27 febrero 2016

A propósito de La Salle

He leído con pena el artículo “A propósito del Montúfar”, escrito por el señor Juan Cuvi, en el diario El Comercio de Quito, el día de ayer. Quiero solo referirme a sus párrafos cuarto y quinto, en los cuales se insertan imprecisiones e inexactitudes, animadas probablemente por el desconocimiento, porque me causaría enorme desilusión que tales juicios (prejuicios?) estén animados por un espíritu cicatero o mezquino.

Cuvi se refiere a la “Guía de las Escuelas Cristianas” que había sido escrita por San Juan Bautista de La Salle hacia finales del Siglo XVII. Menciona que “El sustrato de la propuesta pedagógica –en dicho texto- es la disciplina. Castigo, humillación y perdón conforman un entramado de medidas para conservar o restituir el orden, propósito final y supremo de la institución escolar”. Más tarde se refiere a la negativa influencia que pudo haber ejercido este tipo de supuestamente equivocada pedagogía en las escuelas primarias de nuestro país…

Fui lasallano. Realmente todavía me siento lasallano (no confundir con salesiano), debe escribirse así con elle, y no como lasaliano, como a veces he visto escrito. Juan Bautista de La Salle fue un innovador e imaginativo educador francés cuyo apellido se escribe con elle intermedia. Hay quienes prefieren el apelativo de “lasallista”, pero barrunto, y soy de la opinión, que esa forma de terminación insinúa un cierto carácter de tipo combativo, si no beligerante. Recuerdo que en nuestras barras deportivas en el Coliseo, cuando tratábamos de estimular a nuestros compañeros basquetbolistas, y por motivos más bien de interés fonético, no pronunciábamos La Salle, sino La Sallé, La Sallé, La Sallé…

Cuando hacia la segunda mitad del Siglo XVII, Juan Bautista de la Salle desarrolló y puso las bases para su original sistema, la enseñanza era exclusivo privilegio de los nobles y de la clase acomodada, eran aquellos los días de Luis XIV, el Rey Sol. La educación era “tête à tête”, es decir frente a frente, entre maestro y alumno, no se conocía lo que eran las “clases” pluripersonales, ni existía siquiera el concepto de los horarios en la educación; tampoco se había propuesto todavía el paradigma de la enseñanza para formar maestros, tarea que más tarde habría de circunscribirse a los llamados “normales”. La Salle ideó un sistema para democratizar la enseñanza, se preocupó de educar primero a los docentes, sus pupilos eran gente pobre, hijos en su mayoría de trabajadores manuales, pertenecían a los estratos humildes de la sociedad.

El sistema que había patentado Juan Bautista era además un método sistemático, separaba a los alumnos de acuerdo a su nivel de aprendizaje, todos aprendían lo mismo; en otras palabras, fue un método precursor del pensum de estudios que más tarde se conocería como currículum. Para La Salle educar consistía en ayudar y orientar, en enseñar e inspirar. Lo importante era formar y motivar.

Juan Cuvi menciona que el meollo de la propuesta de La Salle era la disciplina. En este punto, el articulista tiene razón porque sin disciplina no existe el cimiento fundamental en que se debe apoyar la transferencia de conocimiento, la instrucción y el aprendizaje. Pero, disciplina no es sinónimo de castigo, así como orden no es el equivalente de un sistema punitivo o de humillación. Justamente, La Salle había concebido desde temprano que “el arte de educar consistía en no castigar”. No de otra forma se entiende que fuera tal la metodología de estímulo a los alumnos que se habría inculcado en las Escuelas Cristianas, que más tarde se aplicó un novedoso sistema de “notas”, pequeñas tarjetitas de diverso colorido y valor, que podían utilizar los alumnos para mejorar la evaluación semanal de su aprovechamiento…

Por lo mismo, jamás pude advertir, en mis doce años de lasallano, que el propósito educativo de los Hermanos de La Salle hubiera sido aquel improductivo y estéril “orden por el orden”; por el contrario, siempre interpreté que la finalidad de la enseñanza que me impartieron los Hermanos, estuvo inspirada en la sed por el conocimiento, y en un profundo sentido humanista, el mismo que estaba respaldado en un concepto no elitista y sistemático, aplicado a la formación que se impartía en nuestras aulas.

