31 octubre 2020

Hoteles inteligentes y la madre que los parió *

* Escrito por Arturo Pérez Reverte. Patente de Corso. XL Semanal

 

Les juro a ustedes, con una mano sobre la primera edición de El cetro de Ottokar, que cuanto voy a contar es cierto. Acabo de sufrirlo en la habitación de un hotel español nuevo y flamante, dotado con todos los adelantos tecnológicos imaginables. Un lugar de vanguardia tan avanzada que te deja de pasta de boniato.

 

La primera en la frente fueron las luces. Allí no había conmutadores normales, de ésos que les das, clic, clac, y encienden y apagan. Había unos sensores planos de colorines, que según acercabas un dedo encendían cosas de modo aleatorio, a su rollo. Todas de golpe o una a una, dabas a ésta y se encendía o apagaba aquélla, tocabas la de la mesilla de noche y se iluminaba un armario, o el cuarto de baño, y así todo el rato. No había forma de aclararse. Y para más recochineo, la habitación estaba iluminada a la moda de ahora, con coquetos puntos de luz que dejaban el resto en penumbra; lo que es precioso, pero tiene la pega de que no ves un carajo. Además, las pocas luces estaban situadas en lugares divinos, pero no donde las necesitabas, por ejemplo, para leer. Así que estuve un rato moviendo muebles para colocarlos donde podía verse algo; con el simpático detalle de que al ir y venir en la penumbra, más ciego que un topo, una manija de una puerta, estilizada, larga y bellísima de diseño, se me enganchó en el bolsillo de la chaqueta, rasgándolo.

 

Blasfemé, lo confieso. Algo sobre el copón de Bullas. Por suerte tenía otra chaqueta, pero al ir a colgarla se le cayó un botón. La alfombra era de las que más detesto en el mundo. Si la moqueta me parece ya una guarrería infame, calculen mis sentimientos ante una alfombra peluda de medio palmo de espesor, con rayas de cebra, entre cuya fronda podría camuflarse una boa constrictor. Por pura ley de Murphy, el botón cayó entre el pelamen; y con la falta de luz estuve diez minutos a cuatro patas, buscándolo con las gafas de leer puestas, mientras mis blasfemias subían de tono, cuestionando ya los más sagrados Misterios. Y de ahí para arriba.

 

El siguiente episodio fue la tele. Vi un mando, presioné la tecla, y lo que se descorrieron fueron las cortinas de la ventana, que ya nunca pude volver a correr. Al fin, con otro mando que parecía perfecto para abrir cortinas, encendí la tele. «Bienvenido, señor Pérez», dijo una voz cantarina sobre una imagen del hotel. Quise ver el telediario, pero el televisor me exigió una complicada serie de datos que incluían mi nombre, número de habitación y algo así como código Waca Plus –que sigo sin tener ni idea de qué podía ser–. Pese a ello, introducido todo, o casi, la tele se negó a pasar a los canales. Quise apagarla, pero no había manera de apagarla del todo, porque se encendía ella sola cada diez minutos, y cada vez la misma voz repetía: «Bienvenido, señor Pérez».

 

Les ahorro la noche. La cortina abierta de piernas, con la luz de las farolas de la calle dándome en la cara –con ésa sí habría podido leer–, y el televisor encendiéndose solo, «Bienvenido, señor Pérez», cada diez minutos. Además, cuando quise mirar el reloj en la mesilla debí de tocar algún sensor o algo, porque los pies de la cama se levantaron, zuuuuum, y me quedé con ellos en alto y toda la sangre congestionándome la cabeza. A punto de nieve para el derrame cerebral.

 

Al fin llegó el alba. Yo había notado ya que el grifo del lavabo no era un grifo, sino un caño misterioso que requería ciertos pases mágicos alrededor para que saliera el chorro de agua. Y con la ducha pasaba lo mismo. Me puse enfrente, empecé el abracadabra, y ni flores. Al fin, al hacer no sé qué movimiento, brotó el agua de la ducha. Fría, no, oigan. Ártica. Salté hacia atrás, empapado, y me quedé allí intentando desesperadamente resolver el problema. Entre el mando –que seguía sin saber cómo funcionaba– y yo se interponía el chorro gélido de la ducha. Al fin me dije: vamos, chaval. Sobreviviste a los puentes de Bijela, así que échale cojones. De modo que tomé aire, me metí bajo el chorro –mis blasfemias debían ahora de oírse en la calle– y estuve dando pases mágicos hasta que al fin, al borde ya de la congestión pulmonar, salió de pronto un chorro de agua hirviendo que me abrasó la piel. Y cuando al cabo, exhausto, apoyado en los azulejos bajo un chorro más o menos regulado, miré al suelo, comprobé que el arquitecto, o su puta madre, habían diseñado un plato de ducha sin escaloncito, a ras con el piso, y que por debajo de la puerta de cristal se había ido el agua, que ahora corría alegre por toda la habitación, anegándola. Y mientras, en el televisor, la amable voz femenina seguía repitiendo cada diez minutos: «Bienvenido, señor Pérez».


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28 octubre 2020

Las redes, las redes

“Lo más fascinante de las redes sociales no es su reflejo de la realidad, sino la faceta dislocada, absurda a menudo, que de ella muestran (…) Cuando se convierten en retrato disparatado, caricatura grotesca del ser humano construyendo o pretendiendo hacerlo, con la osadía de su ignorancia, la arrogancia de su vanidad o lo turbio de su infamia, un mundo virtual que nada tiene que ver con el real”. Arturo Pérez Reverte. Patente de corso.

