21 octubre 2020

Hace 50 años...

Ese era el título de un artículo que se publicaba en forma cotidiana en algún periódico local; probablemente, en el diario “El Comercio”, o, tal vez, en el vespertino “Últimas Noticias”. Desconozco si todavía se publica; o, lo que es lo mismo, si alguien sigue encargado de revisar, día a día, los viejos archivos del diario, para seguir publicando algo que quizá fue registrado como testimonio de aquello que produjo noticia, interés o expectativa. Y, en algunos casos, de aquello que en realidad sucedió, de lo realmente acontecido.

 

A veces me pregunto qué pasaría si, en idéntica forma, conservaríamos similares registros, también los individuos. Qué sucedería, si anotáramos lo más relevante de cada día y lo fuéramos revisando, luego de que hubiera pasado ese mismo lapso de tiempo: medio siglo. Qué de episodios no redescubriríamos, qué de sorpresivas situaciones no encontraríamos que, aunque entonces pudieron resultarnos importantes -y quizá vitales-, ahora, como por arte de magia, nos hubieran pasado a parecer inocuas y banales; o, lo que sería peor, se hubieran esfumado entre la penumbra difuminada de un “baúl de recuerdos”, uno que ahora solo merecería llamarse “el arcón de los olvidos”... ¡Qué de cosas no vendrían a nuestro recuerdo, cuántos íntimos acaecimientos no reviviríamos!

 

Algo de eso hacemos los aviadores; por lo menos los más prolijos. Tenemos el privilegio de conservar un librito de pasta dura, donde registramos en forma casi cotidiana todos los vuelos que hemos realizado, las misiones que nos han encargado, las comisiones en las que hemos participado o hemos dirigido. Y no es que vivamos haciéndolo (me refiero a lo que sería una manía, eso de revisar cada día lo que hicimos hace ese mismo montón de años). Sugiero que aquello de haber podido registrar los vuelos que hicimos en el pasado, nos pone frente a la oportunidad de revivir algo que alguna vez tuvimos el privilegio de hacer...

 

Así es como, de tarde en tarde, reviso mi pasada actividad profesional, repaso lo que estuve haciendo en una determinada cláusula de lo que yo llamo “mi pretérito”... Así, me topo con una pasada realidad, miro con otros ojos algo que fue, o lo que hice; veo el pasado con otra perspectiva, sin las ansiedades o expectativas que marcaron su tiempo. Por lo menos, rememoro qué tipo de avión volaba, a qué compañía servía, a qué rutas se me asignaba... De ahí para adelante, solo dejo que el resto lo complete mi memoria o lo enriquezca mi imaginación. Y entonces me pregunto si esto de “anotar las horas”, es realmente un requisito o es más bien el resultado del capricho sibilino de algún misterioso ángel tutelar, cuyo único travieso designio es que los aviadores tengamos la fortuna ocasional de revivir nuestros recuerdos...

 

Así reviso el “Libro de Vuelo” que llené hace cincuenta años y en donde registré mis primeras horas; y compruebo que en uno de esos días de octubre de 1970, hice un vuelo desde Pastaza a Macas, otro a Curaray y dos más a Sucúa, antes de haber subido, a disfrutar de mi fin de semana en Quito. Vuelo esos días como primer oficial en un avión venerable, el Douglas DC-3 (conocido por otro nombre como C-47). Imagino las condiciones de la meteorología, el tipo de pasajeros o los pertrechos que transporté; o el nombre del capitán, y me pregunto si para entonces ya me daban con regularidad los aterrizajes en aquellos vuelos...

 

Conjeturo que habré volado con quien se había convertido en mi mentor; y en mi personaje inolvidable. No solo tenía un extraordinario sentido profesional; era un formidable ser humano, resumía las condiciones para ser considerado como un “maestro”. Galo Arias era, ante todo, un hombre íntegro y honesto. A sus esfuerzos debo mi preparación inicial. Él no enseñaba con sugerencias ni consejos; se aprendía de él porque lo hacía con el ejemplo. Eran mis últimos días como copiloto, estaba por cumplir diecinueve años. Ya me habían dado una noticia inesperada: pronto iba a ser comandante en un pequeño avión de veinte pasajeros.

 

Imagino también cómo transcurría mi vida personal... Ese viernes, el de mi salida, debo haber subido a visitar a “mi enamorada”. Era una chica agraciada de rasgos europeos. Sospecho, por esa ingenuidad que a veces me caracteriza, que debo haber estado persuadido que sería la mujer que un día desposaría... Había algo de timidez en su apostura, mis amigos no estaban muy seguros de que hacíamos una buena pareja. Tal vez no cumplía con aquel verso de Serrat (“Tiene muchos defectos dice mi madre; y demasiados huesos dice mi padre”), pero no me importaba, estaba convencido de que un día iba a casarme con ella.

 

Es curioso: nunca entré a su casa por la puerta delantera. Su familia me trató como a un hijo, pero jamás entré por la puerta del frente. Fuimos novios por alrededor de tres años, pero no recuerdo haber entrado sino por la puerta de la cocina. Me encantaba la comida de su casa. Creía estar locamente enamorado; no necesitábamos hablar porque no nos hacía falta, todo nos adivinábamos. Habíamos aprendido a desentrañar los secretos de nuestras almas; y habíamos ya empezado a resolver los misterios de nuestros cuerpos. Pero, nunca más supe de ella, jamás la volví a ver… Ha sido como cumplir una promesa. Y, ya son cincuenta años.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario