29 junio 2021

”¡Quierde, pff!”

Lo acabo de comentar: siento una extraña fascinación por los diccionarios. Los trato con especial delicadeza, tal como si se tratase de mis amigos preferidos. Pero debo hacer una aclaración: entre esos textos predilectos, hay una clase de diccionario que me parece apasionante: es la de aquellos diccionarios que se refieren a las voces que usamos en nuestro trato coloquial o que las utilizamos a sabiendas de que solo tienen un sentido para nuestros conciudadanos. Me refiero a aquellos textos que hablan de nuestro uso dialectal: son esas voces relacionadas con el habla de nuestra tierra, con nuestros inveterados “ecuatorianismos”…

No quisiera pecar de ostentación ni hacer alarde, pero dispongo de un número selecto de estas entretenidas herramientas. Además, todos esos textos, a excepción de uno, gozan de una presentación inmaculada, ajena a lo que ha sido por tradición nuestro precario esfuerzo editorial; exhiben una lujosa encuadernación. Con ellos, da realmente gusto manipular y hacer aletear sus páginas; uno se siente orgulloso propietario de esos tesoros, como si este particular disfrute fuese algo privativo, tal vez vedado e inalcanzable para los demás…

Esto de las palabras que se usan en la tierra no es una tesitura que la he buscado, pudiera decirse más bien que, de alguna forma, el tema me ha buscado y elegido a mí. La verdad es que tuve la suerte de conocer, en vida y en persona, a uno de los precursores de esta curiosa aunque apasionante disciplina, la de catalogar aquellas palabras, el tratar de individualizar sus significados –ímproba tarea-, el seleccionar y citar párrafos o frases en las que se encuentran incluidas, el ordenarlas en forma sistemática, mencionando a quien las hubiese escrito; o señalando la intención con la que habrían sido utilizadas y refiriendo el sentido con el que se lo hizo, así como la probable equivalencia de la palabra castiza o su diferencia con ella.

Me refiero al inolvidable lexicógrafo cuencano Carlos Joaquín Córdova, quien dedicó parte de su vida a indagar el uso de nuestros localismos, o de las palabras usadas con distinto sentido en el Ecuador. Carlos Joaquín debe haber estado a punto de publicar su imponderable “El habla del Ecuador, Diccionario de Ecuatorianismos” cuando yo recién descubrí su afición por estos traviesos sentidos con que pueden sorprendernos las palabras. Fue, en la práctica, un querido y distinguido miembro de mi familia política; padre de uno de mis concuñados. Siempre me distinguió con su amistad y deferencia; fue siempre para mí fuente donde pude beber parte de esa agua almibarada relacionada con los significados. ¡Esa era su secreta sabiduría!

Y el suyo fue el primer diccionario de este tipo que adquirí. Luego vendría un hallazgo fortuito: me refiero a “Consultas al Diccionario de la Lengua”, texto perteneciente a Carlos R. Tobar, en una edición publicada en 1911, documento quizá pionero para estos afanes y muy valioso para explorar el sentido de ciertas voces usadas hace ya más de un centenar de años. Pero ha sido en forma muy reciente que he podido acceder a otros dos documentos que representan, si no similar, al menos aproximado y meritorio esfuerzo. Ellos son: el “Diccionario de Uso Correcto del Español en el Ecuador”, de Susana Cordero de Espinoza, y el “Diccionario del Español Ecuatoriano”, de Fernando Miño Garcés, un elaborado trabajo que reflejaría la compilación de alrededor de diez mil quinientas voces distintas.

Ha sido gracias a esa persistente búsqueda, tratando de conseguir estos esforzados y casi enciclopédicos textos, que he tropezado con un sumario anexo. Es su título: “Modismos del Ecuador”; contiene una breve pero muy interesante selección de voces y expresiones usadas en las diversas regiones del País. Encuentro palabras como “omoto”, “shunsho” o ”mushpa”, “chiripa”, “papelito”, o “amarcar”. Exploro entonces estas y otras similares voces y luego las comparo con mis ya mencionados textos de referencia; descubro sus usos y variantes y disfruto conociendo su origen y sentido, así como encuentro explicaciones de lo que estas expresiones significan.

Redescubro palabras en desuso u olvidadas, me adentro en su historia y saboreo su lúdica presencia. Así encuentro la voz “quierde”, por ejemplo: la hallo escondida en un disimulado rincón. Leo ejemplos y cotejo sus equivalencias, reviso el uso que todavía le dan los campesinos y las clases humildes de nuestra Sierra. Comparo sus usos: tanto como adverbio cuanto como expresión adverbial, y no puedo sino reconocer su obcecada permanencia en el tiempo: “¿Quierde? ¡No lo encuentro!” (con el sentido de “¿Qué es de?”); o, si no: “Lo estuve buscando, pero ¡quierdepff!” (como un reclamo, y alargando la palabra, como cuando no se ha encontrado con lo prometido).


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25 junio 2021

El “avance” de la aviación…

Hay ocasiones en que odio el empleo de los puntos suspensivos. Pero, asimismo, siento muchas veces que estos signos son necesarios; sobre todo, cuando muestras expresiones son la respuesta a ese maridaje que se produce cuando se juntan la estupidez y la cicatería, la codicia y la insensatez… Me temo que el desarrollo de la aviación va a requerir en el futuro de un serio monitoreo de lo que se está haciendo para reducir los costos operativos… ¿Qué, sino avaricia sumada a ambición por lucrar, fue lo que produjo los catastróficos accidentes que involucraron a los dos Boeing 737 MAX que se precipitaron a tierra hace poco menos de dos años?