Red y su plural “redes” son palabras equívocas, y quizás ambiguas, se prestan a diferentes sentidos y, por lo mismo, a diversas interpretaciones. Una red, por una parte, insinúa un tinglado, algo que comunica, relaciona e interconecta; como lo sería un sistema de enlace y apoyo eléctrico o, quizá, el propio internet. No es, en el mismo sentido, una ironía que podamos también hablar de una red cuando nos referimos con idéntica palabra a una organización delictiva que persigue non-santos propósitos, como lo sería un grupo dedicado a apropiarse de los bienes ajenos o lucrar del narcotráfico. En estos casos, una red sugiere no solo un sentido de enlace, sino además de apoyo; un sistema estructurado, quizá inclusive una actividad ilegal o secreta, y una cierta jerarquía. Se trata de acciones diversas que apuntan a un idéntico fin, y exigen una entidad y un funcionamiento complementario.

Pero hay también el otro significado, el de red como algo que detiene, que limita o que atrapa. Es el sentido primigenio y original. Este es el sentido en el que pensamos cuando imaginamos la red de algunos artilugios deportivos, o una red para sostener el cabello, un aparejo o instrumento de pesca o, tal vez, una telaraña. En cualquiera de estos casos, hay algo de común en estos significantes: todos proponen similar idea, la de algo que convoca, que retiene y que atrapa. No deja de sorprender, por lo tanto, que cuando hablamos de redes en el primer sentido, en el de algo que relaciona, comunica o interconecta, estamos abriéndonos también a la otra extraña posibilidad, la de que nos referimos a elementos de los que pasamos a depender, de modo que no sea fortuito que ellas nos atraigan con cierta maña.

Pienso en todo ello, mientras medito en el uso y abuso de las omnipresentes redes sociales, hijas díscolas de ese padre indulgente llamado internet. Pienso en Twitter o WhatsApp, por ejemplo, o en la democratización de una opinión antojadiza, desconsiderada e irresponsable que aliena, entorpece y satura; que se aleja del propósito de una herramienta que debería ayudar a mejorar nuestra calidad de vida; y que, mal utilizada, solo sirve para incordiar, propagar falsa información y coadyuva a confundir y desorientar. Esto, para no mencionar la intrusión del pensamiento ajeno, a través del perentorio método del reenvío fácil.

Las redes, sin un protocolo de uso y sin una cultura de adecuada utilización, se han convertido en una herramienta irresponsable que fomenta el anonimato. Otro asunto es su desdén, y hasta desprecio, por la correcta ortografía, que no hace sino desnudar las enormes falencias de los sistemas de enseñanza que se ejercitan en los distintos centros educativos. Es grave cuando en esos lugares de supuesta “opinión” se exhibe un maridaje de cobardía e ignorancia que recoge lo más ruin y sórdido de la condición humana. Es una lástima que parezcan disponer del mismo espacio, el criterio sabio y ponderado, igual que el insulto profano, abyecto y, a menudo, procaz.

Así como las redes han significado un profundo avance para la vida  del hombre moderno, va a hacer falta un nuevo protocolo para limitar el espacio de quienes insisten en emplear estos medios en forma irresponsable. Sin un código de conducta y sin un compromiso general para hacer de las redes lugares para ejercitar la decencia y el respeto ajeno, estos medios irán cayendo inevitablemente en la ciénaga de la afrenta, la infamia y el permanente atentado contra la dignidad de la gente de bien. Más temprano que tarde una nueva iniciativa va a propiciar una forma de censura que respalde el trato digno, la valoración de criterios calificados y la integridad.

Si las redes van a convertirse en terreno fértil para el desate de pasiones descontroladas, la ignorancia y el fanatismo, sería mejor volver a nuestros antiguos métodos, y compartir un acuerdo o sana discusión con gente decente que nos sepa respetar, gente con valores a la que podamos contar entre nuestros amigos. Sería preferible que las redes solo sirvan para conectarnos y no para atraparnos con ese material repugnante y pringoso que quiere burlarse de la ajena dignidad y que da pábulo a la maledicencia. Su mayor peligro no sería nuestra sumisa dependencia sino el terrible e inadvertido contagio del analfabetismo digital.


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24 octubre 2020

De contrabandos y calzones... *

 * Artículo de Valius Venckunas, para AeroTime Hub. Con mi edición. 

 

Este mes de octubre, el Departamento de Justicia de los EE. UU. anunció que había arrestado a una red de contrabando que utilizaba pasajeros y auxiliares de vuelo de Aeroflot, con el objeto de transportar aparatos electrónicos, por un valor aproximado a 50 millones de dólares, a través de las fronteras. No es ni el primero ni el mayor caso de contrabando aéreo en el mundo de la aviación. Veamos brevemente los ejemplos destacados de tripulaciones aéreas que han explotado la ventaja de sus cargos o posiciones para obtener dinero ilegal. Desafortunadamente, la historia del contrabando aéreo es casi tan larga como la historia de la aviación.

 

Un primer contrabandista con carga ilegal en su avión, fue capturado en la frontera entre Italia y Francia en 1911; desde entonces, esta forma de eludir aduanas y aranceles creció tanto en escala como en sofisticación. En sus primeros años, los aviones simplemente destrozaron los modelos de comercio internacional existentes, ya que proporcionaron una forma nueva, simple y discreta de cruzar las fronteras internacionales. La primera ola de contrabando aéreo dio como resultado las primeras regulaciones aéreas, ya que los gobiernos intentaron encontrar una forma de controlar este nuevo fenómeno. Pero después de la Primera Guerra Mundial, estos esfuerzos e intentos se fueron por la ventana, con el excedente de aviones de combate y pilotos despedidos cruzando las fronteras, que no se sujetaron a las leyes.

