30 enero 2024

¡Ojo, se vienen curvas!

Cuando escribo estas notas, que me resisto a llamar “artículos”, no siempre se me ocurre un título desde el principio. Al no estar seguro, a veces opto por un título temporal y dejo, con el desarrollo del tema, que algo que surge en el transcurso se convierta en el título definitivo. Así, en este caso, como la idea era efectuar una advertencia, a modo de prevención, respecto a los riesgos que pudieran estar escondidos detrás del brutal avance que hoy tiene lo que se ha dado por llamar inteligencia generativa o artificial (IA), se me habían ocurrido expresiones como “Ojo, derrumbes”, “Cuidado, resbaloso si mojado” o, incluso: “Atención, perro bravo”.

Aquello de ‘perro bravo’, parecería embozar una falsa amenaza. Quizá se lo tomó prestado del inglés (Warning, beware of dog); aquello parece más bien denunciar que el propietario solo intenta asustar a los amigos de lo ajeno, a aquellos que pudieran pensar –a su vez– que el rótulo se habría ideado no solo porque el can hubiera resultado manso, sino –a lo mejor– porque el sabueso ni siquiera hubiese existido… Ahora bien, y ya entrando en materia, quiero comentar que resulta imperativo estar advertido de los efectos que pudiera tener el avance tecnológico frente a conceptos básicos de protección de una obra creada, tales como: autenticidad y derecho de propiedad.

 

Cuando se habla de IA, resulta pertinente aclarar si hablamos de una verdadera “inteligencia” o si solo utilizamos un eufemismo, si no estamos hablando de un “artificio intelectual”. Ya, en una nota previa, expresé si no mis reticencias, al menos mis recelos y temores frente a esa avalancha que va a competir con la inventiva y la creatividad. ¿Es ello realmente “inteligencia”?, o solo estamos frente a un artilugio postizo que, aunque lo aceptamos por su potencial, no cumple con las premisas deontológicas de originalidad, autenticidad y responsabilidad. No voy a negarlo: soy de aquellos que piensan que lo artificial incita pero no inspira; relaciono lo artificial con lo superficial, y todavía veo en ello –en lo superficial– ausencia de auténtica responsabilidad.

 

Para empezar, sería interesante convenir en si ese nombre, el de “inteligencia artificial” es el adecuado. Veamos: el diccionario define inteligencia como la ‘capacidad de entender o comprender’; y establece como sinónimos los siguientes: entendimiento, intelecto, talento, raciocinio, conocimiento, ingenio, pensamiento, razón, perspicacia. Por su parte, y respecto a aquello de ‘artificial’, el mismo documento –en su acepción 2– expresa: “No natural, falso”. Además, señala como sinónimos los que siguen: “artificioso, falso, ficticio, fingido, espurio, postizo, engañoso, ilusorio, sintético”… Pero –ojo– también establece algo concluyente: señala como antónimos (es decir, como términos contrapuestos) los que siguen: “natural, auténtico, genuino”…

 

Por su lado, el DRAE define “inteligencia artificial” como: “Disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana, como el aprendizaje o razonamiento lógico”. Con estas premisas, podremos entender porqué van surgiendo, cada vez, más preocupaciones relacionadas con el raudo impulso de la IA. Si bien una de las mayores inquietudes parecería estar relacionada con el aspecto laboral –que involucra a escritores, diseñadores y artistas–, se anticipa que esta agresiva revolución tecnológica pudiera generar serios conflictos relacionados con la autenticidad, la propiedad intelectual y la compensación por el uso de la información en la que se sustenta.

 

De antemano se avizora una desigual batalla para proteger la propiedad intelectual, una cuyo primordial propósito no será defender unos puestos de trabajo, sino proteger la iniciativa requerida para ejercitar la imaginación y la creatividad. La propia actividad académica se vería afectaba en sus programas de investigación y carácter científico. Ya no se trata solo de un asunto de legalidad, no se diga de sentido moral, sino del debilitamiento del acicate para lo original y auténtico. Hace falta, por lo tanto, un código que incluya consentimientos (permisos de autoría), compensación adecuada (derecho de propiedad) y respeto al genuino esfuerzo creativo. Se hace indispensable, entonces, un franco proceso de regulación (permisos, disposiciones, salvaguardas), para que la IA no se convierta en copia contumaz y artificiosa o en método para legitimar “creaciones” espurias o engañosos fraudes normalizados.

 

Estamos frente a un ‘lienzo en blanco’, un territorio ignoto (uncharted territory) que espera ser mapeado. Se trata de una encrucijada especial, sobre todo para sectores como la salud, el medio ambiente, la energía o la transportación. Hay mucho por prevenir y, claro, bastante por legislar y reglamentar.


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27 enero 2024

Un vecino extraño *

 * Escrito por Eva Villaver para El País de España (reeditado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico)

Imagine un planeta sin estaciones, ahí dos años transcurren en tres días y la luz nunca llega a los polos. Allí, cada tres meses (terrestres) alternan temperaturas tan altas que pueden fundir el plomo y tan bajas que congelan el metano. Piense ahora cómo sería contemplar desde ese lugar tan extremo una puesta de sol en la que nuestra estrella se sumerge en el horizonte para un momento después volver hacia atrás, como si alguien hubiera apretado el botón de rebobinado, para un día o dos después desaparecer normalmente en el ocaso del oeste.

 

Ese planeta tan extraño está aquí al lado y se llama Mercurio. La estrella protagonista de esos atardeceres es el Sol y ese planeta viaja a su alrededor más rápido que cualquier otro objeto del sistema solar: completa una órbita completa cada 88 días. Mercurio es muy brillante, pero debido a su proximidad con el Sol es muy difícil de estudiar y, por eso, no se lo conoce bien.