Me espeluzna, solo de pensar, el tener que reconocer que un ánimo empresarial avaricioso e irresponsable esté, si no proponiendo, por lo menos haciendo ya estudios acerca de la factibilidad (porque no se cae todavía en el desparpajo de hablar de “conveniencia”) de reducir pilotos en los vuelos de larga distancia (“long haul”, en inglés). En efecto, una aerolínea tradicionalmente seria como lo ha sido la Cathay Pacific, probablemente la segunda más importante del Asia Oriental y también una de las pocas con un record de seguridad operacional ponderable, se encuentra considerando la posibilidad de prescindir de dos pilotos en los vuelos de larga duración. Esto implicaría que habría dos pilotos en la cabina de mando únicamente durante los despegues y aterrizajes.

Proceder de tan insensata y estúpida manera solo querría decir que se despreciaría de un plumazo la razón escondida, pero necesaria, para que se hayan reducido de forma tan dramática en el mundo los accidentes de aviación. En realidad, nadie desconoce que ese indicativo o factor de seguridad está basado principalmente en el universal concepto de la redundancia, es decir en la previsión de contar siempre con un sustento adicional, con un apoyo o “back up” en todo lo relacionado con lo que se emplea en el mundo aeronáutico.

Por ello siempre existe más de un sistema hidráulico o de un sistema de frenos; por ello mismo, toda unidad o válvula cuenta con una de reemplazo o de refuerzo; por eso se idearon aviones con más de un motor y todos los sistemas de control tienen otro que entra a trabajar cuando falla el primero. De eso parece que se olvidaron los oscuros ingenieros de la Boeing cuando instalaron en el nuevo 737 MAX un sistema con un solo sensor, para determinar el ocasional y caprichoso funcionamiento del infame MCAS. Por ello también se empeñaron en vender la idea de un “nuevo avión”, uno que no requería entrenamiento de diferencias con los previos 737; y, claro, ahí está el resultado de que ni pilotos ni operadores conocieran que se podía utilizar un procedimiento de apoyo para evitar aquellas tragedias: la nunca despreciable cifra trágica de cuatrocientos muertos.

Pero revisemos primero en qué consistiría la “brillante idea” y cuáles serían sus potenciales “beneficios”: Se entiende que esta pretendida política se emplearía en vuelos de diez horas o más. Y entonces, se supone que concluido el despegue y la fase de ascenso, uno de los dos pilotos iría a tomar su descanso por un lapso equivalente a la mitad del propuesto tiempo de crucero. Pregunto: ¿cómo se va a monitorear –por cinco o seis horas– que el único piloto que quedaría en la cabina de mando no se infarte, se incapacite o se queda dormido? ¿Se va a contratar acaso a otro tripulante únicamente para que lo vigile? Es sabido, por las experiencias que han ocurrido, que las ocasionales incapacidades que se han presentado, no solo han sido ocurrencias súbitas sino de tal manera difíciles de reconocer e identificar que por ello se llaman justamente “sutiles” (“subtle”, en inglés), lo que quiere decir que se presentan en forma inadvertida y disimulada, y con insidiosos efectos.

Luego, ¿cuál sería el ahorro real y efectivo? Poniéndome en el lado de los operadores o de las aerolíneas, me permitiría hacer por un minuto de abogado del diablo: probablemente un uno, o, a lo sumo, un dos por ciento del costo de operación proyectado; incluyo –en este somero cálculo– la remuneración, los beneficios sociales y el entrenamiento de los dos pilotos, me refiero a aquellos de los que se querría prescindir. No olvidemos de los gastos de viaje: viáticos, hoteles, etc. Habría que tomar en cuenta también la utilidad del espacio que supuestamente se libera: en suma, la capacidad disponible adicional de otros dos pasajeros; a esto podríamos añadir la reducción en el consumo de combustible por el hecho de reducir un peso muerto de unos 250 kilos. Si, además, calculamos con el mismo espíritu cicatero, podemos inclusive añadir también las comidas…

Todo esto, sin embargo, si solo consideramos la necesidad permanente del segundo piloto en cabina como un factor de mero apoyo. Ahora bien, ¿quién se hace cargo o suple las inevitable distracciones (para no hablar de las ineludibles equivocaciones, o errores de todo tipo, que inciden en los continuos accidentes e incidentes)? Siempre se pensó que dos cabezas pensaban mejor que una; y ya se sabe: “errar es humano” o nadie es perfecto… Prescindir del segundo piloto –en forma permanente– en nuestras cabinas, sería equivalente a despreciar el más importante propósito de la transportación aérea, que nunca es el servicio sino la seguridad del vuelo.


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22 junio 2021

El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes

La vida de Miguel de Cervantes parece haber sido tanto o más ajetreada que su sin par Don Quijote, tanto que la sola y eventual narración de las peripecias que tuvo que enfrentar a lo largo de los años, hubiese sido suficiente para asegurarle un nuevo y postrero éxito editorial, si la Providencia le hubiese otorgado el tiempo y la oportunidad para poder contar todas aquellas dispares como sorprendentes historias. Esto, no obstante de que sus asuntos, como hasta hoy se los conoce, siempre estuvieron llenos de interrogantes y de sus lados oscuros.

 

Existen lagunas en lo que respecta a su biografía. Es notorio como Cervantes casi siempre da la impresión de que existe algo que le incita a eludir eso de hablar de sí mismo. ¿Por qué lo hace?, ¿existe algún motivo? ¿Se trata tal vez de su condición social y económica? ¿Se debe quizá a su situación religiosa? Américo Castro estaba persuadido de su condición de  converso. Quizá por ello siempre dio la impresión de que callaba (¿escondía?) sus orígenes. ¿Era tal vez debido a su probable preferencia sexual? Lo cierto es que todo esto resulta ahora accesorio; es un epifenómeno, algo secundario que no altera lo verdaderamente importante: el impacto que Miguel de Cervantes produjo en la literatura, así como la formidable influencia que tendría la obra capital del genial escritor.

