29 diciembre 2023

Dos poetas: Darío y Nervo

Nunca sabré por qué extraño motivo siempre los relacioné; es más, conozco a más de una persona que ha detectado similar vínculo. Quizá se deba a que ambos nacieron en similar geografía (hacia el sur del Río Grande pero no en América del Sur, el uno en México y el otro en Nicaragua); los dos trajinaron similar cláusula vital y llegaron al mundo casi en forma simultánea, aunque con tres años de diferencia (1867 y 1870). Los dos eran poetas y cultores del modernismo, y ejercieron la literatura a más de la diplomacia; ambos estudiaron con los jesuitas y a los dos se los conoció por apellidos recortados. Finalmente, ambos desaparecieron en la plenitud de su vida –uno por insuficiencia renal y el otro por cirrosis hepática–. Se fueron jóvenes, no alcanzaron a cumplir cincuenta años.

 

Empecemos por el que vivió primero y que fuera el más destacado; de hecho, es el iniciador del modernismo. Había nacido en 1867 en una pequeña población del interior de Nicaragua (Metapa) que hoy, en su honor, se conoce como Ciudad Darío. Su nombre completo era Félix Rubén García Sarmiento pero prefirió alterar su apellido, tal como lo había hecho su propio abuelo. Se lo conoce como “Príncipe de las letras castellanas”; parece que desde temprano fue una suerte de niño prodigio, ya desde los doce o trece años publicó sus primeros poemas y tiene el mérito de haber tratado de adaptar a nuestra métrica el verso alejandrino francés (de 14 sílabas). En cuanto a sus ideas políticas, fue conocida su admiración por el polemista ambateño Juan Montalvo.

 

De formidable memoria y portentosa retentiva, se dedicó desde joven al periodismo (tenía 15 años). A los 16 viajó al Salvador y 3 años después a Chile donde colaboró con La Época. En 1887 publicó su primer poemario, en el que se reconoce su temprano talento. Conoció en Lima a Ricardo Palma; volvió a su país y efectuó una gira por Centro América. Integró la delegación que viajaría a España para celebrar los 400 años del Descubrimiento; allí departió con José Zorrilla, Emilia Pardo Bazán y otras personalidades como Marcelino Menéndez Pelayo, Emilio Castelar o Antonio Cánovas del Castillo. Luego vendrían sus visitas a Argentina, Estados Unidos y Francia donde conoció a Bartolomé Mitre y Leopoldo Lugones; a José Martí y, “con desilusión”, a su poeta admirado Paul Verlaine.

 

Hacia finales de ese siglo, Darío se había puesto en contacto, con algunos jóvenes cultores del modernismo, como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán y Jacinto Benavente. Por esos años, conoció a la hija de un jardinero, una campesina analfabeta, de quien se enamoró perdidamente; se llamaba Francisca Sánchez. Darío la enseño a leer y a escribir, y se divorció para desposarla. Fue su compañera por el resto de su vida. A la vuelta del siglo conoció a Amado Nervo con quien llegó a tener una estrecha relación. Más tarde fue nombrado embajador en Madrid, y mientras estuvo en París trató con el poeta español Antonio Machado. Darío es autor del conocido poema Los motivos del lobo, relacionado con la vida de san Francisco de Asís .

 

Va siendo hora de preocuparnos del otro vate: Amado Ruiz de Nervo y Ordaz había nacido en Jalisco en 1870, también cultivó el modernismo aunque su poesía era más mística y algo más nostálgica. Su padre habría simplificado su apellido y lo había recortado a Nervo, lo cual hizo que su nombre, sin proponérselo, tuviera un cierto aire de literario seudónimo. Nervo había tenido una infancia atribulada, sufrió la prematura muerte de su padre y el suicidio de un hermano. Había estudiado también con los jesuitas a pesar de su urgencias económicas.

 

Como queda dicho, en París se conocieron Darío y Nervo e hicieron una cercana amistad. Antes, Nervo ya se había relacionado en Perú con José Santos Chocano. Asimismo, en viajes posteriores había coincidido con Ramón de Campoamor, Leopoldo Lugones, e incluso con Oscar Wilde. Hacia 1905 fue designado secretario en la embajada de México en Madrid y, más tarde, fue nombrado ministro plenipotenciario de México en Argentina y Uruguay.

 

En este último país, trabó amistad con Juan Zorrilla de San Martín, antes de enfermar fatalmente con una afección renal crónica y dejar el mundo a los 48 años; sería, en presencia de su amigo que vivió sus postreros y agónicos momentos. Había cultivado la novela, la poesía, el cuento y el ensayo. Es muy conocido su poema “En paz”, con el que se despide de la vida, y canta con gratitud y reconocimiento por la existencia que le correspondió disfrutar.

 

“Amé, fui amado, el sol acarició mi faz,

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”



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26 diciembre 2023

La generosidad, ja ja

Estuve leyendo en días pasados una nota acerca de la decadencia de la generosidad, y la de una de sus formas –la filantropía–, en ella el autor hacía referencia a un diálogo entre el escritor norteamericano Ernest Hemingway y otro estadounidense, Francis Scott Fitzgerald (el autor de El gran Gatsby, Tierna es la noche y A este lado del paraíso). Ambos tenían casi la misma edad; es probable que el coloquio hubiese tenido lugar en Paris, ciudad donde coincidieron. El de Minnesota habría comentado que los ricos eran distintos a ellos, a lo que el primero habría apuntado, sin ocultar su ironía: “Claro, tienen más dinero”… Los dos se destacaron como escritores, pertenecieron a la Generación Perdida; Fitzgerald partió demasiado pronto, murió de infarto (tenía 44 años).

