28 febrero 2023

Traducciones literarias *

* Escrito por Nubia Barrios. Título original: Leyendo traducciones, con mi edición.

 

En Dublín, junto al hermoso parque Stephen’s Green, se encuentra el Museo de la literatura de Irlanda, el MoLI. Dentro del edificio existe un espacio dedicado a las traducciones de la obra de James Joyce. El universo del escritor resuena en español, en francés, en ruso, en chino, en italiano… En esa asombrosa polifonía conviven las distintas versiones de cada libro en una misma lengua. Da vértigo contemplar juntas las traducciones de Ulises y constatar que son y no son la misma obra porque las personas que lo tradujeron son diferentes. Descubrir que una obra es susceptible de un número indefinido de traducciones provoca una extraña sensación de estafa. ¿Qué Ulises hemos leído nosotros? ¿Qué leemos cuando leemos un libro traducido?

 

He participado en numerosos encuentros sobre la importancia de la traducción. Lo que más inquieta no es que nuestro orden político, social y religioso se levante sobre traducciones erróneas. Lo que más perturba es descubrir que los textos no están escritos sobre piedra… La ingenua confianza con que se había leído hasta aquel momento se desmorona. ¿La Divina Comedia que leemos en español no es la que escribió Dante? Sí y no. La obra ha ido variando a lo largo de los años en su propia lengua, en las distintas lenguas a que ha sido traducida y en las traducciones sucesivas en cada lengua, en una pequeña y constante metamorfosis.

 

¿Y la obra de Dickens, Tolstoi, Brontë o Shelley? Sucede lo mismo, sus traducciones son y no son la misma obra. Quienes traducen buscan un difícil equilibrio para que podamos entrar en los libros con el mismo placer de quienes los leyeron en su lengua original. El asombro da paso a la indignación. No puede ser, me dicen. Sí puede ser, replico. Como escribió Calvino un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir: cada lectura abre una nueva interpretación. ¿No hay una traducción definitiva?, me preguntan incrédulos. Las traducciones sucesivas son las maneras que un texto tiene de hablar a lo largo de la historia.

 

Aceptamos esa ductilidad con absoluta naturalidad en el caso de la música, sin que nos irrite. Al contrario, en su diferencia radica su valor. Acudimos al teatro a ver piezas clásicas, buscando disfrutar de la versión de un director o de otro. Sin embargo, nos escandaliza que esa disparidad se produzca en la traducción literaria. Leemos como si Annie Ernaux, Siri Hustvedt, Emmanuel Carrère o Anne Carson hubiesen escrito en español para sus lectores. Al ignorar la intervención de quienes traducen, adoptamos la actitud reverente del creyente cuando escucha al sacerdote proclamar tras finalizar la lectura de la Biblia: ¡Palabra de Dios!

 

Ah, pero incluso la Palabra de Dios, por ser palabra, es interpretable. Solo se conoce un caso de exégesis unánime: la primera traducción de la Biblia hebrea al griego, más conocida como la Septuaginta. Hacia el 280 a.C., 72 sabios judíos, seis hombres de cada una de las 12 tribus, fueron elegidos por el sumo sacerdote de Jerusalén y enviados a Egipto para traducir la Biblia al griego. Los 72 sabios trabajaron por separado en 72 casas y acabaron su cometido en 72 días. Las 72 versiones resultaron idénticas. Aquel milagro no ha vuelto a repetirse.

 

No solo varían las traducciones de una obra, nuestra propia lectura es un ejercicio cambiante. No entramos igual en una novela a diferente edad. Cuando leemos nos leemos también a nosotros mismos, y ese “nosotros” es un concepto en constante mudanza. Hay criterios profesionales para clasificar una traducción, pero que esta responda a nuestras necesidades del momento es un criterio tan válido como los anteriores. Anhelamos seguridades que nos alivien de la oscuridad que nos rodea. Mas la incertidumbre es el signo de nuestra existencia, no la certeza. El oficio de traducir está ligado al oficio de vivir. Desde que nacemos nos esforzamos en interpretar los actos ajenos y los propios, especialmente en los momentos de tribulación. El temor y temblor que aquejan a quienes traducen, ante la imposibilidad de fijar “el” significado de un texto, son reflejo de los temores que forman parte de nuestro destino.

 

Que todo sea interpretable es una maldición y, al mismo tiempo, una bendición: al igual que cada traducción ha de intentar ser mejor que la anterior, así también cada nueva lectura. En ese horizonte utópico resuenan las palabras de Samuel Beckett: “Lo intentaste, fracasaste, no importa, inténtalo de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor”. Fracasar mejor es un sabio lema para la vida, tan imprevisible y tormentosa.


