacieron con un motor Pratt & Whitney JT3C, que conocíamos entonces como “jet pipe” (por unos como tubos que aparecían en su parte posterior); más tarde, ambos fueron equipados con turbinas de más potencia y capacidad, las JT3D, las mismas que incorporaban un nuevo concepto: el “turbofan”; con ello, estos mismos aviones, con distintos propulsores, pasaron a ser conocidos como 707-320B y 720B.

Un día, mientras todavía volaba la “Machaca”, fui enviado a realizar un vuelo Lago Agrio - Quito. Tuve esa mañana que estacionar mi humilde avioncito junto al legendario 707. Al comparar el tamaño del fuselaje de mi aeronave con las dimensiones del venerable Boeing, no pude sino comprobar que mi aparato apenas podía compararse con uno de los motores del avión que pocos meses después pasaría a volar... Resolví entonces que era hora de cambiar y volar para una aerolínea. Ese cambio no solo significó un cambio de operación; el 707 me habría de formar como aviador, fue en efecto un gran entrenador. Fue fácil enamorarme de su nobleza. Hoy no se me hace difícil reconocer que, como en la canción de Raphael, sí... ¡Estuve enamorado!

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05 noviembre 2019

Cada vez más cerca...

Hoy cumplo años; sesenta y ocho para ser exacto. Vengo, por parte de madre, de una familia de longevos; aunque pienso  que no he de tener idéntica fortuna. Por el otro lado, por el de mi padre, hay más bien una tendencia hacia las “despedidas” prematuras; mi padre mismo falleció por causa de un aneurisma cuando recién había cumplido cincuenta y cinco. Es curioso, hoy veo una de sus últimas fotografías y todavía me da la extraña sensación que la suya pertenece a un individuo mayor a aquel que miro las mañanas frente al espejo...

Hablando de la familia de mi padre, y mirando detrás del hombro, no encuentro -por otra parte- que mis parientes por ese lado hayan llegado a muy viejos. Quizá la sola excepción sea la de mi propio abuelo, un individuo de porte aristocrático y mirada triste y bondadosa, que no se rasuraba con frecuencia, a quien cada vez que lo fui a visitar, por aquel rito ceremonial al que nos acostumbró papá, siempre lo vi sentado en una sillón que era parte imprescindible de su dormitorio. Algo en su catadura o, quién sabe si en el rictus de su rostro, desde siempre me produjo la rara impresión que estaba allí, sentado en aquel sillón, porque estaba esperando algo...

De modo que hoy, cuando los indiscretos preguntan por mi edad, a veces acudo al mismo recurso de mi abuelastra Anatolia, la inefable Tolita, la tía y a la vez madrastra de mi papá, y les digo que “tiocho”... a sabiendas de que he ido llegando a una edad en que no sé si lo adecuado sea contestar con el guarismo de mi pasada cronología o si tal vez sea mejor utilizar aquella otra cifra, la incierta de mi cálculo subjetivo, la de mi expectativa de vida, y contestar con la más exigua del tiempo que creo que me queda disponible, la presunción del que todavía me falta...

En los últimos años, he ido dejando crecer el convencimiento de que hay algo en nuestra cultura que no nos prepara para nuestra propia muerte, no se diga para la ominosa despedida de nuestros propios seres queridos. No sé si el callado culpable sea el progresivo hedonismo de nuestra sociedad o si, más bien, se trate de algo más profundo e imperceptible, algo anclado en nuestra psiquis colectiva que nos lleva a mirar la defunción como algo ajeno, y no inherente a nuestra vida; como algo que, además, no nos va a suceder nunca a nosotros, como algo que solo les sucede a los demás...

Advierto, en este punto, que he concluido todos los párrafos precedentes con involuntarios puntos suspensivos; cuando los reviso, creo que sin querer pretenden ser inopinadas invitaciones a la reflexión. Estamos acostumbrados a regresar a ver hacia atrás todos los días, a mirar lo que hemos hecho en nuestra vida; pero nunca o muy pocas veces miramos hacia adelante y contemplamos lo cercana que pudiera estar, o las situaciones que podría generar, nuestra propia e inevitable muerte. Sí, yo sé, algo, quizá alimentado por un extraño atavismo, nos lleva a retirar la mirada y nos impele a mirar hacia otra parte. Hay allí una especie de temor a hacer el ridículo, a que se descubra que “aquello” pudiera preocuparnos.

Cuando en días pasados escribí un comentario acerca de la parca (o las Parcas), creo que estuve tentado a recoger nuevamente la frase de Borges, contenida en uno de sus formidables poemas, aquella de que “la muerte es una costumbre que suele tener la gente”, y me fue, del mismo modo, inevitable recordar una de las últimas conversaciones que tuve con ese nonagenario genial que fuera mi inolvidable tío Luis Aníbal. “No se te ocurra vivir hasta tan viejo” me dijo, como si aquella fuera una decisión que uno toma por su cuenta, como si esa fuera una opción o alternativa, como si la vida misma fuera eso, iniciativa propia, simple “ocurrencia”...

Dicen por ahí, el comentario es algo confuso, que alguna cultura antigua estuvo persuadida de que el pasado no estaba a nuestras espaldas, que estaba delante nuestro y que, por eso, es que lo podíamos recordar y contemplar. Que lo que verdaderamente estaba detrás nuestro era el futuro, y que por ello era que lo desconocíamos y nos provocaba ansiedad e incertidumbre; era lo que todavía no había sucedido, lo que aún no nos había ocurrido ni venido, y que por eso habíamos convenido en llamarlo “porvenir”. Qué curioso, algo “por venir” que no estamos de ninguna manera seguros si necesariamente nos traerá bienestar, o sea “porvenir”.

Hago esta disquisiciones persuadido que, como dice el título de aquella recordada película “La vida es bella”, la vida es corta pero bella. Pero... no podemos ver la muerte solo como la negación de la vida, como la anti-vida. Por el contrario, la muerte es parte inherente a la vida, es la confirmación de esta. No es algo que nos deba “quitar el sueño”, pero debería invitarnos a la reflexión, a no contemplar la vida como algo “dado por hecho”, como algo que no tenemos que cuidar, en cantidad y en calidad. Así, cada cumpleaños debería ser una oportunidad, no solo para la celebración, sino también y ante todo, para la meditación humilde y para la reflexión, para pensar que la vida es algo que pudiera dejar de ocurrir, que pudiera dejar de “pasar”...

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06 octubre 2019

Kipling y la India que conocí

Existe un poema que alguna vez aprendí. Debo haber estado en uno de mis últimos años de secundaria. Creo que debo haberlo copiado, sin que siquiera me hubiera interesado por su origen o autoría. Más tarde, con el tiempo, descubrí que esa poesía era en realidad una versión recortada, o abreviada, de un poema más extenso que había sido escrito por el autor británico Rudyard Kipling, quien lo había titulado originalmente como “If...”, “Si...” (como si condicional, en español). En todo caso, esta es la versión que alguna vez copié y que la memoricé:

Si sueñas y soñar no es tu ilusión,
Si piensas y pensar no es tu último objetivo,
Si al triunfo y al desastre te acomodas,
Pues ves en uno y otro un impostor.

Si a tu cabeza, pecho y nervio obligas,
A bregar uno y otro aunque cansados,
Porque tu voluntad te dice “sigamos”.

Si ocupas el minuto inexorable de tu afán,
Con los sesenta segundos de su valor pasado,
Tuyo es el mundo, tuyos sus caudales,
Y tu eres hijo, un hombre de verdad!

Para algunos, se trata de una suerte de decálogo del comportamiento británico, ese “stiff upper lip” que refleja el carácter inglés, una mezcla de estoicismo, disciplina y disimulada arrogancia. La expresión quiere decir literalmente “labio superior tieso”, pero podría traducirse como “nariz levantada”, que es la expresión que usamos en español. “Si...” está escrito en un tono paternal, supuestamente como un consejo, o como un mensaje a futuro” para el hijo del autor.

Rudyard Kipling había nacido en la India, de padres británicos, mientras estos vivían temporalmente en ese país. Así lo bautizaron por un lago que existe en Inglaterra que había fascinado a sus padres. Kipling era considerado un escritor genial; recibió el premio Nobel de literatura apenas pasados los cuarenta años. A sus coterráneos siempre causó impresión que pudiera describir los paisajes del “sub-continente” en mejor forma que los propios locales.

A veces reviso mis libros de bitácora; advierto que fui a la India un medio centenar de veces. Mis primeros vuelos los efectúe a Nueva Delhi y a Bombay (“buena bahía”, en portugués; hoy llamada Mumbay); desde Delhi -la ciudad más ordenada que tiene la India- improvisé un par de viajes a Agra, donde se encuentra ese portentoso mausoleo que es el Taj Mahal, construido por el rey mogol Shah Jahan para enterrar a su amada Arjumandi, la princesa. Ahí, en ese camino, descubrí lo extrema y deprimente que puede llegar a ser la indigencia...

Conozco otras ciudades de la India, país donde el inglés es el idioma unificador, porque los hindúes hablan como treinta idiomas diferentes. He estado en Calcuta y en Madrás (hoy Chenai), ciudad donde he visto realizar toda, repito TODA, actividad humana en plena vía pública, en el trayecto de unos pocos kilómetros. También he ido un par de veces a la pujante Bangalore, convertida ya en importante centro de tecnología y en donde están ubicados los principales centros de llamadas (“call centers”) -especialmente de la banca- que existen en el mundo.

Pero, he estado también en ciudades como Karachi o Lahore, en el Pakistán; o Dhaka, en el Bangladés, que sin ser ciudades de la India, racialmente podrían serlo. Estos dos países fueron alguna vez parte de la India; se separaron por motivos de carácter religioso: son actualmente países musulmanes. He tenido también la fortuna de conocer Sri Lanka; este es un país de raza tamil, como sus vecinos de Kerala, en el sur de la India. Sri Lanka, en tiempos inmemoriales se llamó Serendip (el país de la casualidad), y hasta hace poco Ceylán. Me han dicho que hubo un tiempo cuando, si la marea estaba baja, se podía cruzar caminando entre los dos países.

Nunca he sentido pobreza más abyecta como la que, más de una vez, pude palpar en mis viajes a la India. En los últimos años, no obstante, el país ha empezado a experimentar un rápido progreso y una gran transformación, gracias a su apuesta por la tecnología. Pronósticos muy optimistas prevén que, para mediados del presente siglo, India pasará a poseer una clase media acomodada y numerosa. Todo es exótico y exuberante en la India: la raza y los olores, sus ritos religiosos y su fascinante comida. Fueron hindúes los inventores del cero y de unos símbolos que hoy llamamos “números arábigos”, porque llegaron a Europa a través de los árabes.

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30 septiembre 2019

El mensajero de los dioses

Fui al servicio de la Singapore Airlines, SIA, hacia finales de 1997. Si hubiese sido un famoso futbolista, o si se hubiera tratado de un pase deportivo, la prensa habría comentado que Korean Air había “vendido mi pase”, o que me había “comprado” la SIA... Fui asignado a volar el auspicioso Airbus 340 en mi nueva empresa (puede decirse que me pasaron, de delantero, a una posición en el medio campo...). Era la del A340, una flota privilegiada; ahí permanecí los primeros cinco años de mi experiencia en Singapur. Volábamos a aeropuertos ubicados en casi todo el mundo y casi todos éramos pilotos extranjeros o expatriados, lo que allí llaman “expats”.