Me parece que la intención del artículo era destacar cómo, poco a poco, se ha ido erosionando la generosidad con los menos favorecidos; pienso, sin embargo, que aunque los ricos pudieran ser hoy menos altruístas, la cicatería pudiera fermentar a todo nivel, sin importar la condición económica de las personas. Con la avaricia estaría sucediendo algo similar a lo que parece ocurrir con ciertos colectivos que antes fueron discriminados, solo que al revés… Ya que, tal  es el cambio en las posturas hacia estos (posturas aparentes, por lo demás), que dichas opciones han merecido una ya conocida broma: aquella de que antes eran proscritas, luego pasaron a ser toleradas, más tarde aceptadas, solo para al final terminar siendo recomendadas. “No vaya a ser –dice el chiste– que luego pasen a considerarse obligatorias”…

 

Sí, algo parecido (aunque en sentido inverso) está sucediendo con la cada vez más ausente generosidad; y es que antes era bien vista, luego simplemente se la dejó de ejercitar; más tarde, algunos han empezado a sugerir que ya no hay necesidad de practicarla. Así, no extrañaría que más tarde la cicatería pasara a considerarse como norma de conducta y, al final, ¿quién sabe?, terminaría siendo considerada obligatoria.

 

Pero, ¿en qué consiste aquello de ser espléndido o desprendido? En el fondo solo se trata de no ser egoísta, vale decir que: significa recordar que no estamos solos en el mundo, que hay otros con otra condición y otras dificultades o, simplemente, que lo que uno tiene es bueno compartirlo con los demás; es, por lo mismo, una actitud familiar o comunitaria, todo lo contrario de la infecunda y miserable tacañería. Ser dadivoso es ser liberal y hospitalario, consiste –en la medida de las propias posibilidades– en saber conjugar el verbo “dar”, en compartir lo que la fortuna (o quizá nuestro propio esfuerzo) nos dio, y saberlo hacer con alegría y sin alardear.

 

Advierto que, en efecto, la generosidad se ha ido haciendo cada vez más escasa. Estamos persuadidos que si alguien nos invita está obligado a agasajarnos. En este sentido, no siempre sabemos ser recíprocos y, a la vez, ser magnánimos con el anfitrión; no caemos en cuenta que es importante hacer un pequeño reconocimiento frente a su voluntaria hospitalidad. Si bien es sabido que es imposible que todos tengamos lo mismo y que hay anfitriones que no necesitan de nuestra prodigalidad, siempre es bueno llevar algo, para que no parezca que tomamos su generosidad como obligatoria: “Taken for granted”. Tal vez el dueño de casa sea acomodado y no se haya dado una molestia, pero apreciemos que se ha preocupado por atendernos. Es de gente bien nacida “actuar en consecuencia”.

 

No es mi intención pontificar, y menos ponerme de ejemplo. Por esas circunstancias que suele tener la fortuna –esto es, la mala fortuna– viví una infancia con restricciones, pero tuve la suerte de crecer aprendiendo de la generosidad de mis mayores que sabían ejercitar con largueza algo que hoy casi no se oye: la palabra “caridad”. Caridad no es solo un nombre de mujer, ni solo quiere decir dar limosna. Caridad significa empatía, preocupación por las limitaciones y necesidades que afectan a los que menos tienen, a quienes hacen esfuerzo para “completar para el mes”. Y aprendí también que la riqueza puede tal vez diferenciarnos pero aquello no nos hace nobles. Lo que de veras nos marca con la huella de la nobleza no es otra cosa que la magnanimidad.

 

Hoy parece –al menos en política– que la cicatería ha pasado a caracterizar –si no a definir– nuestros extraños días. Y no es que el espíritu avaricioso no haya existido en otros tiempos, lo que sucede es que antes, a pesar de ese mismo impulso, se optaba por actuar con altura, elegancia y dignidad… En ello, y sin que tome partido, medito cuando reviso el affaire de la señora vicepresidenta… ¡Un trámite político mezquino, sin elegancia ni generosidad!


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22 diciembre 2023

Otro ángel más en el camino…

No sé cómo no me di cuenta enseguida. Solo hoy he comprendido que él era el mismísimo Ángel de la Guarda… Se me fue acercando lentamente luego de que yo había estacionado junto a la vereda del parquecito y se me aproximó esbozando una amigable sonrisa. No sé, tampoco, cómo no me había dado cuenta que tenía las alas replegadas y escondidas detrás de su encorvada espalda. Me dijo su nombre y repitió dos veces el apellido; con voz algo premiosa y ronca subrayó: Freile, Freile, “con ele de longo lindo”… Me contó que había sido ingeniero vial, ingeniero de caminos. Pertenecía a la primera promoción de un prestigioso colegio municipal y, mintiéndome su edad, me dijo que tenía 58… Es que soy matemático, aclaró, “y, como usted sabe, el orden de los factores no altera el producto”. Y, sonrió…