 

Mercurio se mueve muy rápido en el cielo y es muy pequeño. En la Grecia antigua se asoció su papel con el del mensajero que comunicaba y ponía en contacto a los dioses. Mercurio toma su nombre del dios romano de los tenderos y comerciantes, y también de los ladrones y embaucadores. Está relacionado con el dios egipcio Thoth y con el nórdico Odín; ocupó un lugar muy destacado en la cultura maya. Toda esta relevancia mitológica y cultural solo expresa algo muy sencillo: es un objeto harto prominente en el cielo nocturno.

 

Mercurio gira muy despacio, por eso sus días son tan largos: uno de sus días equivale a 58,6 días terrestres. Su año, que dura 88 días terrestres, es muy corto, por algo es el planeta más cercano al Sol. No tiene su periodo de rotación sincronizado con su periodo orbital, como ocurre con la Luna, pero estos periodos son parecidos, ello se conoce como un acoplamiento 3 por 2. Esto quiere decir que por cada vuelta alrededor del Sol (periodo orbital) Mercurio rota una vez y media alrededor de su eje; así que no tiene un lado del planeta siempre mirando al Sol y el otro en completa oscuridad pero los periodos de luz y oscuridad son muy largos.

 

Mercurio se mueve con una órbita elongada a una distancia promedio de 57,9 millones de kilómetros alrededor del Sol. En órbita tan elíptica, siguiendo la segunda ley de Kepler, su velocidad cambia mucho en sus puntos más extremos. Por eso, cuando Mercurio está en el perihelio, el punto más cercano al Sol en la órbita, se mueve a una velocidad de 59 kilómetros por segundo (por comparación la Tierra lo hace a 30). Fue precisamente la medida del avance del perihelio de Mercurio una de las claves para probar la teoría de la relatividad.

 

En Mercurio amanece por el este y anochece por el oeste, como en la Tierra. Pero una vez al año, cuando pasa por el perihelio, el movimiento orbital sobrepasa la rotación del planeta y ese día el devenir del Sol se interrumpe; es, en ese punto, es cuando se pueden contemplar tan extraños atardeceres. El Sol se detiene en el cielo y se mueve hacia atrás para retornar a su ritmo normal a medida que desciende la velocidad del planeta al desplazarse en su órbita.

 

Como Mercurio está más cerca del Sol, la luz que le llega es siete veces más intensa que la de la Tierra, y tiene tres meses para calentar su superficie. El planeta gira muy despacio y, como consecuencia, las temperaturas son demasiado altas, alrededor de 420 grados, que podrían fundir el plomo. Del mismo modo, el tiempo que transcurre desde que se pone el Sol hasta que vuelve a salir es de otros tres meses de completa oscuridad, que enfrían el planeta hasta temperaturas inferiores a –170 grados, que congelan el metano y el dióxido de carbono.

 

Mercurio no tiene estaciones, gira sobre su eje casi en forma perpendicular a su órbita; esto implica que, en las regiones polares, el interior de los grandes cráteres está siempre a la sombra; uno de los grandes misterios que está por resolverse es determinar si ellos contienen azufre o hielo. Este pequeño planeta tiene un campo magnético similar al nuestro, solo que con menor fuerza, esto es único entre los planetas rocosos del sistema solar porque, al igual que la Tierra, tiene un campo magnético auto-sostenido. El porqué para que ambos planetas tengan un campo magnético –y Venus, Marte y la Luna no– es algo todavía inexplicable. Mercurio esconde interrogantes que ciertas misiones espaciales conjuntas aún están en camino de descifrar.


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25 enero 2024

Despedida a Raúl Cruz Llaguno *

…Voy a tratar de ser sucinto y breve; como él mismo gustaba serlo. En ello, creo que nunca le pudimos superar…

Hacia fines del siglo XIX un autor irlandés, Oscar Wilde, escribió una pequeña obra de teatro que se tradujo al español como La importancia de llamarse Ernesto **. Fue por lástima una traducción inexacta… No solo que Ernest y earnest son dos vocablos distintos (sin embargo de que suenen parecido, pues son homófonos), sino que ese título en castellano no recoge la intención del escritor que lo que quiso, en realidad, fue dar mérito a “La importancia de ser serio”... “Earnest” quiere decir confiable, formal, serio; todo lo que Raúl sabía ser, aunque él lo hacía con elegancia y discreción. Raúl era el epítome de la integridad, un hombre honesto y cabal. Ese era su auténtico valor moral.

 

Curiosamente, Wilde sentenció en algún otro momento algo contradictorio, dijo que: "La vida es una cosa demasiado importante como para ser tomada en serio"... Imagino que tal vez quiso referirse a las vicisitudes cotidianas o a los problemas que nos abruman, o –¿quién sabe?– a la fugacidad de la vida, porque es justamente en atribulados y difíciles episodios, como el de éste momento, cuando asistimos a una triste despedida, que confirmamos que en la vida hay asuntos demasiado trascendentes como para no saberlos tomar con la debida seriedad.

 

Conocí a Raúl gracias a ese juego elusivo que es el golf, un entretenimiento que yo mismo a veces me cuestiono si en realidad es un deporte, pues en él no se transpira ni tampoco exige esfuerzo cardiovascular; bien visto, ni siquiera creo que en rigor es un juego, porque para hacerlo bien, hay que ejercitarlo como si se tratara de algo de veras serio… nos empeñamos en ejecutarlo con un enorme respeto: requiere de un profundo sentido de honestidad.

 

Y quizá sea por ello que proclamamos que “el golf es una metáfora de la vida”, porque al final no se juega contra los otros compañeros (con nuestros ocasionales adversarios) o contra los elementos de la naturaleza o contra los obstáculos que se presentan en la cancha; y ni siquiera contra la cancha misma… Un poco tarde comprendemos que contra quien de veras jugamos es contra aquel niño díscolo y travieso que tenemos dentro de nosotros mismos; y así es como el golf nos enseña que por superficiales y baladíes que sean nuestros humanos pasatiempos, también hay que saberlos ejecutar respetando unas reglas establecidas y que hay que saber hacerlo empleando un serio y responsable sentido de camaradería y de deportiva generosidad.

