01 junio 2021

Una lengua que no cesa de parir *

* Por Marcia Brédice para elcastellano.org. Reeditado para satisfacer el formato de este blog.

 

Hablo español. Hablo el español de la Argentina desde que alguien me inauguró con nombre propio, me acunó con nanas y me apapachó con la voz arrulladora de esa lengua que enamora por sonoridad a todo el mundo. Hablo español desde que comencé a balbucear mis primeras palabras: tau, pá, má. Tuve la fortuna de vivir en la casa de mis abuelos maternos y de tener quince tíos abuelos a los que visitaba o a los que recibía cada domingo. De oír incontables historias e incontables maneras de contarlas, alrededor de una mesa en la que se mezclaba el español castizo, el cocoliche y hasta un poco de piamontés.

 

Todos ellos eran, sin dudas, grandes artífices del lenguaje y de la anécdota. Esa virtud, ese atributo, los hacía únicos para mí. Sabían cómo hacer de un mínimo incidente, un extraordinario circunloquio; y en esa facundia, en esa facilidad que tenían por encontrar las palabras y tejer grandes e inverosímiles relatos, yo me perdía, escuchándolos, como en un canto de sirenas. Podría seguir repasando, detalle a detalle, cómo sus voces resonaban —y aún resuenan— en mí. Sin saberlo, todos ellos, visita a visita, domingo a domingo, fundaban mi matriz lingüística, mi origen en el lenguaje, las voces y expresiones que aún forman parte de ese primer caudal léxico sobre el que se sedimenta mi expresión idiomática.

 

También tuve la ventura de crecer al lado de una abuela que, sentada durante horas, resolvía crucigramas. Había aprendido a leer y a escribir en la escuela "Dr. Gabriel Carrasco" de Rosario. Todos los días hojeaba la edición en dos tomos de tapa dura y cubiertas color carmesí del Diccionario Magíster de la Lengua Española. Era una edición de Editorial Sopena del año 1966. Aún hoy puedo sentir el olor y la textura de sus páginas y de su tapa, el color dorado de las letras grabadas en su lomo, la grafía cuadrada de mi abuela dibujando palabras en los casilleritos de esos tableros de ajedrez recortados de la última página de viejos diarios.

 

Puedo oírla pidiéndome que busque en la P o en la C, en la H o en la N. Puedo ver a esa nena, metiendo los dedos en el vértice superior, curioseando en las cornisas de las páginas hasta dar con el tesoro escondido de la definición. Puedo oír a mi abuela, María Molinero, corrigiendo mi pronunciación como una María Moliner. ¿Qué dice de libertad? Libertad. Del latín. Dícese de la facultad del hombre para elegir su propia conducta, de la que, por lo tanto, es responsable. Puedo, incluso hoy, seguir sintiendo la búsqueda en un diccionario con la misma adrenalina, avidez y curiosidad con la que buscaba a mis ocho años.

 

Esos dos pasajes de mi vida —y algún otro en que los silencios pesaron más que las palabras—, fueron determinantes en mi inclinación por el estudio de la lengua y, en especial, por la lexicografía, ese intento de ceñir lo «incorsetable» de los significados, de elaborar definiciones, de recopilar el léxico del español. Todo eso se convirtió en mi pasión, en mi oficio cotidiano; en transferir el conocimiento de la lengua y profesar el amor por esa disciplina. No hay escena de mi infancia (de ninguna infancia) en la que no aparezca el sonido o el silencio de las palabras como elemento fundante, trascendente y revelador.

 

Es que la vida empieza con la palabra. La palabra funda nuestra llegada al mundo cuando se nos nombra por primera vez y, una vez ya inmersos en el lenguaje, no hay experiencia transmisible sin ella. Estamos hechos de palabras. Somos palabras. Somos nuestra lengua. El español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos. La hablan casi quinientos millones de personas y es lengua oficial en veintiún países. Su diversificación hace de ella un verdadero milagro. Constituye una unidad. Una unidad extraordinariamente rica en su diversidad que hace que podamos entendernos más allá de las diferencias.

 

La entonación cadenciosa de los caribeños; el tono andino de ecuatorianos y peruanos; el seseo del español americano y del de Canarias; el marcado yeísmo del rioplatense —más los incontables matices del español de la Argentina—; el ceceo de los andaluces; la dulzura de los diminutivos centroamericanos; el leísmo de los paraguayos y su diglosia español-guaraní; la entonación de los chilenos; la combinación del usted con el tuteo de los colombianos. Cada comunidad lingüística y cada hablante imprimen en la lengua su sello único y particular.

 

Como dijo Ivonne Bordelois, las discusiones lingüísticas son peligrosamente atractivas, porque dividen el mundo hispanohablante en dos: los que creen que primero está la lengua real y los que creen que primero está la norma lingüística. No hay formas incorrectas para una lengua real que muta todo el tiempo, que se expande, se despliega y crece como una materia orgánica en la que cada palabra se vuelve hermosa a la luz de quien la pronuncia o de quien la escribe. Una lengua que, como un organismo vivo, no cesa nunca de parir.


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