Es ya un octogenario, pero es de aquellos que desde temprano han comprendido que la edad no está en los años ni en la cronología, que la juventud es una forma de actitud, un estado de disponibilidad ante las circunstancias y ante los hombres, una forma de aceptar las arrugas del rostro pero procurando no tenerlas en el alma: no tener rencores ni resentimientos, vivir cada nuevo día con –también– una fresca y renovada predisposición, alimentando la curiosidad y la ilusión, sabiendo que la próxima e ineludible despedida es parte de la ecuación acordada… No vive muy lejos de mi casa, tardé en darme cuenta de su real condición. Hoy sé que Dios lo puso esa mañana en el parque para distraerme, para probar el verdadero rigor de mi fe…

 

Le fascinan los números, pero lo que en realidad le seduce es resolver crucigramas; también está convencido de que todo –de algún modo– nos cambia y no tenemos que resistirlo, que la vejez nos regala con el ocio y que este no es para nada negativo, sobre todo si sabemos convertir, aunque sea una parte de ello, en provechosa creatividad. Está persuadido que una buena vejez implica seguir sintiéndose lúcido y, quién lo dijera, seguir siendo generoso, seguir aportando con algo al disfrute y bienestar ajeno… Aquello, él cree que nos permite “seguir estando” (una forma de gerundio), o “seguir ‘a las puertas’ de la vejez sin necesidad de entrar en ella”. Y prepararse para ello requiere: seguir activo, intentar sentirse lúcido y procurar cada día no dejar de tratar a los demás con empatía y generosidad.

 

Lo fui a buscar esa misma tarde, con las referencias que en la mañana me había dado (hoy sé que él “lo tenía fríamente calculado”). Lo invité a que viniera conmigo, y me acompañara a tomar un café. Me había dado sus coordenadas con tal precisión que no tuve inconveniente en deducir que no tenía la edad que aparentaba (solo los de veras jóvenes saben explicar una dirección o describir una ubicación; y saben, asimismo, interpretar unas instrucciones; o dejarse explicar una manera de llegar”, me había dicho). Y, claro, ahí mismo estaba su casa, junto a un colorido y alegre parvulario. Toqué el timbre y fue como si lo hubiese anticipado; ahí estaban su sonrisa y su cabello desordenado. Pero, él seguía con las alas replegadas… ¡tal vez no quería que las vieran los vecinos!

 

Creí que le debía una explicación, en la mañana lo había dejado con la palabra a flor de labios. Aquella apresurada aceptación mía, la de que el perro tal vez se me había escapado, me había obligado a una súbita despedida que interrumpió lo que con entusiasmo me había estado contando. No tuve que mencionarle que ya lo había encontrado; algo en su actitud y en su sonrisa me persuadió que alguien de la central” ya le había contado las buenas noticias (o, no sé –uno nunca sabe– quizá fue que mi propia distención, o tranquila actitud, era la que me había delatado, y él así lo supo interpretar). “Siempre es bueno devolver un favor” me había dicho, y más tarde me insistió lo mismo, mientras nos tomábamos un capuchino en el lugar donde el Fusco reapareció.

 

Era el tercer personaje –dotado con esos mismos adminículos– que en tan poco tiempo se me presentaba. Ya esa mañana, ahí mismo, en ese diminuto parque, se me había aparecido otro que voy a llamar Telmo (sí, bien sé que todo ángel que se precie debe tener nombres que terminan con el sufijo “el”). Este, al contarle lo sucedido, levantó sus brazos al cielo y pidió con profundo fervor que apareciera el extraviado… Y solo un día antes, en otro parque que suelo visitar, vi otro que caminaba en solitario por un arbolado sendero; lucía esos pantalones holgados que hoy ya nadie quiere vestir; “¿cómo sigue su mujer?”, le pregunté. No pudo contestarme, una lágrima resbaló por su mejilla; sollozando puso su cabeza en mi hombro. Este, sé que se llama Rafael; y esta vez sí pude sentir sus alas…


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19 diciembre 2023

Regreso del perro pródigo

Hay veces que uno va de la angustia al asombro; ayer justo pudo ser uno de esos días… Todo empezó cuando advertí, en el recinto del banco, que cuatro de los seis cajeros no funcionaban. Al insertar mi tarjeta, el sistema me solicitó un desacostumbrado cambio de contraseña (odio esos cambios repentinos); para sorpresa, la máquina me pidió retirar el instrumento cuando todavía no había completado la prevista transacción, solo para luego instruirme que acudiera al banco pues la tarjeta se hallaba estropeada (?). Al intentar un retiro en otro aparato distinto, la máquina volvió a solicitarme que removiera la tarjeta sin que hubiera completado aún los pasos correspondientes. Algo andaba mal; suspendí entonces el trámite con la intención de efectuarlo más tarde…

Tratando de controlar mi fastidio, me dirigí al parque del barrio para darle gusto y pasearle al Fusco que, con sus reiterados ladridos, me había sacado de casa interrumpiendo una recién iniciada lectura. Fue entonces tiempo para soltarle el collar y dejarle que persiguiera a unas diminutas mascotas que habían asomado en su conquistador horizonte… Al punto se me acercó un distinguido octogenario que hizo como si me reconociera, o que deseaba establecer un improvisado coloquio… Sin que lo hubiese esperado, la charla se tornó, a más de amigable, en muy entretenida y amena. Y de pronto… ¡“Quierde” el Fusco!. Nunca supe a dónde se fue, ni en dónde se había metido. Lo único  evidente era que se había esfumado, el perro había desaparecido, sea por propia o ajena iniciativa…

 

Suspendí entonces el sabroso palique y me di a la tarea de ubicar a mi fiel escudero (que, por lo visto, había sufrido un raro ‘impromtu’ de traicionera infidelidad), di tres vueltas al parquecito y raudo volví al auto dispuesto a efectuar una ágil y pormenorizada pesquisa en las manzanas aledañas. Todo sin conseguir un feliz resultado. Ahí, nervioso y desconsolado, no tuve más remedio que comunicar al Estado Mayor (mi conyugue sobreviviente) quien, supo echar mano de sus ya probados arrestos, y se me juntó en la ingrata tarea de localizar al descarriado. Pasadas más de dos horas de infructuoso rastreo, volvimos a casa para pergeñar un plan de búsqueda utilizando todo lo disponible para así lograr lo que ya parecía una improbable localización (familia, amigos, redes sociales).