 

De su formación académica tampoco se conoce nada seguro; tal vez estudió con los jesuitas. Lo único seguro es que no fue a la universidad. Se sabe que cuando tuvo alrededor de veinte años, viajó a Roma en forma un tanto repentina, “tal vez” por haber herido a alguien en un duelo. A los veinticuatro años, abrazó en forma un tanto incierta la carrera de las armas; así combatió a los turcos en la batalla de Lepanto -nombre que antes tuvo el golfo de Corinto-, ocasión donde le habrían lastimado el brazo izquierdo que le quedaría inhabilitado, circunstancia que dio lugar al inexacto sobrenombre con que lo conocería la posteridad. A ese respecto, él mismo descartó que su supuesta e inexacta manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino más bien en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.

 

A los veintiocho años sería apresado por piratas y llevado a Argel como esclavo, donde habría de permanecer preso por cinco años y participaría en cuatro intentos de evasión. En 1584 (cuando ya tenía treinta y siete) habría tenido una relación de la que nacería su única descendiente (una hija natural) y ese mismo año se casaría con quien sería su esposa legítima: Catalina de Salazar. Poco antes de la publicación de El Quijote, no habría cumplido su aspiración de pasar a buscar fortuna en América y habría ejercido como comisario naval de abastecimientos (encargado de compras) y ocasional recaudador de impuestos. Oficios que, aunque dignos, reflejan –por su humildad– la escasa prevalencia social que Cervantes tenía.

 

Por todo ello, existe un punto primordial en esta reflexión, y es que no se puede evaluar ni entender con claridad su vida si no se toma en cuenta la contradictoria época histórica que le correspondió vivir. Y esto significa hurgar en el atrofiante influjo que tuvo el Concilio de  Trento, por ejemplo; recordar la mutiladora influencia del Índice de los Libros Prohibidos de la Iglesia; o incluso el efecto de los Estatutos de Sangre, que marcaron la presencia y actividad social de judíos y moriscos por esos años. Sea lo que fuere, nadie duda de la originalidad y estilo revolucionario de su novela. Para unos se trata de una alegoría, para otros de una parábola, pero para la gran mayoría es una sátira genial contada con un delicado humor discreto.

 

Publicada la primera parte del Quijote, y sorprendido Cervantes por la inusitada respuesta que produjo su novela, sobreviene una súbita y prolífica etapa de creación cervantina; aquí, yo me animo a proponer una humilde conjetura: todas esas obras, o su mayoría, ya habían estado escritas antes de la publicación de la primera parte, pero el alcalaíno las revisó y aprovechó para publicarlas, quién sabe si para rebatir el prejuicio de que su obra no solo consistía en el Quijote, sino que comprendía una variedad de trabajos adicionales. Pudiera decirse que este esfuerzo administrativo no interrumpió la narrativa y el empeño de estructuración que demandaba la segunda parte. Más bien le ayudó a apuntalar su íntimo convencimiento: aquél de que estaba en capacidad de producir obras de un nuevo estilo, distinto en su temática al gusto dramático que había popularizado Lope de Vega.

 

Miguel de Cervantes habría muerto de diabetes (entonces incurable) poco después de haber publicado la segunda parte del Quijote, a los 69 años. Ello sucedía un 23 de abril de 1616, el mismo día que Shakespeare moría en Stratford. Habría sido inhumado en el convento de las Trinitarias Descalzas en Madrid, siguiendo los preceptos de la Orden Tercera; esto es: con el rostro descubierto y vestido con el sayal de los franciscanos. Pocas décadas después sus restos habrían sido reubicados durante la reconstrucción del convento. Es probable que estos hubieran sido localizados hace poco pero no existe confirmación definitiva.


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18 junio 2021

La versión del minotauro *

* Escrito por Irene Vallejo, para El País Semanal

 

“Por muy loco que nos parezca el mundo, más vale cuidar de nuestros compañeros de manicomio”.

 

Este año hemos aprendido a vivir en el laberinto, desorientados, sin mapas ni brújulas, zarandeados por la incertidumbre. El confinamiento nos ha convertido en modernos minotauros, rendidos a cierta monstruosidad perezosa y a una estética náufraga: desaliñados, en pijama a todas horas, el pelo selvático, las mollas de nueva adquisición, los ojos enrojecidos por el abuso de pantallas, las canas asomando bajo el tinte como testimonio de la desidia. Según el mito griego, el héroe Teseo se aventuró en aquel dédalo de encrucijadas, bifurcaciones y pasillos cegados, temeroso de la legendaria fiera. Ahora, en tiempos de angustia y encierro, somos nosotros los habitantes del laberinto.

 

Cuenta la leyenda que el minotauro vivió confinado desde su más tierna infancia. Lo llamaron Asterio quizá porque pasaba largas horas en los patios contemplando los astros. El rey de Creta Minos había ofendido a los dioses, y ellos se vengaron en cabeza ajena. Inspiraron a su esposa, Pasífae, un deseo irresistible de aparearse con un toro blanco. De este adulterio nació un ser quimérico, medio hombre, medio animal, a quien encerraron en una mansión tan intrincada que jamás encontraría la salida. A principios del siglo pasado, el arqueólogo Arthur Evans reconstruyó el palacio de Cnosos con su enrevesada estructura y sus sinuosos corredores, e imaginó allí el germen del mito. Después de todo, el laberinto siempre fue eso: una casa de la que no puedes escapar.