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24 febrero 2023

Nación y nacionalismo

“El patriotismo es el amor a nuestro país, el nacionalismo es el odio al otro”, ha declarado el presidente francés Emmanuel Macron (Amiens–Picardía), en entrevista concedida en días pasados al escritor español Javier Cercas en el palacio del Elíseo. Bueno… eso dice el titular; en realidad ha expresado algo parecido. Ha dicho también que: “nacionalismo es pensar que quererse a uno mismo es (equivalente a) zarandear al vecino”. Macron es un intelectual que apuesta a la integración europea. Cercas le ha planteado la dicotomía existente entre democracia y nacional–populismo; una ideología que ha hecho crisis en Europa, y un tipo de postura que ha incidido en la elección de Donald Trump y ha permitido la novelería del Brexit.

 

Macron sostiene que hay una crisis en ese modelo que, aunque ha sacado de la pobreza a mucha gente, ha creado enormes desigualdades. Por mi parte, estoy persuadido de que el nacionalismo no es malo en sí mismo ni que quiera decir xenofobia u odio al extranjero por el hecho de ser diferente. Pienso en el concepto, más bien como un instrumento unificador, como un elemento de identidad que fortalece el sentido de colectividad y el sentimiento de heredad de los pueblos. Siempre pensé que la patria era un concepto geográfico, el territorio; y que la nación era un concepto histórico, sustentado por propósitos comunes, y por los valores de la tradición y la heredad.

 

Decía en este mismo blog (ver Itinerario Náutico de 15 de junio pasado) que patria es un concepto relacionado con el espacio; y que nación es una entelequia filosófica y espiritual que está relacionada con el tiempo. La patria nos relaciona con unas costumbres y con un paisaje; la nación nos hermana con unos ideales y unos propósitos. Por ello es bueno referirse al diccionario de la Academia y revisar el significado de unos pocos conceptos:

 

·     Patriotismo: 1. Amor a la patria. 2. Sentimiento y conducta propios del patriota;

·     Nacionalismo: 1. Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia. 2. Ideología de un pueblo que, afirmando su naturaleza de nación, aspira a constituirse como Estado.

·     Patrioterismo: Alarde propio del patriotero;

·     Patriotero: Que alardea excesiva e inoportunamente de patriotismo

·     Xenofobia: Fobia a lo extranjero o a los extranjeros.

 

Nótese  que existen dos definiciones de nacionalismo que aunque no se contraponen, son bastante diferentes: el nacionalismo tiene una base como sentimiento y puede tener otra como ideología. Ahí pudiera estar el problema, cuando lo utilizamos como pretexto y le damos un sentido radical; ahí, el nacionalismo nos invita a algo parecido al regionalismo intransigente y, sin que lo meditemos, hace que nos encerremos. Lo otro, aquello de que el nacionalismo pueda ser la “ideología de un pueblo que, afirmando su naturaleza de nación, aspira a constituirse como Estado”, tampoco es malo en sí mismo; ahí están los casos españoles con sus posturas que buscan autonomía. Hablamos aquí de autodeterminación, no de estéril antagonismo.

 

En ese sentido, coincido con otro pensamiento de Macron: dice que “No hay paz (que no puede haberla) si no se respeta la soberanía nacional y la integridad de las fronteras”; concuerdo también con que existen tendencias extremas y demagógicas que buscan alcanzar el control político (lo cual, tampoco es malo en sí mismo), lo grave –lo realmente pernicioso–  es cuando esas facciones no se contentan con tener solo el control, pues lo que quieren realmente es el control total. Un defecto de ese tipo de nacionalismo es pensar que lo bueno es siempre mérito de sus dirigentes, y que lo malo sucede por culpa del Estado o del centralismo.

 

La experiencia europea invita a pensar en la unidad política de América Meridional; claro que las circunstancias son disímiles, pero nos aproxima el hecho de que los dos aspectos, país y nación, complementan el concepto integral del Estado. Esa tesitura nos obliga a ser rigurosos y nos demanda, además, la necesidad de convocar a una verdadera identidad regional. La unidad latinoamericana es una aventura que debe intentarse en un marco de autonomía y libertad, jamás encorsetada en el mezquino molde de las ideologías. Debemos tratar de construir juntos, respetando nuestras tradiciones y diferencias, intentando encuadrarnos siempre en un objetivo que sea factible y basado en el interés común. En proponernos una nueva narrativa”, como lo expresa el mandatario francés.