 

Ya en casa, procuramos tranquilizarnos y programar un coordinado plan de ayuda para la pronta ubicación del extraviado personaje. Nunca descartamos la pérdida definitiva del desaparecido; nuestra preocupación apuntaba a su probable estado de ansiedad, a su eventual desorientación y a la sensación de abandono en la que pudiera encontrarse. En teoría, habría seguido a un grupo de congéneres o, aunque no parecía probable, habría respondido a la seductora llamada de un aficionado desaprensivo (en cuyo caso, la recuperación se avizoraba en forma definitiva como improbable). Tomé entonces un frugal refrigerio y opté por pasar por un lugar al que Fusco suele acompañarme todas las tardes (Sweet & Coffee), con la intención de proporcionar mi número de contacto.

 

Llegué al establecimiento sin disimular mi angustia y sin esconder mi preocupación y ánimo acongojado; les conté que la mascota que habían conocido, y que ahí era tan adulada, se me había extraviado en la visita matutina que hacíamos al parque y que quería dejarles mi número de teléfono por si lo veían, o conocían su paradero. Me miraron con extraña simpatía, y se vieron entre ellos, antes de pedirme que mirara hacia un pequeño bulto que estaba en el suelo, y se situaba a mis espaldas; y que, en mi apresurado atolondramiento, lo había del todo soslayado… Ahí estaba él, se lo notaba tenso y extenuado, había recorrido por su cuenta algo más de un kilómetro, había cruzado calles –transitadas por veloces vehículos– sin estar acostumbrado; pero, además, había algo en su actitud que me anunciaba que estaba arrepentido; su esquiva mirada era la de un dócil servidor “avergonzado”…

 

Existe un adjetivo que no me gusta utilizar: “Increíble”. Pero no hay otro que describa, con más nítida propiedad, el feliz desenlace. Es que, ¡no lo podía creer!... Esa, su contrita mirada, su callada emoción, me transmitía su fatigado abatimiento, su contenida gratitud. Tenía yo que reconocer su inteligente sentido de orientación, su prodigiosa sagacidad. Dice el diccionario que “asombroso” es aquello que tiene la virtud de admirarnos o emocionarnos. Luego he descubierto que ‘asombrar’ es “sacar a alguien de la sombra, de lo oscuro”, exponerlo a la luz, sorprender a otro con una cualidad ignorada o que se la suponía menor… Según Corominas, el término pudo haber nacido en las caballerías, cuando alguien se espantaba al ver una sombra. Lo que equivaldría a admirarse o sorprenderse…


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15 diciembre 2023

Un corso de miserables

El trayecto entre Madrid y Salamanca suele tomar un par de horas. Una vez que se ha pasado Ávila, y cuando ya se han cumplido los primeros noventa minutos de camino, uno encuentra una pequeña población, esta se llama Peñaranda de Bracamonte –uno de esos nombres tan musicales y de engañosa prosapia que suelen tener los caseríos españoles–. Es ese un buen momento para tomar un refresco y optar por un aventurado desvío. Ahí, en ese erial agreste de terrenos arcillosos, serpentea un camino que conduce a Alba de Tormes, la diminuta aldea donde un autor desconocido hizo nacer a Lázaro González Pérez, el perspicaz protagonista de una de las historias más graciosas jamás contadas, el paradigma de la novela picaresca.

Esa aldea, Tormes, está avecinada a un río de idéntico nombre. Es la misma tierra donde han enterrado a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, joven religiosa que usó el nombre de Teresa de Ahumada y que conocemos como santa Teresa de Ávila. Es también el lugar donde se yergue altanero el castillo de los duques de Alba de Tormes o de Alba, a secas, hermosa propiedad perteneciente a una de las familias de más rancio abolengo que existen en España: son los descendientes del primer titular del ducado, don García Álvarez de Toledo. Aquella posesión hoy pervive en manos de Carlos Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo. 

 

Nadie sabe quién mismo escribió el Lazarillo. Publicada ya en 1554 con el extenso título de “La vida de Lazarillo de Tormes; y de sus fortunas y adversidades”, es una novelita muy breve, tan sumaria como la aldea donde nace su personaje. Escrita en primera persona, utiliza la técnica epistolar y, aunque es una novela anónima, sería más exacto decir que se trata de una obra apócrifa, pues está firmada por el propio Lazarillo que, como se intuye, el suyo es solo un nombre ficticio, uno que ha sido utilizado exprofeso. Era el Siglo de Oro español, siglo –por lo demás– de rígido y pleno auge de la cuestionada Inquisición, momento propicio para el encubrimiento de traviesas autorías. El Lazarillo es una historia de argucias y picardías, una para ser leída no sin cierta sonrisa.