 

Es posible que esto de pasar artículos “de agache” haya alcanzado su punto máximo en los Estados Unidos en la era de la prohibición, cuando los aviones fueron una de las principales formas de contrabandear alcohol dentro del país. Tanto es así, que la mitad de las aeronaves con base en los EE. UU. pudo haber estado involucrada en acciones de contrabando en esos años. Como bien observa el historiador de aviación Roger Connor, "si el contrabando no constituía el uso más grande de la aviación en ese momento, bien pudo haber sido el más rentable, dado que un solo vuelo podía generar más de $ 2.000 de utilidad”.

 

¿Y qué pasa hoy? Solo en los últimos años hubo docenas de casos destacados que involucraban a las que tripulaciones aéreas, que fueron sorprendidas beneficiándose de trabajos laterales ilegales que requerían de algunos vuelos:

 

* El tráfico de drogas, obviamente, ha sido el más denunciado. Los auxiliares de vuelo suelen beneficiarse de controles de seguridad indulgentes, ya que se les confía tareas que requieren de un alto nivel de profesionalismo y lealtad. A principios de octubre, una asistente de vuelo de Malasia fue acusada de traficar heroína por un valor de $ 3 millones hacia Australia: más de cuatro kilogramos en ocho viajes. Ella escondió las drogas en su ropa interior y en el baño. En 2007, un caso importante resultó en la suspensión de una quinta parte de todos los auxiliares de vuelo de Air Tahiti Nui, pues se descubrió una red de tráfico masivo, involucrada en el contrabando de todo tipo de sustancias ilegales hacia la Polinesia Francesa.

 

* El lavado de dinero ocupa un cercano segundo lugar. Lo ejecutan auxiliares de vuelo que llevan grandes sumas de dinero en efectivo, que se supone que deben entregar a un "contacto" al llegar. Esto es algo habitual: por ejemplo, a fines de 2019, cuatro empleados de American Airlines fueron atrapados contrabandeando algo más de $ 22.000 desde Chile, con uno de ellos dirigiendo la operación. Un año antes, un asistente de vuelo de Malaysia Airlines fue encarcelado por llevar ilegalmente más de 190.000 dólares en efectivo; se trataba de bloques de dinero empacados en forma muy casual dentro de sus propias maletas.

 

* Uno de los esquemas de tráfico de dinero más extraños se descubrió en 2011, cuando auxiliares de Lufthansa llevaron a Alemania monedas por un valor de 6 millones de euros, que habían sido enviadas a China para su fusión: eso es más de 28 toneladas métricas (63,000 libras) de metal: un peso equivalente a dos aviones regionales ATR 72 vacíos.

 

* La trata de personas es algo en lo que los pilotos también pueden involucrarse. Ninguna barrera fronteriza puede detener a un pequeño avión privado que vuela por debajo del radar, transportando personas decididas a ingresar a uno u otro país a cambio de una cantidad sustancial de dinero. En Estados Unidos, casos similares no son tan comunes, pero los medios de comunicación suelen destacarlos, pues aquello de que las autoridades capturen un avión lleno de "extranjeros ilegales", en algún aeródromo remoto, es realmente una historia memorable.


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21 octubre 2020

Hace 50 años...

Ese era el título de un artículo que se publicaba en forma cotidiana en algún periódico local; probablemente, en el diario “El Comercio”, o, tal vez, en el vespertino “Últimas Noticias”. Desconozco si todavía se publica; o, lo que es lo mismo, si alguien sigue encargado de revisar, día a día, los viejos archivos del diario, para seguir publicando algo que quizá fue registrado como testimonio de aquello que produjo noticia, interés o expectativa. Y, en algunos casos, de aquello que en realidad sucedió, de lo realmente acontecido.

 

A veces me pregunto qué pasaría si, en idéntica forma, conservaríamos similares registros, también los individuos. Qué sucedería, si anotáramos lo más relevante de cada día y lo fuéramos revisando, luego de que hubiera pasado ese mismo lapso de tiempo: medio siglo. Qué de episodios no redescubriríamos, qué de sorpresivas situaciones no encontraríamos que, aunque entonces pudieron resultarnos importantes -y quizá vitales-, ahora, como por arte de magia, nos hubieran pasado a parecer inocuas y banales; o, lo que sería peor, se hubieran esfumado entre la penumbra difuminada de un “baúl de recuerdos”, uno que ahora solo merecería llamarse “el arcón de los olvidos”... ¡Qué de cosas no vendrían a nuestro recuerdo, cuántos íntimos acaecimientos no reviviríamos!

 

Algo de eso hacemos los aviadores; por lo menos los más prolijos. Tenemos el privilegio de conservar un librito de pasta dura, donde registramos en forma casi cotidiana todos los vuelos que hemos realizado, las misiones que nos han encargado, las comisiones en las que hemos participado o hemos dirigido. Y no es que vivamos haciéndolo (me refiero a lo que sería una manía, eso de revisar cada día lo que hicimos hace ese mismo montón de años). Sugiero que aquello de haber podido registrar los vuelos que hicimos en el pasado, nos pone frente a la oportunidad de revivir algo que alguna vez tuvimos el privilegio de hacer...

 

Así es como, de tarde en tarde, reviso mi pasada actividad profesional, repaso lo que estuve haciendo en una determinada cláusula de lo que yo llamo “mi pretérito”... Así, me topo con una pasada realidad, miro con otros ojos algo que fue, o lo que hice; veo el pasado con otra perspectiva, sin las ansiedades o expectativas que marcaron su tiempo. Por lo menos, rememoro qué tipo de avión volaba, a qué compañía servía, a qué rutas se me asignaba... De ahí para adelante, solo dejo que el resto lo complete mi memoria o lo enriquezca mi imaginación. Y entonces me pregunto si esto de “anotar las horas”, es realmente un requisito o es más bien el resultado del capricho sibilino de algún misterioso ángel tutelar, cuyo único travieso designio es que los aviadores tengamos la fortuna ocasional de revivir nuestros recuerdos...