En cuanto a los ocasionales castigos y “plantoneras”, a los reglazos y otros supuestos castigos, estos no solo que no fueron exclusivos de los colegios llamados confesionales, no se diga de los inspirados en el educador francés; reglazos, baños en agua fría y correazos, fueron inadecuados pero frecuentes métodos, quizá nada pedagógicos y menos aún didácticos, que utilizaron nuestros propios padres. Como se sabe, además, “en todas partes se cuecen habas” y excesos y abusos se dan en todas partes. En cuanto a que esta metodología lasallana sea vista como un germen del contemporáneo autoritarismo político… está claro que no todos asistimos a las mismas clases, que no todos entendimos lo mismo (de algunos, no se sabe qué parte mismo no entendieron). ¡Y eso, ya no es culpa de Juan Bautista de La Salle!

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21 febrero 2016

Mermelada de chigualcán

Hablemos de mermeladas, y de chigualcanes…

Frente al sitio donde trabajo existe una estación de servicio (“al lado, justo al lado”, como decía una tonada de los tiempos de mi juventud, que creo que la cantaba un tal Palito Ortega). Junto a esa estación de servicio (bomba de gasolina, nomás la hubiéramos llamado en esos mismos y lejanos tiempos) existe una profunda depresión o quebrada, la misma que constituye el lindero natural de los terrenos que sirven como plataforma para al nuevo aeropuerto de Quito, avecinado a la primorosa aunque desconocida aldehuela de Tababela. A veces temo que, con el pernicioso efecto que tienen los paseos vacacionales y el desaforado como travieso influjo de los vientos estivales, pudiera producirse un incendio forestal de voraces como inimaginables alcances, justo al lado de esa flamante estación de servicio.

La quebrada tiene un nombre extraño: Quebrada de los Chigualcanes; a fe mía que, aunque el nombre suena a quichua, no tiene sino algún motivo de contenido vernáculo. Pero, quién sabe, a lo mejor es una voz poco conocida, pero castiza al fin, estaba pensando yo... Y en esas estaba, tratando de averiguar si dicho término estaba reconocido en el diccionario; cuando lo inesperado sucedió, precisamente en un discreto comedor que suelo visitar en ese pueblecito de Tababela de tarde en tarde… Sucedió así, que en la mesa contigua, alguien mientras almorzaba mencionó los únicos y distintivos atributos de una nunca antes conocida, ni paladeada, mermelada, la de un fruto misterioso y nunca bien explicado: el chigualcán.

“La palabra chigualcán no está en el Diccionario”, responde a mi consulta el texto en referencia. Así que trato con chihualcán… ¡pero tampoco! Mi único recurso es la Wikipedia, en dónde se me explica que la fruta que me dijeron que abunda en el valle de Yunguilla, un lugar cercano a Calacalí, en la provincia de Pichincha, no es otra que el papayuelo o chamburo; es esa misma fruta de sabor un tanto astringente, aunque de olor muy fragante, que se utiliza especialmente para preparar unas deliciosas mermeladas. Además, y por lo que he escuchado, este papayuelo tiene un enorme valor farmacológico y medicinal.

La conocen los botánicos como “Vasconcellea pubescens” (vascocelea juvenil), se identifica como una planta nativa de Sudamérica, que posee una sabrosa fruta (ya lo dijimos); explica la enciclopedia que al igual que nuestro babaco, tiene una apariencia muy similar a la papaya. La conocen también como jigacho, toronche, chilacuán o chiluacán, y también como siglalón; siendo esta una fruta que se cultiva en los valles bajos de la serranía. Cuando vuelvo a la Wikipedia encuentro que el texto omite, por probable error, la tilde en la última “a” de chigualcán, pero esta es la forma correcta cómo pronuncia la gente de las comarcas rurales del Ecuador.

