18 agosto 2018

Una tierra con espinillas

Chulamuez, horqueta, izambi, coturco, chacana... ¿Qué le sugieren estos términos, amigo lector, si los encuentra al azar, escritos por ahí? O, ¿qué tal, estos otros: Bermejo, Cosanga, Chinibano, Carcacha, Cubilche o Pulumbura? Espero que, esta vez, las mayúsculas le ayuden... Prefiero barruntar, yo mismo, cuál puede ser su inquieta conjetura: que tal vez se trate de voces de una lengua autóctona y desconocida; o que quizá sean nombres de pueblos ignotos, ubicados en algún valle recóndito de la Serranía, o quizá de algún olvidado lugar de nuestra todavía postergada Amazonía... Nada de eso. ¡Estoy seguro que ni siquiera se lo imagina!

“De erupciones y cráteres” fue el título en el que inicialmente pensé. Hubiera, sin embargo, desbaratado yo mismo el acertijo que pretendí insinuar en el párrafo precedente. Y nada peor que hacer de “spoiler” o de quien arruina la satisfacción de resolver uno mismo el personal proceso de averiguar, de responder sin ayuda, la curiosidad que plantea el camino de la inquisición. Porque de volcanes era de lo que quería hablarles esta vez, de los noventa y nueve que existen en nuestro país. ¡Sí, noventa y nueve volcanes existen en el Ecuador!

Hay ochenta y cuatro volcanes solo en el Ecuador continental, a más de los quince que se sabe que existen en lo que oficialmente se llama “Archipiélago de Colón”, las islas Galápagos. Y todo esto existe a lo largo de algo menos de tres grados de latitud, unas ciento setenta millas, más o menos; o, lo que es lo mismo, unos trescientos kilómetros. Todo esto pasa o, mejor dicho, existe, entre el volcán Chiles, ubicado en la provincia del Carchi, en la frontera con Colombia, y el Sangay, uno de nuestros pocos volcanes en actividad, que está ubicado hacia el sur oriente de Riobamba, exactamente en la línea que marca los dos grados de latitud sur.

Solo en el área cercana a Quito hay no menos de treinta volcanes. Vamos desde el norte, siguiendo contra la dirección de las manecillas del reloj: Mojanda, Fuya-Fuya, Pululahua, Casitagua, Ruco y Guagua Pichincha, Carcacha, Atacazo, Corazón, Illiniza Norte, Illiniza Sur, Santa Cruz, Pasochoa, Rumiñahui, Cotopaxi, Quilindaña, Chalupas, Chaupiloma, Huañuña, Sincholahua, Aliso, Antisana, Chacana, Coturco, Puntas, Izambi, Pambamarca, Cayambe, Viejo Cayambe y, claro, uno más, que casi invita al olvido y que está en el centro de todos los mencionados: ese “cerrito” del Ilaló.

Algo más al oriente, y si trazamos un triángulo entre el Antisana, el Sumaco y el Reventador, tenemos dos volcanes prominentes: el Yanaurco y el Pan de Azúcar, pero encontramos también un pequeño racimo de volcancitos diminutos que se encuentran localizados hacia el sur-occidente de Baeza y que obedecen a unos nombres, de los que quizá no hemos escuchado jamás: Bermejo, Cosanga, Dorado, Huevos de Chivo, Pumayacu, Machángara (con igual nombre que el de nuestro río de precario linaje) y, por último, el Volcán Azul. En el Carchi, y cerca de Tulcan, hay como diez; y si hablamos de Imbabura, no se queda atrás.

Existen volcanes que no lo parecen. Uno ni siquiera se imagina que pudieran tener un cráter y que hubo un tiempo en que pudieron haber estado activos o que pudieron reventar. El ya nombrado Ilaló es un caso emblemático, uno lo mira desde todos los costados y no se imagina cómo pudo ser ese formidable espectáculo, cuando se ponía bravucón y empezaba a erupcionar. Un caso especial es el de dos volcanes hoy transformados en turísticas lagunas: Cuicocha y Quilotoa. Y, mucho más al sur, la prominencia del Tungurahua, Sangay, Altar o Chimborazo no requieren que tengamos que utilizar prosopopeyas o que nos pongamos a exagerar.