El gran atractivo de mi flota era que no hacíamos rutas cortas (ya había tenido yo bastante con aquel Lago-Coca-Sacha-Shushufindi-Lago. Bis.); y que, sobre todo, nuestros principales destinos eran las más interesantes capitales europeas: Paris, Copenhague, Atenas, Viena, Roma... Sí, la nuestra era una flota entretenida y aventajada. Los del 340, éramos los chicos consentidos de la empresa; a fin de cuentas, nos habían “comprado” a los mejores equipos del mundo, éramos unas auténticas “prima donas”, éramos los niños mimados del mediocampo!

Paris, la vieja Lutecia, fue a donde iba con más frecuencia durante esos años. Ahí llegábamos en un hotel que estaba ubicado en el Distrito Octavo, y muy cerca del Arco del Triunfo, a un tiro de ballesta de la Porte Maillot y a un tiro de piedra del Palais des Congress (perdonen aquí el aparente cultismo, con el abusivo uso de los sintagmas), probablemente el Concorde Layayette o el Le Meridien, muy cerca de mi restaurante preferido, el Ralais de Venise, de L’Entrecôte (cuyo nombre me inspiraría el del restaurante que yo mismo abriría después) y, además, equidistante entre dos vías que corren paralelas: la Avenue de la Grande Armée y la Avenue des Ternes.

Muchas veces tomé esta última avenida para mis solitarias y matutinas caminatas. Sospecho que su nombre responde al apellido de algún personaje famoso, porque ‘ternes”, en francés, quiere decir aburrido y no creo que a nadie se le haya ocurrido llamar como “Avenida del aburrimiento” a una vía que, una veintena de cuadras más hacia el oriente, se convierte en una de la más famosas calles que existen en el mundo: la Rue du Faubourg Saint-Honoré, la calle del Barrio de San Honorio. Allí se encuentran precisamente las tiendas más elegantes y caras de la ciudad; y una en especial, a la que hoy me quiero referir, y que alguna vez fue más bien un lugar de expendio de monturas y artículos de cuero. Su nombre es sinónimo de lujo: Hermés.

Aunque con distinta acentuación, Hermés quiere decir lo mismo en nuestro idioma: Hermes o Mercurio, el mitológico mensajero de los dioses. Así llamaron a la tienda, porque Hermés era el apellido de sus primeros dueños. Con el tiempo, Hermés se convirtió en una marca de prendas elegantes de vestir y otros accesorios; y se constituyó en uno de los nombres más exclusivos y reconocidos entre las marcas de la moda. Si bien Hermés hoy se especializa en eso, en prendas de vestir, artículos lujosos de cuero, accesorios especiales, perfumes, joyas y relojes, en sus inicios se distinguió como distribuidor de artículos relacionados con los carruajes de tiro (de ahí su logotipo). De hecho, al principio la tienda sólo vendía monturas, arneses y similares aparejos. Más tarde, Hermés pasó a ser reconocida por sus clásicos y elegantes maletines de cuero.

En cuanto a Hermes, heraldo o mensajero de los dioses, era también considerado como el patrón de los mensajeros y, por asociación, dios tutelar de los viajeros. Desde siempre se lo relacionó con el comercio, y también con la astucia y el ingenio. Existe además algo curioso: no solo era el heraldo predilecto de la divinidad, se lo había designado como protector de ladrones, pícaros y mentirosos… Hermes, como mensajero, requería del don de la palabra para transmitir sus mensajes; por lo tanto se lo asociaba con la persuasión, la escritura y la elocuencia. Todo parecía confundirse y combinarse en Hermes que, como era capaz de moverse por doquier, de robar y de mentir, se lo consideraba pícaro y embaucador; y era percibido como "el gran tramposo".

Resulta intrigante que los dioses mayores hayan dado a Hermes dones tan dispares y, en apariencia, tan contradictorios. Dicen por ahí que cuando los dioses otorgan tanto privilegio es porque quieren perder a quienes favorecen... lo hacen, dicen, para confundirlos y darnos una lección o advertencia a los demás mortales. Empero, parece asimismo que los hombres nunca aprendemos la lección; y, en nuestra loca vanidad, a veces queremos tener la pretensión de que nuestra vida nunca termina, que los que mueren siempre son los otros, y que nuestra existencia es para siempre... Estoy persuadido que quizá hay algo recóndito y subyacente en nuestra cultura occidental que nos hace pensar así; que la muerte simplemente no existe...

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20 septiembre 2019

De ruecas y fusayolas

Uno de mis compadres se ha propuesto, en estos días, tratar de encontrar la identidad que existe entre algunas de nuestras ideas, palabras o expresiones, con aquellas ya lejanas creencias de la antigüedad griega y latina. Me refiero, desde luego, a la relación entre aquellas y esa narración poblada de dioses y otros héroes, imbuida de gran imaginación, y nunca exenta de fantasía, que conocemos como mitología. Se me antoja irreal pensar que hasta hace tan solo dos milenios, aquellas ideas invadían los paradigmas del mundo antiguo y que no solo ejercían su influencia en la vida social y en la cultura, sino que dichas pseudo historias convertían a sus héroes y dioses en una especie de religioso santoral.

Creer en todo aquello habría constituido parte de la religión de aquellos días; la gente habría imaginado que había un dios para cada expresión y oficio de la actividad humana; todo habría estado regulado por la presencia e intervención de un consentido héroe o de alguna caprichosa, traviesa e intratable divinidad. La vida de los hombres no habría obedecido, supuestamente, a episodios que transcurrían sujetos a sus propios libretos y fortuitos desenlaces; los seres humanos habrían estado influenciados por lo que pasaba allá arriba... Se habría vivido en un mundo reflejo, cual si fuésemos marionetas animadas por un inevitable designio, o por alguna confusa y díscola rivalidad. En eso consistía el “fatum” o destino…

Entre los hallazgos de mi amigo, figura uno que tiene que ver con aquel sombrío y sibilino personaje femenino que representa a la muerte y que hemos dado en llamar “la parca”. Su indagación le ha llevado a concluir que la Parca era una de las diosas de la mitología griega; que era la encargada de decretar o determinar el tiempo de vida de los mortales, pero que no se trataba de una sola deidad, sino realmente de tres con idéntico nombre. No deberíamos hablar, por tanto, de una sino realmente de tres Parcas.

Mi amigo lo explica así: “A veces nombramos a la muerte como ‘la parca’, cuando en realidad deberíamos referirnos a ella como ‘las Parcas’, porque eran tres las diosas que simbolizaban el camino hacia la muerte, obedeciendo las órdenes del Dios Destino, el que llevaba en una urna el destino de los humanos. Las Parcas eran hijas de Temis y se llamaban: Clotos que, con hilo y telas, cosía los destinos de los humanos; Laquesis que movía la rueca, para elaborar los hilos de Clotos; y, la tercera, Atropos, que sostenía las tijeras y cortaba a discreción los hilos que unían a los humanos con la vida, en cualquier momento y sin avisar. Cuando te digan: ahí viene la Parca, pregunta siempre: cuál de las tres?"

Ahora bien, creo, para empezar, que deberíamos ponernos de acuerdo en los nombres propios de estas diosas en sus correspondientes mitologías (romana o griega), pues su nombre en latín era el de Parcas; aunque los nombres individuales que se presentan en el párrafo anterior (ya debidamente acentuados: Clotos, Láquesis y Átropos), son, más bien, los que pertenecían al panteón griego, donde las Parcas eran llamadas Moiras. Las Parcas que habían adoptado los romanos respondían a nombres distintos: Nona, Décima y Morta.

Cualquiera que fuere la forma como queramos llamarlas, Las Parcas personificaban el hado, fatum o destino. Dice la Wikipedia que “controlaban el metafórico hilo de la vida de cada mortal”. Eran “tres hermanas hilanderas que personifican el nacimiento, la vida y la muerte. Las tres se dedicaban a hilar; luego cortaban el hilo que medía la longitud de la vida con una tijera y ese corte fijaba el momento de la muerte. Ellas hilaban lana blanca y entremezclaban hilos de oro e hilos de lana negra. Los hilos de oro significaban los momentos dichosos en la vida de las personas y la lana negra, los periodos tristes”.

Pero no es de diosas hilanderas de lo que hoy quería hablarles, sino más bien de husos, ruecas, malacates, torteras y fusayolas… Recuerdo que una tarde, cuando estaba por terminar mi casa de campo, caminaba por una de las calles del centro de Santiago; de pronto ví, a través de la ventana de un almacén, una pieza de antología que llamó mucho mi atención. El artefacto realmente me cautivó, se trataba de una rueca de madera que la habilidad de un artesano había convertido en lámpara; la compré sin siquiera regatear el precio. Cuando la exhibí en casa, días más tarde, alguien me advirtió: “no, no es una rueca, dijo, se llama fusayola”.

Fusayola es una voz que no está recogida en los diccionarios; las enciclopedias tampoco parecen ponerse de acuerdo en si así es como se debe llamar al huso o a la rueca que, si bien están emparentados, son dos artilugios distintos. Pero, ya hablando con propiedad, la fusayola, que es llamada también tortera, volante o malacate, es únicamente una pieza que sirve de tope y contrapeso, y que va situada en la parte inferior del huso que sirve para hilar. Técnicamente, el huso es como una vara delgada, se parece a una gran aguja, que sirve para devanar el hilo en su rededor; la rueca, mientras tanto, consiste en una herramienta más compleja que incluye una rueda, un pedal y un huso para recoger el hilado. El huso constituye uno de los más importantes inventos que ha efectuado el hombre; es probable que se hubiera inventado en el neolítico, unos cinco milenios antes de Cristo.

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26 agosto 2019

Del hule a la gutapercha (2)

(Continuación)

Y “hule” era justamente la palabra que usaba la abuela para referirse a todo aquello elástico, capaz de deformarse con el calor, particularmente lo que había sido fabricado con caucho. Más tarde, yo habría de aprender que hule era una voz tomada del náhuatl que servía para designar al mismo árbol originario de América Meridional, donde lo conocemos con el nombre de caucho. De hecho, caucho es también una palabra de origen taíno (cauchu) que significaría “lágrimas del árbol” en quichua.

El caucho crece en las selvas tropicales; y su tronco, cuando es sometido a cortes diagonales en su corteza, emana una substancia lechosa conocida como látex, la misma que cuando seca se convierte en una materia maleable y pringosa que es el caucho propiamente dicho. El caucho es un polímero elástico repelente al agua y resistente a la electricidad. Esta substancia es, por lo mismo, un gran aislante.

A mí debe haberme causado una sensación un tanto “lampreada” (agridulce), algo intermedio entre la risa y la sorpresa, la primera vez que escuché en mi casa la palabra hule. Y es que esta se usaba con relativa frecuencia en mis tiempos de escuela, pero para expresar algo totalmente distinto; aunque... ahora que recuerdo, y ya bien pensado, puede que significara lo mismo. Había una forma de burla, o -mejor- un sutil insulto, que era muy popular entre mis compañeros por esos primeros años de colegio. Se trataba de la frase “ah, huevas de hule”, para referirse a alguien un tanto flojo o no muy despierto.