 

La obra es un informe, un reporte preparado por Lázaro y presentado a alguna autoridad (quien, a lo mejor, lo solicita). En la relación, Lázaro cuenta parte de su vida como un rapaz desprotegido, narra sus experiencias con una extensa variedad de personajes tacaños que, a pretexto de protegerlo, se aprovechan de su condición de mozo de servicio, cada cual más rácano y miserable. Así, él cae en manos de diversos prototipos: un astuto y falso ciego, el clérigo mezquino, un escudero frugal, un fraile indevoto, un embaucador de indulgencias, el capellán anodino y hasta un lujurioso arcipreste. Es ese un ubicuo muestrario de la avaricia, la de ese tiempo y la de todos los tiempos.

 

Estos supuestos benefactores se expresan como una versión descarnada de la más cicatera miseria humana. Pero es, hacia el final de la obra, en su Tratado séptimo, que el sufrido denunciante confiesa un abuso de confianza: la proximidad carnal de un miembro del clero con su propia esposa, a pesar de que este ha persuadido al cándido personaje de los supuestos “beneficios” que la rijosa relación a todos ofrece. Lo triste es que el marido “adornado” ha aceptado aquella disimulada proximidad como una fórmula que a los tres parece dejar conformes: esa irregular relación que el eclesiástico mantiene, a vista y paciencia de su feligresía, con la pareja ultrajada.

 

Hay en el Lazarillo en ocasiones un disimulado reproche a la hipocresía religiosa, a la cicatería y concupiscencia de algunos miembros del clero. Ahí estaría la razón para la posterior intervención de la “santa” Inquisición frente a la novela, la misma que, tan temprano como en 1559, fue prohibida de publicarse y difundirse. Solo sería en 1573 cuando se censuraron y suprimieron dos de los tratados (capítulos): el IV y V del Lazarillo castigado. Todo ello estaría ligado al anonimato referido, aquella inminente posibilidad de las sanciones consecuentes.

 

En cuanto a la autoría, existen al menos tres candidatos: uno es un fraile jerónimo, Juan de Ortega, en cuya celda se habría hallado un manuscrito; Ortega habría llegado a General de los Jerónimos, lo cual explicaría el propósito. Un segundo sería Diego Hurtado de Mendoza, poeta y diplomático (no confundirlo con el militar del mismo nombre), según lo registrado en el Catálogo Hispánico de Escritores Famosos, y también mencionado en el Diccionario de Autoridades. Un tercero pudiera ser un miembro del círculo erasmista, uno de los hermanos Valdés (Juan o Alfonso), quien habría sido perseguido por la Inquisición y que pudo estar familiarizado con los escenarios de la historia.


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12 diciembre 2023

Un libro perturbador en la mochila *

  * Escrito por Lola Pons Rodríguez para El País. Reeditado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico.

No pensaba encontrarme con la confidencia. Se ha detenido a explicarme su historia, espoleado por la necesidad de darme su versión acerca de los rumores que circulan sobre su matrimonio. Me dice que si quiero entender lo de la supuesta cornamenta consentida, debo saber quién es y cómo fue su infancia, qué vida llevó de joven, las miserias de su casa. En cuanto empieza a hablar, voy calando al personaje, se parece a muchos como él, su historia es envolvente y atrapa. Viene de una familia desastrosa. Es listo. Trabaja menos de la cuenta o trapichea para robar a sus empleadores. Me cuenta esas estafas de pacotilla y me hace reír. Se justifica y se mofa de cómo ha necesitado pordiosear con cada uno de sus jefes. Pero no es cruel. Tiene humanidad, no es despiadado: sirvió a alguien aun más pobre que él; entregado a parecer un potentado, terminó ayudándolo y cediéndole su alimento, porque le daba pena.

 

Sostiene que siempre ha querido progresar, que si uno se arrima a los buenos, arregla su vida, que por eso ahora está mejorcito y de hecho ya tiene un oficio estable. Murmura que no le importa la gente, pero sí el veneno que le echan. Y ese veneno que lo conmina a hablarme es que dicen que ha mejorado su vida gracias al amante de su mujer. Me explica que es mentira y que ella se ha enfadado mucho con esas habladurías. Al parecer, el tercero en discordia, ese supuesto querido que para colmo es cura, le dice que no haga caso a hablillas, que piense menos en la gente y más en su propio provecho; que ella va por las mañanas a su casa a guisar, a hacer las camas y poco más. El abad y su vecino todos muelen a un molino, le canturrean con mala baba; pero “yo tengo paz en mi casa”, me suelta, y acaba el relato.

 

Cuanto más sé de su historia, más entiendo que sea uno de los nuestros, porque comparte lo bueno y lo malo que nos identifica: saltea instintivamente, se hace el tonto cuando quiere, es sagaz para jugar con las palabras. Pero ¿quién es él, si él no existe? No solo no ha existido, sino que no sé quién lo ha creado, quién lo ha inventado para mí, quién creó a Lázaro de Tormes para que desde 1554, y seguramente antes, esté circulando en libros.

 

Haber sabido de la existencia de un personaje de ficción como el Lazarillo de Tormes me ha hecho entender mejor qué es España, quiénes somos, cómo éramos cuando en España no se ponía el sol, cómo nació el incipiente capitalismo en esa época imperial, por qué los mendigos se guardaban monedas en la boca. Pero no solo eso: gracias a que fue prohibido he sabido qué fue la Inquisición, gracias a que alguien localizó en 1992 un nuevo ejemplar, he sabido que hubo lectores celosos que se empeñaron en que la obra sobreviviera a su tiempo, gracias a Rafael Álvarez El Brujo lo he escuchado hablar en las tablas de un teatro, y he imaginado que el trompazo contra el toro de piedra que le propina uno de sus amos acababa de ocurrir.