En total, no se suma más de veinte entre los volcanes considerados “en erupción” (aquellos que han tenido actividad reciente); los “activos” (aquellos que se sabe que tuvieron alguna erupción en los últimos quinientos años); y los conocidos como “potencialmente activos” (aquellos que, más por vestigios que por datos históricos, se conoce que pudieron estar en actividad en los últimos diez mil años). Si usted, amable lector, se va interesando en el tema, le recomiendo navegar en Google y buscar un cuadrito titulado “Volcanes cuaternarios del Ecuador”. Le aseguro que el sorprendente gráfico va a retar su propia capacidad de asombro.

Finalmente, he dejado para el último (“last but not least”) los quince volcanes que se reconocen en Galápagos. No debe olvidarse que las mismas islas tienen origen volcánico, es decir: no son otra cosa que volcanes que se se han ido levantando, poco a poco, desde el fondo mismo del mar; en resumen, las islas están todavía en pleno proceso formativo. Este es un fenómeno pertinaz, incansable y continuo, un esfuerzo milenario qué tal vez va también formando, poco a poco, un nuevo volcán.

Pensar en volcanes en erupción equivale a pensar en un espectáculo de magma ardiente y de destrucción inevitable. Sorprende aceptar que toda esa substancia ígnea pudiera brotar de las entrañas de la tierra. El reconocer a tantos volcanes como extintos, nos invita a creer que el suyo pudiera ser parte de un proceso general de apaciguamiento. Pero, ¿sucede realmente así, o aquello es parte de ciclos que tienden a repetirse, en medio de cataclismos que lo destruyen todo, para luego volver a empezar?

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12 agosto 2018

La soberana estupidez

He leído que la llamada “corrección política” no es sino una nueva forma de dogmatismo. Y pienso que es más grave, a veces, que el mismo dogmatismo religioso. Pues, bien pensado, no es ni corrección ni es política; no pasa de ser una manifestación velada de nuestros complejos, de la estolidez y de la ignorancia; no es sino una forma como se expresan las deficiencias de nuestra escolaridad básica, aquello que en nuestros tiempos de colegio se conocía como cultura general. “Humanidades modernas” la llamaban, mis preceptores y maestros.

Porque aquello del “ecuatorianos y ecuatorianas”, “ciudadanos y ciudadanas”, “diputados y diputadas”; o, como dicen por ahí, no sin cierta cuota de ironía, aquello del “miembros y miembras”, no es sino una forma soberana (en el sentido de grande o extraordinaria, como lo define nuestro diccionario) de estupidez, que no se rige por el principio básico de corrección que exigen las normas de buen uso de nuestro idioma, inspiradas en un sentido elemental de economía; a menos, claro, que dicha distinción sea necesaria para la claridad del contenido, o para cuando la generalización en masculino pudiera producir ambigüedad.

“Una ‘severenda’ estupidez”, hubiese dicho un antiguo colega, a quien no he visto por algún tiempo. Intuyo que lo que el amigo quería utilizar era un contundente adjetivo que entrañara el sentido de tremendo, o -quién sabe- de reverendo, con el sentido de ‘digno de reverencia’. El punto es que dicho individuo lo utilizaba siempre como el adjetivo de su preferencia. Mas, como era un terminajo que yo no recordaba haberlo escuchado a otras personas, resolví que aquel era un seudo vocablo al que él había decidido darle carta independiente de identidad. Sucede, sin embargo, que no había sido así... En los últimos meses he escuchado con cierta regularidad la vicaria palabreja. Que ‘severendo’, por allí; o que ‘severendo’ por allá...