 

Durante meses, nuestros hogares y nuestras ciudades se han convertido en fortalezas rodeadas de invisibles murallas, inmersas en una extraña pesadilla. En La vida es sueño, de Calderón de la Barca, Segismundo vive prisionero desde que nació. Su padre, rey de Polonia, lo encarcela en un torreón porque, según el oráculo, sería un monarca cruel. Un día se le concede la libertad y, en venganza, responde con ira, violencia y espíritu desafiante, confirmando así el vaticinio. Encerrado de nuevo -como en nuestros paréntesis de confinamientos y cuarentenas-, le convencen de que todo ocurrió mientras dormía. Un amigo le aconseja: “Segismundo, aun en sueños no se pierde nada con hacer el bien”. El joven reflexiona y, finalmente, logra encauzar su desasosiego, serenarse y desafiar todas las profecías: “Llegué a saber que toda la dicha humana pasa como un sueño, y quiero hoy aprovechar el tiempo que me dure”. Por muy loco que nos parezca el mundo, más vale cuidar de nuestros compañeros de manicomio.

 

Enredados en una espiral repetitiva día a día, sufrimos el aislamiento con hastío y nostalgia. A veces, en tediosa soledad; otras, asfixiados por las argollas del teletrabajo y la conciliación doméstica. Sin embargo, en esa aparente pasividad hemos tomado importantes decisiones: nuestros dilemas cotidianos implican proteger a personas queridas y salvar vidas. Hemos gruñido y rezongado, pero, incluso a regañadientes, hemos tratado de ayudar.

 

En Atrapado en el tiempo, dirigida por Harold Ramis, un cínico y avinagrado meteorólogo enviado a cubrir el Día de la Marmota en el pueblecito de Punxsutawney se ve condenado a repetir una y otra vez el 2 de febrero en un bucle interminable. Todas las mañanas la radio le martillea la misma canción, hunde el pie en un charco y sufre el abordaje de un pelmazo en la calle. Sus retransmisiones televisivas se vuelven cada vez más delirantes y apocalípticas. Atraviesa por varias fases anímicas: incredulidad, rebeldía, enfado, euforia, desánimo, aburrimiento.

 

Cuando fracasa en sus intentos suicidas, desesperado, ahoga sus penas en tareas tan absurdas como la cultura y el amor. Estudia idiomas y piano, hace esculturas de hielo; ayuda a la gente del lugar y se enamora de una joven periodista. En un desenlace digno de Frank Capra, su bondad logra descongelar el tiempo. Incluso en la monotonía más alienante, las cosas se pueden hacer mejor o peor. Hoy vivimos separados, quietos a la espera de recuperar nuestra vida. Pero en Creta, Polonia o en lugares de nombre impronunciable, siempre es ahora mismo, y los minotauros más sabios son los que aprenden a domesticar sus laberintos.


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15 junio 2021

Malayo, malayano y malasio.

He dejado mi última entrada incompleta, con intención. Aquella nota hacía referencia a la incomprensible política, por la que parece haber optado la RAE, de incluir en su diccionario palabras de otros idiomas que no tienen difícil traducción en el nuestro. Hacía referencia yo, a una bastante bien estructurada “Carta a la Dirección”, escrita al periódico digital El País por un señor Miguel Cámara, y añadía en forma aleatoria, el término “casting”, al que traducía de manera arbitraria como “prueba de audiencia”, haciendo ver –en suma– que nada se obtendría incluyendo voces ajenas en nuestro diccionario si, luego de leerlas, vamos a vernos obligados a consultar el texto de la Docta Casa “para nomás” de averiguar su sentido.

 

Pero el texto de la ponencia del señor Cámara traía también otro comentario adicional, asunto que contenía un cierta imprecisión, por lo que fui de la opinión que era mejor dejar su exigida aclaración para un mejor y oportuno momento. Pero, como dice el adagio: “El llanto sobre el difunto”; queriendo significar que las deudas se las debe saldar, y que los asuntos se los debe aclarar, tan temprano como se presenta el mejor y más oportuno momento. Dice Don Miguel: “Esos términos extraños tienen fácil traducción a nuestra lengua, la de mayor riqueza en palabras y sinónimos que vamos dejando que se pierdan: el último ha desaparecido al mismo tiempo que desapareció el avión ‘malasio’, que siempre fue ‘malayo’; ya nadie, en ningún medio, dice, o escribe, ‘malayo’…”. Así que me veo obligado a aclarar o explicar:

Tuve la fortuna de hacer “mi conscripción mundial” en un país pequeño; ¡qué digo!, ¡diminuto!, porque Singapur es una isla de tan solo setecientos cincuenta kilómetros cuadrados. No solo es un país pequeño, esta metrópoli cosmopolita es, además un país joven, es independiente desde hace solo cincuenta y cinco años. Ahí viví, con mi familia, por doce años, fue esa una de las más valiosas experiencias y uno de los aprendizajes más reveladores de mi vida; fue un país que, aparte de darnos múltiples oportunidades, nos fortaleció en el convencimiento de que siempre hay una mejor manera para hacer las cosas. Para que ellas sean mejores, en nuestros países y ciudades, en nuestras familias, en nuestras personas; en nuestras comunidades y en nuestras vidas. Nos enseño, además, algo fundamental: la importancia que tiene, para el progreso de nuestros pueblos, el sentido de comunidad.