Hablar de mermeladas no me remite a los frascos o envases (jars) de las conservas de fruta tradicionales. Por un motivo que solo la psicología pudiera explicar, la memoria me retrotrae a unos recipientes metálicos y circulares, de aproximadamente quince centímetros de diámetro y cuatro de espesor, que inexorablemente siempre encontré en las confiterías del Gran Buenos Aires; allí era inevitable hacerse de algunas unidades de esas irrepetibles y nunca bien imitadas mermeladas de membrillo o de guayaba. Es probable, y lo digo en el afán de ser justo, que las mentadas conservas ni siquiera eran argentinas, quizá estaban fabricadas en el Brasil, pero lo cierto es que las recuerdo por su sabor y fragancia, inimitables e inolvidables. Fueron el postre predilecto de las reuniones de familia o de aquellas en que participaron los amigos. ¡Literalmente volaban!

Cuando busco por la traducción al inglés de babaco o chamburo, solo encuentro la palabra inglesa “quince” (que se pronuncia cuinz o qüinz), pero no se trata del mismo tipo de fruta; este “quince” anglosajón se refiere al membrillo, del que también hemos estado hablando, una fruta más parecida a la pera (y emparentada con ella) y no a la papaya, aunque sirve también para la preparación y elaboración de deliciosas mermeladas y conservas. Como las del, desde ahora muy famoso, chigualcán.

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19 febrero 2016

Los meses y los días

Desde hace ya un par de décadas inicié la costumbre de enviar a mi familia unas breves epístolas a manera de “circulares”, eran mis crónicas desde la distancia. Fueron tiempos en que aquella forma de fortuna, la de tener un trabajo mejor remunerado, me llevó a lugares distantes desde los cuales disfrutaba contando a mis seres queridos mis impensadas experiencias, mis impresiones, todo lo que me pasaba, lo que sentía, la reacción que en mí provocaban tantas cosas nuevas y distintas.

En esos tiempos, ese deseo de contar, ese afán de confesión, que luego vio nacer a este Itinerario Náutico, no lo podía realizar día a día, ni siquiera semana tras semana, hube de contentarme con titular esas misivas con el mes del año en que las escribía. Muchas veces fue el cansancio (hubo un tiempo en que tenía que lidiar con una diferencia horaria de hasta trece horas); otras, que simplemente nada tenía para contar o para decir. Hay veces en la vida que no se tiene nada qué decir y uno, aunque un poco tarde, descubre que en esas cláusulas es mejor transigir ante el silencio y no decir nada. Así, el tema de esos impromptus epistolares fueron los meses en los que esas notas escribía. Las fui llamando enero, febrero o marzo…

Hablaba más arriba de “una cierta forma de fortuna”, consciente que no hay beneficio que no esté exento de desventaja, de que “no hay mal que por bien no venga” como insiste la sabiduría popular. Aunque quizá más sabio sea el reconocer que “no hay bien que por mal no venga”, porque siempre deberíamos tener presente que jamás estamos libres de que nos suceda una desgracia. Esa señora llamada fortuna no siempre debe estar obligada a repartirnos solo bienaventuranzas, siempre dicha y por siempre felicidad. Deberíamos estar conscientes que los males, los tristes augurios y las desgracias también pueden sucedernos a nosotros, que son episodios y circunstancias que no solo les ocurren a los demás.

