27 julio 2019

El rumor de la carabela

No sé a qué se debe, y no sé si ya lo habré confesado anteriormente: me encantan las palabras largas, sin importar si son o no esdrújulas, y mientas más largas, creo que me gustan más. Es como si, en función de su longitud, tuvieran un secreto significado, un arcano y misterioso contenido. Me coquetean vocablos como escrúpulo, mequetrefe o petimetre; me dejo seducir por voces sencillas pero largas como barlovento, catarata o carabela. Es como si esos términos, con su generoso número de letras, definirían su sentido por sí solas y no haría falta acudir al diccionario para consultar su concepto.

Hay ahí, en esas palabras ricas en extensión o tamaño, una como música propia, una melodía que surge natural, con su cadencia y sus sonidos ora oclusivos, ora fricativos. Es como si parte de su significado se bifurcaría hasta que no está completa la total pronunciación de sus silbantes elementos constitutivos. Esa es quizá la riqueza musical que tiene la lengua y que hace que ciertos idiomas nos parezcan más seductores, más armoniosos o atractivos al aprendizaje y al oído.

Por ello que desde siempre me cautivó el sonido de la palabra carabela. Con solo escuchar el sugerente término, me pareció descubrir el intermitente golpeteo en las velas de la embarcación tratando de resistir el azote pertinaz del viento, en paradójico contraste con el deambular silencioso de la embarcación rozando las ondulantes crestas de las olas, en su empecinado trajinar sobre el océano. O sería quizá que a esta marinera palabra desde temprano la asocié con la sorpresa y la aventura, con el cambio insospechado que experimentó el mundo con la sola e inesperada hazaña que dio lugar a lo que habría de llamarse “el descubrimiento”.

Fue justamente la hazaña de Colón, hacia finales del siglo XV, la que hace famosa a la carabela, aunque su invención y desarrollo constituyen un proceso náutico anterior. Es probable que la carabela se haya inspirado en las naves vikingas y en otras embarcaciones pequeñas que surcaban en el Mediterráneo y que más tarde fueron parte de las primeras expediciones portuguesas bordeando las costas africanas, hasta lograr diversas travesías allende y más hacia el meridión del cabo Bojador, navegando alejados de la costa y aprovechando, por primera vez, los vientos alisios, caprichosas corrientes de aire relacionadas con el efecto Coriolis, el comportamiento de las masas de aire debido a la rotación de la tierra.

Hoy en día, muy poco se habla de las “naos”, que participaron con enorme éxito en los viajes de exploración, y casi toda la fama y mérito se ha destinado a su hermana menor, la versátil carabela. De hecho, la nave capitana de la expedición colombina, la Santa María (antes bautizada como Gallega o María Galante) era realmente una nao y no una carabela. De las cinco naves que utilizó Magallanes para su aventura, que daría lugar a la primera circunnavegación del globo, solo la Santiago habría sido una carabela. Y es que existían algunas diferencias entre la nao y la reputada carabela: esa distinción no estaba dada solo por el tonelaje.

A simple vista, la carabela era más pequeña; pero, atisbada desde lejos, podía verse que carecía de castillo de proa, una edificación construida sobre cubierta que la nao poseía, tanto en proa como en la parte posterior. La nao tenía un casco más voluminoso y elevado; su “francobordo” (la distancia entre cubierta y el nivel del agua) era más alto. Y aunque ambas pudieran disponer de igual número de mástiles, la diferencia más ostensible entre la nao y la carabela estaba dada por la forma de sus velas: las primeras usaban telas cuadradas; las otras eran impulsadas por velas triangulares, llamadas también latinas. Los marinos de aquellos tiempos habían descubierto que las velas cuadradas aprovechaban mejor los vientos de barlovento (de popa o cola), mientras que las velas latinas enfrentaban y ceñían mejor los vientos de costado y los vientos de frente, y que eran más versátiles para acercarse a las costas y reconocer sus contornos.

Ambos tipos de embarcación tuvieron un rol protagónico en los primeros viajes de exploración: sin ellas, no hubiesen sido posibles aquellos primeros periplos, animados y financiados principalmente por los soberanos de Portugal y de Castilla, enfrentados en una inevitable competencia en la Mar Océano, hasta que se definiera el límite geográfico, y el área de dominio y control, de los posteriores descubrimientos; hitos que habría de marcar el singular Tratado de Tordesillas.

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01 julio 2019

Herencia de los fenicios

Los hombres de “Canaán”, tierra de la que habla la Biblia, eran un pueblo que habitó en el actual Líbano, hablaban una lengua semítica conocida como fenicio y vivieron originalmente en sus ciudades más importantes: Tiro y Sidón. Eran estos fenicios un pueblo que se dedicó al comercio y que, por un tiempo, dominó con sus trasiegos mercantiles las costas orientales del Mediterráneo. Los griegos los conocían por su otra actividad: se habían especializado en la pesca de un molusco con el que fabricaban un colorante indispensable para la producción del tinte más preciado que los europeos tuvieron en la antigüedad, el necesario para teñir las prendas imperiales, el aristocrático púrpura. Un color ubicado, en la tonalidad del espectro, entre el violeta y el morado.

