12 enero 2024

No descartar nada

Considerado como “el hombre más inteligente que había en el mundo”, genial y seductor, sobre todo cuando explicaba sus ideas, Richrad Feynman fue un científico al que escuché aquello de que “si algo no se puede explicar con palabras sencillas, es porque no se lo ha comprendido”. Nacido en 1918 y ganador del Premio Nobel de Física, había participado en el proyecto Manhattan (la construcción de la bomba atómica) y en la Comisión Rogers (la investigación del desastre del transbordador espacial Challenger). Feynman fue un físico teórico, famoso por sus aportaciones a la electrodinámica cuántica, concepto que –tal vez sin entenderlo y dándose de experto– cierto gobernante ecuatoriano alguna vez trató de banalizar, solo logrando ridiculizarse él mismo…

A esa mente excepcional que introdujera el concepto de la nanotecnología, he vuelto a recordar mientras revisaba un artículo de Darío Adanti, escrito para El País de España, relacionado con la libertad de expresión. En él se citaba un axioma de Feynman, uno que proclama que deberíamos “Ser conscientes de que nada puede establecerse en forma exacta”; lo que equivaldría a decir que “no hay que dejar de sospechar de todo”. O, lo que pudiera sonar todavía más elegante (y quizá menos mezquino): que “nunca debe descartarse nada”. Feynman sostenía que lo que de veras importaba era comprender, no en vano declaraba: “No sé qué le pasa a la gente, que no aprende por comprensión; aprende de alguna otra manera, de memoria o algo así. ¡Su conocimiento es demasiado frágil!”.

 

Coincido con el temor que manifiesta el articulista, el de que “las redes sociales, que prometían ser el ágora soñada, terminaron siendo parroquias sectarias que amplificaron el fanatismo”. En efecto, no hay grupo de chat en donde, a pretexto de que los demás pudieran coincidir con unas pocas preferencias, no deje de haber gente que machaque y machaque todos los días con sus ya mórbidas y enfermizas obsesiones. ¿Qué sino eso es el tan manoseado discurso –ahora convertido en recurso– del “delito de odio”?, un pretexto que invita a pensar en forma cotidiana en el sentido (sinsentido, más bien) que puede tener la demencia política, circunstancia que nunca deja de tener algo de corrosivo y tóxico, si no de psicótico y paranoico.

 

Tal es la impostura –convertida ya en dictadura y alienación– de las redes sociales que, poco a poco y a pesar de su alto contenido de noticias falsas –o tal vez justamente por ello–, se han ido imponiendo como fuente única de “información”. De eso se trata la “posverdad”, distorsión deliberada que manipula las creencias y emociones. Es perturbador comprobar muchas veces que no existe en las redes aporte de ideas; no hay diálogo o discusión, sino un mal entendido debate o polarización antagónica. Todo es blanco o negro, no hay otros colores ni gamas de gris, tal es el maniqueísmo imperante: un desprecio por la variedad y los matices, una apología de los extremos donde los contrarios son convertidos en herejes por quien pretende imponer el pensamiento único. “Es el terreno más fértil –dice el columnista– para que campeen el fanatismo y el más ramplón de los populismos”.

 

Hacia 1926 (van a ser cien años) José Ortega y Gasset escribió su obra más conocida La rebelión de las masas. Años más tarde incluyó en ella un Prólogo para franceses; ahí describía al hombre-masa y expresaba: “tiene solo apetitos, cree que solo tiene derechos y no obligaciones; no sabe asumir su responsabilidad, es el hombre sin la 'nobleza que obliga', –sine nobilitatesnob, contracción usada en Inglaterra para significar, en la lista de vecinos, que alguien no tenía rango u oficio, que era alguien ‘sin nobleza’ (este es el origen del término). Esta masificación se habría iniciado a principio del siglo pasado con la incertidumbre que produjeron las dos grandes guerras; luego, se habría acentuado con el advenimiento de la televisión y el consumismo, solo para llegar a su punto más crítico con el internet y la inusitada diseminación de información producida por las redes sociales.

 

Elías Canetti, Premio Nobel de literatura, también habló de la masa; del impulso que lleva al hombre a ser parte de ella y del instinto que lo hace permanecer dentro: el de supervivencia. Hoy, para escribir de la masa, habría que averiguar no sólo de qué masa estamos hablando, sino de qué rebelión queremos, y podemos, hablar… Habría que reconocer la evanescencia de la solidaridad, el porqué para que haya desaparecido el altruismo y solo subsista un grupo de dementes arrostrándonos su pretendida superioridad moral… Hoy parece haberse impuesto un raro convencimiento, el de que para ser político y tener éxito, hay que saber 'actuar', saberse vender como demagogo, ser un vulgar vendedor de humo. Hemos perdido la capacidad para diferenciar al político serio del charlatán, al funambulista de quien quiere servir de verdad: aquél que no busca aprovecharse del sistema o de la ingenuidad ajena.


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