 

Raúl no fue lo que llaman “un amigo de toda la vida”, mi amistad viene de quince o veinte años. Fuimos compañeros, pero compañeros de juego; la verdad es que yo era unos pocos años menor a él. Por eso, a veces siento que fue una lástima que no pude disfrutar más temprano de su amistad. Pero, en compensación, fue ello mismo una fortuna (con el amplio sentido que esa palabra tiene, que también quiere decir tesoro y casualidad). Nos hicimos amigos con la madurez para saber apreciar la amistad como algo de veras entrañable, algo que debe honrarse sin subterfugios, sin artimañas ni artificios… y que hay que saberla cultivar con sencillez, desinterés y recíproca integridad.

 

Raúl fue un hombre bueno, era un hombre sencillo y honesto, un amigo sincero y cabal. Si un recuerdo guardaré de su amistad es que irradiaba una luz como la que solo suele prodigar una estrella, pero con una virtud adicional: ese resplandor no solo iluminaba, también regalaba calor y, si uno se acercaba, ese astro luminoso también sabía abrigar…

 

Querido Raúl: estoy aquí para despedirme, para decirte que nos vas a hacer falta y que te vamos a extrañar. Quiero decirte "gracias", desearte un viaje tranquilo y que Dios te bendiga; que Dios bendiga a Liche y a tus hijos. En cuanto a ti… te lo voy a decir “muy en serio”: Oye, Raúl… ¡ya descansa! Sí, mi querido amigo, ¡que descanses en paz!

 

 *    Elogio fúnebre reeditado de una grabación proporcionada.

 ** Existe una versión de Alfonso Reyes; en ella el título es diferente, cambia a La importancia de ser Severo. El nombre ha sido reemplazado para conservar el juego de palabras que el título de Wilde tiene en el idioma original.


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23 enero 2024

Entonces, ¿qué mismo es Literatura?

Ella es nacida en Jakarta –la vieja Batavia– capital de ese enorme país insular que es Indonesia, lugar donde alguna vez vivió su padre (un ciudadano sueco que también residió en Ecuador); responde a un nombre que invita a la ternura: la llaman Chiquita. Ama el arte de la palabra, es ella una suerte de silenciosa enciclopedia y, si no he malentendido, ha dedicado gran parte de su vida a la enseñanza de la Literatura. Basta mencionar el nombre de un autor o título y ella se muestra predispuesta a compartir su prodigioso saber. En ello estábamos, conversando de lo humano y lo divino, cuando se me ocurrió comentar las antagónicas preferencias entre los novelistas británicos Ian L. Fleming y W. Somerset Maugham respecto a cómo debía prepararse un buen Martini.

No bien mencioné a esos escritores cuando ella, en forma discreta pero asertiva, me hizo una ligera observación: “ellos escribieron ficción, no literatura”, me advirtió. “Y, a pesar de que sus trabajos fueron apreciados –y bastante bien remunerados–, en estricto criterio académico, lo suyo no fue literatura, tan solo fue ficción”, remató… Intuí cuál era el meollo de su postura –el viejo debate respecto a los requisitos que debe cumplir una obra para distinguirse como literaria– y opté por inquirir su criterio respecto a lo que ella definía como Literatura. “Bueno… incluye textos que tienen un cierto simbolismo y un tema central –continuó–, su lectura requiere de un breve análisis, son clásicos, cuando los lees sabes que alguna vez los has de volver a leer, que los tienes que repetir”, me respondió.

 

De pronto caí en cuenta de la inveterada costumbre que existe en las librerías y bibliotecas de Norteamérica: aquella de segregar los textos en dos arbitrarias categorías: ficción y no ficción. División que no corre de acuerdo con el anterior criterio, sino que establece una separación entre las obras que surgen de la invención o imaginación; y las relacionadas con hechos o episodios reales, que no se narran o comentan en base a la fantasía, sino que se relacionan con la realidad. Con este criterio, no son ficción las biografías, las obras de historia o de filosofía, los ensayos o los relatos relacionados con hechos puntuales; solo se incluyen obras cuya trama surge de la invención del autor, o son historias noveladas. La selección se realiza sin importar que pudieran existir relatos históricos –como son las crónicas– que pudieran surgir como interpretaciones subjetivas del autor.

 

Hace falta mencionar esta dicotomía porque, bien visto, hay escritores de literatura que se han basado en la ficción (Homero, Cervantes Shakespeare) y hay otros que, aunque se han basado en la realidad (Edward Gibbon, con La declinación y caída del Imperio Romano, es un ejemplo) han creado obras tan bien escritas, y con un lenguaje tan elegante, que se consideran como buena literatura. Esto invita a pensar en que debe existir un método objetivo que permita calificar qué es lo que entendemos por “Literatura”. Una manera de interpretar esa diferencia, lo procura el Canon Occidental, que nos permite identificar el concepto de lo “clásico”.

 

Vayamos por partes… Para empezar, literatura y ficción no son términos contradictorios, no son conceptos opuestos: puede haber Literatura que nace de la ficción (como en el Quijote) o, también, ficción reconocida como Literatura (piénsese en la Divina Comedia). El punto es que, si bien podemos identificar como ficción cualquier trabajo narrativo como las novelas o los cuentos, solo merece el título de “literatura” aquello donde el autor infunde un sentimiento o una emoción especial y crea una memoria y un mensaje duraderos. Como contrapartida, la pura ficción (aquella con un carácter comercial) solo trata de agradar al lector común, a las masas. La Literatura –con mayúscula– es en cambio más amplia, puede ser ficción o no serlo; mientras que la ficción, por su calidad, puede o no ser Literatura.