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21 febrero 2023

Unos frutos exóticos

Tiene algo de exótico eso de saborear la vida en otras latitudes o, como fue mi caso, en otras “longitudes”. Hay muchas diferencias en las culturas asiáticas: tienen otras costumbres y valores. Hay en Asia Oriental una forma de pensar distinta; sospecho que su gente no ha estado sujeta a ciertos prejuicios. Hay actitudes hacia el sexo que han determinado otras formas distintas de comportamiento. Hay otros paradigmas que los hacen más sabios y tolerantes; quizá ello aporte a que allí exista un más acendrado espíritu de comunidad, a que se disfrute en forma más natural lo que nos regala con casualidad la vida, sin tener que acudir al disimulo gazmoño. No es que sean “más modernos”: su desarrollo cultural es la respuesta a las enseñanzas de un tiempo milenario. 

Otro asunto fascinante es el disfrute de otros sabores. Hay otras especias y frutos distintos; incluso, maneras de servirse que son diferentes. En Corea y Japón, sorprende el disfrute de los frutos marinos (aunque es más “picante” la cocina peninsular). Más hacia el sur, en el Sudeste Asiático, se exacerban las diferencias en la sazón y surge un disfrute adicional: la sorpresiva variedad de frutas tropicales, muchas desconocidas (o no tan disfrutadas) en nuestros países. Tal vez no haya en el mundo mangos más grandes y sabrosos que los que produce Pakistán.

 

Existen frutas como el durian, el lichi, el longan o el rambután que, aunque han empezado a cultivarse en América, allá se exhiben en forma regular, si no preponderante. Hay productos presentados con otra apariencia o servidos en forma distinta. Abunda la fruta estrella, la del dragón (pitajaya), la de la pasión (maracuyá), todas preparadas en formas que excitan los sentidos y hacen de su disfrute una actividad sencilla y agradable. Esta vez quiero compartir una interesante información relacionada con la pasionaria o fruta de la pasión, que me ha llegado en la página de Ricardo Soca, dedicada al curioso origen que suelen tener algunas palabras:

 

“La pasionaria es una flor americana, conocida en el Cono Sur por su nombre indígena de mburucuyá o, en Brasil, por el de maracujá. Una leyenda indígena cuenta que Mburucuyá era una joven blanca, que llegó con su padre —un capitán español— al Virreinato del Río de la Plata, donde se enamoró perdidamente de un muchacho guaraní. Mburucuyá no era, por supuesto, su nombre español, sino el apodo que le daba tiernamente su amado. El capitán no aprobó la pasión de su hija y asesinó al joven indio. Desesperada, Mburucuyá tomó una de las flechas de su enamorado muerto y se la clavó en el corazón. A medida que se escapaba la vida de su cuerpo, la pluma de la flecha se iba convirtiendo en la primera flor de mburucuyá, que dio origen y nombre a esa especie botánica.”

 

“Hasta aquí la leyenda, pero lo cierto es que al llegar los jesuitas a América, observaron que la flor de mburucuyá tenía tres estambres —que identificaron con los clavos de Cristo—, cinco pistilos —en los que vieron sus cinco heridas— y una corona de filamentos —que hicieron corresponder con la corona de espinas—. Por esa razón, la llamaron en latín Flor passionis y en español, pasionaria, nombre por el cual son conocidas fuera del Cono Sur tanto la planta como la flor del mburucuyá. El nombre español del mburucuyá es, pues, de origen religioso y no tiene ninguna relación con la trágica pasión del romance de la joven blanca y su amante guaraní. En inglés, la flor es conocida como passion flower, y el fruto, como passion fruit.”

 

Yo era todavía un niño cuando Gonzalo Ruales (esposo de mi tía Lucila) dejaba en casa unos canastos tejidos de mimbre, repletos de frutos del Oriente. Allí se daban en forma generosa y silvestre. Destacaban los limones y palmitos y, ante todo, el maracuyá, una fruta que, cuando llevaba a la escuela, despertaba la curiosidad de mis compañeros y aun de mis maestros. Se decía que era originaria del Brasil; se hace inevitable apreciar su parecido con la granadilla (son “primos”): crecen en una vid o enredadera similar, sus flores y frutos se parecen; se distinguen por su tamaño y color. La granadilla es más dulce, aunque sin ese sabor ácido y astringente del maracuyá.

 

El maracuyá es fruto de la passiflora edulis, planta trepadora americana; es una vaya de color amarillo y recibe una variedad de nombres: mburucuyá, pasiflora, chinola o parchita; su nombre procede del tupí brasileño. La granadilla es de color anaranjado, tiene semillas comestibles y una pulpa más dulce; la planta se conoce como passiflora ligularis y a la flor como “la de las cinco llagas”. Ambos son ricos en vitaminas A y C; son antioxidantes que fortalecen el sistema inmune, reducen la inflamación y estimulan la producción de colágeno para la piel; tienen un alto contenido de fibra, lo cual ayuda a regular el sistema tracto digestivo. Este es un tema realmente “apassionante”.