Pero ahí, en "Singapura", y muchas veces conversando con mis copilotos locales, es que aprendí de algunos asuntos de la historia de esta ciudad-estado, así como otros asuntos sencillos pero interesantes que para ellos eran importantes y tenían valor. Aprendí, por ejemplo, que “malay”, “malayan” y “malasian” (malayo, malayano y malasio) no eran voces que significaban lo mismo, que esos eran términos que, sobre todo en ciertos contextos, podían ser muy diferentes. Bien vale que, a riesgo de ser cansino, les proporcione una breve explicación. Algo tiene que ver todo ello con la historia, la lingüística y la antropología; y de ello, esto es lo que aprendí:

Malayo (“malay” en inglés, que se pronuncia “maley”) es el nombre de la etnia, una raza amigable y de tez cetrina que se parece a la polinesia (el malayo, en su aspecto, apostura y forma de ser, es muy parecido a nuestro campesino de la costa).

Malayano (“malayan” en inglés, que se pronuncia “maleyan”) es un patronímico para todo aquel que vivía en lo que se dio en llamar península Malaya, ubicada en el sureste asiático. Fueron los británicos los que, a mediados del siglo dieciocho, tomaron a cargo la península y empezaron a administrarla; la llamaron Malaya Británica y la conformaron con los estados federados (los centrales), los estados no federados y los Asentamientos del Estrecho (estos comprenden tres o cuatro pequeños territorios que estuvieron bajo total control de los británicos, como Penang o Malaca). Esta Malaya –al igual que Singapur– cayó en manos de los japoneses durante la guerra, y pasó a llamarse Unión Malayana a partir de 1946. Un par de años después, se reestructuró y se habría de convertir en la Federación Malayana.

Pero en 1963 se juntaron otras dos provincias (Sabah y Sarawak), pertenecientes al norte de la isla de Borneo (o Kalimantán) y Singapur; todos juntos conformaron la Federación Malasia, o simplemente Malasia. “Singapura” no quedó muy conforme y en 1965 se separó. En el fondo, quizá fue porque la mayoría de su población no era de raza malaya, ni hablaba malayo (son chinos de raza y hablan un dialecto llamado "hokien"); tampoco fueron malayanos, y han preferido independizarse y vivir en paz y colaboración con sus vecinos del otro lado del estrecho de Johor. Sus vecinos, por tanto, son malasios pero representan un tercio de su propia fuerza de trabajo y de su población permanente. De modo que hay ciudadanos singapurenses, singapureños o “singapurios” que son de raza malaya y hablan malayo, pero que, aunque pasan a jugar golf en Malasia, nunca fueron malayanos ni tampoco malasios…


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11 junio 2021

Hace falta un Diccionario Urbano

He empezado a persuadirme de que algo anda mal, de que algo no encaja y de que los miembros de la Academia quizá han perdido sus libretos. Advierto que, poco a poco y en forma nada disimulada y sutil, los ilustres académicos se han dado por aceptar, como nuevas voces del revisado Diccionario de la RAE, una serie de innecesarios barbarismos… Sí, porque el propio documento define barbarismo, en su última acepción, como un “extranjerismo no incorporado totalmente al idioma”. Quizá la única diferencia sea que, tratándose de voces ajenas y pertenecientes a otras lenguas, con su gestión los han incorporado plenamente…

 

En esta inquietud me encontraba, hasta hace pocos días, a cuento de que me hallaba indagando la historia y el porqué del lema de la Academia, cuando de pronto me encontré, en la sección de Cartas al Director del periódico El País, con una muy interesante misiva de quien parecía ser un entendido en temas lingüísticos. Firmaba como Miguel Cámara, comentaba acerca del lema referido y mencionaba que (la entidad) “en un principio incorporaba nuevos términos al Diccionario, recogidos por la costumbre y el saber popular; así tenemos souvenir, sandwich, clichet, bufet, ticket”. Pero que hoy, con el crecimiento de la red de medios y la influencia negativa que estos ejercen, se ha ido produciendo un uso abusivo de extranjerismos.

 

Y continuaba el mencionado caballero: “El pueblo ahora ha influido para que entren en el Diccionario términos como hobby, look, input, mouse, ranking, break, mailing, hit, bluf, chance, remake, revival, flash back, casting, low cost, bluetooth, item, tablet, affaire, on site, estar ‘in’, o estar ‘out’, y cientos más”. Y concluía el querellante: “La Academia, en lugar de bendecirlos, debía ser más cauta y responsable al considerar las nuevas costumbres del vulgo porque, en definitiva, quien enseña y educa es el profesor, nunca los alumnos”. Con ello lo que el señor Cámara ponía de manifiesto era justamente lo que yo venía reclamando; esto es que: la academia no solo esté aceptando neologismos, sino que ha empezado a incluir voces de otros idiomas sin que esto sea absolutamente necesario. ¡El diccionario no está para eso!

 

Participo de la opinión que la práctica totalidad de los términos mencionados en el párrafo anterior (en su mayoría anglicismos y galicismos), son perfectamente traducibles a nuestro idioma: esto, si además no tienen también la contrapartida de que existen otras palabras equivalentes. Tomemos cualquiera de ellos al azar, casting por ejemplo: el diccionario dice que es una “selección de actores o de modelos publicitarios para una determinada actuación”; bien pudiera traducirse como “prueba de actuación”, por ejemplo. De hecho, no es una traducción con una ideal economía de palabras, pero más o menos representa la idea y la intención. Soy consciente de que cuando se tradujo por primera vez “hamaca”, por ejemplo, pudo haber sido muy extensa la literatura escogida (“especie de cama, hecha de esterilla, utilizada para descansar, que normalmente va colgada de un árbol”. O algo así…).

