17 febrero 2019

Una equis sobre el Pacífico

Están por celebrarse quinientos años de la frustrada epopeya encomendada a un joven portugués llamado Fernando de Magallanes (tenía solo 41 años a su muerte en Mactán, en las Filipinas). Aunque hay que recordar que la misión encargada al audaz y autoritario navegante no fue la de circunnavegar el globo, sino la de encontrar una ruta occidental hacia las Molucas, las islas de las especias, territorio que podía disputarse como español en base a lo dispuesto en el Tratado de Tordesillas.

Magallanes había estado antes en las Molucas, navegando hacia el este, alrededor del África; por lo que, si sumamos ambos periplos, puede decirse que la hazaña de ser el primero en dar la vuelta al globo terráqueo ya la había cumplido en lo individual, tan pronto como su expedición concluyó, en marzo de 1521, el prolongado cruce del Océano Pacífico.

Pienso y medito en los casi quinientos años desde que se efectuaron estos esfuerzos, y en su próxima efemérides, al cruzar yo mismo, una vez más (aunque esta vez en condición de paciente pasajero), el tranquilo “Mar del Sur” en un inesperado e imprevisto vuelo intercontinental que me condujo en forma precipitada: primero de Ecuador hacia Los Ángeles; y, luego, desde esta admirable y, para mí, muy recordada ciudad, hasta el formidable puerto de Sydney, en la costa suroriental de Australia.

Mientras voy en el avión, miro de rato en rato el casi imperceptible progreso del vuelo en el monitor personal del que disponen todos y cada uno de los adormilados pasajeros, y no puedo dejar de advertir que mientras el trazo de la travesía de Magallanes fue de derecha a izquierda, y de abajo hacia arriba (de Tierra de Fuego hacia las islas ecuatoriales del occidente del Pacífico), la ruta que va trazando nuestra nave es también hacia occidente, pero esta vez en sentido de arriba hacia abajo, marcando con ello una sugestiva equis en el colorido mapa descriptivo.

Transcurren catorce horas en total, en mi prolongado viaje nocturno (casi nada comparado con los cien días que le tomó el cruce al portugués, quien comandaba una flota inicial de cinco naves al servicio de la corona española). Vamos siempre sobre un inacabable espejo de agua que trata de cubrir el indómito Boeing “triple siete”, que ha sido diseñado para cubrir en un solo tramo el empecinado trayecto. Cuatro horas después de haber despegado desde Los Ángeles, dejamos a estribor las recoletas islas de Hawai, y ha de pasar otra hora y media hasta que volamos cercanos a otras diminutas islas y atolones que parecen formar recónditos y minúsculos archipiélagos. Son las islas de Kiribati, ubicadas al sur de las anteriores, cuyo nombre es solo una deformación, en idioma local, de Christmas; un nombre que ya distingue a otra isla australiana, que muchas veces sobrevolé, ubicada al sur de Indonesia, en el Océano Índico.

Otras cuatro horas más tarde, aparece el archipiélago de Samoa, realmente las tres islas de mayor tamaño que conforman la casi integridad de su territorio. Medito en que este mismo inmenso mar fuera descubierto, frente a Panamá, por Vasco Núñez de Balboa hacia 1513; Balboa (qué curioso, no nos referimos a él como “Núñez”) fue quien lo identificó como Mar del Sur. Siete años más tarde este inmenso océano sería rebautizado como Pacífico por Magallanes, debido a la ausencia de vientos y a la desacostumbrada tranquilidad de sus extensas aguas.

Poco más tarde aparecen Fiji, Vanuatu y Nueva Caledonia, y entonces el aparato cubre la última porción de su periplo, dejando a babor las sorprendentes islas de Nueva Zelanda, adentrándose en el inquieto Mar de Tasmania. Mientras tanto, las tenues luces de cabina se van encendiendo poco a poco; parece que pronto la aurora anunciará el amanecer. Es pues hora de desayunar; se hace difícil entender que sigue reinando la oscuridad, a pesar de que han transcurrido dieciocho horas desde que en el aeropuerto de salida se empezó a decretar la caída de la tarde... Para el reloj biológico de los pasajeros es ya hora de almorzar; pero la tripulación sigue el impertérrito protocolo de servir las comidas de acuerdo a la hora local del sitio geográfico donde se encuentra la aeronave. Es la impostura que tiene la transportación aérea…

Finalmente el dócil avioncito ingresa en Botany Bay y se enfila, con un ligero viraje, hacia “final largo” de la pista 34 izquierda del aeropuerto Kingsford Smith de la asombrosa ciudad que será nuestro destino. Abajo y a lo lejos destacan el puente sobre el puerto de la ciudad y la silueta inconfundible de la Casa de la Ópera, en medio de Sydney Harbor. El edificio constituye, a la vez, tanto un ícono como un monumento, este se ha convertido en el irreemplazable emblema de la sorprendente metrópoli.

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