 

Así reviso el “Libro de Vuelo” que llené hace cincuenta años y en donde registré mis primeras horas; y compruebo que en uno de esos días de octubre de 1970, hice un vuelo desde Pastaza a Macas, otro a Curaray y dos más a Sucúa, antes de haber subido, a disfrutar de mi fin de semana en Quito. Vuelo esos días como primer oficial en un avión venerable, el Douglas DC-3 (conocido por otro nombre como C-47). Imagino las condiciones de la meteorología, el tipo de pasajeros o los pertrechos que transporté; o el nombre del capitán, y me pregunto si para entonces ya me daban con regularidad los aterrizajes en aquellos vuelos...

 

Conjeturo que habré volado con quien se había convertido en mi mentor; y en mi personaje inolvidable. No solo tenía un extraordinario sentido profesional; era un formidable ser humano, resumía las condiciones para ser considerado como un “maestro”. Galo Arias era, ante todo, un hombre íntegro y honesto. A sus esfuerzos debo mi preparación inicial. Él no enseñaba con sugerencias ni consejos; se aprendía de él porque lo hacía con el ejemplo. Eran mis últimos días como copiloto, estaba por cumplir diecinueve años. Ya me habían dado una noticia inesperada: pronto iba a ser comandante en un pequeño avión de veinte pasajeros.

 

Imagino también cómo transcurría mi vida personal... Ese viernes, el de mi salida, debo haber subido a visitar a “mi enamorada”. Era una chica agraciada de rasgos europeos. Sospecho, por esa ingenuidad que a veces me caracteriza, que debo haber estado persuadido que sería la mujer que un día desposaría... Había algo de timidez en su apostura, mis amigos no estaban muy seguros de que hacíamos una buena pareja. Tal vez no cumplía con aquel verso de Serrat (“Tiene muchos defectos dice mi madre; y demasiados huesos dice mi padre”), pero no me importaba, estaba convencido de que un día iba a casarme con ella.

 

Es curioso: nunca entré a su casa por la puerta delantera. Su familia me trató como a un hijo, pero jamás entré por la puerta del frente. Fuimos novios por alrededor de tres años, pero no recuerdo haber entrado sino por la puerta de la cocina. Me encantaba la comida de su casa. Creía estar locamente enamorado; no necesitábamos hablar porque no nos hacía falta, todo nos adivinábamos. Habíamos aprendido a desentrañar los secretos de nuestras almas; y habíamos ya empezado a resolver los misterios de nuestros cuerpos. Pero, nunca más supe de ella, jamás la volví a ver… Ha sido como cumplir una promesa. Y, ya son cincuenta años.


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17 octubre 2020

De escrúpulos y otras piedrecitas

Esa noche llegamos a Las Palmas de Gran Canaria. Sí, claro que llegamos. Estaba oscuro y ventoso, horriblemente ventoso, pero llegamos. Era ya medianoche en ese enclave insular español. La salida para Tel Aviv estaba prevista para la hora crepuscular de la tarde siguiente; debíamos llegar de madrugada al aeropuerto de Ben Gurión. Este fue un tramo sin contratiempos; la noche despejada convirtió al vuelo en un tour privilegiado al Mediterráneo, sus islas principales y las costas de los países ribereños. No se nos permitía una ruta más directa. Nuestro vuelo tenía por destino a un país cuya condición política no permitía que fuéramos tratados en forma deferente por parte de los controles aéreos de los países islámicos.

Llegamos, como cuento, en las tempranas horas de la mañana. No salimos del terminal, sin embargo, hasta luego de tres o cuatro horas más tarde. Nada nos llamó tanto la atención como el despliegue de seguridad que caracterizaba a los protocolos de inmigración. Estaba todavía fresca en la memoria la Guerra de los Seis Días, en que Israel había enfrentado a sus vecinos árabes. Nunca había visto, tampoco, a tantas féminas vistiendo uniforme militar; armadas, equipadas y listas para actuar en cualquier imprevista circunstancia que lo pudiera demandar. Y no eran feas; algo en su actitud denunciaba el irrenunciable compromiso que sentían por su patria. Las miré de soslayo, creyendo con ingenuidad que nadie lo advertía...

Llegados a Tel Aviv, nos alojaron frente al mar; hacía fresco, pero el vaivén de las olas invitaba a efectuar una caminata por la playa. Se notaba, en las fachadas, los estragos de una conflagración bélica reciente; era inevitable advertir que la ciudad iba camino de convertirse en una urbe vibrante y moderna, de corte europeo, alegrada por una población joven, con un enorme sentido de identidad y de propósito; activa, organizada, dinámica. Habíamos venido por unos pocos días; de hecho, para algo más de una semana. Pronto nos familiarizamos con el sector, con la forma de pronunciar los números, con las principales formas de saludo. Aprendimos a movilizarnos, averiguamos dónde quedaban los sitios principales, cuáles eran las distancias.

Al igual que lo hacen los peregrinos cuando llegan a un sitio extraño, que lo primero que buscan y encuentran es un templo; lo mismo sucede con los tripulantes, que no desperdician el tiempo hasta poner brújula en dirección de los centros comerciales... Así fue que pronto pudimos memorizar el nombre de las principales y más comerciales rúas: Dizengoff y Ben Yehuda; descubrimos el nombre de los barrios más importantes: Jaffo, Petaj Tikva y Herzeliya. Averiguamos acerca de los medios de transporte y las distancias a Jerusalén, Jaifa, Elat, o al lago de Galilea y a tantos otros lugares bíblicos, que tienen el raro sortilegio de hacernos sentir como si parte de nuestra infancia hubiese transcurrido en aquellos lejanos lugares.