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17 febrero 2023

Equívocos y significados

Existen palabras equívocas, se escriben y pronuncian igual pero tienen distinto significado. Piénsese en “cura” por ejemplo, quiere decir el remedio o la acción de sanar y también el personaje religioso; o, “capital” con el sentido de suma de dinero o de entidad geográfica; o, ¿por qué no? “vela”, de la conjugación del verbo velar o la pieza de esperma para alumbrar; o, incluso, el trozo de lona que impulsa un barco. Hay también “equívocos etimológicos” cuando en el interés de traducir un término de otro idioma, sin atender a su real significado y sin la debida prolijidad, se adopta un vocablo con solo atender a su proximidad semántica.

 

Esto pudo haber ocurrido cuando se tradujo la expresión “Altes Mittelalter”, del alemán, y se adoptó el adjetivo “alta” para identificar una etapa histórica de la Edad Media: la Alta Edad Media (“alt” quiere decir viejo en el idioma teutón). Inofensivo como parece, esto ocasionó una comprensible confusión. En efecto, si comparamos años como el 800 y el 1200, ¿cuál pudiera pertenecer a la Alta Edad Media? A juzgar por el guarismo, probablemente el 1200 se nos ocurra “más alto”. Por el contrario: si revisamos el texto físico, vamos a comprobar que el mismo sigue un orden cronológico (de antes hacia después); por lo tanto, lo anterior iría primero, es decir “más alto” (o más arriba lo más antiguo). A estos factores pudiera deberse que el uso del término pudiera parecernos tan equívoco.

 

Lo mismo sucede cuando hablamos de Alto (o Bajo) Imperio. De modo que, para tener claro (cuando nos referimos a las edades históricas), solo hace falta relacionar alta con anciana o antigua; y baja para expresar una etapa histórica considerada como más nueva o menos vieja. Ya en la práctica, la Edad Media (para Occidente) va desde la caída del Imperio Romano (deposición de  Rómulo Augústulo, en el año 476) hasta la toma de Constantinopla por los turcos otomanos en 1453 (favor ver Itinerario Náutico de 25 de enero de 2022). Esta fecha se relaciona también con la de otros dos acontecimientos históricos: el invento de la imprenta y el final de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra. Para algunos autores, sin embargo, la Edad Media terminaría con el Descubrimiento de América en 1492.

 

No obstante, el concepto de Edad Media es una interpretación europea y, si se quiere, árabe o del Medio Oriente; hablar de Edad Media es un convencionalismo de carácter europeo y mediterráneo; no  aplicable para el Lejano Oriente: China o Japón, por ejemplo. Ahora, para el caso de situar un determinado episodio histórico, ya sea en la Alta o Baja Edad Media, el punto de referencia es el año del primer milenio: el año 1000 d.C. En otras palabras, la Alta Edad Media iría desde el siglo V hasta el X, y la Baja desde el XI al XV. Es bueno también señalar que para algunos autores hay una forma de clasificación, que incluye una cláusula que va entre las dos edades y que estos denominan “Plena Edad Media”. Aquí hay que tener un poco de cuidado, pues no es lo mismo que decir: “en plena” Edad Media.

 

Cuando se dice Plena Edad Media se utiliza el adjetivo con el sentido de cima, punto máximo o intermedio. No obstante, pleno es otro término también un tanto equívoco; si no, nótese, como ejemplo, ¿a qué parte del vuelo nos referimos si expresamos: “experimentaron severa turbulencia en pleno vuelo”. Aquí no se tiene claro –para usar fraseología aeronáutica– si dicha turbulencia ocurrió al principio, en el medio o al final del crucero (antes del descenso). O qué tal esta otra: “lo despertaron en pleno sueño”… ¿Hablamos de las once de la noche, de las tres o las cinco de la madrugada?

 

Vamos a coincidir en que “pleno” es hoy en día un vocablo bastante abusado; puede significar cualquier cosa, buena o mala. La gente lo usa en forma coloquial con el sentido de súper, brutal o espléndido…no solo con el de completo, lleno o entero. Resulta curiosa la aplicación de estos términos para referirse a algo que alcanza plenitud. No es lo mismo decir que se ha efectuado un viaje “pleno” (“plenazo” dirían los jóvenes) o que “robaron a plena luz del día”. Ni qué decir: que la Asamblea se ha reunido en Pleno…

 

Quizá se nos quede una última inquietud en el tintero: ¿es correcto decir “el” Alta Edad Media, o se debe decir “la” Alta Edad Media?… He descubierto que la norma para utilizar el artículo (el o uno) para el singular de las palabras de género femenino que empiezan con “a” tónica, solo es válida para los sustantivos, no para los adjetivos. Se dice el área, el aguja, el abeja, por ejemplo (pero las áreas, las agujas o las abejas). Sin embargo, la regla no se aplica para los adjetivos: “ la chica de la izquierda es mi hija, la alta”; o también: “el cisma ocurrió durante la Alta Edad Media”. 

