13 mayo 2019

Los apellidos y sus caprichos

Si bien se piensa, es poco probable que los apellidos que hoy en día nos identifican hayan sido también los de nuestros antepasados hace tan solo cinco siglos. En efecto, para los años del Descubrimiento del Nuevo Mundo, es decir para los de finales del Siglo XV o de principios del Siglo XVI, es muy factible que los decabuelos de nuestros decabuelos (aquellos antepasados que fueron diez generaciones más viejos, contando con la de los abuelos) hayan tenido un apellido distinto.

Esto se debe a que en esos tiempos en lo que hoy es España, y por extensión en lo que más tarde se llamaría América, los hijos no pasaban a heredar necesariamente el apellido que había tenido su padre, o alternativamente el que había identificado a su madre. Entonces pudo haber sido corriente que los hijos de un mismo padre y de una misma madre terminasen siendo identificados por apellidos distintos. Habría habido un tremendo desorden, para el registro de las personas, en ese tiempo, en la Madre Patria, porque no existía un protocolo administrativo que estableciera cómo debían determinarse los apellidos.

Aunque por aquellos años lo más común era que se adoptaran apellidos toponímicos, es decir relacionados con el lugar de origen, también habría sido frecuente que se utilicen apellidos patronímicos, pero esto tampoco daba garantía de continuidad. Si Lope Fernández se llamaba así porque era hijo de Fernando González y quería que su hijo se llamara Pedro, lo más probable es que ese hijo terminara identificado con el nombre de Pedro López (Pedro, hijo de Lope). Había también apellidos que se establecían por el oficio del padre, como Zapatero o Criado, o en razón de alguna característica física, como Calvo o Delgado, por ejemplo. Y aun así, nada impedía que, en ocasiones, se prefiriera asignar a los hijos el apellido de la madre...

Quien habría corregido este pandemónium habría sido un sacerdote franciscano que se había convertido en confesor de Isabel la Católica y que habría de llegar a cardenal y a regente de la corona. Él mismo obedecía al nombre de Gonzalo Jiménez de Cisneros, aunque habría cambiado su nombre por el de Francisco. Jiménez había nacido en Torrelaguna (cerca de Madrid), pero le conocían con el apellido de Cisneros, porque era hijo de hidalgos pobres oriundos de Cisneros, un pueblo perteneciente a la provincia de Palencia, en Castilla-León.

La historia y la posteridad habrían de conocer a este fraile, que llegó a inquisidor, por el nombre de Cardenal Cisneros; fue él quien, hacia principios del Siglo XVI, instituyó la obligatoriedad, en España y sus colonias, de que de allí en adelante las personas habrían de heredar y mantener fijo un mismo apellido. Podría decirse que solo desde entonces, y que de allí en adelante, el apellido de nuestros antepasados sería el mismo que el que ahora conservamos y que habría de contribuir a dar definitiva identidad a nuestros hijos y más descendientes.

Cisneros se convirtió en regente en forma casual: primero por la muerte de los dos primeros hijos de los reyes Católicos y ante la incapacidad de la reina Juana la Loca, frente a la muerte de Felipe, su esposo; y, luego, ante el fallecimiento del rey Fernando I de Aragón, hasta que el hijo de Juana (tercera hija de los reyes), llamado Carlos I, estuviera en edad de asumir el trono. Juana, al parecer, no estaba tan loca como se pretendía, pero desde niña había evidenciado escaso interés por la religión y su madre creía que su falta de piedad debía ser conservada como un secreto... Juana sufría de depresión y de celos (la habían casado con un noble de Flandes, a quien se conocía como Felipe el Hermoso), pero tuvo que vivir confinada por muchos años en un convento.

Hoy, a pesar de que en algunos países hispanoamericanos es posible escoger tanto el apellido paterno como el materno, persiste todavía -y particularmente en España- la costumbre de omitir el primer apellido si este se trata de uno de los apellidos más frecuentes entre los patronímicos, como sería el caso de Rodríguez, Pérez o Fernández. Así, si existe necesidad de referirse a José Luis Rodríguez Zapatero, ex primer ministro español, solo se lo menciona como Zapatero; del mismo modo, para mencionar al recién desaparecido político Alfredo Pérez Rubalcaba, solo se lo menciona como Rubalcaba y se omite de igual forma su primer apellido.

Donde debo confesar que me pierdo, es con la nomenclatura de los apellidos de las familias que reclaman una noble estirpe. Tomemos el caso de Pedro Calderón de la Barca, por ejemplo. Fueron sus padres don Diego Calderón y doña Ana María de Henao, ambos pertenecientes a familias de rancio abolengo y reconocida prosapia; pero el insigne dramaturgo del Siglo de Oro a menudo hacía constar todos sus conocidos apellidos en los documentos que lo presentaban: Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño... Uno no puede sino preguntarse por el origen y, sobre todo, por la real necesidad de tanto apellido...

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