12 diciembre 2023

Un libro perturbador en la mochila *

  * Escrito por Lola Pons Rodríguez para El País. Reeditado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico.

No pensaba encontrarme con la confidencia. Se ha detenido a explicarme su historia, espoleado por la necesidad de darme su versión acerca de los rumores que circulan sobre su matrimonio. Me dice que si quiero entender lo de la supuesta cornamenta consentida, debo saber quién es y cómo fue su infancia, qué vida llevó de joven, las miserias de su casa. En cuanto empieza a hablar, voy calando al personaje, se parece a muchos como él, su historia es envolvente y atrapa. Viene de una familia desastrosa. Es listo. Trabaja menos de la cuenta o trapichea para robar a sus empleadores. Me cuenta esas estafas de pacotilla y me hace reír. Se justifica y se mofa de cómo ha necesitado pordiosear con cada uno de sus jefes. Pero no es cruel. Tiene humanidad, no es despiadado: sirvió a alguien aun más pobre que él; entregado a parecer un potentado, terminó ayudándolo y cediéndole su alimento, porque le daba pena.

 

Sostiene que siempre ha querido progresar, que si uno se arrima a los buenos, arregla su vida, que por eso ahora está mejorcito y de hecho ya tiene un oficio estable. Murmura que no le importa la gente, pero sí el veneno que le echan. Y ese veneno que lo conmina a hablarme es que dicen que ha mejorado su vida gracias al amante de su mujer. Me explica que es mentira y que ella se ha enfadado mucho con esas habladurías. Al parecer, el tercero en discordia, ese supuesto querido que para colmo es cura, le dice que no haga caso a hablillas, que piense menos en la gente y más en su propio provecho; que ella va por las mañanas a su casa a guisar, a hacer las camas y poco más. El abad y su vecino todos muelen a un molino, le canturrean con mala baba; pero “yo tengo paz en mi casa”, me suelta, y acaba el relato.

 

Cuanto más sé de su historia, más entiendo que sea uno de los nuestros, porque comparte lo bueno y lo malo que nos identifica: saltea instintivamente, se hace el tonto cuando quiere, es sagaz para jugar con las palabras. Pero ¿quién es él, si él no existe? No solo no ha existido, sino que no sé quién lo ha creado, quién lo ha inventado para mí, quién creó a Lázaro de Tormes para que desde 1554, y seguramente antes, esté circulando en libros.

 

Haber sabido de la existencia de un personaje de ficción como el Lazarillo de Tormes me ha hecho entender mejor qué es España, quiénes somos, cómo éramos cuando en España no se ponía el sol, cómo nació el incipiente capitalismo en esa época imperial, por qué los mendigos se guardaban monedas en la boca. Pero no solo eso: gracias a que fue prohibido he sabido qué fue la Inquisición, gracias a que alguien localizó en 1992 un nuevo ejemplar, he sabido que hubo lectores celosos que se empeñaron en que la obra sobreviviera a su tiempo, gracias a Rafael Álvarez El Brujo lo he escuchado hablar en las tablas de un teatro, y he imaginado que el trompazo contra el toro de piedra que le propina uno de sus amos acababa de ocurrir.

 

Tuve la suerte de que me obligaran a leerlo en mi juventud. Igual que tuve la suerte de que me obligaran a aprender la tabla periódica, a estudiar a los paisajistas flamencos y a entender las consecuencias del atentado a Francisco Fernando de Austria. Algunas de estas obligaciones me han dado conocimiento del mundo, otras me han dado cultura, otras me han proporcionado herramientas; quizá alguna de ellas no haya tenido especial utilidad en mi vida pero su inclusión en el currículo escolar me hizo notar que eran importantes, que no manejarlas, si era el caso, era una ausencia por la que debía callar y no sacar pecho.

 

Yo sé que es preocupante el abandono escolar de la lectura. Pero también lo es que pensemos que leer es solo una forma de entretenerse o, peor aún, una mera forma de socializar. Si no obligamos a leer los clásicos, de la manera que estimen los especialistas, estamos dejando a los estudiantes desnudos de referentes y entregados al fenómeno editorial del momento. En la última ley educativa, se anima a que las lecturas en Bachillerato se dediquen a “obras y fragmentos relevantes de la literatura contemporánea y del patrimonio literario universal”. Queda al arbitrio de la normativa elegir la configuración del canon. Por si, alguien saca la bandera de la resignación y cede al atajo de la lectura como diversión poco esforzada, yo escribo estas líneas a favor de que se incluya al pícaro y a su libro perturbador en la mochila de la secundaria. Es lo mínimo que le debo al perdedor de Tormes, al Lázaro que hay en mí y al que hay en todos ustedes, hayan o no leído su obra.


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