 

Pero miremos qué sucede en la lengua inglesa, también como ejemplo. Existen, en primer lugar, varios diccionarios que han merecido ser reconocidos o aprobados: el Oxford es uno; el Collins o el Cambridge, pudieran ser otros. En ellos, una de las distinciones más importantes es la de que hay una diferenciación en cuanto a los significados (y aun en la pronunciación de los términos) de acuerdo a si se trata del inglés americano o británico. Luego, existe un diccionario más exhaustivo (“more comprehensive”), que sirve casi como un diccionario de sinónimos y antónimos; es lo que se denomina un “tesaurus”, o tesoro. Y, finalmente, existe una suerte de diccionario de cualquier término relacionado con el argot o jerga de todo tipo de actividad, ambiente u oficio: es lo que se conoce como un “Urban Dictionary” (un Diccionario Urbano). Aquí entrarían no solo las jerigonzas, sino también toda suerte de palabras técnicas, o voces adaptadas; e incluso voces de dialectos o idiomas informales, como pudieran ser el lunfardo o el papiamento. Aquí la única consideración sería la de si a esos vocablos se los ingresa como parte de la totalidad o como compendios, formando parte de un determinado anexo.

 

El punto central es que todas esas voces, que son recogidas en el Diccionario Urbano, ya no se requiere registrarlas en los diccionarios regulares. Estas voces no tienen porqué estar incluidas y definidas en los diccionarios principales, que son aquellos que recogen las voces de uso coloquial y del habla elegante del idioma. Todo aquello que es utilizado por un grupo que emplea un lenguaje particular va al Diccionario Urbano. En el caso que nos ocupa, la Academia debe entender que no está para eso. Y es que se equivoca o no tiene la idea clara. Y no solo que ha distorsionado sino que está restando mérito a su propio esfuerzo. Estaría devaluando su labor.


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08 junio 2021

La aguja y la raja de leña…

Fueron esas, las dos primeras veces que fui a una casa de salud. No podría llamarle clínica u hospital porque, técnicamente, el edificio no era ni lo uno ni lo otro; era más bien lo que hoy se llamaría un “centro médico”, un lugar donde existían distintos consultorios que atendían casos de distintas especialidades. Era una construcción reñida con la arquitectura tradicional que, aun de niño, me invitó a conjeturar si eso de que sus paredes fueran onduladas, no estaba en desacuerdo con los fines prácticos que persigue la propia medicina. Su diseño obedecía tal vez a un momento de la vida de la ciudad cuando, por el solo prurito de optar por el Premio al Ornato, los constructores proponían cualquier novelería… Hablo del edificio de la Cruz Roja, avecinado al parque de la Alameda.

Algo había en las clínicas y hospitales que creo que me repelía. El hecho de que ahí se tratasen los síntomas de la enfermedad, o que pudieran considerarse como un preludio para el deceso, quizá les daba un carácter que obligaba a la parquedad y quién sabe si a intuir que contenían una cuota de cierto misterio. Ahí la gente se comunicaba solo con gestos o con inaudibles susurros. Recuerdo que allí los pisos estaban cubiertos por unas piezas cuadriculadas de vinilo. El personal vestía unos blancos e impolutos uniformes que ayudaban a crear ese ambiente solemne que aparentaban los seguidores de Galeno, profesionales circunspectos que ayudaban a transitar por la cornisa misma de los farallones de la muerte…

Dos veces fui a parar allí hacia el final de mis días de escuela; ambas coincidieron con sendos accidentes domésticos en los que el paciente, vale decir el lastimado, fue por desafortunada coincidencia mi querida y siempre hacendosa abuela. Si años atrás, alguna vez, yo había tenido que correr calle abajo, con ánimo desconsolado, debido al inesperado envenenamiento de una de nuestras infantiles mascotas, entonces tuve que hacerlo para acompañar a mi confusa abuela al dispensario más cercano, buscando una atención perentoria, en vista de las dos insólitas emergencias que aquí relataré. Estas sucedieron en el lapso de pocas semanas y se convirtieron en episodios que me quedarían grabados en la memoria en forma indeleble. Hoy mismo, no recuerdo sin embargo cuál sucedió primero; pero así fue como estos absurdos y tragicómicos eventos sucedieron.

Vivíamos enfatuados por aquellos días con una novedosa forma de entretenimiento. La habíamos copiado de los vecinos que habitaban en el piso inferior; eran ellos tres muchachos mayores a nosotros, que debían estar cursando los años medios de colegio. Desde el piso de arriba, como apostados en un favorecido atalaya, veíamos cómo ellos habían construido una suerte de pista de carreras para hacer rodar canicas de colores. Allí, ellos se empeñaban en realizar unas competencias interminables cuyos resultados eran siempre impredecibles...

No pasó ni una semana, pero lo siguiente que sucedió fue que, sin permiso de los interfectos y sin ápice de respeto a su propiedad intelectual, más temprano que tarde habíamos no solo copiado su arquitectura, sino mejorado con creces el lúdico como divertido invento. Solo nos bastó con atisbar lo que habíamos presenciado. Recurrimos a las camas que no se utilizaban en la casa, aquellas que yacían olvidadas en el soberado, tomamos los largueros y las tablas que antes se utilizaban como sucedáneo de los somieres para asentar los colchones y nos dedicamos a la ímproba tarea de construir nuestra propia versión de la “Fantástica-y-mundialmente-famosa-cerrera-de-bolas-de-los-hermanos-Vizcaíno”. Para las barreras de contención, de esta improvisada obra de arte, utilizamos las amontonadas rajas de leña que se nos había mandado arrumar en la azotea posterior. Entonces, adecuamos los dispersos implementos y ¡ya estaba!. La copia había superado al rústico prototipo.