Ajat, shtaim, shalosh, arva, hamesh, sesh, sheva, shmone, teisha, ezzer (los números en hebreo)... Shalom, todaravá, boquertov. Hava nagila, tisaneimá... Hallamos gestos de fresca cordialidad por doquier, nada parecido a la actitud de los mercaderes de la Quinta Avenida que intimidan con su displicente estrategia, con sus embelecos de extorsión y sus recursos de regateo. El judío es un pueblo ordenado, es gente que vive con tranquilidad y que ama el respeto. Su tierra, a la que nosotros llamamos “Santa”, es una patria estéril, improductiva y agreste; es parte de un paisaje ausente de colorido y vegetación. Es tierra yerma, infecunda y extraña. Así y todo, transmite una curiosa sensación: es tierra cuidada por gente que la trata con veneración.

Aquí, en Israel, ya no utilizaban los bíblicos Denarios, Dracmas o Talentos. Su moneda, por entonces, era la Libra, a la que también llamaban Lira. Años más tarde la habrían de rebautizar de Shekel; antiguo nombre de una medida de peso fenicia que dio lugar y nombre a una de las primeras monedas de Oriente Medio. Antes, el término había sido utilizado por sumerios y acadios; y, sin duda, fue aprovechado por los fenicios y cartagineses en sus trashumantes trasiegos por el Mar Interior. De hecho, tanto el Shekel fenicio, como el Escrúpulo romano, están emparentados; su nombre deriva del mismo concepto, se refiere a esas “pequeñas piedras” o piedrecitas que facilitaron las  más antiguas transacciones en los albores inmemoriales de la civilización.

No resulta difícil concluir que aquellos escrúpulos o piedrecitas se convirtieron más tarde en metáfora de los resquemores, reticencias o pequeñas cargas de conciencia; o, quizá, en sinónimo de aprensión, remilgo, reparo o miramiento... Y ya, con el paso del tiempo, también en esmero, trato prolijo o minuciosidad... Por ello que, “alguien sin escrúpulos” es quien no siente reparos o reticencias; es un profano carente de vergüenza, un ser incapaz de tener o sentir aquellos diminutos guijarros que incomodan la tranquilidad de su propia conciencia...


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14 octubre 2020

Vírgenes, perros y gatos…

Era el 3 de febrero de 1978; así lo dice mi cuaderno de bitácora. Era el mismo año en que sería promovido a comandante del Boeing 707. Ese día, me habían designado para hacer mi primer vuelo intercontinental en condición de primer oficial, como parte de la tripulación que haría el vuelo Quito - Tel Aviv. Era, realmente, mi primer vuelo trasatlántico; hacíamos ese día el segundo tramo, entre Fort de France, en la Martinica, una isla de las Antillas menores, y Las Palmas de Gran Canaria. Estábamos a cargo dos tripulaciones completas, que aún recuerdo sus nombres. Me correspondía efectuar las segundas tres horas de aquel tramo. Era ya media tarde cuando me correspondió reemplazar al copiloto de la primera tripulación. 

 

Volábamos esta vez en un B-720B; su matrícula: HC-AZQ. Ya habíamos cruzado el PNR, o “Punto de no retorno”. Cualquier falla, y no debíamos regresar a Martinica o a cualquier otra pista en el lado americano; debíamos seguir, ya no debíamos volver. El tramo iba a tomar alrededor de seis horas y nuestra autonomía (la cantidad disponible de combustible) era solo de siete en total. Nuestros aviones carecían de equipos de navegación inercial o satelital, todavía no les habían instalado los “más avanzados” Omegas y ni siquiera disponían de aquellos no muy confiables sistemas Doppler, que sí equipaban a los B-707. Solo contábamos con VORs, ADFs y, claro, un radar de caperuza en la mitad del pedestal.

 

No disponíamos tampoco de navegantes o de sextantes. A aquellos profesionales los habrían de contratar más tarde. Era indispensable, por lo tanto, ser muy preciso y prolijo con la navegación, responsabilidad que se asignaba a los primeros oficiales. Quince minutos antes del PNR me presenté en el puente de mando, para recibir el “briefing” del otro copiloto que debía salir a tomar su descanso. Confirmé el trazo de la ruta ya efectuado y anoté en mi cartapacio los rumbos y tiempos registrados. Fue más tarde, ya hecho cargo de mis tareas, cuando caí en cuenta de algo... no se había considerado el efecto de la variación, la diferencia entre el rumbo verdadero y el rumbo magnético. No estábamos donde debíamos estar; estábamos fuera de curso y, de seguir así, no encontraríamos las islas Canarias.

 

¿Qué había pasado? Pues, un error fácil de cometer; algo nos decía que teníamos que corregir ese error a tiempo, si no queríamos enfrentar un tramo final signado por la angustia. Mi colega había tomado en cuenta la variación, pero no la había aplicado en el cálculo del viento. Nos encontrábamos casi cien millas al sur en nuestra correcta posición; no habíamos escogido la singladura correcta, habíamos conservado, por tres horas, un rumbo equivocado al determinar la derrota. No estábamos donde se supone que debíamos estar y no íbamos a llegar a donde queríamos aquella oscura noche...