 

Así que, no equivocarse… ¡Y, muchas gracias por volar en Ecuatoriana!


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14 febrero 2023

De relojes y “temporales” aficiones

Tengo un recuerdo algo brumoso del que fuera mi primer reloj de pulsera; no recuerdo su marca, ni si fue automático: pudo haber sido un Bulova o tal vez un Omega, marcas entonces populares. Lo que sí recuerdo con nitidez es que me lo compraron un sábado –eran días previos a la Navidad–, pude haber tenido diez u once años (conjetura que respaldo en que similar asignación favoreció también a mi hermano Luis Eduardo). Fue el regalo sorpresivo que nos hizo papá en esa Navidad. La tienda, que también hacía de óptica y joyería, quedaba a pocos pasos de la Plaza del Teatro, en la intersección de la Guayaquil con la Esmeraldas.

 

No creo que el cacharro duró mucho tiempo, terminó en manos de un ratero que me timó en forma artera una tarde de cuya ocurrencia no quiero acordarme (¿qué puede haber más infame que engañar y robar su más preciada posesión a un ingenuo chico de escuela?). Sucedió en uno de los días previos a las vacaciones de verano. Otro de mis hermanos, habría de pasarme el suyo para que pudiera reponerlo, en gesto que, intuyo, tuvo más de piedad que de generoso intento. Este era un Longines (el primero de los dos que habría de tener) y lo portaba con orgullo; su grosor era tan reducido como el ancho de una moneda; su pulsera era asimismo de material y diseño tales que hacían parecer que aquella era parte integral de ese prodigioso artilugio de color dorado que no hacía otra cosa que medir el tiempo.

 

Ya convertido en aviador, imberbe piloto pero aviador al fin, me aficioné por uno de esos adefesios que los noveles aeronautas están persuadidos que “deben” llevar los pilotos, uno de esos armatostes cuya esfera era más ancha que la sección de la muñeca que iba a hospedarlo. Tenía “tacómetro”, supuestamente medía la velocidad y disponía  de cronómetro… Tuvo una duración inferior a la novelería que tuve por adquirirlo; lo descubrí una tarde en el ventanal de la única relojería que había en el pueblo fantasma donde estudié para piloto: una apacible y tediosa aldea costera a la que mis compañeros llamaban “Zero” Beach, para insinuar que era exiguo lo que podía ofrecer…

 

Sería ya en Singapur que no transigí a la costumbre de mis colegas de “aprovechar” las ofertas del sindicato para adquirir relojes de marca, mediante la concesión de cómodas cuotas y precios reducidos; todo respaldado en la inminente participación de utilidades que anualmente allí se concedía. Al final, aquello tal vez nos produjo una contagiosa codicia que terminó por hacernos propietarios de incipientes colecciones de medidores del tiempo, dueños de redundantes aparatos por el solo prurito de “también tenerlos”, pulsión que entonces imbuía a todo el gremio. Aun así terminé convertido en coleccionista “amateur”, vocablo poseedor de una contradictoria etimología.

 

Amateur es palabra curiosa, viene del francés, que también inventó la voz amateurismo; deviene a su vez de la palabra latina por amante (amator), origen que nos induce a suponer que se refiere a quien “efectúa una actividad impulsado por afición, no por dinero”. No obstante, puede significar conceptos no solo diferentes sino antagónicos, para identificar a quienes hacen algo por placer o son inexpertos en una determinada actividad u oficio. Así, puede referirse a quien ejecuta una tarea sin cobrar o significar lego, principiante, no especializado  o diletante (aquél que alardea que conoce de algo para de ese modo medrar de su prestigio). En efecto, usado como adjetivo pude ser sinónimo de neófito, de inepto y hasta de incompetente.

 

La Sociedad Real de Gran Bretaña (una institución científica) siempre ha incorporado “caballeros aficionados”, otro motivo para que la ciencia llegue a donde ha llegado. Ejemplos: Isaac Newton o Francis Bacon. Amateurs fueron sabios de la talla de Mendel, Marconi o Pierre de Fermat, genial matemático conocido como “príncipe de los aficionados”.