Pero, no siempre la alegría viene exenta de desgracia… Una tarde, mientras yo reordenaba las “rieles de contención de la pista”, una de las rajas resbaló del antepecho de la azotea y cayó al patio desde el tercer piso. Lo siguiente que supe es que la pieza había caído sobre la cabeza de nuestra incansable abuela quien, ajena a nuestras entretenciones deportivas, había estado, a esas mismas horas, tajando en trozos más delgados unos renuentes troncos de leña. La diosa Fortuna estuvo de nuestro lado aquella tarde: la abuela Carlota siempre creyó que uno de esos reticentes y díscolos troncos había saltado y le había producido aquella sangrante herida…

Con una aguja de coser habría de suceder algo con un cierto parecido. Esta le había pinchado a la abuela en la muñeca mientras lavaba un delantal escolar de mi hermana Lolita. Para cuando ella intentó extraer de su cuerpo el delgadísimo metal, una parte del mismo se quebró y el trozo restante continuó hacia la parte superior del brazo, por el torrente sanguíneo… Nunca, como en estas tristes circunstancias, la había visto tan nerviosa e intranquila.


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04 junio 2021

Algo gracioso sucedió camino del foro

Se llamaba Buster Keaton (ese era, por lo menos, su nombre artístico). Murió en un hospital – a mi misma edad– de una enfermedad que nunca le contaron. Fue actor y director de cine, de los mejores que haya habido. Dicen que cuando actuaba, solo necesitaba alterar su mirada para expresar cualquier estado de ánimo. Era bien parecido y será recordado como uno de los actores más formidables del cine mudo. Pude verlo actuar, como personaje secundario, en una película que se proyectó hace medio siglo (yo tal vez tenía veinte años), se llamó “Algo gracioso sucedió camino del foro”; sería su despedida como actor, fue su última película.  

El film, según recuerdo, pintaba la historia de un esclavo, Pseudolus, quien, a despecho de su nombre (que podría insinuar la condición de impostor o de falso), era más bien un individuo astuto y sagaz, pero un tanto tramposo, aunque por buenos motivos. Este se había propuesto ayudar a su amo, que estaba empeñado en enamorar a su agraciada vecina, todo a cambio de obtener su libertad. Pero, no es de esa trama de lo que quiero hablarles hoy… Me ha gustado el título porque en días pasados, mientras regresaba a casa, me sucedió algo extraño que nada tuvo de gracioso. ¿Cómo llamar cómica, o “graciosa”, a una circunstancia en la que solo volver a casa me tomó casi cinco horas (algo que no debería tomar más de treinta minutos).

Empiezo por aclarar que no vivo en Quito; vivo en San Rafael, ubicado en uno de los valles aledaños. Soy consciente de los ocasionales trancones que se producen en vías como la Avenida Simón Bolívar, especialmente cuando llueve y durante las reconocidas “horas pico”. Procuro, por lo mismo, evitar esos horarios, pero hay ocasiones en que no existe alternativa y manejar durante esas horas, en ese tipo de caminos, se vuelve inevitable.

El caso es que salí desde “El labrador” con rumbo a mi humilde morada a eso de las cinco de la tarde. Cuando llegué a esa avenida de alta velocidad (¿cómo llamarla “autopista”?), pude apreciar que el flujo del tránsito era muy lento, casi se podía decir que el desplazamiento vehicular hacia el sur había colapsado. Solo dos horas más tarde, cuando ya había llegado hasta la intersección de la Vía Interoceánica, pude advertir el motivo: un enorme tráiler había derrapado en plena vía y yacía de costado interrumpiendo el paso en todos los carriles.

Opté entonces por tomar la Vía Interoceánica como alternativa. Bajé hacia Cumbayá con la inicial intención de tomar la Ruta Viva y conectar con la vía Intervalles. Pronto pude percatarme que casi todos los demás afectados habían optado por similar iniciativa. Fue cuando decidí efectuar un repentino cambio de planes: tomé la Ruta Viva en sentido oriente–occidente y me propuse regresar a la Simón Bolívar. Por un instante creí que había efectuado una brillante elección, solo para comprobar que, oh sorpresa, el tránsito estaba también paralizado en ese nuevo sector de la demandada vía. Habría de tomarme otras dos horas y media llegar hasta la próxima salida, en donde la S. Bolivar conecta con la autopista General Rumiñahui. Hasta este punto, me había tomado cuatro horas y media recorrer una distancia aproximada de veinticinco kilómetros. Es decir, ¡cuarenta kilómetros en casi cinco horas!

He recordado de pronto, una experiencia semejante: una mañana, mientras trabajaba en Seúl para Korean Air, tuve que reportarme en Kimpo a las seis de la mañana; me habían programado para un vuelo a Bangkok, en Tailandia. Debía salir a las ocho de la mañana y el viaje tomaría seis horas de vuelo. Por algún olvidado motivo, salimos con un breve retraso y estuvimos aterrizando a eso de las cuatro de la tarde. Había llovido “perros y gatos” en esa ciudad paradojal carente de desagües y, para colmo, era un día viernes. Se soportan ahí, por seis meses al año, aguaceros apocalípticos cuando los díscolos monzones hacen sentir su necio efecto. La nueva autopista estaba todavía en construcción y nos tomó cuatro largas horas llegar hasta el hotel, mientras apreciábamos todos los detalles de esa urbe contradictoria donde se juntan los más hermosos templos con los arrabales más inmundos y pestilentes.