 

Fue ahí cuando cierto método mnemotécnico salió a nuestro rescate. Recuerdo que en los tiempos de la academia de vuelo, tuve que aprender de memoria ciertas consonantes: T, V, M, D, C. Ellas constituían la letra inicial de “True, Variation, Magnetic, Deviation y Compass”, que traducidas significaban: “Verdadero, Variación, Magnético, Desviación y Compás”; estas letras formaban parte de una secuencia que era difícil de memorizar. En la escuela, había optado, por idear una frase para recordar aquel orden esquivo. Eureka, ya está, es lo que con probabilidad habría proclamado: “Todas las Vírgenes Me Dicen Cosas”... ¿Qué es el rumbo magnético?, mis instructores me preguntaban; y yo, confiado, contestaba: “Es el rumbo verdadero corregido por variación o el rumbo de compás corregido por desviación”.

 

Mientras reía para mis adentros, recordando cómo enseñé mi “invento” a mis propios compañeros (“Today Virgin Mary, Dogs, Cats”), tomé mi plotter y computador, para trazar el nuevo curso con que debíamos enmendar la excursión detectada. No todos estaban convencidos, sin embargo, de que estábamos realmente tan fuera de curso, ni tampoco de que esa corrección era la que nos iba a llevar, dos horas y media más tarde, a una posición geográfica que nos permita interceptar la aerovía de ingreso y nos ubique frente a las islas más occidentales del archipiélago Canario: El Hierro y Santa Cruz de la Palma...

 

Pronto cayó la noche. Con reticencia, no exenta de desconfianza, mis colegas terminaron por hacerme caso. Faltando una hora para el aterrizaje, las señales todavía intermitentes de los radiofaros de Tenerife y Las Palmas empezaron a emitir su titubeante marcación. Pocos minutos más tarde, en una noche ausente de fulgores celestiales, los retornos imprecisos de las esquivas islas, en la pantalla del radar, convirtieron aquel artilugio en protector talismán, y nos dieron la seguridad de que, como decía un viejo amigo, “la Virgencita no iba a querer”. Sí, así pasa: hay veces que “las vírgenes quieren decirnos cosas”; y, a modo de persistente plegaria, nos incitan a ensayar un inocente: ¡Tonight Virgin Mary, dogs, cats!


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10 octubre 2020

Quien calla, otorga

Vuelvo sobre lo mismo. He conducido esta vez una suerte de pequeña encuesta. Es decir, he hecho mi necesaria “tarea escolar”, consciente -como he estado- de que la gente usa la expresión del título que encabeza esta entrada, con dos propósitos, si no contradictorios, por lo menos distintos. Unos la utilizan para expresar una primera postura: “Yo no juzgo porque también me pudiera pasar a mi”, o también “Si no tengo algo bueno que decir, sería mejor callar” (un “no me gusta hablar mal de nadie”). Otros, en cambio, la usan con un sentido más directo, que es el siguiente: “Quien no reclama, se convierte en parte del problema”; o “Quien guarda silencio, expresa su tácita aceptación”; o, inclusive: “Quien no cuestiona con oportunidad, da a entender que aprueba aquello con lo que pudiera no coincidir”.

Bien pensado, en lo referente a quienes utilizan la expresión con el primer sentido, vendría a significar que ellos prefieren callar que expresar su opinión en relación con personas o situaciones implicadas en un determinado juicio; pero, en la práctica, con su silencio, estarían haciendo justamente lo contrario de lo que les parecería más adecuado, pues -con ese silencio- estarían adoptando una postura exactamente contraria a la que moralmente debieran tener, al reservar su opinión frente a lo que está siendo -justa o injustamente- juzgado. Ellos procesan su excusa del modo siguiente: “Prefiero estar callado, a que se me acuse de andar en habladurías”, “prefiero callar que entrar en un vano o ajeno conflicto”.

Intuyo, por otra parte, que a veces hay algo de cómoda hipocresía en aquello de “no querer juzgar”. Pues no basta con que algo no sea de mi interés o incumbencia. El precepto moral sugiere que no está bien si callo cuando mi silencio afecta a la justicia, a la natural tranquilidad, al grado de bienestar de los demás. Bien sé que aquel no comprometido silencio quiere significar: “prefiero callar si no puedo hablar a favor de una determinada persona”; pero, en la práctica, solo se convierte en un silencio cómplice, pues se calla cuando se debería aportar con una opinión, cuando se debería expresar el desacuerdo -por ejemplo- con quien trasgrede, con quien comete una falta o error que afecta a alguien más. No olvidar que otorgar quiere decir consentir, conceder, dejar pasar.

Hay en toda esta semántica un aspecto curioso: si quien calla, de verdad consiente, el “otorgado” se convierte en forma automática en un “consentido”... Utilizo el término con intención, porque en inglés la palabra que tiene un equivalente significado es “conceited”, que vendría a significar justamente mimado o consentido. Pero hay algo más: el uso más frecuente del adjetivo “conceited” se da con el objeto de caracterizar a alguien con la acepción negativa de presuntuoso o presumido.

En fin, y a pesar de todo lo hasta aquí manifestado, postulo que la gente también utiliza el aforismo para expresar un sentido de esperanza; cree que, si observa algo injusto o inapropiado, quizá sería mejor dejarlo en manos del destino para que se encargue de resolverlo en otro momento, “más tarde”. Confía que el tiempo, por propia cuenta, se ha de encargar de poner las cosas en su lugar. Está persuadida que si dice “el que calla, otorga”, lo que realmente está expresando es: “mejor me callo, que luego el tiempo me dará la razón”; o “el tiempo pasa, pero la Providencia es tan sabia, que se toma su tiempo, y al final termina poniendo las cosas en su respectivo lugar; entonces, el inocente termina siendo reconocido como inocente y el culpable termina siendo juzgado como lo que de verdad es, como culpable”.