Hago aquí un breve paréntesis, o digresión, porque es de eso que quiero también hablarles. Alguien trató de reconvenirme por mi postura frente al uso de un término que consideré, en una de mis anteriores entradas, como incorrecto. Me refiero a una palabra inexistente en el diccionario: la voz “disgresión”. Pues, si lo que queremos es “romper el hilo del discurso”, o hacer una breve explicación, no siempre relacionada con el tema a tratarse, o hacer un ligero aparte, entonces debemos hablar de digresión, nunca de la palabra antes citada.

La Academia no reconoce disgresión, aunque bien pudiera hacerlo, pues si -por ejemplo- agitación es la acción y efecto de agitar, disgresión pudiera reconocerse como la acción y efecto de disgregar, la de desunir o separar. Pero no es eso lo que se quiere decir cuando se utiliza la referida expresión. Pudiera también argüirse que deberían reconocerla como válida, en base a aquello de “la fuerza de la costumbre”, pero bien es sabido que la mencionada institución no obedece a la solicitud de sanción de voces innecesarias; no se diga al pedido de que se acepte el uso de términos que son empleados en forma incorrecta, como es el del caso en mención.

De regreso a lo que hoy nos interesa, ciertamente que aquello del “ciudadanos de los dos sexos” es una ridícula costumbre, inspirada tal vez en la necesidad de “empoderar” (como dicen ahora) al elemento femenino. Creo que, a excepción de los países islámicos y de uno que otro regazo tradicionalista en unos pocos países orientales, el mundo moderno está muy claro con respecto a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Esto, a nuestros países le ha tomado un par de generaciones (quizá al resto del mundo va a tomarle algo más de tiempo), pero seguir usando esa tonta e insulsa dicotomía, se me antoja innecesario.

A esta nueva tendencia es a lo que ahora llaman “lenguaje inclusivo” o “no sexista”. Al respecto, me he entretenido en estos días con un documento suscrito por el académico Ignacio Bosque, miembro de número de la Real Academia; él se pregunta, por muestra de ejemplo: ¿Cómo escribir Juan y María viven juntos?, si atendemos a esos reclamos (¿viven junto y junta, por ejemplo?). O, qué tal: están contentos (¿están contento y contenta?). O, también, se ayudan uno al otro (¿el uno a la otra?, ¿o la otra al uno?)... O, ¿qué tal?: estoy con mis padres, ¿sería necesario que se diga: estoy con mi padre y con mi madre?

Es absurda esta parafernalia de la “corrección política” que, en la práctica, no es sino una forma embozada de incorrección gramatical. Consiste, por lástima, en una estructura forzada que no va con la forma natural de utilizar el lenguaje. Este “feminismo folclórico” lo único que hace es propiciar repeticiones y desdoblamientos artificiales y alambicados. Por desgracia, la propuesta está basada en el pretexto de defender a las mujeres, con el argumento de que desdoblando los nombres estaríamos ‘visibilizando’ a la mujer, como si el uso del femenino en algo ayudaría a este propósito; desconociendo, además, que cuando se usa únicamente el masculino en español, se incluye también, de manera extensiva y automática, a las mujeres.

Por todo lo expuesto, y como lo recomienda el propio autor: dejemos, más bien, que sean los académicos, y no los feministas, quienes representen al léxico, la morfología y la sintaxis...

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07 agosto 2018

Del manjar de los dioses *

* Por José Villarroel Yanchapaxi
Tomado de voltairenet.org. Editado para “Itinerario Náutico”.

“Se desconoce el origen del nombre de la cabecera Cantonal del Cantón Rumiñahui**. Sangolquí procede del termino quichua
sango, que significa "manjar de los dioses"; y qui, que significa "abundancia". Unidos los dos términos, se forma "manjar de los dioses en abundancia", "abundancia del manjar de los dioses" o "tierra del manjar de los dioses".

Los primeros pobladores del actual Valle de los Chillos se habrían asentado en la zona de El Inga, que comprendía el actual cerro Ilaló, hasta la parroquia de Tolóntag (11.000 años A.C.) Los pobladores fueron nómadas, cazadores y recolectores. Utilizaron la piedra (obsidiana y chert*** principalmente) para elaborar puntas de lanza, cuchillos, raspadores, buriles, etc. Más tarde, la zona se fue poblando por varias migraciones de indígenas que por el año 4.500 A.C. comenzaron a desarrollar la agricultura y la cerámica como principales actividades.