Existen otros polímeros como la fibra de vidrio, o también la gutapercha, la misma que es obtenida de otro árbol de origen malayo y cuyo producto se utilizó hace más de cien años para fabricar las primeras pelotas de golf. Una cierta noche, cuando todavía cursaba los últimos años de primaria, tuve la agradable e impensada oportunidad de asistir a un festival de música internacional que se había organizado, a manera de feria estudiantil, en el colegio Americano. Creo que esa noche fue la primera vez que escuché aquel término que parecía ser parte de un trabalenguas que a todos dejaba confundido.

Allí, en aquella ocasión, se presentaba un cantante conocido por el nombre artístico de Eduardo Samson, su voz carecía del timbre que pudo haber caracterizado al personaje bíblico (aquél cuyos largos cabellos fueron trasquilados durante la noche por la no muy leal Dalila); fue esa, la primera vez que escuché una tonada de carácter alegre que mencionaba un raro estribillo compuesto tal vez en alguna lengua del Caribe, probablemente papiamento o algún otro dialecto antillano. La canción repetía algo así como: “Hey, gutapercha, oca de libú; masá, masá, masá, oca de libú”. He buscado en estos días la zumbante cancioncita en foros y enciclopedias, pero al parecer nadie jamás la ha escuchado ni conocido...

Y fue caucho también, o si se prefiere hule, lo que a un curioso mecánico que había existido por ahí, y que andaba con ínfulas de inventor; un tipo conocido hacia el sur del Río Grande como Carlitos Buenaño, se le había ocurrido mezclar con azufre, y que por pura coincidencia, carambola o “relancina” (creo que en la escuela, le llamábamos chiripa) había descubierto cómo fabricar neumáticos. Carlitos presentó al mundo su formidable invento y se convirtió, de la noche a la mañana, en flamante millonario. Su negocio, empezó, desde ese día a “andar como sobre ruedas”. Se llamaba Charles Goodyear... ¿Les suena familiar?

Cuando hablamos del caucho, es inevitable hablar de resinas compuestas o “composites”, éstas no son sino substancias sintéticas, constituidas por partículas diferentes que, al ser amalgamadas, producen un resultado aún más resistente y elástico que sus respectivos componentes. Hoy los “composites” son muy usados en la aeronáutica moderna; un ejemplo clásico de estos materiales compuestos (de hecho el más antiguo) es el adobe, mezcla de arcilla y paja; o también el bahareque, resultado de combinar arcilla con carrizo. En estos composites, un elemento aporta el factor de cohesión y otro el de refuerzo. Es increíble como, utilizando un producto más liviano, se puede conseguir un material más resistente.

En cuanto al origen de la planta (para muchos es, más bien, un árbol), parece que sería originaria, no de América del Sur, sino de la parte meridional de México y de algunas partes de Centroamérica. Mi búsqueda me ha llevado a indagar acerca de otro árbol (que bien pudiera ser el mismo) conocido con un nombre no muy familiar: Castilla elástica (similar a la harina de Castilla) y este debería su designación a quien lo habría estudiado, que había sido un farmacéutico y botánico español que habría vivido en México en la segunda mitad del Siglo XVIII; se llamaba Juan Diego del Castillo. La Castilla elástica tendría propiedades terapéuticas y sería utilizada hasta como afrodisíaco... Se la considera un eficaz diurético y astringente.

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24 agosto 2019

Del hule a la gutapercha (1)

Tengo un inquieto escozor cuando a veces hablo de mis primeros años: creo que doy la injusta e inexacta impresión de que no tuve una infancia feliz; es más, me atormenta que al mencionar los episodios de mi niñez, deje el involuntario mensaje de que la responsable de tan desafortunada condición hubiese sido mi abuela Carlota. Pero, aquello no fue realmente así; a pesar de sus ocasionales exabruptos, cuando exhibía el carácter más eruptivo de su irritabilidad, lo que ella llamaba sus “colerines”, la suya era una forma de severidad marcada por la ternura y signada por la impronta de un triste recuerdo que avivaba su melancolía: la temprana e inconsolable ausencia de quien había sido su hija predilecta, Leonor, mi madre.

En cuanto a mi, a pesar de ciertos momentos originados por la nostalgia o por un esporádico sentido de soledad, los que fueron a su vez el inevitable resultado de mi temprana orfandad, la mía fue más bien una infancia entretenida y feliz, abrigada por la presencia de mis primos y, sobre todo, por la permanente compañía de mis propios hermanos. Además, la ubicación que tuvo la casa donde vivía mi abuela, era, en cierto modo, fuente inusitada y constante de dos maravillosos recursos, los mismos que, por sí solos, no podían sino procurar una sensación inagotable, y casi obscena, de goce y felicidad: eran el juego y la exploración.

El juego, en forma preferente, porque el plantel educativo donde me correspondió atender mis años de estudiante, tanto en primaria como en secundaria, estaba situado frente con frente a aquella enorme casa de apartamentos donde tuve la suerte de transcurrir mi infancia y primera adolescencia. El colegio, por ello, se convirtió desde el principio en una especie de “patio de atrás” (en la práctica, en “patio de adelante”) o, mejor dicho, en verdadera extensión de la casa. Allá íbamos, sin siquiera asegurarnos de contar con el pertinente permiso, ni el de nuestros parientes adultos ni el de los celadores de aquel establecimiento. Creo que estábamos persuadidos que los patios del colegio eran parte de nuestra propiedad.

A esto se sumaba un espacio recoleto que tenía la casa. Este pronto se convirtió en una área privativa, sujeta a nuestro caprichoso control. Estaba constituido por una amplia y apartada azotea cuidada únicamente por callados fantasmas tutelares, a los que la inquieta imaginación que caracterizó a nuestra edad había encargado el control del oscuro socavón que a ella precedía. A este se accedía por una estrecha y lóbrega escalera circular. Así, los distintos rincones del colegio y aquella postergada azotea aportaron, con su elemento lúdico, a facilitar nuestra entretención, y a dar paso a nuestros secretos y renovados descubrimientos.

Es que la casa, además, estaba situada en el límite mismo entre lo que era entonces el centro de Quito y lo que había pasado a ser la zona más moderna y preferida de la urbe; vivíamos a medio camino entre el entorno de la plaza de San Blas y la todavía inconclusa Basílica del Voto Nacional. Es probable que aquel paisaje, sin obstáculos ni obstrucciones, que observábamos desde aquella azotea, nos creara la deformada impresión de que la casa era ya parte de los mejor dotados barrios del norte de la ciudad... Aquella vista, en cierto modo, otorgaba acceso al futuro y, quién sabe, si a la esperanza.

Visto así, el centro de Quito, que para nosotros se había desplazado un poco hacia el sur, había pasado a convertirse en una especie de enorme mercado o, mejor dicho, en una suerte de centro comercial donde sus respectivos servicios y negocios se habían ubicado en forma caótica y aislada; todos ellos estaban separados y, además, daba la impresión de que los habían ubicado en forma desordenada... Aquello aportó a nuestra inagotable exploración y constituía, en cierto modo, un tipo de mundo que nunca nos estuvo vedado, aunque percibíamos que no era del todo accesible. Era aquél un mundo cambiante. Allí un grupo, cada vez más numeroso, parecía haberse apoderado, poco a poco, de lo que alguna vez el centro había significado, mientras otros parecían estar incómodos de ser parte de un sector que antes les había pertenecido.

Todo aquello nos parecía entonces algo inédito e inexplorado; sujeto, por lo mismo, a nuevos e inesperados descubrimientos. Y en cuanto a mí mismo, metido ya en los más largos pantalones de mi incipiente e insegura juventud, toda aquella incesante y sugestiva exploración chocaba por lástima contra las bardas imponderables de mis ya afincados prejuicios; me había correspondido la posibilidad de acceder a tan inagotable ambiente de hallazgos y exploración en la edad que más pesa el “respeto humano” (el temor al qué dirán).

Porque esa fue, además, la edad de los mandados…Y allá fui, a cumplir con todos los encargos imaginables... a buscar la última revista Vanidades, a escudriñar por la pieza de la licuadora o por esa banda de “hule” para la olla de presión que “quizás-ha-de-haber-ve-en-el mercado barato”... Fue aquella una oportunidad para descubrir otro mundo, uno exento de falsos maquillajes o de aderezos. A veces sórdido, a veces abyecto; ¡pero siempre distinto!

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06 agosto 2019

Un cajón de sastre

Creo que hubiese querido bautizar a esta entrada como “El rumor de la carabela, 2”, porque algo de tinta se me quedó en el tintero respecto a la entrada anterior. Mas, sin embargo (como dicen en México), he preferido otorgarle un título que denuncie mi travieso propósito e intención: el deseo de hablar de disímiles tópicos que quizá no tengan relación entre sí, o de referirme a varios asuntos y temas diversos, como los variados artilugios que solo pueden encontrarse en esos cajones, donde guardan todo tipo de cachivaches aquellos artesanos dedicados a la elaboración y arreglo de las prendas que conforman nuestra vestimenta.

En efecto, para la hora de “mandar la anterior entrada a la imprenta” (nótese mi renuencia a llamarla con el pomposo nombre de “artículo”), era ya tarde para haberme dado cuenta de un par de curiosas coincidencias relacionadas con la etimología del nombre carabela. Dice el DRAE que la voz proviene del gallego portugués “caravela”, así con uve, que, a su vez, proviene del latín tardío carăbus, que querría decir 'embarcación de mimbres', y este del griego bizantino κάραβος o kárabos, que significa 'barco ligero' o, literalmente, 'escarabajo'.

Si se revisa, en el mismo texto, el primer significado de carabela, encontraremos la siguiente explicación: “1. f (sustantivo femenino). Antigua embarcación ligera, con una sola cubierta, espolón a proa, popa llana y tres palos, con cofa solo en el mayor, entenas en los tres para velas latinas, y algunas vergas de cruz en el mayor y en el de proa”... Antes, pues, de regresar a la voz “escarabajo”, bien vale hacer una breve digresión referente a la “alarmante” explicación que cuando nosotros éramos niños encontrábamos en el diccionario: verga, mástil mayor de una embarcación o barco...

Ahora que ya no soy tan chiquito, y que mi suspicacia un tanto indígena me hace desconfiar hasta de los diccionarios, me he acostumbrado a revisar distintas versiones y he aprendido que aquella palabra antaño proscrita, y que ahora, por lástima, hallamos hasta en la inmaculada boca de las jovencitas más impensadas, no quiere decir mástil (el mismo que es un palo vertical), sino que se trata de un trozo de madera corta y horizontal que forma parte del aparejo (conjunto de palos, vergas, jarcias y velas) de una embarcación, y que sirve para no otro propósito que el de envolver las telas de las velas de la nave, cuando esta no está en movimiento.

De vuelta pues al vocablo “escarabajo”, he leído por ahí que no solo se trataría del nombre del conocido coleóptero, sino que en la antigua Grecia se designaba con idéntico sustantivo a una embarcación pequeña, parecida a la chalupa; imagino yo que esto se debía al parecido entre la diminuta embarcación y el -no muy bien portado- coleóptero que es conocido con el nombre que hoy estamos estudiando.