Sí, ¡qué curioso! Y qué curiosa esta forma de poner en manos del capricho de la casualidad nuestro propio destino y el destino ajeno; curiosa forma de encargar al capricho del tiempo nuestra suerte y nuestra esperanza. Se me antoja que esta es una forma de irónico conformismo, o de pasiva conformidad; y a veces incluso, una forma de enunciar -aunque con distintas palabras- otro conocido proverbio, aquél que reza que “quien ríe al último, ríe mejor”… Medito en esta posibilidad, porque dicen por ahí que la venganza (¡qué fea palabra!) es un plato que hay que saber esperar para disfrutarlo cuando esté bien frío. “Esperar”, en este sentido, pasaría a convertirse, más que una forma de sana expectativa, en una distinta manera de ejercitar el desquite y la reparación; haciéndolo con tiempo, cuando la injuria ya haya pasado, cuando el motivo de la inquina esté casi esfumado y bien frío.

Hoy nomás, como parte de la “tarea” a la que hice referencia más arriba, pregunté a alguien, en mi propia casa, que con qué sentido utilizaría el refrán que hoy nos entretiene. Poniéndome de ejemplo el episodio de una serie que hemos estado siguiendo, ella me respondió: “Es como cuando el delincuente preguntó a su esposa si es que amaba a otro hombre; y ella, por toda respuesta, prefirió guardar silencio, optó por quedarse callada”, “Quien calla, otorga”, concluyó. Preferí no elaborar ningún comentario; y, asimismo, me quedé callado. Y, claro, con aquel callado silencio, sin duda… consentí. Quien calla, otorga.


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07 octubre 2020

De infidelidades y otros cuernos

Sí, hubo locuciones que escuchaba en familia y que me confundieron en la infancia. A ello debe haberse sumado mi incipiente espíritu pugnaz que me llevó a cuestionar expresiones que me endilgaron, como “muchacho malcriado” o “muchachito de un cuerno”. Si era malcriado -yo protestaba-, ha de ser porque me criaron mal, lo cual no era asunto de mi responsabilidad. En cuanto a lo otro, a aquel confuso “muchachito de un cuerno”, nunca supe si estaba emparentado con otras expresiones como las de “mandar al cuerno”, o “importar un cuerno”. Sospecho que lo único que nunca se me ocurrió fue asociarlo con otros más nefandos cuernos, los relativos a la infidelidad.

 

Similar reflexión me ocupa ahora que no sé qué mismo quiere decir y de dónde salió aquella otra especie de refrán o dicho popular, aquel de “tras cuernos, palos” (así con coma intermedia, para que pueda adquirir un sentido de continuidad). Creo que, en cuanto al incógnito sentido, no me ha quedado más que dar rienda suelta a mi propia imaginación, y he terminado conjeturando que equivaldría a decir que una determinada situación sería “el colmo de la mala suerte”. Algo así como poner sal a la herida, o añadir insulto a la lesión como dicen en inglés. En términos deportivos, vendría a ser como marcar un gol en propia puerta, luego de haber sido considerado culpable de ocasionar una falta merecedora de penalización en el área de candela.

 

Hay quién insinúa que aquellos mismos cuernos, los que anteceden a los palos de marras, no son otros que aquellos que no dejan dormir con tranquilidad a sus portadores (en el no siempre probable caso de estar apercibidos de su efectiva o incierta ocurrencia). Se sabe que estos adminículos (“Prolongación ósea cubierta por una capa epidérmica o por una vaina dura y consistente, que tienen algunos..., como, en forma harto gráfica, lo explica el DRAE) pudieran ser tan antiguos como la propia historia de la humanidad. En otras palabras, aquello de la tentadora serpiente bien pudiera tratarse de una habilidosa alegoría para disimular la culpa de nuestra primera y distante madre, Doña Eva de los Manzanares, Condesa del Edén y los Territorios de Oriente, Grande del Paraíso...

 

Pero, quizá de gana me pongo mal pensado. A fin de cuentas hay que velar por el honor de la familia, aunque se trate de parientes lejanos... Ya meditándolo bien, pudiera ser que lo relacionado con este tipo de traicioncillas o infidelidades, propiamente llamadas cuernos, ya se documentaron desde los tiempos de la antigüedad helénica. En efecto, mientras efectuaba averiguaciones a éste respecto, encontré una explicación con la que difícilmente concuerdo. Refiere la información que luego de su larga ausencia, y mientras regresaba Odiseo (por otro nombre Ulises) a su hogar en Ítaca, asunto que le tomó como veinte años, su hermosa mujer fue importunada por múltiples pretendientes tratando de medrar de la no confirmada posibilidad de que el héroe hubiera muerto. Incluso Mercurio, uno de los dioses, habría participado en similar intento, disfrazándose de macho cabrío.

 

No obstante, el frustrado propósito de Mercurio para seducir a la indómita Penélope, tampoco daría para asociar el uso del plural “cuernos” con los apéndices óseos del ejemplar mencionado al final del párrafo anterior. Penélope supo reputarse como paradigma de la fidelidad y no de lo contrario. Más bien, lo que sí podría aplicarse, como simbólica explicación para el uso del sustantivo, es la historia atribuida a Pasífae, consorte de Minos, rey de Creta, quien se había dejado poseer por un toro mitológico, del cual se habría enamorado; episodio que habría dado lugar al nacimiento de una criatura, con cuerpo de humano y cabeza de toro, que se conoce como Minotauro. Desde entonces se utiliza la cornamenta como epónimo para referirse al indiscreto comportamiento de los cónyuges.

