29 junio 2021

”¡Quierde, pff!”

Lo acabo de comentar: siento una extraña fascinación por los diccionarios. Los trato con especial delicadeza, tal como si se tratase de mis amigos preferidos. Pero debo hacer una aclaración: entre esos textos predilectos, hay una clase de diccionario que me parece apasionante: es la de aquellos diccionarios que se refieren a las voces que usamos en nuestro trato coloquial o que las utilizamos a sabiendas de que solo tienen un sentido para nuestros conciudadanos. Me refiero a aquellos textos que hablan de nuestro uso dialectal: son esas voces relacionadas con el habla de nuestra tierra, con nuestros inveterados “ecuatorianismos”…

No quisiera pecar de ostentación ni hacer alarde, pero dispongo de un número selecto de estas entretenidas herramientas. Además, todos esos textos, a excepción de uno, gozan de una presentación inmaculada, ajena a lo que ha sido por tradición nuestro precario esfuerzo editorial; exhiben una lujosa encuadernación. Con ellos, da realmente gusto manipular y hacer aletear sus páginas; uno se siente orgulloso propietario de esos tesoros, como si este particular disfrute fuese algo privativo, tal vez vedado e inalcanzable para los demás…

Esto de las palabras que se usan en la tierra no es una tesitura que la he buscado, pudiera decirse más bien que, de alguna forma, el tema me ha buscado y elegido a mí. La verdad es que tuve la suerte de conocer, en vida y en persona, a uno de los precursores de esta curiosa aunque apasionante disciplina, la de catalogar aquellas palabras, el tratar de individualizar sus significados –ímproba tarea-, el seleccionar y citar párrafos o frases en las que se encuentran incluidas, el ordenarlas en forma sistemática, mencionando a quien las hubiese escrito; o señalando la intención con la que habrían sido utilizadas y refiriendo el sentido con el que se lo hizo, así como la probable equivalencia de la palabra castiza o su diferencia con ella.

Me refiero al inolvidable lexicógrafo cuencano Carlos Joaquín Córdova, quien dedicó parte de su vida a indagar el uso de nuestros localismos, o de las palabras usadas con distinto sentido en el Ecuador. Carlos Joaquín debe haber estado a punto de publicar su imponderable “El habla del Ecuador, Diccionario de Ecuatorianismos” cuando yo recién descubrí su afición por estos traviesos sentidos con que pueden sorprendernos las palabras. Fue, en la práctica, un querido y distinguido miembro de mi familia política; padre de uno de mis concuñados. Siempre me distinguió con su amistad y deferencia; fue siempre para mí fuente donde pude beber parte de esa agua almibarada relacionada con los significados. ¡Esa era su secreta sabiduría!

Y el suyo fue el primer diccionario de este tipo que adquirí. Luego vendría un hallazgo fortuito: me refiero a “Consultas al Diccionario de la Lengua”, texto perteneciente a Carlos R. Tobar, en una edición publicada en 1911, documento quizá pionero para estos afanes y muy valioso para explorar el sentido de ciertas voces usadas hace ya más de un centenar de años. Pero ha sido en forma muy reciente que he podido acceder a otros dos documentos que representan, si no similar, al menos aproximado y meritorio esfuerzo. Ellos son: el “Diccionario de Uso Correcto del Español en el Ecuador”, de Susana Cordero de Espinoza, y el “Diccionario del Español Ecuatoriano”, de Fernando Miño Garcés, un elaborado trabajo que reflejaría la compilación de alrededor de diez mil quinientas voces distintas.

Ha sido gracias a esa persistente búsqueda, tratando de conseguir estos esforzados y casi enciclopédicos textos, que he tropezado con un sumario anexo. Es su título: “Modismos del Ecuador”; contiene una breve pero muy interesante selección de voces y expresiones usadas en las diversas regiones del País. Encuentro palabras como “omoto”, “shunsho” o ”mushpa”, “chiripa”, “papelito”, o “amarcar”. Exploro entonces estas y otras similares voces y luego las comparo con mis ya mencionados textos de referencia; descubro sus usos y variantes y disfruto conociendo su origen y sentido, así como encuentro explicaciones de lo que estas expresiones significan.

Redescubro palabras en desuso u olvidadas, me adentro en su historia y saboreo su lúdica presencia. Así encuentro la voz “quierde”, por ejemplo: la hallo escondida en un disimulado rincón. Leo ejemplos y cotejo sus equivalencias, reviso el uso que todavía le dan los campesinos y las clases humildes de nuestra Sierra. Comparo sus usos: tanto como adverbio cuanto como expresión adverbial, y no puedo sino reconocer su obcecada permanencia en el tiempo: “¿Quierde? ¡No lo encuentro!” (con el sentido de “¿Qué es de?”); o, si no: “Lo estuve buscando, pero ¡quierdepff!” (como un reclamo, y alargando la palabra, como cuando no se ha encontrado con lo prometido).


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