 

Tuve la suerte de que me obligaran a leerlo en mi juventud. Igual que tuve la suerte de que me obligaran a aprender la tabla periódica, a estudiar a los paisajistas flamencos y a entender las consecuencias del atentado a Francisco Fernando de Austria. Algunas de estas obligaciones me han dado conocimiento del mundo, otras me han dado cultura, otras me han proporcionado herramientas; quizá alguna de ellas no haya tenido especial utilidad en mi vida pero su inclusión en el currículo escolar me hizo notar que eran importantes, que no manejarlas, si era el caso, era una ausencia por la que debía callar y no sacar pecho.

 

Yo sé que es preocupante el abandono escolar de la lectura. Pero también lo es que pensemos que leer es solo una forma de entretenerse o, peor aún, una mera forma de socializar. Si no obligamos a leer los clásicos, de la manera que estimen los especialistas, estamos dejando a los estudiantes desnudos de referentes y entregados al fenómeno editorial del momento. En la última ley educativa, se anima a que las lecturas en Bachillerato se dediquen a “obras y fragmentos relevantes de la literatura contemporánea y del patrimonio literario universal”. Queda al arbitrio de la normativa elegir la configuración del canon. Por si, alguien saca la bandera de la resignación y cede al atajo de la lectura como diversión poco esforzada, yo escribo estas líneas a favor de que se incluya al pícaro y a su libro perturbador en la mochila de la secundaria. Es lo mínimo que le debo al perdedor de Tormes, al Lázaro que hay en mí y al que hay en todos ustedes, hayan o no leído su obra.


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08 diciembre 2023

Un galeno llamado Galeno

Existe una distorsión geográfica en nuestros conocimientos históricos; se trata realmente de una falsa concepción relacionada con la Grecia Clásica, el mundo helénico de la antigüedad. El punto es que se tiende a pensar que cuando se habla de Grecia, nos referimos al mismo espacio o territorio que ocupa ese país en la actualidad; pero esta Grecia, es decir lo que hoy incluye el Ática, el Peloponeso, Tesalia, las islas del mar Egeo, una parte del lado occidental de la Península Balcánica, no constituye –por lo menos desde el punto de vista cultural– todo lo que debe considerarse como la Grecia antigua. Ahí deberían incluirse la Magna Grecia (pequeñas colonias ubicadas al sur de la bota itálica) y Jonia, el lado occidental de la actual Turquía.

Fue justamente en estas dos regiones y, sobre todo, en una variedad de pequeñas islas ubicadas hacia el poniente de la actual costa turca, donde surgieron varias importantes manifestaciones de las ciencias y la filosofía. Ahí, desde el Helesponto (el Ponto Helénico) al norte, y a través de toda la costa occidental de la Península de Anatolia, hasta el punto más meridional de esa misma franja, sin desconocer islas importantes como Samos, Quíos, Rodas y Cos, es donde nacieron o se asentaron, sabios y hombres destacados de la antigüedad a quienes  hoy debemos el sorprendente e inusitado desarrollo cultural de esa etapa de la humanidad.

 

Esto ocurrió también en los albores de la medicina. Ahí, en el occidente de Anatolia nacieron los dos más grandes sabios que tuvo la medicina de la antigüedad. El primero, Hipócrates, vio la luz en Cos, unos 460 años antes de Cristo. Cos es una pequeña isla enfrentada al golfo de Gokova, una entrante que hace el mar Egeo en la esquina suroccidental de Anatolia; el golfo se asemeja a las fauces de un saurio presto a devorar a su presa. Hipócrates fue por 500 años el personaje más influyente que tuvo la medicina como ciencia; sus conocimientos del cuerpo humano y, ante todo, su particular filosofía fueron más tarde aplicados por sus discípulos, quienes hicieron una promesa a guisa de compromiso: el Juramento Hipocrático.

 

El otro nació en Pérgamo, hoy llamada Bérgamo, un poco al sur de donde la tradición (¿la leyenda?) nos cuenta que pudo haber estado ubicada Troya; ahí, en esa pequeña ciudad que comparte latitud con la afamada isla de Lesbos, habría de nacer –en el año 129 de nuestra era– un médico, sabio y filósofo cuyas investigaciones y descubrimientos dominarían el campo de la medicina por más de un milenio. De familia adinerada y estoico de formación, se educó en Esmirna, Corinto y Alejandría, revolucionó el concepto médico de la antigüedad y puso énfasis en el diagnóstico de las enfermedades y su tratamiento. Fue llamado a Roma por el emperador-filósofo Marco Aurelio, donde se destacó por sus conocimientos anatómicos, sus aciertos curativos y los inéditos procedimientos que practicó.

 

En un tiempo en que no era permitido diseccionar cadáveres humanos por varios motivos (en especial por escrúpulos religiosos y culturales), Galeno tuvo el enorme mérito de haber efectuado importantes avances en el conocimiento del cuerpo humano; saberes, prácticas y opiniones que llegaron al Imperio Persa, Mesopotamia y el mundo árabe, y que luego fueron esparcidos a toda Europa por acción e influencia de estos últimos. Desde muy joven se convirtió en “terapeuta”, es decir en seguidor del divinizado Asclepio o Esculapio, antes de estudiar al mismo Hipócrates y dejarse influenciar por su saber y singular filosofía.