 

Ahora sí, vamos de vuelta a lo que nos ocupa: la explicación del apotegma “tras cuernos palos”... Tal parece que en el medioevo no solo se castigaba al esposo adúltero, sino también a su consorte desapercibido e ingenuo. Se obligaba a ambos, tanto al travieso como al injuriado, a montar desnudos en un borrico, mientras los vecinos e infaltables curiosos se encargaban de utilizar unos garrotes para obsequiarles una indiscriminada y pertinaz reprimenda a punta de palazos. Para el esposo agraviado (nótese que casi nunca se habla de la agraviada), el poco equitativo trato se convertía “ipso facto” en un oprobioso y nada indulgente castigo. Sí, tras cuernos, palos…

 

En resumen: una justicia de un cuerno. Aun peor que ser mandado al mismo cuerno!


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03 octubre 2020

Ni mono ni mandril

Razón tenía un distinguido amigo, él mismo columnista del diario El Universo, cuando, en respuesta a uno de mis comentarios, me contestó: “Tengo un lema: es Academia de la lengua, y no lengua de la Academia”. Y es que por siempre estuve persuadido que la voz inglesa “gibbon” se traducía como mandril, hasta que descubrí que la palabra que lo reemplazaba en castellano era la de gibón; palabra que define el DLE como: “mono antropomorfo arborícola... que se caracteriza... por carecer de cola”. Pero claro, como dicen por ahí: “quien tiene boca se equivoca”, ya que los primates, de acuerdo a que dispongan o no del mencionado adminículo, se dividen en monos y simios. Si el primate carece de cola es simio; si la tiene, es simplemente mono.

Así que tanto la Academia como yo habríamos estado equivocados: aquella por lo explicado; y éste humilde marqués por haber confundido la gimnasia con la magnesia (un mono con un simio). Por tanto, hago una confesión adicional: jamás he visto un gibón “de a de veras” en mi vida, ni en vivo ni en cocinado. Ni siquiera en esos bien provistos zoológicos que hoy existen por todas partes; y si lo he visto, no recuerdo. Se me ha venido a la mente la palabra "gibbon" porque he recordado el apellido de un historiador británico que admiro, más que por su método por su elegante estilo, se llamó Edward Gibbon, y escribió en la segunda mitad del siglo XVIII un documento prodigioso, lo llamó “Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano”.

Del pensamiento y trabajos de Gibbon nadie me habló en mis tiempos de colegio y nadie me lo recomendó tampoco en mis ocasionales escarceos autodidactas. Puede decirse que lo descubrí al azar una tarde de lluvia, sentado en el piso de la librería Barnes & Noble de la Quinta Avenida en Manhattan, mientras esperaba que amainase la lluvia para regresar a mi hotel. Es probable que ahí mismo, aquella tarde, hubiera descubierto el motivo para que nunca lo hubieran mencionado mis perceptores y maestros; y era que, aunque él había profesado fugazmente el catolicismo, su propuesta se basaba en que la causa de la citada decadencia consistía en el auge de una organización religiosa y sus valores: el cristianismo.

Si la obra de Gibbon había pasado a formar parte del directorio de libros prohibidos que la Iglesia bautizó como Índice, era probable que hubiésemos tenido escasa referencia de la mencionada obra y que nuestros planes de estudio no la hubieran incluido. Su obra no solo impresiona por su erudición y paradigmático estilo; lejos de constituir una elegante narración de episodios bien descritos, es más bien un clásico literario, por medio del cual se hace relación de los hechos y sus protagonistas, sin descuidar por ello el análisis del influjo de tales sucesos en la misma sociedad cuyo fracaso el escritor británico quiso interpretar, y sin perder oportunidad para postular su crítica a la vulnerabilidad de la condición humana.

Para Gibbon, la declinación del Imperio se produjo principalmente por un motivo, al menos influyente: la estructura y los nuevos valores que vino a proclamar una doctrina que había pasado a convertirse en la religión oficial del Imperio. Dicho influjo, para el británico, convirtió a la Edad Media en una edad oscura; se hizo ostensible la acumulación de bienes por parte de la Iglesia, su intervención en asuntos terrenales y su intolerancia, no solo hacia las demás religiones, sino a las disensiones internas. Imposible no mencionar los incontables conatos de cisma, la permanente aparición de “herejías”, o posturas divergentes, que dieron margen a excomuniones y apostasías; a nuevos dogmas, a interminables sínodos y concilios.

Edward Gibbon sugiere que se produjo un deterioro de los valores tradicionales en la sociedad. El surgimiento de una nueva mentalidad fortaleció la jerarquía de la Iglesia en detrimento de la estructura militar del Imperio. Como consecuencia, también la economía se vio afectada y, de pronto, los nuevos valores alteraron el ritmo de desarrollo cultural que se había consolidado durante la antigüedad greco-latina. Ahora el arquetipo estaba definido por la piedad y el conformismo; la vida del hombre solo alcanzaba trascendencia en un “más allá” etéreo e hipotético que le inducía a la reclusión, que le empujaba a la encrucijada de la culpa y el arrepentimiento, que propiciaba un comportamiento gazmoño que condenaba toda forma de disfrute y entretenimiento. Así, la religión devino en una nueva forma de superstición.

Gibbon estuvo relacionado con la nobleza, aunque había sido descuidado por sus padres. Tuvo algunos hermanos, pero todos fallecieron en sus primeros años de vida. Él mismo era enclenque y enfermizo; tenía una salud muy precaria. Hacia el final de sus días sufrió de hidropesía testicular. Su frágil condición le sirvió de estímulo para enriquecer su erudición y conquistar sus logros académicos. Como era costumbre por esos años, fue albergando la ilusión de viajar por Europa y conocer la “ciudad eterna”; quería efectuar el llamado Grand Tour, para reconocer las raíces de la civilización Occidental. Una vez en Roma, en medio de sus ruinas, se prometió dedicar su mejor esfuerzo para escribir, con un estilo similar al de su venerado “Tulio” (Cicerón), acerca de tan formidable Imperio.


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