Ahora bien, y en referencia al término escarabajo, dice el diccionario de nuestra lengua que el mencionado sustantivo viene del latín vulgar scarabaius; y lo define así: 1. m (masculino). Insecto coleóptero, de antenas con nueve articulaciones terminadas en maza, élitros lisos, cuerpo deprimido, con cabeza rombal y dentada por delante, y patas anteriores desprovistas de tarsos, que busca el estiércol para alimentarse y hacer bolas, dentro de las cuales deposita los huevos; 2. m. Nombre de varios coleópteros de cuerpo ovalado, patas cortas y por lo general coprófagos. Nota: coprófago es, a su vez, definido como: "que ingiere excrementos".

De lo comentado, no deja de sorprender el paradójico contraste que existiría entre el sentido de dos voces que, en apariencia, parecerían provenir de una raíz común. Esto porque el nombre carabela sugiere viaje, aventura y exploración; su sola mención implica la referencia a algo poético. En tanto que el término escarabajo, de casi idéntica etimología y queriendo significar lo mismo, identifica en cambio a un insecto que utiliza las heces para anidar sus crías y se alimenta de excrementos; una muy poco agradable particularidad en el terreno de la escatología y que, lejos de representar algo poético, se confunde con algo repugnante, abyecto y prosaico.

Me pregunto, de otra parte, si aquel personaje de la fábula de nuestra niñez, “El gato con botas” (me refiero al legendario Marqués de Carabás), no habría recibido un apellido no exento de intencionalidad, si el suyo no sería un apelativo relacionado con la sordidez y la insignificancia del escarabajo; un insecto emparentado con la insana costumbre de alimentarse de excrementos... No deja de ser intrigante el curioso parecido entre los dos términos: “carabós” y Carabás, entre la etimología de la grácil carabela y una palabra que representa la seudo nobleza de un vicario aristócrata. Carabás es el emblema de una impostura, simboliza al humilde hijo de un pobre molinero que prefirió fingir y hacerse pasar por aquel espurio e inexistente Marqués...

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27 julio 2019

El rumor de la carabela

No sé a qué se debe, y no sé si ya lo habré confesado anteriormente: me encantan las palabras largas, sin importar si son o no esdrújulas, y mientas más largas, creo que me gustan más. Es como si, en función de su longitud, tuvieran un secreto significado, un arcano y misterioso contenido. Me coquetean vocablos como escrúpulo, mequetrefe o petimetre; me dejo seducir por voces sencillas pero largas como barlovento, catarata o carabela. Es como si esos términos, con su generoso número de letras, definirían su sentido por sí solas y no haría falta acudir al diccionario para consultar su concepto.

Hay ahí, en esas palabras ricas en extensión o tamaño, una como música propia, una melodía que surge natural, con su cadencia y sus sonidos ora oclusivos, ora fricativos. Es como si parte de su significado se bifurcaría hasta que no está completa la total pronunciación de sus silbantes elementos constitutivos. Esa es quizá la riqueza musical que tiene la lengua y que hace que ciertos idiomas nos parezcan más seductores, más armoniosos o atractivos al aprendizaje y al oído.

Por ello que desde siempre me cautivó el sonido de la palabra carabela. Con solo escuchar el sugerente término, me pareció descubrir el intermitente golpeteo en las velas de la embarcación tratando de resistir el azote pertinaz del viento, en paradójico contraste con el deambular silencioso de la embarcación rozando las ondulantes crestas de las olas, en su empecinado trajinar sobre el océano. O sería quizá que a esta marinera palabra desde temprano la asocié con la sorpresa y la aventura, con el cambio insospechado que experimentó el mundo con la sola e inesperada hazaña que dio lugar a lo que habría de llamarse “el descubrimiento”.

Fue justamente la hazaña de Colón, hacia finales del siglo XV, la que hace famosa a la carabela, aunque su invención y desarrollo constituyen un proceso náutico anterior. Es probable que la carabela se haya inspirado en las naves vikingas y en otras embarcaciones pequeñas que surcaban en el Mediterráneo y que más tarde fueron parte de las primeras expediciones portuguesas bordeando las costas africanas, hasta lograr diversas travesías allende y más hacia el meridión del cabo Bojador, navegando alejados de la costa y aprovechando, por primera vez, los vientos alisios, caprichosas corrientes de aire relacionadas con el efecto Coriolis, el comportamiento de las masas de aire debido a la rotación de la tierra.

Hoy en día, muy poco se habla de las “naos”, que participaron con enorme éxito en los viajes de exploración, y casi toda la fama y mérito se ha destinado a su hermana menor, la versátil carabela. De hecho, la nave capitana de la expedición colombina, la Santa María (antes bautizada como Gallega o María Galante) era realmente una nao y no una carabela. De las cinco naves que utilizó Magallanes para su aventura, que daría lugar a la primera circunnavegación del globo, solo la Santiago habría sido una carabela. Y es que existían algunas diferencias entre la nao y la reputada carabela: esa distinción no estaba dada solo por el tonelaje.

A simple vista, la carabela era más pequeña; pero, atisbada desde lejos, podía verse que carecía de castillo de proa, una edificación construida sobre cubierta que la nao poseía, tanto en proa como en la parte posterior. La nao tenía un casco más voluminoso y elevado; su “francobordo” (la distancia entre cubierta y el nivel del agua) era más alto. Y aunque ambas pudieran disponer de igual número de mástiles, la diferencia más ostensible entre la nao y la carabela estaba dada por la forma de sus velas: las primeras usaban telas cuadradas; las otras eran impulsadas por velas triangulares, llamadas también latinas. Los marinos de aquellos tiempos habían descubierto que las velas cuadradas aprovechaban mejor los vientos de barlovento (de popa o cola), mientras que las velas latinas enfrentaban y ceñían mejor los vientos de costado y los vientos de frente, y que eran más versátiles para acercarse a las costas y reconocer sus contornos.

Ambos tipos de embarcación tuvieron un rol protagónico en los primeros viajes de exploración: sin ellas, no hubiesen sido posibles aquellos primeros periplos, animados y financiados principalmente por los soberanos de Portugal y de Castilla, enfrentados en una inevitable competencia en la Mar Océano, hasta que se definiera el límite geográfico, y el área de dominio y control, de los posteriores descubrimientos; hitos que habría de marcar el singular Tratado de Tordesillas.

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01 julio 2019

Herencia de los fenicios

Los hombres de “Canaán”, tierra de la que habla la Biblia, eran un pueblo que habitó en el actual Líbano, hablaban una lengua semítica conocida como fenicio y vivieron originalmente en sus ciudades más importantes: Tiro y Sidón. Eran estos fenicios un pueblo que se dedicó al comercio y que, por un tiempo, dominó con sus trasiegos mercantiles las costas orientales del Mediterráneo. Los griegos los conocían por su otra actividad: se habían especializado en la pesca de un molusco con el que fabricaban un colorante indispensable para la producción del tinte más preciado que los europeos tuvieron en la antigüedad, el necesario para teñir las prendas imperiales, el aristocrático púrpura. Un color ubicado, en la tonalidad del espectro, entre el violeta y el morado.

Es a los fenicios que la humanidad debe uno de los inventos más formidables que jamás se haya propuesto el hombre: un sistema de escritura basado en símbolos fonéticos que desde entonces facilitó su comunicación y, por sobre todo, el conocimiento: el alfabeto. El invento propulsó las actividades comerciales de estos inquietos canaaneos y, desde luego, convirtió por un tiempo al idioma fenicio en lengua franca en las costas de ese mar interior donde se negociaban sus apetecidos productos. Con el tiempo, los fenicios fundaron una especie de sucursal, la ubicaron hacia el centro meridional del Mediterráneo, cerca de la actual Túnez, y la bautizaron de Cartago. Su extraordinario empuje y desarrollo dio origen, en gran medida, a inevitables celos con los romanos; esto dio pábulo a las tan mentadas “guerras púnicas”.

El resultado del primero de estos conflictos (¿alguien recuerda a Aníbal Barca o a su padre, Amilcar?) no fue muy auspicioso para los cartagineses; los fenicios perdieron su dominio en Sicilia, Cerdeña y Córcega, y no tuvieron más remedio que desplazar su influencia hacia las costas del Mediterráneo Occidental, donde habían fundado asentamientos como Tarraco (hoy conocida como Tarragona, hacia el sur de Barcelona), Cartago Nova (Cartagena), en la actual costa del Levante español, Gades o Gádir (que quiere decir castillo, fortaleza o recinto amurallado), hacia el poniente de los Pilares de Hércules, hoy conocida como Cádiz.

De hecho, el nombre con el que inicialmente se conoció a la Península Ibérica, Hispania, que pudiera significar “isla (o península) de los damanes” se atribuye a los fenicios, que habrían confundido a los conejos con una especie de mamíferos placentarios que, al parecer, existían en el norte de África. Otras fuentes, sin embargo, sugieren que el nombre estaría más bien emparentado con el de “tierra o península donde se funden los metales”. Algunos emperadores romanos, como Trajano, Adriano y Teodosio habían nacido en Hispania.

Aunque se me acuse de pedantería o quizá de cultismo, bien vale una interesante digresión respecto al tema de los mamíferos como especie: existen dos tipos de estos animales, de acuerdo a su forma de gestación y al tipo de bolsa que utilizan: los placentarios y los marsupiales; los primeros transcurren dicho proceso dentro de una placenta, los segundos crecen en el interior de un marsupio, que no es otra cosa que una suerte de bolsillo. Los placentarios amamantan a sus crías por medio de pezones; los marsupiales, mientras tanto, no tienen estos adminículos y las crías lamen la leche materna a través de unos poros.

Pero, ahora viene lo que puede resultar más sorprendente: las hembras de los marsupiales tienen dos vaginas, aunque con un orificio exterior único; los machos, mientras tanto, tienen un solo pene con dos cabezas para poder efectuar su acoplamiento. Tanto machos como hembras utilizan sus órganos sexuales exclusivamente para propósitos de apareamiento; mientras que para sus necesidades mingitorias (orina) y de defecación, utilizan un solo canal u orificio para los desechos, que es conocido con el prosaico o pedestre nombre de “cloaca”.

De vuelta a nuestros escarceos con la historia y la geografía, y dejando a un lado estas -un tanto impúdicas- disquisiciones semi-escatológicas, fueron posteriormente los romanos, luego de sus expansivas conquistas, los que incluyeron entre sus territorios a las provincias que habían sido originalmente administradas por los cartagineses: la Hispania Citerior o Tarraconensis, que resultaría del triángulo formado por Galicia, los Pirineos y Cartagena, en el sur oriente; y la Hispania Ulterior o Lejana (de “ultra”, que quiere decir “más allá), que -a su vez- comprendería, a rasgos generales, Andalucía, Lusitania (hoy Portugal) y lo que se conoce como Extremadura (con asentamientos como Mérida Romana, Trujillo y Cáceres).

Con respecto a Tarragona, este es también el nombre de una planta de carácter perenne (así se conocen a las que, como los arbustos y los árboles viven por más de dos años), que sirve para propósitos culinarios, y que también es conocida como estragón. Esta tarragona es un elemento indispensable para la buena cocina; forma parte de las conocidas “finas hierbas” (además del perejil, el culantro y el cebollino); y, especialmente, de las llamadas “hierbas de Provenza”, entre las que cuentan el orégano, la albahaca, el tomillo, el romero, la mejorana, el laurel y el hinojo. Siendo el estragón el que aporta con el aroma y sabor más influyentes.

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24 junio 2019

De mataperros y tatuajes

Quiero hoy hablar de un par de disímiles personajes. Que ¿qué tienen en común? Pues nada que no sea que a ambos los encuentro con frecuencia, llamando la atencion de las redes sociales.

Paso, pues, a tratar de describirlos:

Ella es obscenamente linda. Algo, en la sencilla ternura de su mirada, le otorga esa irresistible sensualidad que no le deja dormir en paz a uno de mis “mejores conocidos” (sería pretencioso decir que somos “mejores amigos”, o lo que así se define con término tan significativo). Se llama Megan, es una mujer preciosa, y a lo mejor está adornada además con una gran simpatía; pero, por lástima, no es lo que llamaría una mujer “de mi tipo”. Aunque... ¡quien sabe!, de repente, voy por ahí y descubro que quizá me ha sonreído o se ha quedado embrujada por mis innegables encantos; y a lo mejor no me hago el difícil. De pronto transijo y hasta me intereso...

Intuyo que la diva gusta de adornarse con tatuajes. Aparte de esas marcas siderales y tribales que exhibe, y amén del retrato de Norma Jeane Mortenson (aquel símbolo sensual que fue mejor conocido como Marilyn Monroe) que lleva en su antebrazo derecho, Megan se ha dejado grabar un par de leyendas en distintas partes de su favorecido cuerpo. Una se sitúa en su costillar izquierdo: se trata de la estrofa de un poema de su propia autoría (“Érase una vez una niña que no conoció el amor hasta que un chico le rompió el corazón”). La otra es más visible, está localizada en la parte alta de su espalda, justo debajo de su omóplato derecho; está inscrita en caracteres góticos, consiste en una frase tomada de “El Rey Lear” de Shakespeare, que hace alusión a la futilidad de la existencia, y que traducida reza: “Todos reiremos de las mariposas bañadas en oro” (We will all laugh at gilded butterflies). Algo que, conjeturo, resulta parecido a aquella sentencia que proclama el Eclesiastés: “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Bien pensado, la “otra” vanidad, no ya la relacionada con la vacuidad del párrafo precedente, sino la emparentada con la soberbia y de la que, según dicen por ahí, soy uno de sus más conspicuos y destacados exponentes, no es sino aquel exceso de confianza en las propias destrezas y cualidades, o el desproporcionado crédito que damos al atractivo que nos parece despertar en los demás. Esa que, no es otra cosa que aquel defecto que a todos algún rato nos atrapa: la irresistible fatuidad. Mas la otra, la que tiene que ver con el tatuaje de marras, se relaciona más bien con aquel innecesario oropel con que queremos cargar nuestra apariencia en la vida, y que, una vez adherido a nuestra liviana naturaleza, como sucedería con las gráciles y transparentes mariposas, no nos dejaría ya por nunca poder volver a volar...

El otro personaje -de cuyo nombre no quiero acordarme- es, a su manera, un individuo singular, aunque un tanto más discreto. Alguna vez compartimos el mismo oficio; actividad ambulante que, más temprano que tarde, él dejó de practicar y que luego decidió abandonar. Es, más bien, pequeño de estatura, pero aquella no es su más sobresaliente cualidad. Hay algo, en la altivez de su apostura, que equilibra, y aun elimina, la aparente limitación de su tamaño. Posee, de otra parte, unas cejas enormes y alborotadas, dotadas de un profuso pelambre que hacen, de aquellos notorios y capilares adminículos, la parte más característica de su distinguida heredad.

El hombre tiene, ante todo, unas impostergables y nunca satisfechas ganas de reír, burlarse y embromar. Su espíritu es joven y, él mismo, no es realmente alguien que pueda llamarse viejo; aunque, asimismo y por un secreto e inexplicable motivo, siempre parece estar empeñado en tratar de parecerlo... Para ello, solo tiene que dejarse crecer su exuberante y caprichosa barba, con la que él adquiere un innegable carácter de envejecido judío errante, de vagabundo, linyera o infatigable peregrino. Con los años, se ha dedicado a ir de aquí para allá, se ha contagiado de la “lujuria por viajar”, lo que en su particular lenguaje, él llama “mataperrear”; verbo inventado para significar que se ha dedicado al extraño oficio de callejero sin rumbo, travieso y aventurero.

A la primera nombrada, no tengo el placer de ver nunca; pues, como cuento, ni siquiera la conozco y, de no ser por el intrigante tatuaje de su hombro desnudo, tampoco habría razón para que a ella me hubiese referido. Como queda dicho: ella es linda, pero no es de mi tipo (ahora que lo pienso, ¿tengo realmente uno que pudiera señalar como mi preferido?). El otro ciudadano, en cambio (“vuelta”, como a veces dice mi hermano Mullito), es mi amigo más cercano, una suerte de asignado “alter ego”, indispensable confidente y contertulio; expresión terrenal de la diosa Fortuna, disimulada en el leve caparazón del mataperros. Ser inquieto, irreverente y festivo.

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13 mayo 2019

Los apellidos y sus caprichos

Si bien se piensa, es poco probable que los apellidos que hoy en día nos identifican hayan sido también los de nuestros antepasados hace tan solo cinco siglos. En efecto, para los años del Descubrimiento del Nuevo Mundo, es decir para los de finales del Siglo XV o de principios del Siglo XVI, es muy factible que los decabuelos de nuestros decabuelos (aquellos antepasados que fueron diez generaciones más viejos, contando con la de los abuelos) hayan tenido un apellido distinto.

Esto se debe a que en esos tiempos en lo que hoy es España, y por extensión en lo que más tarde se llamaría América, los hijos no pasaban a heredar necesariamente el apellido que había tenido su padre, o alternativamente el que había identificado a su madre. Entonces pudo haber sido corriente que los hijos de un mismo padre y de una misma madre terminasen siendo identificados por apellidos distintos. Habría habido un tremendo desorden, para el registro de las personas, en ese tiempo, en la Madre Patria, porque no existía un protocolo administrativo que estableciera cómo debían determinarse los apellidos.

Aunque por aquellos años lo más común era que se adoptaran apellidos toponímicos, es decir relacionados con el lugar de origen, también habría sido frecuente que se utilicen apellidos patronímicos, pero esto tampoco daba garantía de continuidad. Si Lope Fernández se llamaba así porque era hijo de Fernando González y quería que su hijo se llamara Pedro, lo más probable es que ese hijo terminara identificado con el nombre de Pedro López (Pedro, hijo de Lope). Había también apellidos que se establecían por el oficio del padre, como Zapatero o Criado, o en razón de alguna característica física, como Calvo o Delgado, por ejemplo. Y aun así, nada impedía que, en ocasiones, se prefiriera asignar a los hijos el apellido de la madre...

Quien habría corregido este pandemónium habría sido un sacerdote franciscano que se había convertido en confesor de Isabel la Católica y que habría de llegar a cardenal y a regente de la corona. Él mismo obedecía al nombre de Gonzalo Jiménez de Cisneros, aunque habría cambiado su nombre por el de Francisco. Jiménez había nacido en Torrelaguna (cerca de Madrid), pero le conocían con el apellido de Cisneros, porque era hijo de hidalgos pobres oriundos de Cisneros, un pueblo perteneciente a la provincia de Palencia, en Castilla-León.

La historia y la posteridad habrían de conocer a este fraile, que llegó a inquisidor, por el nombre de Cardenal Cisneros; fue él quien, hacia principios del Siglo XVI, instituyó la obligatoriedad, en España y sus colonias, de que de allí en adelante las personas habrían de heredar y mantener fijo un mismo apellido. Podría decirse que solo desde entonces, y que de allí en adelante, el apellido de nuestros antepasados sería el mismo que el que ahora conservamos y que habría de contribuir a dar definitiva identidad a nuestros hijos y más descendientes.

Cisneros se convirtió en regente en forma casual: primero por la muerte de los dos primeros hijos de los reyes Católicos y ante la incapacidad de la reina Juana la Loca, frente a la muerte de Felipe, su esposo; y, luego, ante el fallecimiento del rey Fernando I de Aragón, hasta que el hijo de Juana (tercera hija de los reyes), llamado Carlos I, estuviera en edad de asumir el trono. Juana, al parecer, no estaba tan loca como se pretendía, pero desde niña había evidenciado escaso interés por la religión y su madre creía que su falta de piedad debía ser conservada como un secreto... Juana sufría de depresión y de celos (la habían casado con un noble de Flandes, a quien se conocía como Felipe el Hermoso), pero tuvo que vivir confinada por muchos años en un convento.

Hoy, a pesar de que en algunos países hispanoamericanos es posible escoger tanto el apellido paterno como el materno, persiste todavía -y particularmente en España- la costumbre de omitir el primer apellido si este se trata de uno de los apellidos más frecuentes entre los patronímicos, como sería el caso de Rodríguez, Pérez o Fernández. Así, si existe necesidad de referirse a José Luis Rodríguez Zapatero, ex primer ministro español, solo se lo menciona como Zapatero; del mismo modo, para mencionar al recién desaparecido político Alfredo Pérez Rubalcaba, solo se lo menciona como Rubalcaba y se omite de igual forma su primer apellido.

Donde debo confesar que me pierdo, es con la nomenclatura de los apellidos de las familias que reclaman una noble estirpe. Tomemos el caso de Pedro Calderón de la Barca, por ejemplo. Fueron sus padres don Diego Calderón y doña Ana María de Henao, ambos pertenecientes a familias de rancio abolengo y reconocida prosapia; pero el insigne dramaturgo del Siglo de Oro a menudo hacía constar todos sus conocidos apellidos en los documentos que lo presentaban: Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño... Uno no puede sino preguntarse por el origen y, sobre todo, por la real necesidad de tanto apellido...

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04 mayo 2019

Manejando por el carril izquierdo

No hablo alemán (con esfuerzo, mis escarceos en ese idioma llegan a contar hasta diez y a las diversas formas de saludo de acuerdo a la hora del día); sin embargo, en alguna parte, alguna vez, aprendí de casualidad el significado de “schadenfreude”, el gusto por el mal ajeno. Por algún tiempo he creído que no tenemos, en el español, una expresión para eso; pero, no porque no la tengamos quiere decir que sentimiento tan mezquino no estemos en condición de albergar. Algo relativo a eso hoy quiero comentar aquí.

Medito en lo anterior, al tratar de encontrar una explicación de porqué un gran porcentaje de gente prefiere ocupar y conducir por el carril izquierdo en nuestro país, y hallo que esta forma de “cultura” no solo tiene que ver con una equivocada forma de aprendizaje en el manejo; sino, sobre todo, con una característica atávica afincada en nuestra psiquis social, tiene que ver con nuestra enfermiza forma de pensar. Nos importa un soberano rábano la comodidad y el bienestar ajeno, no se diga la armonía y el ordenamiento de lo que está a nuestro rededor, porque desdeñamos el interés social.