 

Galeno demostró la relación entre los músculos y la médula espinal, el control de la voz gracias al cerebro, la función de órganos como los riñones y la vejiga; pero, ante todo, hizo grandes descubrimientos respecto a la circulación de la sangre, el funcionamiento de las válvulas del corazón, la diferencia entre las venas y las arterias, y la dinámica de los procesos infecciosos –como la peste– y promovió importantes avances en el área de la farmacología.

 

Desde muy temprano la medicina y, en general, todo lo relacionado con la salud y el sector hospitalario, han sido identificados con un símbolo que representa el poder y el arte de curar, así como la devoción del sanador; este es conocido como la “Vara de Esculapio”, consiste en un bastón vertical –de cabeza nudosa– en el que se enrosca una serpiente. Existe la tendencia a confundir este distintivo con el caduceo (o heraldo) que consiste, a su vez, en un yelmo alado en su parte superior que, a diferencia del símbolo antes descrito, incorpora dos serpientes que reptan en sentido opuesto. El caduceo representa a Hermes o Mercurio (el mensajero de los dioses), y es el distintivo o insignia del comercio, el equilibrio moral y la diligencia.


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05 diciembre 2023

Algo del calendario Islámico

La palabra ‘malograr’ tiene una extraña semántica; si se revisan sus acepciones, equivale a no aprovechar, no tener éxito, fracasar. En Perú se la usa para expresar daño o avería (se malogró el vehículo o el yogurt). Si coincidimos en que quiere decir ‘no lograr’, habrá que remitirse al sentido natural de ‘lograr’, que no solo significa conseguir sino también disfrutar, tener éxito, aprovechar (como se dice en Loja). Pienso en ello al revisar el sentido de otro verbo un tanto negativo: este quiere decir destruir, ocasionar grave daño. Es lo que creo que hago con ciertos libros que, siendo tan interesantes, de pronto se atiborran de notas y marcas en el margen, cuando no de infames subrayados. Quizá piense que aquello me pueda ser útil cuando quiera volver sobre mis lecturas para revisar algo importante.

Hay veces que necesito leer “lápiz en mano”; tan inconsciente parecería ese afán, que me lleva a “arruinar” tantos documentos. Arruinar es también palabra curiosa –y sugestiva–: en inglés se llama “spoiler” a quien arruina el interés de otra persona cuando le cuenta, por ejemplo –y en forma anticipada– el desenlace de una historia. Pero spoiler pudiera también significar otras cosas: en aviación se utiliza para designar a un tipo de alerón o deflector. No deja de llamar la atención que spoiler es un término que se usa para adjetivar al saqueador. De hecho, spoil se utiliza para referirse a un botín, no a la bota pequeñita sino al fruto del saqueo en una contienda bélica; también decimos spoiled brat para referirnos a un chiquillo (o mocoso) malcriado…

 

En estas 'enjundiosas' reflexiones he estado gastando mi tiempo mientras voy devorando (y desde luego subrayando) un fascinante librito titulado “Homo Emoticus, La historia de la Humanidad contada a través de las emociones”. Está escrito por un académico británico, Richard Firth–Godbehere; consiste en un tratado cuya lectura recomiendo en forma comedida. Es una historia muy bien estructurada que, por su acertada redacción se convierte en un texto cautivante. Imagino que ha de haber requerido de una laboriosa investigación. No quiero contarles de qué va o de lo que se trata (pues no quisiera convertirme en indeseado spoiler)¡Búsquenlo, lo van a disfrutar!

 

En aquella obra encuentro, al inicio de su Capítulo 5, una referencia a la conquista o “toma” de Constantinopla por parte de los turcos osmanlíes u otomanos, acaecida en mayo de 1453 (del antiguo calendario juliano) o, lo que es equivalente, el año 857 de la Hégira (en el calendario musulmán). Hégira no significa en realidad “huida” sino migración; pero creo, aunque suene irreverente, que para el caso se traduce como tal, porque hace referencia al transito al que se viera forzado el profeta Mahoma, cuando tuvo que abandonar La Meca para dirigirse a Medina (antes Yatrib) en el año 622, debido a que los caciques que gobernaban la primera, “los coraichitas”, no le permitían predicar su mensaje.

 

Umar ibn al-Jattab, mejor conocido como al-Faruq, califa ortodoxo entre 634 y 644, había sucedido a Abu Bkr (primer califa y sucesor de Mahoma), y sería él quien habría establecido ese sui géneris calendario basado en las fases lunares. Según creen los árabes, pudiera tratarse de un instrumento para registrar el tiempo aun más preciso que nuestro calendario gregoriano, aunque pudiera resultar tortuoso para convertir o calcular una fecha exacta en nuestro calendario, debido a la diferencia en la duración que existe entre el año solar y el año lunar. El año solar consta de 365,24 días: por eso usamos años de 365 días a los que se les intercalan –con fórmulas especiales– años bisiestos (de 366 días) casi siempre cada cuatro años.