 

En el Canon se incluyen las obras de Homero o la Biblia; se registran obras de los principales poetas, historiadores y filósofos de la antigüedad; autores a los que se han ido añadiendo los escritores más destacados; o trabajos con un valor estético en el manejo de las palabras. Hay allí una “función poética”, es decir la intención de estilizar el lenguaje;  son obras que se refieren a la condición humana, a los valores que promueven la cultura y el progreso de la civilización, son escritos que nos sirven de inspiración para mejorar nuestras propias vidas y propender al crecimiento de la humanidad; no es literatura lo que solo apunta al entretenimiento. El diccionario define Literatura como todo aquello que se refiere a la palabra o se sirve de ella, abarca tanto textos escritos como hablados; la obra literaria no puede prescindir de un mérito artístico o de un valor estético, y requiere para ello de al menos tres elementos: belleza del lenguaje, presencia de tropos y otras figuras, y –en algunos casos– la asistencia de cadencia o ritmo.


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19 enero 2024

Ideático e “idiático”

De un tiempo a esta parte los diccionarios parecen obedecer a un distinto propósito, por no decir que a una diferente filosofía. De hecho, ya no recogen un listado –llamémoslo catálogo– de vocablos a los que procuran darles un significado, sino que toman cualquier palabra, de acuerdo a como se la escucha, y explican con qué sentido se la utiliza.  Además, en algunos casos, se refieren al lugar dónde se usa el vocablo y describen con qué significado. No todos estamos de acuerdo con esta “nueva moda”, básicamente porque vemos que la “mala costumbre” de utilizarlas con significados incorrectos no debería otorgar una patente de corso para emplear esas mismas palabras como si esos novedosos e inéditos significados ya hubiesen sido reconocidos.

Hecha esta aclaración, quisiera referirme a una palabra que en virtud de tener en Ecuador un uso regional, es utilizada para expresar diversos sentidos, aunque de parecido significado. Me refiero a las voz ideático que en la práctica es pronunciada como “idiático”. Tómese en cuenta que aunque así se la pronuncia, es un vocablo inexistente en los principales diccionarios. De todos modos, y de mi propia experiencia, solo la he escuchado en el sur de la sierra ecuatoriana. No solo eso, pudiera ser que dicho uso se habría ido perdiendo. Hoy la palabra ya no sería utilizada por las nuevas generaciones. En todo caso, lo importante de subrayar es que el vocablo ideático se habría venido utilizando en el país como dos adjetivos similares aunque algo contradictorios: temático y meticuloso…

 

En efecto, el DLE (Diccionario de la Lengua Española) recoge el término como de uso regional en América con el sentido de venático (con vena de loco o dueño de ideas extravagantes) o maniático. Para el caso, resulta revelador comprobar el origen etimológico de la palabra como ‘derivada de idea’ (del latín imagen, forma, apariencia) con el sentido de: “primero y más obvio de los actos de entendimiento”. Pero son las acepciones 8 y 9 de este término –del vocablo idea– las que hacen referencia a los sentidos que hoy me ocupan, tanto como ‘ocurrencia’ o como el coloquial ‘manía’ (uso extravagante). Es por ello que el DLE –que hoy es también diccionario de sinónimos– se refiere a manía como equivalente a chifladura, chifladera o neura (acto del neurótico o neurasténico). Por su parte, el diccionario de María Moliner dice escuetamente que ideático se trata de un hispanismo por maniático. 

 

Ahora bien, ¿qué dicen al respecto nuestros diccionarios de ecuatorianismos? El de Susana Cordero de Espinoza señala ‘ideático’ como término coloquial de uso en algunos países de América, y escuchado en Ecuador con el sentido de extravagante o maniático. El de Fernando Miño-Garcés lo define como “referido a una persona que suele sufrir de manías y obsesiones (venático)”. Para el catálogo de voces de Carlos Joaquín Córdova, ideático no sería una palabra recogida como de uso regional (es decir, como si no se la utilizaría en el Ecuador); en este sentido, Córdova haría “mutis por el foro”. No así con la voz idiático, tal como yo mismo la he escuchado pronunciar, tanto a mi abuela que era nacida y criada en Cuenca, como a la madre de mi propia mujer, que era oriunda de Loja. Carlos Joaquín dice que ‘idiático’ es adjetivo utilizado en Ecuador con el sentido de idiota, “locoide” o extravagante. Advierto que aquello de ‘locoide’ es palabra inexistente, tanto para el DLE como para el propio autor.

 

En resumen, ideático tendría el significado de temático (aunque no con el sentido de ‘relativo a un determinado tema o asunto’, sino como que posee ‘temas’, es decir manías); o maniático, con el equivalente de obseso, extravagante, antojadizo o chiflado; pero también con el de obsesivo, maníaco o fóbico; y, desde luego, con el de “quisquilloso o impertinente”: ideático. La abuela tendía a utilizar la palabra pronunciándola con una triple “i” (“idiático”), a buen seguro que así se la escuchaba como más sonora y contundente. Un “idiático” era un terco y perturbado, un orate necio y testarudo, un majareta que quería siempre salirse con la suya, en pocas palabras: un lunático empecinado que todo quería hacerlo a su manera y que debía estar un tanto chalado…

 

Para mi madre política en cambio, el adjetivo ‘idiático’ (así era como también ella lo pronunciaba) tenía una connotación un poco más benigna: identificaba a alguien más bien metódico, detallista y minucioso; un escrupuloso y perfeccionista (es decir, eso, yo mismo…). Como notarán, no me gusta utilizar palabras que suenen despectivas, tales como suegra o madrastra. No deja de ser curioso que madrastra se define en el DLE como “esposa del padre de una persona nacida de una mujer anterior”; aunque también añade a renglón seguido: “madre que trata mal a sus hijos”…


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16 enero 2024

Fanatismos y profanidades

No, no me molestaría que parezca que soy “un poquito” pretencioso (cualquiera sea la impresión por la que así pudiera pensarse). Primero, porque comprendo que existen gestos, actitudes o ciertas maneras, como la forma de hablar o vestir y, quizás, hasta la de caminar, que la gente interpreta como signos de vanidad, de afectación o de impostada dignidad. Segundo, porque, mal que me pese, soy ‘humildemente’ orgulloso de dos factores a los que debo parte de mi formación: la educación de privilegio que me dieron mis tíos y abuela maternos; y los viajes que, debido a mi profesión, tuve la fortuna de efectuar; el sinnúmero de países que conocí, aquellos periplos y experiencias que me hicieron madurar, ser más tolerante, comprender mejor el mundo y disfrutar de la diversidad…

