19 diciembre 2023

Regreso del perro pródigo

Hay veces que uno va de la angustia al asombro; ayer justo pudo ser uno de esos días… Todo empezó cuando advertí, en el recinto del banco, que cuatro de los seis cajeros no funcionaban. Al insertar mi tarjeta, el sistema me solicitó un desacostumbrado cambio de contraseña (odio esos cambios repentinos); para sorpresa, la máquina me pidió retirar el instrumento cuando todavía no había completado la prevista transacción, solo para luego instruirme que acudiera al banco pues la tarjeta se hallaba estropeada (?). Al intentar un retiro en otro aparato distinto, la máquina volvió a solicitarme que removiera la tarjeta sin que hubiera completado aún los pasos correspondientes. Algo andaba mal; suspendí entonces el trámite con la intención de efectuarlo más tarde…

Tratando de controlar mi fastidio, me dirigí al parque del barrio para darle gusto y pasearle al Fusco que, con sus reiterados ladridos, me había sacado de casa interrumpiendo una recién iniciada lectura. Fue entonces tiempo para soltarle el collar y dejarle que persiguiera a unas diminutas mascotas que habían asomado en su conquistador horizonte… Al punto se me acercó un distinguido octogenario que hizo como si me reconociera, o que deseaba establecer un improvisado coloquio… Sin que lo hubiese esperado, la charla se tornó, a más de amigable, en muy entretenida y amena. Y de pronto… ¡“Quierde” el Fusco!. Nunca supe a dónde se fue, ni en dónde se había metido. Lo único  evidente era que se había esfumado, el perro había desaparecido, sea por propia o ajena iniciativa…

 

Suspendí entonces el sabroso palique y me di a la tarea de ubicar a mi fiel escudero (que, por lo visto, había sufrido un raro ‘impromtu’ de traicionera infidelidad), di tres vueltas al parquecito y raudo volví al auto dispuesto a efectuar una ágil y pormenorizada pesquisa en las manzanas aledañas. Todo sin conseguir un feliz resultado. Ahí, nervioso y desconsolado, no tuve más remedio que comunicar al Estado Mayor (mi conyugue sobreviviente) quien, supo echar mano de sus ya probados arrestos, y se me juntó en la ingrata tarea de localizar al descarriado. Pasadas más de dos horas de infructuoso rastreo, volvimos a casa para pergeñar un plan de búsqueda utilizando todo lo disponible para así lograr lo que ya parecía una improbable localización (familia, amigos, redes sociales).

 

Ya en casa, procuramos tranquilizarnos y programar un coordinado plan de ayuda para la pronta ubicación del extraviado personaje. Nunca descartamos la pérdida definitiva del desaparecido; nuestra preocupación apuntaba a su probable estado de ansiedad, a su eventual desorientación y a la sensación de abandono en la que pudiera encontrarse. En teoría, habría seguido a un grupo de congéneres o, aunque no parecía probable, habría respondido a la seductora llamada de un aficionado desaprensivo (en cuyo caso, la recuperación se avizoraba en forma definitiva como improbable). Tomé entonces un frugal refrigerio y opté por pasar por un lugar al que Fusco suele acompañarme todas las tardes (Sweet & Coffee), con la intención de proporcionar mi número de contacto.

 

Llegué al establecimiento sin disimular mi angustia y sin esconder mi preocupación y ánimo acongojado; les conté que la mascota que habían conocido, y que ahí era tan adulada, se me había extraviado en la visita matutina que hacíamos al parque y que quería dejarles mi número de teléfono por si lo veían, o conocían su paradero. Me miraron con extraña simpatía, y se vieron entre ellos, antes de pedirme que mirara hacia un pequeño bulto que estaba en el suelo, y se situaba a mis espaldas; y que, en mi apresurado atolondramiento, lo había del todo soslayado… Ahí estaba él, se lo notaba tenso y extenuado, había recorrido por su cuenta algo más de un kilómetro, había cruzado calles –transitadas por veloces vehículos– sin estar acostumbrado; pero, además, había algo en su actitud que me anunciaba que estaba arrepentido; su esquiva mirada era la de un dócil servidor “avergonzado”…

 

Existe un adjetivo que no me gusta utilizar: “Increíble”. Pero no hay otro que describa, con más nítida propiedad, el feliz desenlace. Es que, ¡no lo podía creer!... Esa, su contrita mirada, su callada emoción, me transmitía su fatigado abatimiento, su contenida gratitud. Tenía yo que reconocer su inteligente sentido de orientación, su prodigiosa sagacidad. Dice el diccionario que “asombroso” es aquello que tiene la virtud de admirarnos o emocionarnos. Luego he descubierto que ‘asombrar’ es “sacar a alguien de la sombra, de lo oscuro”, exponerlo a la luz, sorprender a otro con una cualidad ignorada o que se la suponía menor… Según Corominas, el término pudo haber nacido en las caballerías, cuando alguien se espantaba al ver una sombra. Lo que equivaldría a admirarse o sorprenderse…


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