 

El año musulmán, mientras tanto, tiene solo 354 días, 8 horas y 45 minutos. Por eso su calendario utiliza años de 354 días (12 meses de 29,5 días) e intercala 11 años de 355 días en un período de 30 años. Se calcula que 33 años musulmanes equivalen a 32 años, 6 días, 8 horas y 41 minutos del reformado calendario que hemos aplicado desde 1582. Por lo mismo, no bastaría con restar 622 (el año de la Hégira) de nuestra fecha en número de años. Para convertir la fecha también se debe considerar el número de días (ya 354, ya 355) que pudiera tener el calendario islámico.

 

Cuando quiera calcular un año del calendario islámico, use la siguiente fórmula: divida el guarismo para 33; luego reste al cociente del año a convertir y sume 622. Así por ejemplo, para el año 1000 musulmán: divida 1000 para 33 (resultado: 30,3); luego reste 1000 menos 30,3 y sume 622; la respuesta será el año 1591 DC. Para este año (2023), pruebe con 1445. La conversión inversa será similar pero puede resultar un tanto más complicada…


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01 diciembre 2023

Los Chillos, mirando al futuro (2)

Pero eso es lo que hay… La autopista Rumiñahui ha dado una gran utilidad, pero ya nació mal diseñada y mal hecha. Como con frecuencia ocurre, su ‘remodelación’ obedeció al cumplimiento de una oferta de campaña, pero nunca se convirtió en la vía ágil y segura con la que soñaron los residentes y visitantes del Valle de los Chillos. A estas alturas, reformarla para darle adecuada entidad bien pudiera ser tan costoso, o más, que si se construiría una vía alterna; pero ya va siendo hora de que se vaya planificando una nueva ruta que ofrezca las características que se han expuesto.

Si miramos hacia el futuro, y analizamos las situaciones que se irán creando en el Valle de los Chillos, hemos de coincidir en que no se puede perder un solo día más; habrá que empezar a planificar para convertir esas zonas en sectores sustentables, en los que se pueda vivir con bienestar y comodidad. Una de las prioridades, vista desde el plano de la infraestructura, será tener vías de acceso y evacuación debidamente diseñadas, ejecutadas con criterios modernos de construcción; y, asimismo, una red de vías de alta velocidad que conviertan lo que quiso ser el Valle (zona de recreo y quintas vacacionales) en una ciudad debidamente estructurada que pueda satisfacer las necesidades y expectativas de sus futuros moradores.

 

Es por ello que hace falta un plan integral para “idear” esa nueva ciudad del futuro. No hace falta “inventar el agua tibia” pero es imprescindible que las entidades encargadas busquen la mejor alternativa posible a objeto de poner en marcha un nuevo concepto de lo que debe ser el desarrollo urbano del sector. En este sentido, no se puede desconocer la naturaleza orográfica de las zonas donde se van a acentuar las congestiones comerciales y de vivienda. Esto porque existe un área de espacio reducido que está bañada por tres ríos (de norte a sur: Pita, Santa Clara y San Pedro), lo que requiere fórmulas de interconexión que tendrán que ser implementadas con un sinnúmero de puentes y otras complejas obras de vialidad.

 

Mirar a futuro las necesidades viales hace inevitable repensar también la problemática de la transportación y las soluciones pertinentes. Este aspecto desafía a la imaginación respecto a la búsqueda de alternativas y diseños novedosos; no hay duda que aquello generará nuevos inconvenientes pero habrá que tomarlos como una posibilidad de mejora y como una nueva oportunidad. Poco a poco se irá advirtiendo que hay mucho por atender y construir: parques, colegios, hospitales, centros comerciales, agencias zonales, bancos, universidades… La dinámica irá marcando nuevos requerimientos y obligando a improvisar otras soluciones. Para ello, se hace necesaria la creación de un ente multidisciplinario que se encargue de la planificación.

 

Pero no todo se relaciona con una mejor y más eficiente infraestructura física; las necesidades que avizoramos, y que ya están a la vuelta de la esquina, requerirán un rediseño global del aspecto administrativo. La vieja distribución (o separación) de los dos cantones, Quito y Rumiñahui, es ya un concepto obsoleto que se debe revisar. El nuevo sector, comprendido por San Rafael, El Triángulo y la zona conocida como San Gabriel (que tiene un sorprendente y nunca anticipado desarrollo comercial) debe integrarse dentro de un mismo y coherente ente administrativo (cantón o distrito), que debe gozar de autonomía e independencia para sus procesos de gestión, lo cual requerirá de una importante redefinición administrativa.

 

Por lo demás, el sector va a ir alcanzando un desarrollo muy auspicioso; ya están presentes la iniciativa privada y el esfuerzo empresarial; hace falta efectuar un reordenamiento urbano, sin descuidar el adecuado trazo de las calzadas y aplicar un concepto de normalización (lástima que los adultos mayores ya no veremos el resultado propuesto).

 

Esto nos llevará a pensar en la impostergable necesidad de que las principales entidades del Estado, sean de la naturaleza que fueren, vayan estableciendo sucursales administrativas que procuren hacer más ágil y eficiente, más cómodo y fácil, el manejo de los respectivos trámites y gestiones que los ciudadanos deberán efectuar. Es probable que sea necesario –con idéntico propósito y cometido– que se busque asesoramiento internacional para proveer estos nuevos servicios y mejorar los ya existentes. Hacen falta bibliotecas y paraninfos; canchas deportivas, teatros y centros comunitarios; zonas de estacionamiento, espacios de recreación y lugares que suplan las exigencias peatonales. En fin, hay tanto para soñar, tanto por planificar y tanto por hacer… 

 

Quizá existan los recursos; y, desde luego, el buen gusto para hacerlo…


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