 

La pasión por la horología es solo comparable a la que pudieran provocar los instrumentos de navegación. Yo siempre soñé con adquirir algún día un “reloj de abuelo”; al principio uno no sabe cómo hacerlo funcionar ni cómo ajustarlo (ni siquiera cómo darle cuerda); pero termina convertido, en pocos días, en todo un experto, uno que quiere dar consejos a todos los ilustres noveleros que en el mundo han sido, cual especialista reputado… Ahí está mi flamante Howard Miller con sus esferas y mecanismos, sus pesas impulsoras y martinetes de campanario. Ahí está, con su caprichoso péndulo, sus lúbricas poleas, sus advertencias de lo nunca recomendado. Todo un exclusivo “know how” que nos convierte en improvisados reparadores de clepsidras, en avezados relojeros. Pero amateurs, tan solo aficionados…

 

Extraña moneda es el tiempo; mientras todos la gastan y muchos la desperdician, nadie la puede guardar”. No deja de ser una ironía que la otra palabra en inglés para reloj sea time keeper, literalmente guardián de tiempo”...


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12 febrero 2023

Llueve

¿A quién puede gustarle que llueva? Cuando era piloto, era la lluvia la que desquiciaba los itinerarios; no en vano contribuye a lo que los meteorólogos llaman, no sin razón, “mal tiempo”. Nada poético hay en “ver llover”; si no, pregúnteles a los golfistas: la lluvia significa otro sábado perdido, uno “para quedarse en casa y treparse las paredes”, como con humor no exento de guasa imprecaba un ocurrido compañero… A nadie le gusta que llueva; quizá la única persona que se sale de ese esquema sea mi siempre sacrificada mujer, pero le entiendo: si no llueve deja de estar verde el jardín. Claro que si es sábado, y esperamos amigos, la cosa cambia: si hay amenaza de lluvia y el ambiente se torna sombrío y taciturno, ella también…

 

Nada hay más de mal augurio que el hecho impersonal de que llueva. Por eso, nunca entiendo qué de poético encuentran los nostálgicos en aquello de “ver llover”… A veces me pregunto si esto tiene algo que ver para que llover sea uno de los verbos más mal conjugados que existen en nuestro idioma; con frecuencia la gente confunde llover con lluvia y escoge un resbaloso gerundio, uno con el que de verdad derrapa, y dice que está “lluviendo”, palabreja que es ipso facto rechazada por mí discriminatorio corrector. Por manera que, insisto, no veo qué de poético tiene eso de ponerse a admirar cómo cae la lluvia, que lo único que hace –si tal vez– es impulsarnos a volver a la cama y esperar hasta que deje de jarrear.

 

Por esto me parece insólito –y no se diga contradictorio– que la música popular (¿no será por eso que se llame así?) esté llena de canciones que hablan de la lluvia o de ver llover. Ahí les dejo unos pocos ejemplos; no me vayan a tildar de “quisquilloso”. Nada de “tiquismiquis”, la música popular es toda una oda, una desquiciada apología de la suerte que tenemos de poder asegurar un incesante regadío… “Y la lluvia caerá, luego vendrá el sereno”; “Llueve, detrás de los cristales, llueve, llueve”; “Llueve…”; “Esta tarde vi llover”; “Hoy corté una flor y llovía, llovía”, etc., etc.

 

Sí, todo el tiempo, y por todas partes, llueve y llueve. Llueve sin parar, llueve.

 

Los Iracundos – “La lluvia caerá”

 

El mundo está cambiando (Ah, ah, ah, ah)

Y cambiará más (Ah, ah, ha, ah)

El cielo se está nublando (Ah, ah, ah, ah)

Hasta ponerse a llorar

Y la lluvia caerá (Ah, ah, ah)

Luego vendrá el sereno (Oh, oh, oh, yeah)

 

Joan Manuel Serrat – “Llueve detrás de los cristales”

 

Llueve

Detrás de los cristales llueve y llueve

Sobre los chopos medio deshojados

Sobre los pardos tejados

Sobre los campos llueve

 

Armando Manzanero – “Está tarde vi llover”

 

Esta tarde vi llover, vi gente correr

Y no estabas tú

El otoño vi llegar, al mar oí cantar

Y no estabas tú

Yo no sé cuánto me quieres

Si me extrañas o me engañas

Solo sé que vi llover, vi gente correr

Y no estabas tú

 

Emilio José – “Llueve” … (se omite la letra)

 

En fin, no para la lluvia. No tiene fin. Yo no puedo dormir y, mientras tanto, llueve...


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10 febrero 2023

Un encuentro cercano de otro tipo…

Alguna vez tuve un “encuentro cercano de otro tipo” (ya van para cincuenta años); pero nada tuvo que ver con los escurridizos OVNIS, u objetos voladores no identificados (UFOS, por sus siglas en inglés); realmente, el único encuentro cercano que tuve, de este tipo, fue cuando me enviaron a Roswell, para que convirtieran un Boeing 747-400, que todavía estaba en buen estado, en humildes latas de cerveza. Roswell está situado en la esquina suroriental de Nuevo México; el aeropuerto se encuentra hacia el sur de esa pequeña población, al final de una calzada larga que se llama (cómo no adivinarlo) Main Street, o Calle Principal. En efecto, no solo es la principal sino –como lo recuerdo– la única calzada, en ese pueblo nostálgico, que merece el calificativo de calle.