Pero ¿Qué hacer con esta ruta? Creo, para empezar, que se debería restringir el tránsito de vehículos pesados en las horas pico, al menos el de las unidades que no atienden al transporte público. Esto es parte del problema. Otra alternativa sería la de rediseñar el uso de la vía, para que se la pueda utilizar también en sentido inverso (al menos determinados carriles); hay –por otra parte– que mejorar la información que se ofrece al usuario (que se la puede proporcionar en letreros electrónicos), para poder recomendar así otras alternativas en casos de congestión o accidente. Se puede implementar una estación dedicada a informar la condición de la vía. Se podría, además, crear paradores e instalar estaciones de servicio a lo largo de la ruta; e incluso, tratar de reducir el número de vehículos en base a la promoción de un sistema de transporte compartido… ¡Hasta Pseudolus estaría de acuerdo!


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01 junio 2021

Una lengua que no cesa de parir *

* Por Marcia Brédice para elcastellano.org. Reeditado para satisfacer el formato de este blog.

 

Hablo español. Hablo el español de la Argentina desde que alguien me inauguró con nombre propio, me acunó con nanas y me apapachó con la voz arrulladora de esa lengua que enamora por sonoridad a todo el mundo. Hablo español desde que comencé a balbucear mis primeras palabras: tau, pá, má. Tuve la fortuna de vivir en la casa de mis abuelos maternos y de tener quince tíos abuelos a los que visitaba o a los que recibía cada domingo. De oír incontables historias e incontables maneras de contarlas, alrededor de una mesa en la que se mezclaba el español castizo, el cocoliche y hasta un poco de piamontés.

 

Todos ellos eran, sin dudas, grandes artífices del lenguaje y de la anécdota. Esa virtud, ese atributo, los hacía únicos para mí. Sabían cómo hacer de un mínimo incidente, un extraordinario circunloquio; y en esa facundia, en esa facilidad que tenían por encontrar las palabras y tejer grandes e inverosímiles relatos, yo me perdía, escuchándolos, como en un canto de sirenas. Podría seguir repasando, detalle a detalle, cómo sus voces resonaban —y aún resuenan— en mí. Sin saberlo, todos ellos, visita a visita, domingo a domingo, fundaban mi matriz lingüística, mi origen en el lenguaje, las voces y expresiones que aún forman parte de ese primer caudal léxico sobre el que se sedimenta mi expresión idiomática.

 

También tuve la ventura de crecer al lado de una abuela que, sentada durante horas, resolvía crucigramas. Había aprendido a leer y a escribir en la escuela "Dr. Gabriel Carrasco" de Rosario. Todos los días hojeaba la edición en dos tomos de tapa dura y cubiertas color carmesí del Diccionario Magíster de la Lengua Española. Era una edición de Editorial Sopena del año 1966. Aún hoy puedo sentir el olor y la textura de sus páginas y de su tapa, el color dorado de las letras grabadas en su lomo, la grafía cuadrada de mi abuela dibujando palabras en los casilleritos de esos tableros de ajedrez recortados de la última página de viejos diarios.

 

Puedo oírla pidiéndome que busque en la P o en la C, en la H o en la N. Puedo ver a esa nena, metiendo los dedos en el vértice superior, curioseando en las cornisas de las páginas hasta dar con el tesoro escondido de la definición. Puedo oír a mi abuela, María Molinero, corrigiendo mi pronunciación como una María Moliner. ¿Qué dice de libertad? Libertad. Del latín. Dícese de la facultad del hombre para elegir su propia conducta, de la que, por lo tanto, es responsable. Puedo, incluso hoy, seguir sintiendo la búsqueda en un diccionario con la misma adrenalina, avidez y curiosidad con la que buscaba a mis ocho años.

 

Esos dos pasajes de mi vida —y algún otro en que los silencios pesaron más que las palabras—, fueron determinantes en mi inclinación por el estudio de la lengua y, en especial, por la lexicografía, ese intento de ceñir lo «incorsetable» de los significados, de elaborar definiciones, de recopilar el léxico del español. Todo eso se convirtió en mi pasión, en mi oficio cotidiano; en transferir el conocimiento de la lengua y profesar el amor por esa disciplina. No hay escena de mi infancia (de ninguna infancia) en la que no aparezca el sonido o el silencio de las palabras como elemento fundante, trascendente y revelador.

 

Es que la vida empieza con la palabra. La palabra funda nuestra llegada al mundo cuando se nos nombra por primera vez y, una vez ya inmersos en el lenguaje, no hay experiencia transmisible sin ella. Estamos hechos de palabras. Somos palabras. Somos nuestra lengua. El español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos. La hablan casi quinientos millones de personas y es lengua oficial en veintiún países. Su diversificación hace de ella un verdadero milagro. Constituye una unidad. Una unidad extraordinariamente rica en su diversidad que hace que podamos entendernos más allá de las diferencias.

 

La entonación cadenciosa de los caribeños; el tono andino de ecuatorianos y peruanos; el seseo del español americano y del de Canarias; el marcado yeísmo del rioplatense —más los incontables matices del español de la Argentina—; el ceceo de los andaluces; la dulzura de los diminutivos centroamericanos; el leísmo de los paraguayos y su diglosia español-guaraní; la entonación de los chilenos; la combinación del usted con el tuteo de los colombianos. Cada comunidad lingüística y cada hablante imprimen en la lengua su sello único y particular.

 

Como dijo Ivonne Bordelois, las discusiones lingüísticas son peligrosamente atractivas, porque dividen el mundo hispanohablante en dos: los que creen que primero está la lengua real y los que creen que primero está la norma lingüística. No hay formas incorrectas para una lengua real que muta todo el tiempo, que se expande, se despliega y crece como una materia orgánica en la que cada palabra se vuelve hermosa a la luz de quien la pronuncia o de quien la escribe. Una lengua que, como un organismo vivo, no cesa nunca de parir.


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