Esa forma de fortuna nos deja a veces un legado agridulce; en el caso de quienes pudimos trabajar en el exterior por etapas prolongadas, fue la circunstancia de que los hijos se quedaron a vivir fuera, que esa ausencia ya no fue ocasional sino que se convirtió en permanente, que ese sino se transformó en una forma de querencia. Son estas las condiciones inevitables que tiene toda forma de migración en la vida, por la circunstancia que fuere, esto a veces lo tenemos que soportar con nuestros hijos. Imagino que tal vez eso mismo, hace ya muchísimas décadas, quizá unos pocos siglos, lo tuvieron que vivir o soportar también nuestros antepasados, los abuelos de nuestros abuelos. Aunque, con ellos y en su caso, no deberíamos dejar de reconocer que fueron tiempos sin las ventajas de todas aquellas imponderables formas de comunicación que hoy nos regala la modernidad.

Hacia finales del siglo pasado el internet era un invento reciente, la comunicación telefónica internacional era excesivamente costosa, no era clara y el servicio no era eficiente. De pronto, en el transcurso de las dos últimas décadas, han surgido nuevas formas de comunicación, no solo altamente confiables y sorprendentes, sino que, en muchos casos, ni siquiera tienen un costo que dificulte, por ejemplo, una gestión a gran distancia o participar un acaecimiento o un lamentable accidente. Hacia finales del siglo pasado existía ya un método de comunicación novedoso que se llamaba Net2Phone, pero tenía su costo y no satisfacía aún en forma suficiente.

Nada es completo, lamentablemente. Y sucede que hoy en día, con las ventajas que tienen las distintas formas de comunicación, es tan fácil comunicarse que lo hemos ya dado por hecho, “we had taken it for granted”, lo hemos tomado como algo tan gratuito que hemos dejado de escribir, de ejercitar esa forma tan bella de contar que, sin quererlo, desnuda nuestros recelos, nuestras ansiedades, nuestros anhelos, temores y preocupaciones. Sí, porque escribir cartas o mensajes es algo mucho más civilizado que esos “qué fue, ve” o “qué más”... Estas últimas son formas provocadas (¿forzadas?) de relatar o de comentar. La práctica epistolar responde al deseo racional y consciente de querer expresarse, de querer comunicarse con los otros; representa ese íntimo anhelo de querernos conectar.

Hoy, los hijos que se fueron, o mejor dicho los que se quedaron fuera, también escriben con esa curiosa forma de membretar, o poner membrete a sus escarceos epistolarios, ayudándose con el nombre de los meses del año. Conservo la secreta esperanza de que dichos mensajes no se irán haciendo tan esporádicos que, pasado ya el tiempo, no vayan a empezar a utilizar como título el año en que se escriben y no los nombres de los meses. Sí, guardo el callado deseo de que esa misma señora que asigna la suerte y el destino, no habrá de permitir que los nombres de esos lapsos de la cronología que componen el calendario, vayan a ser reemplazados por fríos guarismos, como 2018, 2019 o 2023… Así de rápido pasa el tiempo y se va la vida!

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02 febrero 2016

De cachivaches y chucherías

De eso mismo, o de lo uno y de lo otro, es que quiero conversarles desde hace ya algunos días. Realmente, desde el día mismo que leí una pequeña crónica en la que se hablaba de aquella vieja costumbre (que nadie sabe si es de verdad tan vieja), aquella de utilizar unos artilugios en forma de bragas o protectores genitales que en algún tiempo, este quizá emparentado con las cruzadas, se dio en llamar con el muy púdico y sugestivo nombre de “cinturón de castidad”. El citado adminículo algo tiene de cachivache, porque quizá esté almacenado ya en el ático de la historia; y, claro, también de chuchería, mas no por lo que se imaginan (siempre la insidiosa semántica) sino, más bien, por aquello de que a lo mejor ya no sirve para nada…

Pero… ¿Quién no destina un pequeño lugar o rinconcito, un cajoncito especial, quizá, para guardar, cuidar y hasta coleccionar todos esos aparatos por los que se tiene una particular preferencia? Creo que todos tenemos un lugar para nuestras no muy secretas colecciones, sea que se trate de navajas, lapiceros, gorras deportivas o de cualquier otro género de debilidad que denuncie dichas preferencias. Yo mismo tuve una curiosa predilección por los soldaditos de plástico en mis días de escuela (no sé aún por qué los llamábamos de plomo, si no estaban hechos de esa materia); hasta que un buen día descubrí, en los recreos, una curiosa capacidad de negociación que por lástima se me fue convirtiendo en preocupante tendencia!