En principio, es probable que manejemos por el carril de la izquierda por una idea errónea que teníamos instalada en nuestras mentes cuando aprendimos por primera vez a conducir. Habría que desentrañar, por lo mismo, qué entendíamos entonces por eso de “aprender a manejar”. Es claro que la expresión se refería al aprendizaje del control de la dirección con el volante, al correcto inicio de la marcha sin que se apagase la máquina (en los vehículos con marchas o que no eran automáticos) o al uso de las marchas correspondientes, de acuerdo con la velocidad o avance del desplazamiento. Quizá, en ese aprendizaje, pudieron incorporarse ciertas destrezas o habilidades, como eran conducir en reversa o aprender el arte de saber estacionar.

Pero, de ahí a conocer el uso del carril correcto; y, aun peor, de conducir atendiendo al orden general del tránsito, o al del bienestar ajeno, pues ni hablar. Algo nos decía que aprender a conducir era una especie de patente de corso, una suerte de privilegiada licencia, que nos concedía una forma de dominación sobre los demás, que nos permitía -equivoca y equivocadamente- creer que porque adelantábamos o no nos dejábamos adelantar éramos “mejores” conductores. Sí, en eso se transformó quizá ese inicial aprendizaje, en una enfermiza manera de sacar a relucir nuestros complejos sociales, nuestras taras de vida en sociedad.

De otra parte, creo que jamás se nos dijo para qué servía el carril izquierdo o, por lo menos, nadie supo poner énfasis en esto. Siempre pensamos que solo se trataba de “otro carril más”. Tal vez nunca aprendimos, o no se nos ocurrió considerar, que ese andarivel era una especie de espacio reservado para quienes gozaban de un privativo privilegio o que solo era permitido usarlo en caso de justificada necesidad, como la temporal de adelantar o la más continua y permanente de atender a una ocasional urgencia personal. En suma, nunca aprendimos que el carril izquierdo debíamos dejarlo libre para quien lo pudiere necesitar.

Por lástima, esto de adueñarse de la izquierda, se ha convertido para nosotros en normal, y quizá hasta en la forma preferida de manejo. Es ya un rasgo de nuestra personalidad como conductores, es -como quien dice- una impronta de nuestra manera indócil, caprichosa y abusiva de expresar nuestra indómita arbitrariedad. Quien va lento y por la izquierda no solo se siente dueño de la vía, de toda la vía, sino también un incólume dueño de la verdad. No importa si se trata de un camión de múltiples ejes o de un vehículo pesado, o tal vez de un motociclista; se trata de otro dueño exclusivo de la razón, del propietario privativo de “su” única verdad.

Por regla general, en todas partes la legislación establece que se debe conducir en el carril más alejado al parterre o, de ser el caso, de la línea central; en nuestro caso, sobre el carril situado a la derecha. Esto está establecido así para mejorar el flujo normal del tránsito; no se debe olvidar que está prohibido adelantar por la derecha (que no es lo mismo que rebasar, lo cual consiste en sobrepasar a un vehículo parado, que no está en movimiento). Conducir por la izquierda, si no se lo hace a una velocidad que lo justifique, o -en otras palabras- si no se va suficientemente rápido, solo contribuye a obstaculizar o entorpecer el flujo normal del tránsito.

En resumen: no se debe utilizar el andarivel izquierdo de las calzadas con varios carriles, especialmente si los demás
están libres. Hacerlo, es no solo una falta de disciplina como conductores, constituye también una actitud arbitraria y una muestra de mezquindad. Quizá haga falta una gran campaña pública para eliminar -de una vez por todas- esta antojadiza y enervante forma, que tiene mucha gente, de adueñarse del carril izquierdo y no permitir que sea utilizado por quienes requieren conducir más rápido o sobrepasar.

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16 abril 2019

La saga del 737 MAX

Debo haber estado en mis últimos años de colegio cuando Boeing puso a volar el 737, el avión comercial que más se ha vendido en el mundo (se han producido más de 10.000 aparatos y están ordenados más de 5.000). Era un aparato destinado a satisfacer el segmento de 80 a 100 pasajeros. El “baby Boeing”, o “la chanchita”, como dieron en llamarle, era un bimotor al que le habían asignado el fuselaje del B-727 y la cola del más formidable entrenador que tuvimos los pilotos en la segunda mitad del siglo pasado: el sin par Boeing 707. El 737 no era, en estricto sentido, un nuevo desarrollo o el resultado de una nueva tecnología; fue la simple adaptación de conceptos que antes ya se habían probado. Esa era -en apariencia- la razón de su éxito y su fortaleza. El tiempo se encargaría de demostrar que esa terminaría siendo también su debilidad. Eso parece siempre ocurrir cuando, nos propongamos o no, estiramos demasiado las sábanas...

Tan solo una década después, Boeing propuso al mundo otras interesantes alternativas. Ahí estaban el 757 y el 767, dos bimotores de fuselaje distinto (el uno de pasillo único y el otro “casi” un avión de fuselaje ancho) que compartían una idéntica cabina de mando. Con ello, había nacido un nuevo concepto, el de las habilitaciones comunes, uno que Airbus perfeccionaría más tarde y que llamaría CCQ (Cross Crew Qualification), con el que, en teoría, un piloto de A-320 podría volar también otros modelos del mismo fabricante, como el A330 o el A340. Boeing tampoco se conformó con las nuevas versiones del gigante 747: desarrolló un nuevo y enorme bimotor, el B-777; y empezó a soñar con un avión súper eficiente, el B-787 “Dreamliner”..

De pronto, todo se transformó en una carrera entre dos caballos. Airbus apostó a la tecnología, mientras Boeing se empeñaba en aviones sencillos y resistentes que los pudiera entender y controlar cualquier piloto; se había dado anticipadamente cuenta del crecimiento vertiginoso que habría de tener la aviación comercial en el mundo. Airbus, por otro lado, fue desarrollando nuevos conceptos que Boeing se tardó en imitar. Así, de esta competencia y del enfrentamiento entre estos dos disímiles paradigmas, fueron surgiendo novedosas alternativas que irían cambiando la idea original que tuvo la aviación moderna. Así surgió la cabina de sólo dos pilotos, el sistema gerencial de vuelo, los sistemas integrados de monitoreo, etc., etc.

Mientras esto pasaba, Boeing no quería quedarse atrás, en especial en un mercado que se iba convirtiendo en muy importante, en términos de venta individual: el de los bimotores de un solo pasillo con capacidad para hasta 220 pasajeros. Fruto de esta iniciativa fue la idea de dotar al 737 de una serie de avances que eran ya estándar en otros aviones: pantallas EFIS en la cabina de mando; alas más ligeras y aerodinámicas; y motores cada vez más grandes y potentes, poseedores de una gran eficiencia operacional. Así vinieron las variantes del modelo Clásico, luego las del NG (Next Generation) y, finalmente, las del 737 MAX. Aquí parece que empezó el problema: los motores pasaron a tener demasiado empuje y se tuvo que buscar una nueva ubicación para adaptarlos al diseño original del avión (su distancia al piso era muy corta).

Los ingenieros advirtieron el problema, pero hubiese sido muy costoso y habría tomado mucho tiempo re-certificar el MAX como un nuevo avión. Era más fácil y económico “hacer que pareciera” que el nuevo avión era, en apariencia, similar al original; e instalaron un nuevo sistema para compensar la distorsión aerodinámica que el nuevo motor producía. Nada de esto parecía inconveniente; lo malo es que no se lo comunicó a los operadores ni a sus pilotos. Estos nuevos artilugios ni siquiera fueron incluidos en los manuales de vuelo y tampoco se cambiaron los procedimientos operacionales para el caso de recuperar el control en caso de falla. A nadie se le entrenó ni se le advirtió qué hubiera tenido que hacer, en caso de que algo funcionara mal.

Esto pudo haber tenido una motivación adicional: si no se ofrecía la misma habilitación para el MAX, hubiera existido menos estímulo para su comercialización; las aerolíneas hubieran tenido que entrenar masivamente a sus pilotos en el nuevo avión, y esto hubiese significado un elevado costo en entrenamiento inicial. Además, no certificarlo como nuevo, permitía reducir el tiempo de entrenamiento, como si se tratase de otro 737 más. Y así, la transición al MAX solo requeriría de un par de horas de diferencias en cualquier iPad...

Esta parece ser la historia detrás del MCAS, un sistema instalado en el 737 MAX para compensar el exceso de ángulo de ataque que producía el motor que se le había provisto. Un sistema que llegaba a oponerse a los comandos de los pilotos cuando trataban de corregir una acción errática del mismo. Los últimos accidentes han demostrado que las adaptaciones nunca estuvieron debidamente supervisadas y que, en la prisa por certificar el avión, no se lo dotó de un adecuado número de sensores para proporcionar una información confiable. Se desdeñó la redundancia y se afectó la seguridad... Se tensaron las cuerdas y se fue demasiado lejos!

Al momento, y siguiendo una directiva que la FAA (la entidad que debió supervisar en forma más adecuada el proceso de certificación del 737 MAX), se encuentran en tierra todos los aviones pertenecientes a este tipo; una medida que se debió implementar con mejor oportunidad. Se trataría de hacer “reajustes en el software”, eufemismo usado para expresar que se van a hacer modificaciones para dar una solución integral al problema, y así evitar una nueva desgracia.

Pero, si de verdad se quiere eliminar toda posibilidad de una nueva catástrofe, no va a ser suficiente con limitar la autoridad del MCAS para comandar la activación de los ajustadores verticales (“trím tabs”); haría falta instruir en forma adecuada a los pilotos en cuanto a cómo reconocer con oportunidad un eventual errático comportamiento del conflictivo sistema y en saber cómo desengancharlo, en caso necesario. Además, se debería incluir información del mencionado sistema en los manuales de vuelo, e instalar suficientes sensores de ángulo de ataque que garanticen una operación más confiable del avión cuando lo pongan a volar otra vez.

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09 marzo 2019

De castillos y de papas

Conocí Singapur unos tres años antes de que fuera a trabajar para su aerolínea. Singapura, como escriben en su himno nacional, significa “isla del león”, y ya se la conocía como Temasec en pasados tiempos. Desde luego, no hay indicios de que hubo alguna vez leones en la isla. Sin embargo, una enorme efigie que representa al felino -el Merlion- se ubica en sitio prominente y arroja un pródigo chorro de agua por sus fauces. Ahí está el mítico león, custodiando la desembocadura del riachuelo, a la entrada de Marina Bay, como adornando el sobrio edificio que fue la Central de Correos y que hoy se ha convertido en el espléndido hotel Fullerton.

Mi equipo asignado fue el Airbus 340 durante mis primeros cinco años. Era un aparato caracterizado por una tecnología avanzada, aunque sus motores carecían de adecuada potencia. Pero, lo que le hacía atractiva a la flota, eran sus rutas, las mismas que cubrían en la práctica los cinco continentes; y, además, que sus comandantes éramos en su mayoría pilotos foráneos, lo que allí llaman “expats”, es decir: pilotos expatriados.