Es a los fenicios que la humanidad debe uno de los inventos más formidables que jamás se haya propuesto el hombre: un sistema de escritura basado en símbolos fonéticos que desde entonces facilitó su comunicación y, por sobre todo, el conocimiento: el alfabeto. El invento propulsó las actividades comerciales de estos inquietos canaaneos y, desde luego, convirtió por un tiempo al idioma fenicio en lengua franca en las costas de ese mar interior donde se negociaban sus apetecidos productos. Con el tiempo, los fenicios fundaron una especie de sucursal, la ubicaron hacia el centro meridional del Mediterráneo, cerca de la actual Túnez, y la bautizaron de Cartago. Su extraordinario empuje y desarrollo dio origen, en gran medida, a inevitables celos con los romanos; esto dio pábulo a las tan mentadas “guerras púnicas”.

El resultado del primero de estos conflictos (¿alguien recuerda a Aníbal Barca o a su padre, Amilcar?) no fue muy auspicioso para los cartagineses; los fenicios perdieron su dominio en Sicilia, Cerdeña y Córcega, y no tuvieron más remedio que desplazar su influencia hacia las costas del Mediterráneo Occidental, donde habían fundado asentamientos como Tarraco (hoy conocida como Tarragona, hacia el sur de Barcelona), Cartago Nova (Cartagena), en la actual costa del Levante español, Gades o Gádir (que quiere decir castillo, fortaleza o recinto amurallado), hacia el poniente de los Pilares de Hércules, hoy conocida como Cádiz.

De hecho, el nombre con el que inicialmente se conoció a la Península Ibérica, Hispania, que pudiera significar “isla (o península) de los damanes” se atribuye a los fenicios, que habrían confundido a los conejos con una especie de mamíferos placentarios que, al parecer, existían en el norte de África. Otras fuentes, sin embargo, sugieren que el nombre estaría más bien emparentado con el de “tierra o península donde se funden los metales”. Algunos emperadores romanos, como Trajano, Adriano y Teodosio habían nacido en Hispania.

Aunque se me acuse de pedantería o quizá de cultismo, bien vale una interesante digresión respecto al tema de los mamíferos como especie: existen dos tipos de estos animales, de acuerdo a su forma de gestación y al tipo de bolsa que utilizan: los placentarios y los marsupiales; los primeros transcurren dicho proceso dentro de una placenta, los segundos crecen en el interior de un marsupio, que no es otra cosa que una suerte de bolsillo. Los placentarios amamantan a sus crías por medio de pezones; los marsupiales, mientras tanto, no tienen estos adminículos y las crías lamen la leche materna a través de unos poros.

Pero, ahora viene lo que puede resultar más sorprendente: las hembras de los marsupiales tienen dos vaginas, aunque con un orificio exterior único; los machos, mientras tanto, tienen un solo pene con dos cabezas para poder efectuar su acoplamiento. Tanto machos como hembras utilizan sus órganos sexuales exclusivamente para propósitos de apareamiento; mientras que para sus necesidades mingitorias (orina) y de defecación, utilizan un solo canal u orificio para los desechos, que es conocido con el prosaico o pedestre nombre de “cloaca”.

De vuelta a nuestros escarceos con la historia y la geografía, y dejando a un lado estas -un tanto impúdicas- disquisiciones semi-escatológicas, fueron posteriormente los romanos, luego de sus expansivas conquistas, los que incluyeron entre sus territorios a las provincias que habían sido originalmente administradas por los cartagineses: la Hispania Citerior o Tarraconensis, que resultaría del triángulo formado por Galicia, los Pirineos y Cartagena, en el sur oriente; y la Hispania Ulterior o Lejana (de “ultra”, que quiere decir “más allá), que -a su vez- comprendería, a rasgos generales, Andalucía, Lusitania (hoy Portugal) y lo que se conoce como Extremadura (con asentamientos como Mérida Romana, Trujillo y Cáceres).

Con respecto a Tarragona, este es también el nombre de una planta de carácter perenne (así se conocen a las que, como los arbustos y los árboles viven por más de dos años), que sirve para propósitos culinarios, y que también es conocida como estragón. Esta tarragona es un elemento indispensable para la buena cocina; forma parte de las conocidas “finas hierbas” (además del perejil, el culantro y el cebollino); y, especialmente, de las llamadas “hierbas de Provenza”, entre las que cuentan el orégano, la albahaca, el tomillo, el romero, la mejorana, el laurel y el hinojo. Siendo el estragón el que aporta con el aroma y sabor más influyentes.

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