Avanzando el siglo XV aproximadamente, los Quitu-Caras, emigraron al valle, sobretodo por las bondades del clima y la fertilidad del suelo. Hacia 1460, llegaron desde el Sur del Tahuantinsuyu, los "Mitmakunas" (indígenas desterrados de su tierra cuando se oponían a la conquista incaica) y dividieron a esta región en Anan Chillo o Chillo alto, que es la actual Amaguaña y Urin Chillo o Chillo bajo, que ahora es Sangolquí.

El Valle de los Chillos desarrolló una intensa actividad económica alrededor de la producción del maíz (de grano grande y amarillo) con el cual alimentó a todo el imperio incaico. Según el Dr. Don Luis Andrade Reimers, en su biografía de Atahualpa, registra que Apu Chalcochima (Calicuchima), brazo derecho de Atahualpa en la guerra contra Huascar, fue originario de este valle.

Un ramal del Camino del Inca (el cual existe hasta ahora) comunicaba a Quito con la población asentada en el Valle de los Chillos. El Camino del Inca fue construido durante la invasión incaica, el cual cruzó de Norte a Sur todo el Tahuantinsuyu y brindaba facilidades para sus puntos de apoyo logístico y guerreros (los tambos); y para la organización económica y administrativa de todo el Imperio. El valle de los Chillos estaba comunicado por el Qápaq Ñan tanto por el Sur, pasando por Panzaleo (Machachi), así como por Uyumbicho; y también por el Oriente, a través de los caminos que conducían a Píntag, El Inga y Cumbayá. El ramal de El Inga era además una vía hacia los Quijos, en el Oriente Amazónico.

En 1534, en la lucha contra los conquistadores y junto a Rumiñahui, muere el cacique Quimbalembo de Chillo al defender su valle. Juan Sangolquí fue el cacique sucesor y uno de los más connotados dirigentes indígenas. Rumiñahui, que en quichua significa “Cara de Piedra”, combatió a los conquistadores españoles. Es él quien da nombre al cantón que comprende el territorio de la antigua parroquia de Sangolquí, hoy cabecera cantonal. Hacia 1559 había en este espacio seis cacicazgos. Estos eran: Uyumbicho, Anan-Chillo (Amaguaña), Urin Chillo (Sangolquí), el Inga, Pingolquí y Puembo.

A principios de la época colonial, alrededor de 1580, las órdenes religiosas de la Compañía de Jesús, la Merced y San Agustín adquirieron extensas tierras en Chillo, convirtiéndolas en haciendas. El poblado central de Urín Chillo creció hasta convertirse en la ciudad de San Juan Bautista de Sangolquí, nombre español dedicado a Juan el Bautista y al cacique Sangolquí. En tiempos de la colonia, la región siguió dedicándose a la producción del "maíz de chillo" (de grano grande y amarillo), por lo cual se lo conocía como "el granero de Quito".

Luego de la expulsión de los Jesuitas de América, a finales del siglo XVIII, muchas de las haciendas pasaron a manos de terratenientes aristócratas, como la Hacienda de Chillo Compañía, propiedad de Juan Pío Montúfar, conocido como el Marqués de Selva Alegre, oriundo de Sangolquí. Fue en este valle donde en 1809 se reunieron los patriotas para conspirar contra la corona española y el sitio donde las tropas del Mariscal Antonio José de Sucre tuvieron algunas batallas preliminares, gracias a la ayuda del indígena Lucas Tipán, que finalizaron con la gloriosa Batalla de Pichincha, el 24 de Mayo de 1822”.

(**) Aquí, el autor parece insinuar que la gente no conoce el origen del nombre.
(***) El chert es una roca sedimentaria rica en silíce de grano fino, microcristalina, criptocristalina o microfibrosa que puede contener pequeños fósiles (Wikipedia).

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