Volábamos en el A-340 a sitios impensados, como: Sydney o Christchurch en Oceanía; Tokio, Dubai o Hong Kong, en el Asia; Cairo o Johanesburgo, en el Africa; Los Ángeles o Vancouver en América. Siempre me dio la impresión que los destinos más disputados -dadas las características de las ciudades a las que se servía y el tipo de pernocta- eran las ciudades europeas. Roma, Ámsterdam o París, Copenhague, Atenas o Viena, fueron lugares a los que fui, y que pude explorar en múltiples ocasiones. Ello me permitió hacer lo que solo un viajero empedernido, asistido por un presupuesto fabuloso, hubiera podido hacer; si hubiese tenido, además, la fortuna de disponer de una insólita cantidad de tiempo.

Pero, claro, ¿qué hace un piloto luego de que ha ido tres o cuatro veces al mismo sitio?, ¿qué puede hacer si ya ha repasado los principales circuitos de turismo? ¿Qué pude haber hecho yo, si ya había estado en Atenas y había visitado Placa y el Partenón, o si ya había tomado uno de esos cruceros que llevan a las islas cercanas desde el puerto del Pireo? Pues, si uno tiene las ganas de conocer, el ánimo de explorar y la curiosidad por descubrir, se arma de una exigua cuota de valor y descubre lugares como Meteora o Epidauros; el templo de Poseidón o acude a mirar las turquesas aguas del canal de Corinto.

Lo mismo parece que me sucedió en Roma. Cansado ya de repetir la visita al Foro o al Vaticano; al Panteón o la Fontana de Trevi; un día me animé a efectuar circuitos más alejados e intrigantes. A veces subía a Florencia o a los pueblitos que adornan la Toscana; otras, tomaba el tren en Términi y acudía a Capri o a Sorrento, y aun me animaba a explorar los desfiladeros de la costa de Amalfi. Pero, asimismo, pronto descubrí que había un conjunto de primorosos pueblecitos en la vecindad de Roma: los Castelli Romani, los castillos romanos que constituyen una serie de interesantes poblaciones ubicadas al sureste de la capital del Lazio.

Así llegué a lugares como Frascati, Ciampino o Ariccia: como Grottaferrata o Castel Gandolfo; en este último se encuentra el palacio de verano de los pontífices. Allí, frente al palacio, hay una plaza rectangular empedrada con guijarros perfectos. Un continuo tránsito bulle en el lugar, constituido no solo por turistas y peregrinos; sino, sobre todo, por monjas y clérigos. Abunda, al igual que en Roma, una enorme cantidad de religiosos; su solícito trajinar denuncia el jaez de su oficio, su vestimenta revela la jerarquía de sus responsabilidades. Hay ahí un incesante ir y venir de cardenales, diáconos y presbíteros.

Hubo un tiempo en que no era necesario ser religioso para llegar a ostentar el cetro de San Pedro. Dicho en forma más exacta, antes no era indispensable ser sacerdote para llegar a cardenal, condición que es un requisito ineludible para optar por el trono del apóstol. Solo en 1917 ser sacerdote pasó a ser obligatorio para aspirar a cardenal. Y fue en 1962 cuando el papa Roncalli, Juan XXIII, dispuso que se debía previamente ostentar la condición de obispo. Solo los cardenales pueden ingresar al cónclave (que quiere decir “con llave”) que elige a un nuevo pontífice, pero pierden este privilegio cuando cumplen ochenta años.

Yo era todavía un muchacho de quinto de primaria (tenía a la sazón once años), cuando una tarde de junio de 1963 me encontraba en la clínica del Seguro Social, frente a la iglesia de Santa Bárbara, “guardando turno” para la posterior atención en esa casa de salud de mi tía Ana Lucía. De pronto, todas las campanas de la ciudad empezaron a tocar a rebato. Había fallecido Juan XXIII. Habría de ser el segundo papa que conocí en mi vida.

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01 marzo 2019

Un guion que cambió

En mis tiempos de escuela pude escribir “guión”, sin que por ello me quiten puntos en mis ya olvidadas pruebas de ortografía. Pero la costumbre se me quedó, y no había caído en cuenta que la regla había cambiado a principios del siglo por un simple acuerdo, basado en la convención referente a cómo considerar las secuencias de distintas vocales seguidas (diptongos, hiatos y triptongos). Por esto que había venido usando “guión” con tilde hasta que de golpe me he enterado que ya no se escribe así, porque guion es una palabra monosílaba. Esta es la explicación de la propia Real Academia Española, que me complazco en reproducir:

"Palabras como guion, truhan, fie, liais, etc., se escriben sin tilde"

"Para poder aplicar con propiedad las reglas de acentuación gráfica del español es necesario determinar previamente la división de las palabras en sílabas. Y para dividir silábicamente las palabras que contienen secuencias de vocales es preciso saber si dichas vocales se articulan dentro de la misma sílaba, como diptongos o triptongos (vais, o.pioi.de), o en sílabas distintas, como hiatos (lí.ne.a, ta.o.ís.ta).

Al no existir uniformidad entre los hispanohablantes en la manera de articular muchas secuencias vocálicas, ya que a menudo, incluso tratándose de las mismas palabras, unos hablantes pronuncian las vocales contiguas dentro de la misma sílaba y otros en sílabas distintas, la ortografía académica estableció ya en 1999 una serie de convenciones para fijar qué combinaciones vocálicas deben considerarse siempre diptongos o triptongos y cuáles siempre hiatos a la hora de aplicar las reglas de acentuación gráfica, con el fin de garantizar la unidad en la representación escrita de las voces que contienen este tipo de secuencias.

De acuerdo con dichas convenciones, y con independencia de cuál sea su articulación real en palabras concretas, se consideran siempre diptongos a efectos ortográficos las combinaciones siguientes: Vocal abierta (/a/, /e/, /o/) seguida o precedida de vocal cerrada átona (/i/, /u/): estabais, confiar, diario, afeitar, viento, pie, doy, guion, aunar, acuario, actuado, reunir, sueño, estadounidense, antiguo. Dos vocales cerradas distintas (/i/, /u/): triunfo, incluido, diurno, huir, viuda, ruido. Del mismo modo, se consideran siempre triptongos a efectos ortográficos las secuencias constituidas por una vocal abierta entre dos vocales cerradas átonas: confiáis, actuáis, puntuéis, guau.

Como consecuencia de la aplicación de estas convenciones, un grupo limitado de palabras que tradicionalmente se habían escrito con tilde por resultar bisílabas (además de ser agudas terminadas en -n, -s o vocal) en la pronunciación de buena parte de los hispanohablantes —los que articulan con hiato las combinaciones vocálicas que contienen— pasan a considerarse monosílabas a efectos de acentuación gráfica, conforme a su pronunciación real por otra gran parte de los hispanohablantes —los que articulan esas mismas combinaciones como diptongos o triptongos—, y a escribirse, por ello, sin tilde, ya que los monosílabos no se acentúan gráficamente, salvo los que llevan tilde diacrítica.

Las palabras afectadas por este cambio son formas verbales como crie, crio, criais, crieis y las de voseo crias, cria (de criar); fie, fio, fiais, fieis y las de voseo fias, fia (de fiar); flui, fluis (de fluir); frio, friais (de freír); frui, fruis (de fruir); guie, guio, guiais, guieis y las de voseo guias, guia (de guiar); hui, huis (de huir); lie, lio, liais, lieis y las de voseo lias, lia (de liar); pie, pio, piais, pieis y las de voseo pias, pia (de piar); rio, riais (de reír); sustantivos como guion, ion, muon, pion, prion, ruan y truhan; y ciertos nombres propios, como Ruan y Sion.

Aunque la ortografía de 1999, donde se establecieron las citadas convenciones, prescribía ya la escritura sin tilde de estas palabras, admitía que los hablantes que las pronunciasen como bisílabas pudiesen seguir acentuándolas gráficamente. En cambio, a partir de la edición de 2010, se suprime dicha opción, que quiebra el principio de unidad ortográfica, de modo que las palabras que pasan a considerarse monosílabas por contener este tipo de diptongos o triptongos ortográficos deben escribirse ahora obligatoriamente sin tilde. Esta convención es puramente ortográfica, por lo que no implica, en modo alguno, que los hablantes deban cambiar la manera en que pronuncian naturalmente estas voces, sea con hiato o con diptongo".

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17 febrero 2019

Una equis sobre el Pacífico

Están por celebrarse quinientos años de la frustrada epopeya encomendada a un joven portugués llamado Fernando de Magallanes (tenía solo 41 años a su muerte en Mactán, en las Filipinas). Aunque hay que recordar que la misión encargada al audaz y autoritario navegante no fue la de circunnavegar el globo, sino la de encontrar una ruta occidental hacia las Molucas, las islas de las especias, territorio que podía disputarse como español en base a lo dispuesto en el Tratado de Tordesillas.

Magallanes había estado antes en las Molucas, navegando hacia el este, alrededor del África; por lo que, si sumamos ambos periplos, puede decirse que la hazaña de ser el primero en dar la vuelta al globo terráqueo ya la había cumplido en lo individual, tan pronto como su expedición concluyó, en marzo de 1521, el prolongado cruce del Océano Pacífico.

Pienso y medito en los casi quinientos años desde que se efectuaron estos esfuerzos, y en su próxima efemérides, al cruzar yo mismo, una vez más (aunque esta vez en condición de paciente pasajero), el tranquilo “Mar del Sur” en un inesperado e imprevisto vuelo intercontinental que me condujo en forma precipitada: primero de Ecuador hacia Los Ángeles; y, luego, desde esta admirable y, para mí, muy recordada ciudad, hasta el formidable puerto de Sydney, en la costa suroriental de Australia.

Mientras voy en el avión, miro de rato en rato el casi imperceptible progreso del vuelo en el monitor personal del que disponen todos y cada uno de los adormilados pasajeros, y no puedo dejar de advertir que mientras el trazo de la travesía de Magallanes fue de derecha a izquierda, y de abajo hacia arriba (de Tierra de Fuego hacia las islas ecuatoriales del occidente del Pacífico), la ruta que va trazando nuestra nave es también hacia occidente, pero esta vez en sentido de arriba hacia abajo, marcando con ello una sugestiva equis en el colorido mapa descriptivo.

Transcurren catorce horas en total, en mi prolongado viaje nocturno (casi nada comparado con los cien días que le tomó el cruce al portugués, quien comandaba una flota inicial de cinco naves al servicio de la corona española). Vamos siempre sobre un inacabable espejo de agua que trata de cubrir el indómito Boeing “triple siete”, que ha sido diseñado para cubrir en un solo tramo el empecinado trayecto. Cuatro horas después de haber despegado desde Los Ángeles, dejamos a estribor las recoletas islas de Hawai, y ha de pasar otra hora y media hasta que volamos cercanos a otras diminutas islas y atolones que parecen formar recónditos y minúsculos archipiélagos. Son las islas de Kiribati, ubicadas al sur de las anteriores, cuyo nombre es solo una deformación, en idioma local, de Christmas; un nombre que ya distingue a otra isla australiana, que muchas veces sobrevolé, ubicada al sur de Indonesia, en el Océano Índico.

Otras cuatro horas más tarde, aparece el archipiélago de Samoa, realmente las tres islas de mayor tamaño que conforman la casi integridad de su territorio. Medito en que este mismo inmenso mar fuera descubierto, frente a Panamá, por Vasco Núñez de Balboa hacia 1513; Balboa (qué curioso, no nos referimos a él como “Núñez”) fue quien lo identificó como Mar del Sur. Siete años más tarde este inmenso océano sería rebautizado como Pacífico por Magallanes, debido a la ausencia de vientos y a la desacostumbrada tranquilidad de sus extensas aguas.