 

Pero, como cuento, mi otra experiencia, post–adolescencia, fue de otro tipo; de uno más bien gastronómico–amatorio… Fue la primera vez que llegué a estar neciamente convencido de que venía siendo hora de que tenía que casarme. Pero, como hoy cavilo, fue una buena experiencia, una especie de curso introductorio a la enigmática condición de estar enlazado (¡qué término tan expresivo!). Recuerdo de tarde en tarde a la interfecta, una agraciada muchacha de porte esbelto y sonrisa azorada (utilizo el vocablo de interfecta, no con el sentido de quien fallece en forma violenta, sino de alguien de quien hablamos). Y reconozco que, cuando la recuerdo, es porque mi memoria me conduce hacia algo que de veras hecho de menos: la delicada cultura gastronómica que había en su casa.

 

Su padre había nacido, no recuerdo bien, si en Asti o la Lombardía, pero nadie –ni él mismo– hablaba italiano en su casa. Lo que –cosa curiosa– se mantenía en su hogar, con fiel y sumiso cumplimiento, eran los sabores, ritos y tradiciones de la comida italiana. Casi podía decirse, y lo digo con respeto, que “íbamos por las chicas (había solo mujeres) pero regresábamos por el refrigerio”. Tengo la impresión de que era en los domingos que, los que habíamos obtenido el reconocimiento como “aplicantes”, esperábamos con fruición el participar de un comedor que se convertía en conventual refectorio. ¡Qué abundancia de manjares! ¡Qué variedad de viandas y qué sabores!

 

Yo había nacido ya con cierta “propensión” hacia los fideos, pero fue en edad pre-escolar, mientras habíamos ido de visita a Guayaquil, que descubrí que esas tiras hechas de harina que en mi casa llamaban “espaguetis” se identificaban en los negocios porteños con el peculiar nombre de “tallarines”. Desde entonces, y con la sola excepción de mi mamá, nadie ha logrado descubrir que ese es mi plato favorito (y eso que no lo guardo como secreto). Es probable  que la cocina italiana sea la preferida para la mayoría de las personas; sin embargo, no siempre seguimos las normas de una cultura culinaria que nos es tan agradable, a la vez que tan sencilla; pero, como podíamos haber dicho en una entrada anterior: “En Roma hay que hacer como los romanos”. Donde fuereis haced lo que viereis.

 

La comida típica de los distintos países obedece, como es lógico, a ciertas costumbres y tradiciones. Del mismo modo, y casi sin que nos demos cuenta, deformamos esas costumbres cuando queremos intentar la cocción de idénticos platos y sabores; esto se debe a que disponemos de otros ingredientes, a la distinta forma de sazonar que tenemos y a que tratamos de adaptar la cocina, sin siquiera advertirlo, al gusto local. Por eso, y en particular con la comida italiana, hay que tomar en cuenta ciertas normas para evitar que un determinado plato termine siendo solo una mala imitación. Así por ejemplo, la pasta se sirve sola en Italia, se la adereza pero no se la sirve junto a la proteína; si nos sirven pan, no se lo debe combinar con la pasta (no se recomienda ingerir un almidón con otro más). Por esto, si uno va a Italia, no espere que le sirvan “pasta al estilo americano”, espagueti con “meat balls” por ejemplo.

 

Los italianos respetan una serie de reglas básicas que de ninguna manera conforman un catálogo o vademécum: no se debe combinar queso con pescado, ya que al hacerlo se deja de aprovechar el sabor de los frutos de mar que es dominado por el gratinado; no utilice el cuchillo para cortar el fideo (ni siquiera lo troce para cocinarlo), acostúmbrese a enrollar la pasta con el tenedor y, si cree necesario, apoye el tenedor en la cuchara. No se estila tomar capuchino después del desayuno, está bien solicitar un “macchiato”, que es en realidad un expreso apenas pintado (se entiende que la leche interrumpe la digestión de los alimentos). En Italia no se comen huevos en el desayuno ni se pide salsa (“dressing”) para las ensaladas; normalmente le ofrecen aceite y vinagre balsámico. No pida sodas o refrescos carbonatados, a menos que sea una pizza… Finalmente, recuerde que la salsa César (Caesar salad) no fue inventada por italianos (fue un mejicano llamado César). Así que, cuando vaya a Roma, solo haga como los romanos.


