17 octubre 2020

De escrúpulos y otras piedrecitas

Esa noche llegamos a Las Palmas de Gran Canaria. Sí, claro que llegamos. Estaba oscuro y ventoso, horriblemente ventoso, pero llegamos. Era ya medianoche en ese enclave insular español. La salida para Tel Aviv estaba prevista para la hora crepuscular de la tarde siguiente; debíamos llegar de madrugada al aeropuerto de Ben Gurión. Este fue un tramo sin contratiempos; la noche despejada convirtió al vuelo en un tour privilegiado al Mediterráneo, sus islas principales y las costas de los países ribereños. No se nos permitía una ruta más directa. Nuestro vuelo tenía por destino a un país cuya condición política no permitía que fuéramos tratados en forma deferente por parte de los controles aéreos de los países islámicos.

Llegamos, como cuento, en las tempranas horas de la mañana. No salimos del terminal, sin embargo, hasta luego de tres o cuatro horas más tarde. Nada nos llamó tanto la atención como el despliegue de seguridad que caracterizaba a los protocolos de inmigración. Estaba todavía fresca en la memoria la Guerra de los Seis Días, en que Israel había enfrentado a sus vecinos árabes. Nunca había visto, tampoco, a tantas féminas vistiendo uniforme militar; armadas, equipadas y listas para actuar en cualquier imprevista circunstancia que lo pudiera demandar. Y no eran feas; algo en su actitud denunciaba el irrenunciable compromiso que sentían por su patria. Las miré de soslayo, creyendo con ingenuidad que nadie lo advertía...

Llegados a Tel Aviv, nos alojaron frente al mar; hacía fresco, pero el vaivén de las olas invitaba a efectuar una caminata por la playa. Se notaba, en las fachadas, los estragos de una conflagración bélica reciente; era inevitable advertir que la ciudad iba camino de convertirse en una urbe vibrante y moderna, de corte europeo, alegrada por una población joven, con un enorme sentido de identidad y de propósito; activa, organizada, dinámica. Habíamos venido por unos pocos días; de hecho, para algo más de una semana. Pronto nos familiarizamos con el sector, con la forma de pronunciar los números, con las principales formas de saludo. Aprendimos a movilizarnos, averiguamos dónde quedaban los sitios principales, cuáles eran las distancias.

Al igual que lo hacen los peregrinos cuando llegan a un sitio extraño, que lo primero que buscan y encuentran es un templo; lo mismo sucede con los tripulantes, que no desperdician el tiempo hasta poner brújula en dirección de los centros comerciales... Así fue que pronto pudimos memorizar el nombre de las principales y más comerciales rúas: Dizengoff y Ben Yehuda; descubrimos el nombre de los barrios más importantes: Jaffo, Petaj Tikva y Herzeliya. Averiguamos acerca de los medios de transporte y las distancias a Jerusalén, Jaifa, Elat, o al lago de Galilea y a tantos otros lugares bíblicos, que tienen el raro sortilegio de hacernos sentir como si parte de nuestra infancia hubiese transcurrido en aquellos lejanos lugares.

Ajat, shtaim, shalosh, arva, hamesh, sesh, sheva, shmone, teisha, ezzer (los números en hebreo)... Shalom, todaravá, boquertov. Hava nagila, tisaneimá... Hallamos gestos de fresca cordialidad por doquier, nada parecido a la actitud de los mercaderes de la Quinta Avenida que intimidan con su displicente estrategia, con sus embelecos de extorsión y sus recursos de regateo. El judío es un pueblo ordenado, es gente que vive con tranquilidad y que ama el respeto. Su tierra, a la que nosotros llamamos “Santa”, es una patria estéril, improductiva y agreste; es parte de un paisaje ausente de colorido y vegetación. Es tierra yerma, infecunda y extraña. Así y todo, transmite una curiosa sensación: es tierra cuidada por gente que la trata con veneración.

Aquí, en Israel, ya no utilizaban los bíblicos Denarios, Dracmas o Talentos. Su moneda, por entonces, era la Libra, a la que también llamaban Lira. Años más tarde la habrían de rebautizar de Shekel; antiguo nombre de una medida de peso fenicia que dio lugar y nombre a una de las primeras monedas de Oriente Medio. Antes, el término había sido utilizado por sumerios y acadios; y, sin duda, fue aprovechado por los fenicios y cartagineses en sus trashumantes trasiegos por el Mar Interior. De hecho, tanto el Shekel fenicio, como el Escrúpulo romano, están emparentados; su nombre deriva del mismo concepto, se refiere a esas “pequeñas piedras” o piedrecitas que facilitaron las  más antiguas transacciones en los albores inmemoriales de la civilización.

No resulta difícil concluir que aquellos escrúpulos o piedrecitas se convirtieron más tarde en metáfora de los resquemores, reticencias o pequeñas cargas de conciencia; o, quizá, en sinónimo de aprensión, remilgo, reparo o miramiento... Y ya, con el paso del tiempo, también en esmero, trato prolijo o minuciosidad... Por ello que, “alguien sin escrúpulos” es quien no siente reparos o reticencias; es un profano carente de vergüenza, un ser incapaz de tener o sentir aquellos diminutos guijarros que incomodan la tranquilidad de su propia conciencia...


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