Poco más tarde aparecen Fiji, Vanuatu y Nueva Caledonia, y entonces el aparato cubre la última porción de su periplo, dejando a babor las sorprendentes islas de Nueva Zelanda, adentrándose en el inquieto Mar de Tasmania. Mientras tanto, las tenues luces de cabina se van encendiendo poco a poco; parece que pronto la aurora anunciará el amanecer. Es pues hora de desayunar; se hace difícil entender que sigue reinando la oscuridad, a pesar de que han transcurrido dieciocho horas desde que en el aeropuerto de salida se empezó a decretar la caída de la tarde... Para el reloj biológico de los pasajeros es ya hora de almorzar; pero la tripulación sigue el impertérrito protocolo de servir las comidas de acuerdo a la hora local del sitio geográfico donde se encuentra la aeronave. Es la impostura que tiene la transportación aérea…

Finalmente el dócil avioncito ingresa en Botany Bay y se enfila, con un ligero viraje, hacia “final largo” de la pista 34 izquierda del aeropuerto Kingsford Smith de la asombrosa ciudad que será nuestro destino. Abajo y a lo lejos destacan el puente sobre el puerto de la ciudad y la silueta inconfundible de la Casa de la Ópera, en medio de Sydney Harbor. El edificio constituye, a la vez, tanto un ícono como un monumento, este se ha convertido en el irreemplazable emblema de la sorprendente metrópoli.

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17 enero 2019

Adiós a un tío macanudo

Ha cumplido su tránsito por este “valle de lágrimas” mi querido tío Jorge, un tío al que siempre sentí como propio, nunca como eso que llaman por ahí: un tío “político”. Jamás le escuché decir sorprendente, maravilloso o extraordinario; “macanudo” era su adjetivo favorito. Lo había adoptado desde su primer y, quizá, único viaje a la Argentina, luego de concluidos sus estudios universitarios. En ese paseo se enamoró del tango, de su música y de su forma de baile; y desde entonces aquel macanudo lo usaba para lo bien ejecutado, lo espléndido, lo bien logrado, lo al fin conseguido!

Un día me di por averiguar el significado y origen de la palabra; y si bien comprendí su extraña etimología, quedé confundido por su contradictorio y algo travieso como arbitrario sentido. “Macanudo”: bueno, magnífico, extraordinario, excelente, decía el diccionario, luego de comentar que provenía de macana y “udo” (?). Entonces, claro, tuve que averiguar lo que quería decir macana... y ahí tuve que asimilar lo que mi disimulada testarudez no quiso. Macana: 4. Arg., Bol., Par., Perú, Ur. (Así de injustas son las contracciones de los países que usa la Academia): Hecho o situación que produce incomodidad o disgusto; 5. Coloquial. Mismos países. Mentira o desatino...

Entonces, al fin, ¿en qué mismo quedamos?... Ese macanudo, ¿era realmente algo formidable o magnífico?; o ¿era, más bien, algo tonto, una condición que producía disgusto o fastidio?, o algo que se presentaba como falso y quizá como ridículo...

Jorge murió a edad avanzada (estaba por cumplir noventa y siete años), pero su velorio fue un testimonio de la plenitud con que había llevado su prolongada vida. En él se podía advertir la alegría y espíritu de armonía de la gente que había acudido a acompañar a sus seres queridos. Había allí una suerte de acuerdo, un sentimiento de homenaje y reconocimiento general hacia la forma cómo Jorge había vivido. La gente sabía que estaba despidiendo a un patriarca que había conducido su vida sobre los andariveles de la honradez y la dignidad, y que supo compartir, con todos, sus vivencias y conocimientos. Todos lo conocieron como el hombre cabal que fue; carente de rencores o enemigos; un hombre dedicado a servir. Jorge habia sido un hombre bueno.

Es que Jorge redefinió el sentido de ciertas palabras en el diccionario: frugalidad, discreción, prudencia, plenitud, nobleza, honradez, integridad. Pero no lo hizo con palabras predicadas o escritas, lo hizo con el testimonio de su vida, lo hizo con el ejemplo.

Jorge no solo fue mi tío, fue también mi padrino; pero fue, ante todo, mi amigo, mi confidente, mi ángel tutelar y mi maestro. Con él escuchamos nuestros primeros cuentos infantiles y aprendimos su lección y moraleja; con él hicimos nuestras primeras excursiones y aprendimos a amar esa extraña sensación que nos produce el descubrimiento; con él nos interesamos por la magia del idioma y transigimos ante el impulso por explorar sus meandros y requiebros, por descubrir el embrujo de sus secretos.

Jorge era un hombre de derecho, pero no concebía el derecho sin un sentido de justicia, y tampoco la justicia sin el sustento de la integridad. Por ello, y aunque vivió de manera que nadie sollozara en su sepelio, sus huérfanos no fueron solo su viuda, sus hijos y sus nietos. Fueron también sus sobrinos, sus vecinos, los amigos de sus hijos, sus agradecidos alumnos, y quizá también aquellos exploradores a quienes acompañó en su ascenso y excursión a las montañas, o esas madres a quienes defendió como jurisconsulto en los tribunales que dirigió, con tanta corrección y esmero.

Pero hay, sobre todo, un legado que Jorge nos dejó: el valor del sentido de la familia y la importancia de ese núcleo como fundamento de todo lo social. El hombre es a veces un individuo agresivo y aislado, un lobo estepario, un ser signado por la impronta de la soledad y el desarraigo; y es por definición un animal social. Pero a menudo olvida que jamás trasciende, y que se convierte en un don nadie, si no sabe apreciar el más importante eslabón de fundamentos y valores: el sentido familiar.

Amanece muy tarde en enero, las noches son largas y frías. Pero, aunque tarde, al fin, siempre amanece... cada día es una nueva oportunidad para el servicio, para enfrentar la vida con una actitud juvenil, con curiosidad y disponibilidad, para vivirla con plenitud, para entender nuestra responsabilidad con la familia y la sociedad, para actuar con responsable discreción, construyendo las buenas memorias del mañana, viviendo con un sentido de plenitud y de integridad; para que todos puedan decir al fin de nuestras vidas: ¡qué macana que se murió, si era un tío macanudo!

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01 enero 2019

De volcanes y cataclismos

Indonesia es un país enorme y sorprendente; y, aunque el área física de sus innumerables islas (más de 17.000) constituye un territorio reducido, puede decirse que su área total (la que incluye sus mares) representa una extensión que fácilmente puede compararse con la de la mitad de los Estados Unidos. Es, además, el cuarto país más poblado que existe en la tierra, detrás de China, India y Estados Unidos, con más de doscientos cincuenta millones de habitantes. Java, donde se encuentra Jakarta, su capital, es también la isla más poblada que existe (130 millones).

Habiendo vivido por tantos años en Singapur, o trabajado más tarde para una línea aérea que iba con frecuencia a este país musulmán, tuve oportunidad de volar ocasionalmente sobre sus mares e islas principales. Indonesia forma parte del Cinturón de Fuego del Pacífico; y es fácil encontrar en su extenso territorio muchos de aquellos estrato volcanes que le dan al perfil de sus islas un carácter intrigante. Por dónde quiera que uno va, mientras explora estos territorios, se topa con esas figuras cónicas -muchas en necia actividad eruptiva- que sorprenden, inquietan e intimidan, y que dejan como impronta la característica de ese paisaje formidable.

Muchas veces fui a Jakarta o a Bali en mis periplos aeronáuticos, sobre todo cuando operaba el A340-300; más tarde, habría de volver a la isla de Java en otros viajes un tanto más santos, como cuando se me asignaban vuelos de peregrinaje o “hajj” (se pronuncia jash), destinados a transportar a los creyentes islámicos en sus visitas al Medio Oriente. Estos vuelos los hice sobre todo desde Surabaya, ubicada hacia la parte meridional de esta isla; o a la vieja Batavia, cuyo descenso y aproximación tenían una trayectoria cercana al volcán Krakatoa, de cuyas travesuras y caprichos ha sido testigo, desde tiempos milenarios, la raza más cordial y abnegada que jamás haya conocido el hombre en la tierra. Estos vuelos los efectuaba en el inolvidable 747-400.

La línea ecuatorial cruza sobre algunas de las principales islas indonesias. De entre todas ellas, destacan, de acuerdo a su tamaño: Sumatra; Kalimantan o Borneo (en ésta, Indonesia comparte territorio con Brunei y con Malasia oriental); la ya mencionada Java; la enigmática y escondida Célebes; las muy famosas y siempre codiciadas Molucas (ubicadas hacia el sur de las Filipinas y que hace ya quinientos años fueron visitadas por aquella expedición que no logró concluir Don Fernando de Magallanes); y, más hacia levante, Timor y la parte occidental de otra isla, donde Indonesia comparte territorio con Papúa Nueva Guinea, ubicada más cerca del Océano Pacífico.

Hace pocos días se produjo un devastador tsunami en Indonesia. El culpable fue esta vez el volcán Anak Krakatoa (“anak” quiere decir niño en bahasa, que es el idioma de Indonesia), pero el cataclismo no fue ciertamente cosa de niños; hasta el momento ya se han contado más de 300 muertos o desaparecidos. El pequeño volcán se llama así porque fue surgiendo, alrededor de 1930, de los vestigios de una isla que poseía tres conos volcánicos, ella sí conocida como Krakatoa y que colapsó hace más de 185 años, luego de erupciones explosivas con carácter apocalíptico. El episodio dio lugar a una película, protagonizada por Maximilian Schell, y que recuerdo haberla visto, en alguna vermú de domingo, cuando era yo todavía un niño.

Al respecto, he leído por ahí del escenario trágico que se produjo en agosto de 1833, cuando la erupción del volcán arrasó con la isla y afectó inclusive a otras regiones relativamente lejanas. Krakatoa está ubicada en un estrecho, entre las islas de Sumatra y Java; pero la isla se encuentra, a la vez, sobre la conjunción de dos placas tectónicas que se hallan sobrepuestas, lo que con probabilidad incidió en el comportamiento de esta región volcánica. De acuerdo a las crónicas, Krakatoa sería uno de los volcanes más destructivos de los que se tiene registro.

La terrible erupción de 1833 se produjo justamente cuando se creía que este racimo de volcanes ya se había extinguido. El proceso se había iniciado pocos meses atrás, pero lo que sucedió en agosto de ese año fue algo totalmente inesperado, y terminó por convertirse en un devastador y estruendoso cataclismo.

Se dice que aquel ruido sería el más fuerte que se haya registrado jamás en la historia; habría roto los tímpanos de quienes se encontraban en el área y se comenta que el estruendo se habría escuchado tan lejos como a 3.000 kilómetros de distancia, en lugares como Perth, en la costa occidental de Australia; o en las islas Mauricio, al oriente de Madagascar. Dicen las crónicas que el polvo y los gases emitidos permanecieron por casi tres años en el área y que el colapso dio origen a la formación de una nueva caldera, que en 1927 empezó a dar signos de renovada actividad volcánica… Como si hablásemos de sucesos acontecidos en la prehistoria!

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