02 enero 2024

Cuenca, 30 años después

Tengo un borroso recuerdo de mi primer viaje a Cuenca. Tendría algo menos de cinco años, viajaba con mis padres y hubo una parada imprevista; se había producido un deslave y la montaña había cubierto la carretera. Es probable que el viaje se hubiera suspendido o que hubiésemos optado por el regreso. Más tarde, antes de mis quince años, fui un par de veces a Pasaje acompañando a mi abuela; fueron viajes que, en su primera parte, los hacíamos por vía aérea desde Quito a Cuenca, con escalas en Pastaza y Sucúa. Los vuelos a Shell Mera (en TAO), se hacían los días lunes; ahí estábamos obligados a esperar por un par de días para continuar hacia la capital azuaya.

 

Una vez en Cuenca, pernoctábamos en casa de una hermana de la abuela, solo había tiempo para dormir y continuar al día siguiente. La casa quedaba no lejos de la Catedral. Ver aquella estructura de ladrillo de torres truncadas, debe haberme hecho pensar, en esos incipientes años, que se trataba de una obra inconclusa, que se había quedado incompleta, corta de enlucido y de pintura… Luego vendrían otros viajes, cuando papá ya se había mudado a vivir en esa ciudad de la que era oriunda su esposa y cuyos ríos parecían serpentear en forma tranquila y paralela.

 

Más tarde vinieron otros viajes improvisados, motivados por eventos siempre tristes, como aquel avión de Saeta, que no llegó nunca a su destino, y en el que viajaba como pasajera una querida tía; o el del avión de TAME que se estrelló mientras aproximaba a la pista 24 del aeropuerto Mariscal Lamar, cuando solo faltaban escasos minutos para el aterrizaje, circunstancia en la que un avión totalmente nuevo –solo tenía pocas semanas de uso– siguió una falsa gradiente de descenso y se precipitó a tierra; allí falleció un hermano inolvidable. O la súbita partida de mi padre, en una fatídica tarde de sábado, cuando un traicionero aneurisma segó su joven vida para siempre…

 

Esta vez, he vuelto a Cuenca 30 años después. Lo he hecho por tierra; la impresión que me llevo del viaje es un tanto contradictoria, quizá se debe a la irregular condición del camino. Existen tramos hasta con seis carriles; pero, pasado Ambato, estos se reducen a solo dos hasta que se pasa por Azogues, cuando la vía vuelve a disponer de los seis iniciales. El estado de la ruta es aceptable y el nuevo ingreso a Cuenca conduce en forma directa al centro de la urbe. Una vez en la ciudad, la primera impresión es insospechada; uno advierte que se encuentra en una urbe ordenada y bien administrada, que puede ser positivo ejemplo para el resto del país. Esta vez Cuenca me ha hecho tener la insólita sensación de que visitaba un país distinto. Al llegar, he subido a Turi a disfrutar, desde un mirador de privilegio, de una admirable vista panorámica de la ciudad.

 

En Cuenca sorprenden muchos elementos: el cuidado que se ha asignado al entorno de sus hermosos ríos; el diseño y trazado de sus vías; o ese alegre trajín que produce el turismo. Aquí se advierte el esfuerzo de la colaboración entre lo público y lo privado, y la calidad de los servicios que se ofrecen al viajero. Pero –ante todo– se aprecia aquí un gran sentido de propiedad; es imponderable la limpieza de la ciudad (no se ve un papel en las calles); además, existe una muy confortante sensación de seguridad. Cuenca es una hermosa ciudad que tiene el embrujo de seducir al forastero. No sorprende, por tanto, que se haya convertido en un lugar preferido de retiro para muchos extranjeros.

 

Fundada por Gil Ramírez Dávalos en abril de 1957, Cuenca hoy representa un ‘conurbano’ de tres cuartos de millón de habitantes. Erigida sobre las ruinas de la antigua ciudad cañari de Guapondelig (“llanura amplia como el cielo”); fue conquistada y reconstruida por Tupac Yupanqui, quien la llamó Tumipampa (“campo de cuchillos”). Aquí nació su hijo y heredero, Huayna Capac (el padre de Atahualpa), quien la embelleció y cuidó de su renovada arquitectura.

 

Existen, fuera de Cuenca, lugares que pueden disfrutarse con un corto paseo. Se destacan: el valle del Paute con sus primorosos poblados de Chordeleg y Gualaceo; Tarqui (probable ubicación del nuevo aeropuerto); o la nunca ponderada belleza del Cajas, mucho más que un páramo lacustre, que hace gozar con su paisaje sorprendente. Allí, en el camino de acceso y en medio de un angosto desfiladero, se esconde Dos Chorreras, lugar que hace creer al viajero que se halla en un paraje alpino: no se puede dejar de admirar el bucólico rincón y su formidable contraste. Uno sospecha, en Cuenca y sus alrededores, que la consecución de estos objetivos ha requerido de algo más que un acordado presupuesto; y que tales logros solo han sido posibles gracias a una madura cultura cívica y a un encomiable esfuerzo colectivo.


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