No hay en mi vida nada excepcional. Perdí temprano a mi madre y dejé de compartir mi tiempo con papá en la llamada “edad de la razón”. Circunstancias fortuitas determinaron que optase por la vida de la aviación; fortuna por la que siempre seré grato y reconocido. Terminé el colegio a los diecisiete años y, enseguida, hice un curso relámpago (duró seis meses) al cabo del cual regresé al Ecuador convertido en aviador. Esto sucedía, al tiempo que mis compañeros estaban recién ingresando a la universidad. Luego, unos pocos tuvieron que completar algo inédito: el año “rural”. A mí me correspondió hacer seis años de vuelo en el Oriente; esa fue mi propia y privativa experiencia rural.

 

Luego vendrían mis veinte años en aerolínea (casi todos con Ecuatoriana de Aviación); fue un tiempo en el que conocí casi toda América, con un par de excepciones (países como las Guayanas, algunos de Centro América o Canadá). Esto se compensó con unos pocos vuelos transcontinentales que me permitieron viajar hacia otras latitudes (Europa y Medio Oriente). Pasados esos veinte años (ya 26 en total), fue tiempo de probar otros aires. Este nuevo tiempo (el de mis viajes por todo el mundo al servicio de varias aerolíneas asiáticas) sería el que me hizo conocer de veras gran parte de la geografía, saborear otras culturas; entender nuevas ideas y creencias, distintas costumbres y formas de vida. Así aprendí a gozar del mundo, y a reconocer –y a respetar– la diversidad…

 

Es siempre positivo ser y sentirse un “ciudadano del mundo”; significa adaptarse a las diferencias y aprender a ser tolerante; cualquier otra forma de actitud solo nos hace desperdiciar nuestro paso por este “valle de lágrimas” y no nos permite disfrutar de nuestra corta vida, y apreciar así lo heterogéneo y lo plural. Es importante ubicarse en el justo medio, alejarse de los extremos, dejar vivir, entender que los otros tienen derecho a buscar su propia forma de felicidad. Entonces, la regla de oro será la de alejarse de integrismos, no ser ni extremista ni fanático, aceptar las diferencias; y reconocer con respeto la opción, la variedad escogida por los otros, por los demás.

 

Fanático es una palabra de curiosa etimología; hoy se la distorsiona porque casi siempre tiene una aplicación de carácter deportivo. Fanático nos viene del latín fanaticus, un derivado de fanum, que quiere decir santuario o templo; fanáticos eran primero solo los vigilantes nocturnos u otros servidores que se encargaban de cuidar o atender los templos. En estos lugares solo entraban sacerdotes, y únicamente los escogidos. Estos edificios no eran sitios de reunión destinados para orar, como sucede hoy en día; eran lugares consagrados a los que no se tenía acceso. Se oraba junto a altares u hornacinas, en el exterior del templo: ahí afuera existían áreas de congregación, para reunirse a rezar y expresar la propia devoción. Lo que quedaba delante o fuera del templo, era conocido como pro fanum, esto era 'lo profano', lo que no estaba dentro del templo. De ahí el origen de la palabra.

 

Todo lo religioso era entonces bastante más liberal, a nadie se le habría ocurrido el concepto de una religión obligatoria o única; ni qué decir que “los otros” eran los que estaban errados o equivocados. Se imponía una religión oficial, pero había no solo una amplia libertad sino un cierto sincretismo, es decir una mezcla impensada de cultos, ritos y creencias. En un mismo lugar se podía manifestar la devoción a distintos dioses. Hoy decimos que los romanos eran “paganos” pero era solo que tenían diversas creencias. ‘Fanático’ era al principio quien servía en el templo; luego, la voz designó a quien atendía el culto; después fanum empezó a confundirse con fanor, con el sentido de: inspirado por el fervor divino, un delirante o frenético. Así un exaltado pasó a significar lo mismo que fanático...

 

Profano, por su parte, no solo quiere decir laico, o que no es sagrado. La voz significa irreverente, sacrílego; aunque también puede utilizarse con el sentido de inexperto o ignorante. En cuanto a ‘profanidad’, el DLE (hoy convertido en novedoso diccionario de sinónimos y antónimos) lo explica como 'cualidad de profano'. Prefiero el uso que la voz tiene en el inglés, como elemento del lenguaje procaz y grosero: significa insulto, agravio, 'mala palabra' u obscenidad.


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12 enero 2024

No descartar nada

Considerado como “el hombre más inteligente que había en el mundo”, genial y seductor, sobre todo cuando explicaba sus ideas, Richrad Feynman fue un científico al que escuché aquello de que “si algo no se puede explicar con palabras sencillas, es porque no se lo ha comprendido”. Nacido en 1918 y ganador del Premio Nobel de Física, había participado en el proyecto Manhattan (la construcción de la bomba atómica) y en la Comisión Rogers (la investigación del desastre del transbordador espacial Challenger). Feynman fue un físico teórico, famoso por sus aportaciones a la electrodinámica cuántica, concepto que –tal vez sin entenderlo y dándose de experto– cierto gobernante ecuatoriano alguna vez trató de banalizar, solo logrando ridiculizarse él mismo…

A esa mente excepcional que introdujera el concepto de la nanotecnología, he vuelto a recordar mientras revisaba un artículo de Darío Adanti, escrito para El País de España, relacionado con la libertad de expresión. En él se citaba un axioma de Feynman, uno que proclama que deberíamos “Ser conscientes de que nada puede establecerse en forma exacta”; lo que equivaldría a decir que “no hay que dejar de sospechar de todo”. O, lo que pudiera sonar todavía más elegante (y quizá menos mezquino): que “nunca debe descartarse nada”. Feynman sostenía que lo que de veras importaba era comprender, no en vano declaraba: “No sé qué le pasa a la gente, que no aprende por comprensión; aprende de alguna otra manera, de memoria o algo así. ¡Su conocimiento es demasiado frágil!”.

