19 febrero 2016

Los meses y los días

Desde hace ya un par de décadas inicié la costumbre de enviar a mi familia unas breves epístolas a manera de “circulares”, eran mis crónicas desde la distancia. Fueron tiempos en que aquella forma de fortuna, la de tener un trabajo mejor remunerado, me llevó a lugares distantes desde los cuales disfrutaba contando a mis seres queridos mis impensadas experiencias, mis impresiones, todo lo que me pasaba, lo que sentía, la reacción que en mí provocaban tantas cosas nuevas y distintas.

En esos tiempos, ese deseo de contar, ese afán de confesión, que luego vio nacer a este Itinerario Náutico, no lo podía realizar día a día, ni siquiera semana tras semana, hube de contentarme con titular esas misivas con el mes del año en que las escribía. Muchas veces fue el cansancio (hubo un tiempo en que tenía que lidiar con una diferencia horaria de hasta trece horas); otras, que simplemente nada tenía para contar o para decir. Hay veces en la vida que no se tiene nada qué decir y uno, aunque un poco tarde, descubre que en esas cláusulas es mejor transigir ante el silencio y no decir nada. Así, el tema de esos impromptus epistolares fueron los meses en los que esas notas escribía. Las fui llamando enero, febrero o marzo…

Hablaba más arriba de “una cierta forma de fortuna”, consciente que no hay beneficio que no esté exento de desventaja, de que “no hay mal que por bien no venga” como insiste la sabiduría popular. Aunque quizá más sabio sea el reconocer que “no hay bien que por mal no venga”, porque siempre deberíamos tener presente que jamás estamos libres de que nos suceda una desgracia. Esa señora llamada fortuna no siempre debe estar obligada a repartirnos solo bienaventuranzas, siempre dicha y por siempre felicidad. Deberíamos estar conscientes que los males, los tristes augurios y las desgracias también pueden sucedernos a nosotros, que son episodios y circunstancias que no solo les ocurren a los demás.

Esa forma de fortuna nos deja a veces un legado agridulce; en el caso de quienes pudimos trabajar en el exterior por etapas prolongadas, fue la circunstancia de que los hijos se quedaron a vivir fuera, que esa ausencia ya no fue ocasional sino que se convirtió en permanente, que ese sino se transformó en una forma de querencia. Son estas las condiciones inevitables que tiene toda forma de migración en la vida, por la circunstancia que fuere, esto a veces lo tenemos que soportar con nuestros hijos. Imagino que tal vez eso mismo, hace ya muchísimas décadas, quizá unos pocos siglos, lo tuvieron que vivir o soportar también nuestros antepasados, los abuelos de nuestros abuelos. Aunque, con ellos y en su caso, no deberíamos dejar de reconocer que fueron tiempos sin las ventajas de todas aquellas imponderables formas de comunicación que hoy nos regala la modernidad.

Hacia finales del siglo pasado el internet era un invento reciente, la comunicación telefónica internacional era excesivamente costosa, no era clara y el servicio no era eficiente. De pronto, en el transcurso de las dos últimas décadas, han surgido nuevas formas de comunicación, no solo altamente confiables y sorprendentes, sino que, en muchos casos, ni siquiera tienen un costo que dificulte, por ejemplo, una gestión a gran distancia o participar un acaecimiento o un lamentable accidente. Hacia finales del siglo pasado existía ya un método de comunicación novedoso que se llamaba Net2Phone, pero tenía su costo y no satisfacía aún en forma suficiente.

Nada es completo, lamentablemente. Y sucede que hoy en día, con las ventajas que tienen las distintas formas de comunicación, es tan fácil comunicarse que lo hemos ya dado por hecho, “we had taken it for granted”, lo hemos tomado como algo tan gratuito que hemos dejado de escribir, de ejercitar esa forma tan bella de contar que, sin quererlo, desnuda nuestros recelos, nuestras ansiedades, nuestros anhelos, temores y preocupaciones. Sí, porque escribir cartas o mensajes es algo mucho más civilizado que esos “qué fue, ve” o “qué más”... Estas últimas son formas provocadas (¿forzadas?) de relatar o de comentar. La práctica epistolar responde al deseo racional y consciente de querer expresarse, de querer comunicarse con los otros; representa ese íntimo anhelo de querernos conectar.

Hoy, los hijos que se fueron, o mejor dicho los que se quedaron fuera, también escriben con esa curiosa forma de membretar, o poner membrete a sus escarceos epistolarios, ayudándose con el nombre de los meses del año. Conservo la secreta esperanza de que dichos mensajes no se irán haciendo tan esporádicos que, pasado ya el tiempo, no vayan a empezar a utilizar como título el año en que se escriben y no los nombres de los meses. Sí, guardo el callado deseo de que esa misma señora que asigna la suerte y el destino, no habrá de permitir que los nombres de esos lapsos de la cronología que componen el calendario, vayan a ser reemplazados por fríos guarismos, como 2018, 2019 o 2023… Así de rápido pasa el tiempo y se va la vida!

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