26 diciembre 2023

La generosidad, ja ja

Estuve leyendo en días pasados una nota acerca de la decadencia de la generosidad, y la de una de sus formas –la filantropía–, en ella el autor hacía referencia a un diálogo entre el escritor norteamericano Ernest Hemingway y otro estadounidense, Francis Scott Fitzgerald (el autor de El gran Gatsby, Tierna es la noche y A este lado del paraíso). Ambos tenían casi la misma edad; es probable que el coloquio hubiese tenido lugar en Paris, ciudad donde coincidieron. El de Minnesota habría comentado que los ricos eran distintos a ellos, a lo que el primero habría apuntado, sin ocultar su ironía: “Claro, tienen más dinero”… Los dos se destacaron como escritores, pertenecieron a la Generación Perdida; Fitzgerald partió demasiado pronto, murió de infarto (tenía 44 años).

Me parece que la intención del artículo era destacar cómo, poco a poco, se ha ido erosionando la generosidad con los menos favorecidos; pienso, sin embargo, que aunque los ricos pudieran ser hoy menos altruístas, la cicatería pudiera fermentar a todo nivel, sin importar la condición económica de las personas. Con la avaricia estaría sucediendo algo similar a lo que parece ocurrir con ciertos colectivos que antes fueron discriminados, solo que al revés… Ya que, tal  es el cambio en las posturas hacia estos (posturas aparentes, por lo demás), que dichas opciones han merecido una ya conocida broma: aquella de que antes eran proscritas, luego pasaron a ser toleradas, más tarde aceptadas, solo para al final terminar siendo recomendadas. “No vaya a ser –dice el chiste– que luego pasen a considerarse obligatorias”…

 

Sí, algo parecido (aunque en sentido inverso) está sucediendo con la cada vez más ausente generosidad; y es que antes era bien vista, luego simplemente se la dejó de ejercitar; más tarde, algunos han empezado a sugerir que ya no hay necesidad de practicarla. Así, no extrañaría que más tarde la cicatería pasara a considerarse como norma de conducta y, al final, ¿quién sabe?, terminaría siendo considerada obligatoria.

 

Pero, ¿en qué consiste aquello de ser espléndido o desprendido? En el fondo solo se trata de no ser egoísta, vale decir que: significa recordar que no estamos solos en el mundo, que hay otros con otra condición y otras dificultades o, simplemente, que lo que uno tiene es bueno compartirlo con los demás; es, por lo mismo, una actitud familiar o comunitaria, todo lo contrario de la infecunda y miserable tacañería. Ser dadivoso es ser liberal y hospitalario, consiste –en la medida de las propias posibilidades– en saber conjugar el verbo “dar”, en compartir lo que la fortuna (o quizá nuestro propio esfuerzo) nos dio, y saberlo hacer con alegría y sin alardear.

 

Advierto que, en efecto, la generosidad se ha ido haciendo cada vez más escasa. Estamos persuadidos que si alguien nos invita está obligado a agasajarnos. En este sentido, no siempre sabemos ser recíprocos y, a la vez, ser magnánimos con el anfitrión; no caemos en cuenta que es importante hacer un pequeño reconocimiento frente a su voluntaria hospitalidad. Si bien es sabido que es imposible que todos tengamos lo mismo y que hay anfitriones que no necesitan de nuestra prodigalidad, siempre es bueno llevar algo, para que no parezca que tomamos su generosidad como obligatoria: “Taken for granted”. Tal vez el dueño de casa sea acomodado y no se haya dado una molestia, pero apreciemos que se ha preocupado por atendernos. Es de gente bien nacida “actuar en consecuencia”.

 

No es mi intención pontificar, y menos ponerme de ejemplo. Por esas circunstancias que suele tener la fortuna –esto es, la mala fortuna– viví una infancia con restricciones, pero tuve la suerte de crecer aprendiendo de la generosidad de mis mayores que sabían ejercitar con largueza algo que hoy casi no se oye: la palabra “caridad”. Caridad no es solo un nombre de mujer, ni solo quiere decir dar limosna. Caridad significa empatía, preocupación por las limitaciones y necesidades que afectan a los que menos tienen, a quienes hacen esfuerzo para “completar para el mes”. Y aprendí también que la riqueza puede tal vez diferenciarnos pero aquello no nos hace nobles. Lo que de veras nos marca con la huella de la nobleza no es otra cosa que la magnanimidad.

 

Hoy parece –al menos en política– que la cicatería ha pasado a caracterizar –si no a definir– nuestros extraños días. Y no es que el espíritu avaricioso no haya existido en otros tiempos, lo que sucede es que antes, a pesar de ese mismo impulso, se optaba por actuar con altura, elegancia y dignidad… En ello, y sin que tome partido, medito cuando reviso el affaire de la señora vicepresidenta… ¡Un trámite político mezquino, sin elegancia ni generosidad!


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