 

Coincido con el temor que manifiesta el articulista, el de que “las redes sociales, que prometían ser el ágora soñada, terminaron siendo parroquias sectarias que amplificaron el fanatismo”. En efecto, no hay grupo de chat en donde, a pretexto de que los demás pudieran coincidir con unas pocas preferencias, no deje de haber gente que machaque y machaque todos los días con sus ya mórbidas y enfermizas obsesiones. ¿Qué sino eso es el tan manoseado discurso –ahora convertido en recurso– del “delito de odio”?, un pretexto que invita a pensar en forma cotidiana en el sentido (sinsentido, más bien) que puede tener la demencia política, circunstancia que nunca deja de tener algo de corrosivo y tóxico, si no de psicótico y paranoico.

 

Tal es la impostura –convertida ya en dictadura y alienación– de las redes sociales que, poco a poco y a pesar de su alto contenido de noticias falsas –o tal vez justamente por ello–, se han ido imponiendo como fuente única de “información”. De eso se trata la “posverdad”, distorsión deliberada que manipula las creencias y emociones. Es perturbador comprobar muchas veces que no existe en las redes aporte de ideas; no hay diálogo o discusión, sino un mal entendido debate o polarización antagónica. Todo es blanco o negro, no hay otros colores ni gamas de gris, tal es el maniqueísmo imperante: un desprecio por la variedad y los matices, una apología de los extremos donde los contrarios son convertidos en herejes por quien pretende imponer el pensamiento único. “Es el terreno más fértil –dice el columnista– para que campeen el fanatismo y el más ramplón de los populismos”.

 

Hacia 1926 (van a ser cien años) José Ortega y Gasset escribió su obra más conocida La rebelión de las masas. Años más tarde incluyó en ella un Prólogo para franceses; ahí describía al hombre-masa y expresaba: “tiene solo apetitos, cree que solo tiene derechos y no obligaciones; no sabe asumir su responsabilidad, es el hombre sin la 'nobleza que obliga', –sine nobilitatesnob, contracción usada en Inglaterra para significar, en la lista de vecinos, que alguien no tenía rango u oficio, que era alguien ‘sin nobleza’ (este es el origen del término). Esta masificación se habría iniciado a principio del siglo pasado con la incertidumbre que produjeron las dos grandes guerras; luego, se habría acentuado con el advenimiento de la televisión y el consumismo, solo para llegar a su punto más crítico con el internet y la inusitada diseminación de información producida por las redes sociales.

 

Elías Canetti, Premio Nobel de literatura, también habló de la masa; del impulso que lleva al hombre a ser parte de ella y del instinto que lo hace permanecer dentro: el de supervivencia. Hoy, para escribir de la masa, habría que averiguar no sólo de qué masa estamos hablando, sino de qué rebelión queremos, y podemos, hablar… Habría que reconocer la evanescencia de la solidaridad, el porqué para que haya desaparecido el altruismo y solo subsista un grupo de dementes arrostrándonos su pretendida superioridad moral… Hoy parece haberse impuesto un raro convencimiento, el de que para ser político y tener éxito, hay que saber 'actuar', saberse vender como demagogo, ser un vulgar vendedor de humo. Hemos perdido la capacidad para diferenciar al político serio del charlatán, al funambulista de quien quiere servir de verdad: aquél que no busca aprovecharse del sistema o de la ingenuidad ajena.


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09 enero 2024

Magnanimidad y tolerancia

En la entrada previa de este mismo blog me permití reproducir un brillante artículo de la escritora española Irene Vallejo. Tan nítidos son sus conceptos, que brotan espontáneos de las palabras que lo integran. El suyo es un verdadero tratado de magnanimidad y tolerancia con el adversario (no me gusta el vocablo ‘enemigo’) y con quienes sostienen puntos de vista contrarios. En el referido manifiesto los conceptos fluyen cual sentimientos (como emociones enriquecidas por la razón). Así, nos incita y desafía a inquirir acerca de los motivos que otros esgrimen, aquellos que se ubican en el bando antagónico; aquellos que “no son nosotros”…

Vallejo nos recuerda que el teatro griego surgió como un lugar destinado a confrontar las pasiones y voluntades; las tragedias sirvieron para escenificar toda suerte de conflictos. Eran “disputas feroces –dice– donde lo más tentador era negarse a entender los motivos del adversario”. Procura así hacernos meditar en cómo cambiaron los artilugios de ese obcecado recurso que es la ”guerra”: esas armas y juguetes bélicos que juntan –en siniestra simbiosis– la imaginación y la tecnología. Artificios que convierten esos escenarios en contiendas cada vez más letales, donde las víctimas están cada vez más alejadas de sus perversos percutores. Nadie reconoce el miedo y el dolor ajeno. Nadie goza de ese raro beneficio: el de la empatía.

 

Las guerras de nuestro tiempo ya no son –primordialmente– hostilidades que expresan el valor individual y el propósito colectivo. No siempre quienes combaten presencian el dolor del compañero, el ansioso fervor o la lenta agonía del adversario… Es tan patética la postura de Esquilo en su drama Los persas, que opta por describir la desolación del soldado vencido y aquel angustioso sinsabor que inflige la derrota. Esquilo convierte en compasión lo relatado por Heródoto; es inevitable presenciar su obra y no pensar en Maratón (o la hazaña de un tal Filípides), en las Termópilas o Salamina, en la cláusula más crucial de las Guerras Médicas.