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07 febrero 2023

De "vuelta" a Roma

Gracias a la generosidad de mi amigo Popoyo he terminado de leer “Roma soy yo”, primera novela de la nueva saga de Santiago Posteguillo. Pero, quizás me expreso mal, pues es gracias a que recibí la obra como inesperado obsequio que la he terminado de leer y que hoy la puedo comentar. No ha sido la primera novela que he leído del escritor español, que debe andar en los 55 años y cuya primera obra publicada fue la trilogía relacionada con Escipión el Africano. Luego vendría otra trilogía que gira alrededor del emperador Trajano, de origen hispano, y finalmente otras dos obras que están relacionadas con Julia Donna, la esposa de Septimio Severo. “Roma soy yo” es el primer libro de una sega de varios tomos que habrá de publicarse en doce años; se relaciona con la vida de Julio César.

 

Posteguillo no es historiador, es filólogo y lingüista. A veces se me hace difícil distinguir si estas novelas llamadas históricas, o biográficas, son realmente eso, o si más bien son historias noveladas. Creo que es preciso conocer un poco de  Historia (así, con mayúscula) para ubicarse mejor y, en lo posible, poder distinguir la ficción de la estructura histórica en la que se basa la trama. Roma es una ciudad fascinante, repleta de historia, fue parte de mis destinos cuando estuve asignado al Airbus A-340 y su nombre tiene un interesante origen y significado: estaría relacionado con el mito germinal de Rómulo y Remo. Roma es palabra etrusca que significa ubre y pudiera venir del griego con el sentido de fuerza. Para algunos el término haría referencia a la forma de sus dos colinas: el Palatino y el Avertino.

 

No quisiera ser un “spoilrer”, es decir alguien que estropea o arruina la futura lectura que planea el lector, anticipando parte de la trama; así que solo diré que, en esta primera parte, el libreto trata de los primeros años de Julio César, la pesada mochila que debe sobrellevar como sobrino de un importante tribuno, Cayo Mario, enfrentado con el dictador Lucio Cornelio Sila; su formidable trabajo como joven acusador (tenía 23 años) del corrupto funcionario Dolabela; su exitosa gestión diplomática cuando fue alejado de Roma; y su inesperado triunfo estratégico en la batalla de Mitelene (si a una improvisación puede darse el nombre de “estrategia”).

 

Dicen que Roma es una ciudad a la que siempre se vuelve… Así que, ¿para qué dejarnos invadir por la nostalgia? A fin de cuentas, “Roma no se construyó en un día” (cómo olvidar que “todos los caminos conducen a Roma”). Tuve la privilegiada fortuna de no solo haber estado un sinnúmero de veces en Roma, sino que un día me hice el especial propósito de ir conociendo (así en gerundio) todos los primorosos pueblitos que rodean a la “ciudad eterna”, los “Castelli Romani” (los “Castillos Romanos”), y puedo decir que he estado en Ariccia, Frascati y Grottaferrata; en Albano Laziale, Ciampino y Castel Gandolfo. A todos los visité y “los viví” cual si fuese un romano más, tomando el tren en la estación en Términi y disfrutando de sus callejas y de su campiña.

 

Ya que lo mencioné, hoy deseo hablarles de Mitelene. En “Roma soy yo” se glosa el poema de un personaje a quien se conoció como Safo de Mitelene (Sappho en latín); poeta muy reconocida en la antigüedad (realmente una poetisa que había nacido en la isla de Lesbos). Safo habría nacido en Éresos, ubicada en el lado occidental de esa isla que tiene una forma triangular, con dos bahías, y que, a pesar de estar situada junto a la actual Turquía, al igual que lo están Quíos o Rodas, pertenece a Grecia. Safo fue conocida por su nunca escondida bisexualidad; de hecho su nombre ha dado lugar a la creación del término safismo que, al igual que lesbianismo identifica a esa opción femenina. Esta última palabra, lesbianismo, debe su origen a las actividades de Safo y sus discípulas que estudiaban en la isla. Sin embargo, el gentilicio de los habitantes del lugar no es el mencionado; se los conoce como lesbias o lesbios.

 

Lo que ocurría en Lesbos en el siglo VII a.C. o, en las premisas dirigidas por la reconocida poetisa, es un asunto que siempre ha sido incomprendido e, incluso, perseguido y hasta castigado. En nuestros días se va reduciendo tal intolerancia; se ha pasado a reconocer la opción como algo diferente o atípico. Como algo que está en la naturaleza...

 

Ahora sí, de vuelta al título de esta entrada, ruego que se me permita una pequeña digresión (voy a apartarme un poquito del tema), pretendo referirme al vocablo “vuelta”, cuyo uso incorrecto, de acuerdo con C.J. Córdova, con el sentido de “otra vez” o “nuevamente”, no solo sería desusado sino incluso vulgar. Otros diccionarios lo mencionan también como ecuatorianismo, con el sentido de la locución adverbial “en cambio” o, también, con el de “por el contrario”.


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