Estoy persuadido que en el fondo (y más bien, que bastante en la superficie) nadie escapa a la seducción de conservar objetos inservibles en apariencia; tanto que, cuando pudiera decirse que se presenta la oportunidad para utilizarlos, terminamos usando otro objeto, y solo cuando ya había pasado el tiempo volvemos a reconocer el lugar en el que los habíamos dejado y redescubrimos su existencia. Tengo por ahí artefactos y cachivaches que muy bien pudieran catapultarme para el título mundial del “taita pendejadas”. Colecciono brújulas y sextantes, relojes, aparatos para alardear con la cocina y, ante todo, un inconfesable número de tirabuzones o descorchadores de vino en cantidades que nadie imagina, ni tampoco sospecha.

Estos utensilios o trebejos parecen haber sido ideados por alguien con una cuota de imaginación y un algo de perversidad para engañar a los panolis, quienes ceden a la tentación de su embrujo, aunque sean conscientes de que han pasado a formar parte de esa novedosa y flamante clasificación. Yo no sé si este tipo de novelerías, como lo son los cachivaches y chucherías, hemos heredado de nuestros mayores; pero apuesto a que fue a ejemplo de ellos que debimos haber descubierto nuestros coleccionadores dislates, o que se convirtieron en una sugestiva provocación para lo que se terminó convirtiendo más tarde en nuestro inesperado entretenimiento.

Hablar de chucherías nos remite a hablar de chochos, pues el término chocho es la raíz de la voz chuchería, según la autoridad de la Academia. El diccionario define chuchería como “cosa de poca importancia, pero pulida y delicada”; menciona también que es un “producto comestible menudo que los chicos consumen como golosina” (?). El chocho (o lupinus) es una leguminosa que se da en Ecuador en forma casi o semi-silvestre, la he descubierto avecinada a pequeños arroyos y a estrechos riachuelos en las tierras altas de nuestra serranía. En España lo conocen como altramuz, aunque el que yo he visto es una variedad un poco más grande.

Cuando consulto en una página de curiosidades etimológicas, descubro que la voz chocho pudiera tener raíces en el romance andalusí “sos”, que a su vez vendría del latín “salsus”, salado. Pero lo inesperado viene aquí: la página sugiere que como el altramuz se abre en dos cotiledones, “la voz ha pasado también a designar la vulva o sexo de la mujer”, “constituyendo una denominación bastante vulgar y tosca del mismo” (del órgano sexual femenino). En la parte final se habla de otro tipo de chocho, que provendría del quichua “chuchu”, semilla del “tarhui”, también una leguminosa comestible. Convenimos en preguntar si se trata de otro tipo de leguminosa u otro tipo de chocho; si se trata solo de un grano parecido, o de una mera coincidencia.

Cuando hago similar ejercicio y juego con las etimologías, descubro que cachivache estaría emparentado con cacho (cazo) y con cacharro. Pero lo que sí encuentro sugestivo y realmente interesante es la insinuación de que cachivache pudo haber tenido -si no una fuente- por lo menos un tránsito relacionado con la influencia árabe. Así se comenta que la palabra que nos ocupa y que se refiere a trastos o utensilios viejos, bien pudiera provenir del persa (llamado también farsi); pues, según el comentarista, existiría en el idioma de Irán una palabra con parecido sentido, que se pronuncia algo así como “cashih basheh”. Quizá, otra coincidencia!

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