 

Esas guerras fueron así llamadas (médicas) por la costumbre griega de llamar medos a los persas; ellas consistieron en reiteradas confrontaciones entre el Imperio aqueménida y las ciudades estado del mundo helénico. Las disputas se produjeron en la primera parte del siglo V a.C. Este imperio (así conocido por la dinastía gobernante) había sido fundado por Ciro el Grande, luego de independizar Persia y reconquistar Media en el año 550 a.C., y alcanzó su máximo esplendor con Darío el Grande. En Occidente se lo conoció por su rivalidad con los antiguos griegos, tanto en las Guerras Médicas como en las campañas de Alejandro Magno.

 

La meseta occidental de Irán ha dado origen a una gran variedad de importantes imperios a través de la historia. Merecen destacarse: asirios, medos, aqueménidas, seléucidas, arsácidas (partos) y sasánidas; su territorio tuvo especial importancia por participar de la ruta de la seda. Siete siglos antes de nuestra era los persas habían colonizado el suroeste de la meseta iraní; desde su capital, Persis. Ciro se había sublevado y derrotado a los medos; más tarde habría de anexar Lidia (en la actual Turquía) y el Imperio neo-babilónico, estableciendo un nuevo sistema de gobierno al mando de su dinastía. La existencia del Imperio llegaría a su fin en el año 330 a. C., cuando su último soberano, Darío III, fue derrotado por un joven general macedonio: Alejandro Magno, quien habría sido un ferviente admirador de Ciro el Grande…

 

Persia comenzó como un estado tributario del Imperio medo; pero, luego de conquistarlo, amplió sus fronteras hasta abarcar Egipto y el Asia Menor. Hubo un momento en que estuvo a punto de conquistar la Antigua Grecia, pero fue derrotado conforme a lo comentado. A la muerte de su último monarca, el Imperio se extendía desde el Mediterráneo (incluyendo Egipto y Anatolia) hasta la cordillera del Hindu Kush, en el actual Afganistán. A través de la historia, y a lo largo de varios milenios, esa misma región, hoy ocupada por Irán, ha sido cuna –o ha presenciado el desarrollo– de influyentes manifestaciones religiosas, como el mazdeísmo de Zaratustra (Zoroastro), el maniqueísmo de Mani o Mannes (mejor conocido como Maniqueo) o una renegada versión de islamismo radical, la de los actuales Ayatolas.

 

Siglos más tarde el Mediterráneo volvería a convertirse en escenario de otras disputas que se dieron en llamar “Guerras Púnicas”. Consistieron en encarnizadas escaramuzas que buscaban consolidar otra hegemonía; enfrentaron a los romanos con un tipo de fenicios (‘poenici’) conocidos como cartagineses. Las llamaron ‘púnicas’ por el etnónimo latino de punicus con que a los fenicios se los conocía.


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05 enero 2024

Los ojos del enemigo *

 * Escrito para Babelia por Irene Vallejo. Reeditado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico.

Al mirar el mundo, captamos algo más que un caos de cosas. Reconocemos árboles, casas y nubes a pesar de sus innumerables formas y variedades. Nuestra mente es capaz de agrupar una infinitud de imágenes en un concepto. Aristóteles habló de categorías y los lingüistas actuales definen este proceso como generalización composicional. Una habilidad clave en el desarrollo del lenguaje, donde tropieza la inteligencia artificial, y que quizá nos acerca a lo esencialmente humano. Sin embargo, esta proeza neuronal tiene también sus peligros, sobre todo al aplicarla a personas: la generalización, la simplificación, la tendencia a aprisionar a los demás en nuestras herméticas hormas mentales.

 

En la antigua Grecia, el teatro nació para debatir en público sobre las tensiones y la pugna de voluntades. La tragedia escenificaba conflictos éticos y bélicos, esas disputas feroces donde lo más tentador es negarse a entender los motivos del adversario. En los orígenes, sin embargo, surge un texto insospechado: Los persas, de Esquilo, la primera obra teatral europea conservada, y la única existente de asunto histórico. En vida del autor, el Imperio Persa intentó invadir varias veces aquel enjambre de mi­núscu­las ciudades que era Grecia. En Atenas sentían la amenaza constante de ese poderoso adversario sobre su democracia y su libertad. Esquilo luchó en varios campos de batalla, entre ellos Maratón, donde cayó su hermano. La guerra era muy distinta en aquellos tiempos: sin aviación ni misiles, se enfrentaban cara a cara. Los combatientes se miraban a los ojos mientras hundían en la carne del enemigo lanzas y espadas, mutilaban cuerpos, pisaban cadáveres, escuchaban aullidos de muerte, se manchaban de barro y vísceras.

 

Con la victoria griega aún fresca en la memoria, Esquilo relató la sanguinaria batalla de Salamina. Podría haber escrito un panfleto patriótico, pero el poeta veterano decidió ser audaz: adoptó el punto de vista del enemigo. La acción sucede en Susa, la capital persa, y ningún personaje griego toma la palabra. Se inicia con la llegada de un mensajero a la explanada del palacio para anunciar la derrota, y termina cuando el rey Jerjes regresa andrajoso, con su arrogancia pisoteada y una inútil carnicería a sus espaldas. La mirada es insólita: no describe a los persas como encarnación del mal ni como criminales natos.

 

Esquilo plasma la impotencia de los ancianos consejeros que se oponían a la guerra y fueron desoídos, la angustia de quienes esperan en casa el retorno de sus seres queridos, las divisiones internas entre halcones y palomas del imperio, el dolor de las viudas y las madres, las calamidades de los soldados arrastrados al matadero por la megalomanía de su rey. Fascina pensar que Esquilo, tras luchar contra los persas cuerpo a cuerpo, mirándolos a los ojos, y después de ver cómo mataban a su hermano en combate, llevara al escenario el sufrimiento del otro bando, sus matices y motivos, sin convertir a todos en malvados culpables.

 

El filósofo Emmanuel Lévinas, cuya familia fue casi aniquilada en el Holocausto, afirmó que en el punto de vista del enemigo, el rostro del otro —el diferente— define el comienzo de la ética: “La epifanía del rostro introduce la humanidad”. En momentos de dilemas y conflictos, no hay ejercicio más difícil —y quizás, más esencialmente humano— que preguntarse por las razones y emociones del adversario. Reconocer que la línea divisoria entre barbarie y civilización no es una frontera territorial, sino un trazo ético oscilante dentro de cada país, de cada grupo, de cada individuo. Rebatir el espejismo de la aparente unanimidad. 


Engañados por esa falacia, contemplamos a los desconocidos, enemigos o extranjeros como grupos monolíticos con posiciones hostiles nítidas. Encajamos a los demás en un molde único que justifique nuestra enemistad, cuando ni siquiera nosotros mismos logramos poner de acuerdo nuestras propias contradicciones y polifonías interiores. Quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no son nosotros. Alertados sobre los perjuicios de nuestros prejuicios, en el teatro griego aprendimos que todas las personas son excepciones a una regla inexistente.


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02 enero 2024

Cuenca, 30 años después

Tengo un borroso recuerdo de mi primer viaje a Cuenca. Tendría algo menos de cinco años, viajaba con mis padres y hubo una parada imprevista; se había producido un deslave y la montaña había cubierto la carretera. Es probable que el viaje se hubiera suspendido o que hubiésemos optado por el regreso. Más tarde, antes de mis quince años, fui un par de veces a Pasaje acompañando a mi abuela; fueron viajes que, en su primera parte, los hacíamos por vía aérea desde Quito a Cuenca, con escalas en Pastaza y Sucúa. Los vuelos a Shell Mera (en TAO), se hacían los días lunes; ahí estábamos obligados a esperar por un par de días para continuar hacia la capital azuaya.

 

Una vez en Cuenca, pernoctábamos en casa de una hermana de la abuela, solo había tiempo para dormir y continuar al día siguiente. La casa quedaba no lejos de la Catedral. Ver aquella estructura de ladrillo de torres truncadas, debe haberme hecho pensar, en esos incipientes años, que se trataba de una obra inconclusa, que se había quedado incompleta, corta de enlucido y de pintura… Luego vendrían otros viajes, cuando papá ya se había mudado a vivir en esa ciudad de la que era oriunda su esposa y cuyos ríos parecían serpentear en forma tranquila y paralela.

 

Más tarde vinieron otros viajes improvisados, motivados por eventos siempre tristes, como aquel avión de Saeta, que no llegó nunca a su destino, y en el que viajaba como pasajera una querida tía; o el del avión de TAME que se estrelló mientras aproximaba a la pista 24 del aeropuerto Mariscal Lamar, cuando solo faltaban escasos minutos para el aterrizaje, circunstancia en la que un avión totalmente nuevo –solo tenía pocas semanas de uso– siguió una falsa gradiente de descenso y se precipitó a tierra; allí falleció un hermano inolvidable. O la súbita partida de mi padre, en una fatídica tarde de sábado, cuando un traicionero aneurisma segó su joven vida para siempre…

 

Esta vez, he vuelto a Cuenca 30 años después. Lo he hecho por tierra; la impresión que me llevo del viaje es un tanto contradictoria, quizá se debe a la irregular condición del camino. Existen tramos hasta con seis carriles; pero, pasado Ambato, estos se reducen a solo dos hasta que se pasa por Azogues, cuando la vía vuelve a disponer de los seis iniciales. El estado de la ruta es aceptable y el nuevo ingreso a Cuenca conduce en forma directa al centro de la urbe. Una vez en la ciudad, la primera impresión es insospechada; uno advierte que se encuentra en una urbe ordenada y bien administrada, que puede ser positivo ejemplo para el resto del país. Esta vez Cuenca me ha hecho tener la insólita sensación de que visitaba un país distinto. Al llegar, he subido a Turi a disfrutar, desde un mirador de privilegio, de una admirable vista panorámica de la ciudad.

 

En Cuenca sorprenden muchos elementos: el cuidado que se ha asignado al entorno de sus hermosos ríos; el diseño y trazado de sus vías; o ese alegre trajín que produce el turismo. Aquí se advierte el esfuerzo de la colaboración entre lo público y lo privado, y la calidad de los servicios que se ofrecen al viajero. Pero –ante todo– se aprecia aquí un gran sentido de propiedad; es imponderable la limpieza de la ciudad (no se ve un papel en las calles); además, existe una muy confortante sensación de seguridad. Cuenca es una hermosa ciudad que tiene el embrujo de seducir al forastero. No sorprende, por tanto, que se haya convertido en un lugar preferido de retiro para muchos extranjeros.

 

Fundada por Gil Ramírez Dávalos en abril de 1957, Cuenca hoy representa un ‘conurbano’ de tres cuartos de millón de habitantes. Erigida sobre las ruinas de la antigua ciudad cañari de Guapondelig (“llanura amplia como el cielo”); fue conquistada y reconstruida por Tupac Yupanqui, quien la llamó Tumipampa (“campo de cuchillos”). Aquí nació su hijo y heredero, Huayna Capac (el padre de Atahualpa), quien la embelleció y cuidó de su renovada arquitectura.

 

Existen, fuera de Cuenca, lugares que pueden disfrutarse con un corto paseo. Se destacan: el valle del Paute con sus primorosos poblados de Chordeleg y Gualaceo; Tarqui (probable ubicación del nuevo aeropuerto); o la nunca ponderada belleza del Cajas, mucho más que un páramo lacustre, que hace gozar con su paisaje sorprendente. Allí, en el camino de acceso y en medio de un angosto desfiladero, se esconde Dos Chorreras, lugar que hace creer al viajero que se halla en un paraje alpino: no se puede dejar de admirar el bucólico rincón y su formidable contraste. Uno sospecha, en Cuenca y sus alrededores, que la consecución de estos objetivos ha requerido de algo más que un acordado presupuesto; y que tales logros solo han sido posibles gracias a una madura cultura cívica y a un encomiable esfuerzo colectivo.


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